Los pasadizos del peligro
Ignoro cuánto tiempo estuve dormido, pero debieron ser varias horas. Me desperté sobresaltado por unos gritos de alarma, y apenas había abierto los ojos y había reunido la suficiente fuerza de voluntad para reconocer dónde me hallaba, cuando una descarga cerrada de disparos resonó por las paredes de los subterráneos, produciendo ensordecedores ecos.
Inmediatamente me puse en pie. Una docena de therns menores nos miraba desde una ancha arcada abierta en el lado del almacén opuesta a la puerta que nos había dado acceso a él. Alrededor mío yacían sin vida los cuerpos de mis compañeros, con excepción de Thuvia y Tars Tarkas, que, como yo, se habían echado sobre el suelo para descansar escapando así de los efectos de la descarga.
Mientras me levantaba con ímpetu los therns bajaron los mortíferos rifles y en sus rostros se mezcló la pena, consternación y la alarma.
Inmediatamente aproveché la ocasión.
—¿Qué significa esto? —grite en tono de fiera ira—. ¿Va a ser Sator Throg asesinado por sus propios vasallos?
—Ten compasión, ¡oh Señor del Décimo Círculo! —exclamó uno de aquellos individuos, mientras que los otros se agruparon en la puerta, como buscando una manera furtiva de eludir huyendo la cólera de un poderoso.
—Pregúntales qué misión les trae aquí —murmuró Thuvia a mi oido.
—¿Qué hacéis aquí, siervos? —dije.
—Dos del otro mundo se encuentran en los dominios de los therns. Los buscamos por orden del Padre de los therns. Uno es blanco con pelo negro, y el otro, un enorme guerrero verde.
Entonces el que hablaba dirigió a Tars Tarkas una mirada de sospecha.
—Este es uno de ellos —interrumpió Thuvia, señalando al Thark— y si os hubierais fijado en el muerto que hay junto a la puerta, quizá habrías reconocido al otro. Ha tenido que ser Sator Throg junto a sus pobres esclavos el que ejecutara lo que los therns menores de la guardia fueron incapaces de hacer; hemos matado a uno y capturado al superviviente. Por eso Sator Throg nos ha concedido la libertad. Y ahora, en vuestra estupidez, habéis matado a todos menos a mí y habéis estado a punto de acabar con el mismo Sator Throg en persona.
El hombre me miró tímido y asustado.
—¿No sería preferible, oh poderoso, que arrojaran esos cuerpos a los hombres planta y que volvieran luego a sus cuarteles? —me preguntó Thuvia.
—Sí; haz lo que Thuvia te ordena —contesté.
Los subalternos recogieron los cuerpos y noté que al que le tocó cargar con el verdadero Sator puso especial cuidado al fijarse en el rostro del cadáver, lanzándome luego, de soslayo una mirada retorcida.
Hubiese jurado que sospechaba algo de la verdad, si bien se trataba sólo de una sospecha vaga que no se atrevió a vocear dado su silencio.
De nuevo, mientras sacaba el cuerpo de la estancia, me echó una rápida y escudriñadora mirada y una vez más sus ojos cayeron sobre la cabeza calva del cadáver que llevaba en sus brazos. Cuando lo miré por última vez, pude observar que una sonrisa de triunfo bailaba en sus labios.
Quedamos solos Thuvia, Tars Tarkas y yo. La mortal puntería de los therns había arrebatado a nuestros camaradas la tenue esperanza que pudieron abrigar en cuanto a conquistar la peligrosa libertad en el mundo exterior.
Apenas desapareció el último individuo del fúnebre cortejo, la chica nos apremió a que huyéramos sin tardanza.
Ella también había observado la actitud del thern que transportaba el cuerpo de Sator Throg.
—Eso no auguraba nada bueno para nosotros, oh Príncipe —me dijo— porque aunque ese malvado no se atreva a acusarnos por miedo a cometer un error, los hay por encima de él que pedirán un detenido examen de tu persona, y eso, Príncipe, resultaría fatal.
Me encogí de hombros. Me daba la sensación de que cualquier acto que lleváramos a cabo nos encaminaba hacia la muerte. El sueño me había descansado, pero seguía muy débil por la pérdida de sangre. Mis heridas eran muy dolorosas y no podía esperar alivio de ninguna medicina. Cuánto eché de menos el casi milagroso poder sanatorio de los extraños bálsamos y ungüentos de las mujeres verdes marcianas. En una hora me hubieran dejado como nuevo.
Me desanimé. Jamás me había abatido un sentimiento de tan plena desesperación por los peligros que se avecinaban. Luego los flotantes y largos mechones amarillos de la peluca del thern, agitados por alguna ráfaga de aire me dieron en la cara.
¿Por qué no habrían de abrirme aún el camino de la libertad? Si actuábamos a tiempo ¿acaso no nos sería posible escapar antes de que sonase la alarma general? Al menos lo intentaríamos.
—¿Qué hará primero ese subalterno, Thuvia? —pregunté—. ¿Cuánto pasará antes de que vuelvan a por nosotros?
—Irá directamente al Padre de los Therns, el anciano Matai Shang. Tendrá que esperar a que le conceda una audiencia, pero como posee un rango superior entre los therns menores, ya que de hecho es un thorian entre ellos, no pasará mucho tiempo esperando a que Matai Shang le reciba.
»Entonces, si el Padre de los Therns presta crédito a su historia, en una hora los aposentos, las galerías, los patios y los jardines se llenarán de gente dedicada a buscarnos.
—Lo que hayamos de hacer, debemos hacerlo durante esta hora. Dime, Thuvia, ¿cuál es el camino mejor y más corto para salir de este celestial Hades?
—El que conduce directamente a la cima de los acantilados, príncipe —me respondió—, y luego, atravesar los jardines para llegar a los patios interiores. Desde allí nos conducirá a los templos de los therns, y cruzándolos, ganaremos los patios exteriores. A continuación tropezaremos con las murallas. ¡Oh, príncipe!, todo es en vano. Diez mil guerreros no podrían abrirse paso hacia la libertad a través este horrible lugar.
»Desde el principio de los tiempos, poco a poco, piedra a piedra, los therns han ido formando las defensas de su fortaleza. Una continua línea de inexpugnables fortificaciones circunda las laderas exteriores de las montañas de Otz.
»Dentro de los templos que se alzan tras las murallas, un millón de guerreros está siempre listo. Los patios y los jardines rebosan de esclavos y de mujeres y niños.
»Nadie podría tirar en ellos una piