Una diosa rubia
Durante un instante permanecimos inmóviles el pirata negro y yo, mirándonos a los ojos. Luego, una sonrisa malvada crispó los finos labios de mi nuevo enemigo, y una mano de ébano, vino a ponerse lentamente en la barandilla de la cubierta, mientras que el vacío ojo del cañón de una pistola buscaba el centro de mi frente.
De repente, mi mano libre cogió por el cuello al negro que se hallaba a mi alcance, en el preciso momento en que éste apretaba con el dedo el gatillo. La exclamación del pirata «Muere, maldito thern» quedó medio ahogada en su garganta, por obra de mis fuertes dedos. El martillo del arma cayó con inútil chasquido en una recámara vacía.
Antes de que disparase de nuevo tiré de él, separándole tanto del borde de la cubierta, que tuvo por fuerza que arrojar su pistola para agarrarse a la barandilla con ambas manos.
La furia con que le apretaba el cuello impidió que pudiera lanzar ni siquiera un quejido, y así luchamos en el más tétrico de los silencios; él procurando librarse de mi presa y yo precipitarle hacia su muerte.
Su cara iba adquiriendo un matiz lívido, y los ojos se le salían de las órbitas. No le cabía duda de que moriría pronto, a menos que se librarse de los dedos de acero, que le estaban arrancando la vida. Con un esfuerzo final, se tiró de espaldas sobre la cubierta y a la vez soltó las manos de la barandilla, llevándolas a mis dedos a fin de apartarlos de su cuello.
Aquel fugaz segundo era lo que yo aguardaba, y con un poderoso movimiento hacia abajo, logré sacarle por completo de la cubierta. Su cuerpo se precipitó al vacío y mientras caía estuvo a punto de hacerme soltar la cadena del ancla, a la que me sujetaba difícilmente con la mano izquierda, y precipitarme con él a las aguas del mar.
Sin embargo, no aminoré la fuerza con que le apretaba, ya que sabía que un solo grito de aquellos labios, mientras se precipitaba hacia la muerte en las aguas, haría que sus compañeros de arriba acudiesen a vengarle.
Por eso proseguí ahogándole más y más, mientras que sus frenéticas contorsiones me bajaban poco a poco hacía el final de la cadena.
Paulatinamente sus movimientos se fueron haciendo más espasmódicos debilitándose poco a poco hasta que cesaron por completo. Entonces aflojé mi presa y en un minuto desapareció, devorado por las negras sombras que había a nuestros pies.
Una vez más subí a la barandilla de la nave. Esta vez conseguí poner los ojos al nivel de la cubierta, desde donde podría echar una rápida ojeada a las condiciones que a continuación debería enfrentarme.
La luna más próxima se había ya puesto en el horizonte, pero el claro resplandor del otro satélite bañaba la cubierta del crucero, destacando con marcado relieve los cuerpos de seis u ocho hombres sumidos en un pesado sueño.
Junto a la base de un cañón de tiro rápido estaba firmemente atada una bella muchacha blanca. Sus ojos estaban completamente abiertos en una expresión de terror por lo que habría de sucederle y me miró con fijeza en cuanto aparecí ante su vista sobre la superficie de la cubierta.
Un indecible alivio llenó instantáneamente sus ojos al observar la mística joya que refulgía en el centro de mi robada corona. Pero no habló, y en vez de ello sus ojos me señalaron a las dormidas figuras que la rodeaban.
Gané la cubierta en silencio. La muchacha me indicó con un gesto que me acercara, y cuando me incliné hacia ella me pidió voz baja que la soltase.
—Puedo ayudarte —dijo—, y necesitaréis toda la ayuda posible en cuanto se despierten.
—Algunos de ellos despertarán en Korus —repuse sonriendo.
La rubia comprendió el significado de mis palabras, y la crueldad de la sonrisa con que me contestó me dejó aterrorizado. A nadie le asombra la crueldad en un rostro horrible, pero si se refiere a los rasgos de una diosa de facciones finamente trazadas, verdadero retrato de lo adorable y lo bello, el contraste resulta abrumador en realidad.
Pronto la desaté.
—Dame una pistola —murmuró—, la podré utilizar contra los que tu espada no pueda silenciar a tiempo.
Hice lo que me pidió y luego me dispuse a emprender la ingrata tarea que me aguardaba. No había tiempo para miramientos ni para caballerosidades que aquellos demonios no hubieran sabido apreciar ni devolver.
Sigilosamente me acerqué al durmiente más próximo. Cuando despertó estaba en camino de su viaje al fondo del Korus. Su desgarrado gemido al recobrar la conciencia, llegó débilmente a nosotros desde las negras profundidades de más abajo.
El segundo despertó cuando le toqué, y aunque conseguí arrojarlo de la cubierta del crucero su salvaje grito de alarma puso en pie a los restantes piratas. Quedaban cinco.
Al levantarse estos, la pistola de la muchacha lanzó su aguda nota y uno de los negros cayó de nuevo de espaldas en la cubierta para no levantarse más.
Los otros se precipitaron sobre mí como locos blandiendo las espadas. La chica no se atrevía a disparar evidentemente por miedo a herirme, pero la vi deslizarse silenciosamente cual si fuera un felino hacia el flanco de mis atacantes, que sólo se ocupaban de mí.
Durante unos cuantos minutos libré una de las luchas más salvajes de todas en las que he tomado parte. El sitio apenas permitía moverse, por lo que yo aguantaba a pie firme dando y recibiendo golpes. Al principio recibí más de lo que di, pero después logré traspasar la guardia de uno de los piratas y tuve la satisfacción de verle desplomarse en el suelo, muerto.
Sus compañeros redoblaron sus esfuerzos. El choque de sus armas con la mía producía un terrorífico ruido que quizá se oyera a muchas millas de distancia a través del silencio de la noche. Salían chispas del batir de los aceros y tampoco faltaba algún chasquido seco y pavoroso, señal indudable de que el cortante filo de mi espada marciana había encontrado el hombro de uno de mis enemigos.
Ya sólo me hacían frente tres, pero la chica trabajaba con tanto celo, que pronto quedaría el grupo reducido a un solo y enfurecido enemigo. Entonces se sucedieron las cosas con tan vertiginosa rapidez que aún ahora apenas puedo comprender lo que ocurrió en aquel breve instante.
Los tres se arrojaron contra mí con el evidente propósito de obligarme a retroceder los pocos pasos que me llevarían a precipitarme sobre la barandilla y caer al vacío. En el mismo instante la muchacha disparó, y mi arma hizo dos movimientos. Un hombre cayó con una bala en el cerebro; una espada cayó a cubierta con un ruido metálico y quedó al borde de la barandilla, mientras yo desarmaba a uno de mis contrarios, y el tercero se desplomaba con la espada clavada en el pecho hasta la empuñadura, saliéndole por la espalda tres dedos de su hoja.
Este pirata al caer me arrancó la espada del puño. Desarmado yo también, tuve que hacer frente a mi restante enemigo cuya espada había ido a parar varios miles de pies debajo de nosotros, a lo hondo del Mar Perdido.
Esta nueva situación debió agradar a mi adversario, porque una sonrisa de satisfacción puso al descubierto sus blancos dientes, mientras se me acercaba con las manos desnudas. Los grandes músculos que se marcaban debajo de su negra y lustrosa piel tal vez le convencieran de que yo era una fácil presa, por lo que no se preocupó en el puñal de su vaina.
Le dejé acercarse a mi, y luego agachando la cabeza, pase por bajo de sus brazos tendidos, desviándome al mismo tiempo hacia la derecha, para girar a continuación sobre el talón izquierdo, dándole en la mandíbula un terrible golpe, que le tumbó boca arriba, como un buey abatido por un mazazo.
Una risa argéntea y franca sonó detrás de mí.
—No eres thern —dijo la dulce voz de mi compañera—, pese tus mechones dorados y a los adornos de Sator Throg. Jamás ha vivido nadie en Barsoom capaz de pelear como has peleado esta noche. ¿Quién eres?
—Soy John Carter, príncipe de la Casa de Tardos Mors. Jeddak de Helium —repliqué—. ¿Y a quién tengo el honor de servir ahora?
Ella vaciló un momento antes de hablar. Después me preguntó:
—No eres Thern. ¿Eres un enemigo?
—He estado en su territorio día y medio, y durante ese tiempo mi vida ha corrido constantes peligros. Durante todo ese tiempo me acosaron y persiguieron, lanzando sobre mí hombres armados y feroces bestias. Hasta ese momento, los thern me habían sido indiferentes pero a nadie sorprenderá que con su conducta se hayan granjeado mi antipatía. He hablado.
Me miró atentamente un largo rato sin decidirse a contestarme. Parecía que intentaba leer en lo más íntimo de mí y juzgar mi carácter, así como mis dotes de caballero, con aquella fina y escrutadora mirada.
En apariencia el examen la satisfizo.
—Soy Phaidor hija de Matai Shang. Sagrado Hekkador de los Sagrados Thern, Padre de los Thern, Señor de la vida y la Muerte en Barsoom, Hermano de Issus, Príncipe de la vida Eterna.
Inmediatamente observé que el negro a quien había derribado de un puñetazo empezaba a dar señales de recobrar el conocimiento. Me puse junto a él y quitándole sus correajes le ate las manos a la espalda, le amarré los pies y le sujeté firmemente a la cureña de un pesado cañón.
—¿Por qué no lo haces de una manera más simple? —pregunto Phaidor.
—¿Cómo que una manera más simple? —contesté—. No te entiendo.
Con un ligero encogimiento de sus preciosos hombros, la joven hizo un gesto con las manos indicando el acto de tirar a alguien por la borda.
—No soy un asesino —dije—. Sólo mato en defensa propia.
Entonces ella frunció el ceño y movió la cabeza. Indudablemente, no me entendía.
Bueno, tampoco mi amada Dejah Thoris hubiera sido capaz de comprender la que habría estimado peligrosa y desatinada conducta con un adversario tan peligroso. En Barsoom ni se da ni se pide cuartel y cada cadáver significa un alivio dentro de los menguados recursos del moribundo planeta para repartirlos entre los que le sobreviven.
Pero había, sin duda, una sutil diferencia entre el modo como la doncella contemplaba la destrucción de un contrario y el pesar, realmente sincero, de mi joven princesa ante una exigencia ineludible en toda guerra.
Pienso que Phaidor echaba de menos el estremecimiento que el espectáculo le habría proporcionado, y no que le extrañase mi decisión perdonando la vida a un enemigo de los suyos.
El hombre se hallaba ya en la plena posesión de sus facultades y nos miraba atentamente desde el sitio de la cubierta donde estaba atado. Era un muchacho guapo, apuesto y vigoroso, de rostro inteligente y de facciones tan exquisitamente modeladas que el mismo Adonis las hubiera envidiado.
La nave sin guía, se movía lentamente encima del valle; por lo que me pareció conveniente coger el timón y dirigir su marcha. Sólo de un modo muy vago podía calcular la situación del valle del Dor. Era evidente que se hallaba al sur del Ecuador, viendo las constelaciones; mas no conocía lo suficiente la astronomía marciana como para prescindir por completo de los magníficos mapas y los delicados instrumentos con los que, como oficial de la escuadra de Helium, determiné antes las posiciones de los buques en los que navegué.
Seguro de que con rumbo al Norte iría rápidamente a las comarcas más pobladas del planeta, decidí inmediatamente la dirección que debía seguir. Bajo mi mano, el crucero oscilaba graciosamente. Luego, el botón que actúa en los rayos impulsores nos lanzó volando a la lejanía del espacio. Con la palanca de la velocidad puesta en la última muesca, corrimos hacia el norte, elevándonos cada vez más sobre el terrible valle de la muerte.
Cuando pasamos a vertiginosa altura encima del estrecho dominio de los thern, el humo de la pólvora a larga distancia de nuestra nave, atestiguó con muda certeza la ferocidad de la batalla que se reñía en la maldita frontera. Ningún ruido de lucha llegó a nuestros oídos, porque en la tenue atmósfera de tan gran altitud era imposible que penetrase ninguna onda sonora, disipadas en el aire de las capas inferiores.
Reinaba un frío intenso y respirábamos con dificultad. Phaidor y el pirata negro no apartaban de mí la vista. Al fin, la muchacha habló.
—A esta altura pronto quedaremos inconscientes —habló tranquilamente—. A menos que estés invitando a la muerte, harás bien en descender, y deprisa.
Su voz no denotó el menor miedo. Me dijo aquello como si me dijese: «Llévate paraguas, que va a llover».
En seguida llevé la nave a un plano más bajo. Y lo hice a tiempo. La joven se había desmayado.
El negro también estaba inconsciente, y yo mismo me figuro que conservé la consciencia gracias a un alarde de voluntad. Quien tiene la responsabilidad del mando, debe dar ejemplo de resistencia.
En ese momento volábamos sobre las escarpadas márgenes del Otz. Hacía un poco de calor, y nuestros exhaustos pulmones llegaba el aire que necesitaban, por lo que no me sorprendió ver que se abrían los ojos del negro y un poco después los de la muchacha.
—Eso ha sido un aviso —dijo ésta.
—Que me ha enseñado dos cosas —repliqué.
—¿Cuáles?
—Que incluso Phaidor, hija del Amo de la Vida y la Muerte, es mortal —añadí sonriendo.
—Sólo Issus es inmortal —me contestó—. Y ten en cuenta que Issus pertenece exclusivamente a la raza de los Thern. Por eso yo soy inmortal.
Sorprendí una fugitiva expresión de asombro en las facciones del negro al oír tales palabras. Entonces no comprendí por qué sonreía. Más tarde lo supe, y ella también, de la manera más horrible.
—Si la otra cosa que has aprendido —continuó— te conduce a deducciones tan erróneas como la primera, en nada aumentarás tu sabiduría.
—La otra —repliqué— es que a nuestro oscuro amigo aquí presente no le gusta, ni un poco, la luna más próxima, pues probablemente hubiera muerto a unos cuantos miles de pies encima de Barsoom. No me cabe duda de que si hubiésemos continuado recorriendo las cinco mil millas que separan a Thuria del planeta, sólo habría quedado de el un débil recuerdo.
Phaidor miró al negro con evidente sorpresa.
—Si no eres de Thuria, ¿de dónde entonces? —preguntó.
Él se encogió de hombros y separó la vista a un lado; pero no respondió.
La muchacha golpeó el suelo con uno de sus pequeños pies, revelando su enojo.
—La hija de Matai Shang está acostumbrada a que le contesten cuando pregunta. Cualquiera de una casta tan inferior como la tuya se honraría de que un miembro de la raza sagrada, nacida para heredar la vida eterna, se digne dirigirse a él.
De nuevo sonrió el negro, con la expresión astuta del hombre que lo sabe todo.
—Xodar, Dátor del Primer Nacido de Barsoom, está acostumbrado a mandar y no a obedecer —repuso el pirata negro. Y luego, encarándose conmigo:
—¿Cuáles son tus intenciones respecto a mí?
—Pienso llevaros a los dos a Helium —dije—. Nadie os maltratará. Allí encontraréis a los hombres rojos, raza bondadosa y magnánima, que si me escucha no volverá a hacer peregrinaciones río Iss abajo y renunciará a la disparatada creencia con que ha venido ilusionándose siglos y siglos, rompiéndola en mil pedazos.
—¿Eres de Helium? —interrogó.
—Soy un príncipe de la Casa de Tardos Mors, Jeddak de Helium —repuse—; pero no soy de Barsoom. Soy de otro mundo.
Xodar me miró atentamente durante unos segundos.
—Bien puedo creer que no eres de Barsoom —dijo al fin—. Nadie de ese país hubiera sido capaz de matar, sin armas, a ocho Primeros Nacidos. Pero ¿cómo es que tienes el pelo dorado y que usas la enjoyada corona de un Sagrado Thern? Y recalcó la palabra sagrado con matiz de ironía.
—Ya no me acordaba —contesté—. Son el botín de mi conquista.
Con brusco movimiento me quité el de mi cabeza.
Cuando los ojos del negro se fijaron en mi pelo oscuro, cortado al rape, se abrieron de par en par de puro asombro. Indudablemente, esperaba que yo le hubiera mostrado la cabeza pelada de un thern.
—Sí, eres de otro mundo —exclamó con cierto temblor en la voz—. Bien puede el propio Xodar reconocer en tal caso tu valor y coraje, puesto que posees la tez de un thern, el pelo negro de un Primer Nacido y los músculos del más fuerte de los Dátor. Otra cosa sería si fuerais un barsoomiáno maldito —agregó.
—Ya sabes más que yo, amigo mío —le interrumpí—. Sé que te llamas Xodar; pero no sé qué quiere decir el Primer Nacido, ni qué significa eso de Dátor, ni por qué, si fueras vencido por uno de Barsoom, te negarías a reconocerlo.
—Los Primeros Nacidos de Barsoom —me explicó— son la raza de los negros, de la que soy Dátor o, como diría un miserable barsoomiano, Príncipe. Mi raza es la más antigua del planeta. Nuestro linaje arranca directamente, y sin interrupción, del Árbol de la Vida, que floreció en el centro del Valle de Dor hace veintitrés millones de años.
»Durante incontables períodos, el fruto del árbol soportó los cambios normales de la evolución, pasando por grados de vida vegetal exclusivamente, a la combinación de planta y animal. En las primeras fases, el fruto del Árbol poseía sólo el poder de la acción muscular independiente, mientras que el tallo permanecía unido a la planta paterna, hasta que más tarde se desarrolló en el fruto un cerebro, de suerte que, aunque colgando todavía al final de sus largos tallos, pensaban y se movían como seres independientes.
»Luego, con el desarrollo de las percepciones, vino la comparación de ellas, se estimuló la inteligencia y por consecuencia, nacieron en los de Barsoom la razón y la facultad razonadora.
»Pasó el tiempo. Vinieron al Árbol de la Vida y se fueron de él numerosas formas de vida, todas ligadas a la planta paterna por tallos de variadas longitudes. Al fin, el fruto del árbol consistió en diminutos hombres planta, tales como los que ahora hay reproducidos a mayor tamaño en el Valle del Dor, pero que aún colgaban de las ramas y los nudos del árbol por tallos que les crecían en lo alto de las cabezas.
»Las yemas de las que florecían los hombres planta se parecían a grandes nueces, de un pie de diámetro, divididas por una doble pared, en cuatro partes. En una crecían los hombres planta; en otra, un gusano de dieciséis patas; en la tercera, el progenitor del mono blanco, y en la cuarta, el primitivo hombre negro de Barsoom. Cuando el capullo floreció, los hombres planta siguieron colgando del extremo de sus tallos, y las otras tres porciones cayeron al suelo, donde los esfuerzos de sus encerrados ocupantes para escaparse los enviaron disparados en distintas direcciones.
»Mientras pasaba el tiempo, todo Barsoom se cubrió de esos encarcelados seres, que en el curso de incontables edades vivieron penosamente dentro de sus duros cascarones, brincando y saltando por el vasto planeta o precipitándose en los mares, ríos y lagos, sin dejar de extenderse por la superficie entera del nuevo mundo.
»Innumerables miles de millones de ellos perecieron antes de que el primer hombre negro rompiera los muros de su prisión para ver la luz del día. El recién nacido, impulsado por la curiosidad, abrió los otros cascarones, y así empezó a poblarse Barsoom.
»La pureza de sangre del primer negro permaneció incólume, sin mezclarse con la de otras criaturas, y de esa raza inmaculada soy miembro; pero del gusano de dieciséis, del primitivo hombre mono y del negro renegado, surgieron en Barsoom otras formas de la vida animal.
»Los thern —añadió maliciosamente— no son más que el resultado de una dilatada evolución a partir del puro mono blanco antiguo, y se hallan a un nivel aún más bajo. En Barsoom sólo existe una raza inmortal y verdaderamente humana. La de los negros.
»El Árbol de la Vida ha muerto; pero antes de que muriese, el hombre planta aprendió a desprenderse de él y a pacer en la faz de Barsoom con los demás hijos del Primer Padre.
»Ahora su bisexualidad les permite reproducirse a modo de las verdaderas plantas, pues de otra manera hubieran, progresando muy poco durante las edades de su historia. Sus actos y movimientos son principalmente cuestión de instinto y no están inspirados, en lo que a inteligencia se refiere, por la razón, dado que el cerebro de un hombre planta apenas es mayor que la punta de nuestro dedo meñique. Viven de vegetales y de la sangre de los animales, y su cerebro casi no basta para dirigir sus movimientos en busca de alimento y trasladar las sensaciones nutritivas que les llegan desde los ojos y los oídos. No tienen instinto de conservación, por lo que, como desconocen el peligro, lo afrontan sin el menor temor. Por eso son en el combate tan terribles enemigos.
Me chocó que el orgulloso negro se molestara tanto en hacer saber a sus enemigos del génesis de la vida barsoomiana. Parecía que aquélla era una ocasión sumamente inoportuna para que un miembro tan arrogante de una raza tan altiva se dedicara a conversar con quien le había apresado, sobre todo teniendo en cuenta que el negro seguía firmemente atado a la cureña del cañón.
Sin embargo, bastó una fracción de segundo, en la que le sorprendí echando una mirada de soslayo a mi espalda, para explicarme el motivo que le inducía a distraerme con su verdaderamente interesante relato.
Se hallaba algo delante del sitio donde yo manejaba las palancas, de manera que daba frente a la popa del buque mientras se dirigía a mi. Fue al final de su descripción de los hombres planta cuando le sorprendí mirando fugazmente alguna cosa que debía encontrarse a mi espalda.
Me amenazaba un grave peligro. No podía equivocarme en vista del resplandor de alegría triunfal que iluminó un instante sus negras pupilas.
Un momento antes había disminuido la velocidad, ya que habíamos dejado muchas millas atrás el tétrico valle de Dor, y me sentía relativamente en salvo.
Volví la cabeza con aprensión hacia el sitio del que veníamos y lo que vi mató la recién nacida ilusión de libertad que hasta entonces había alimentado.
Un gran acorazado surgía silencioso, y con las luces apagadas, de la tenebrosa oscuridad nocturna, a popa de nuestra nave y a muy corta distancia.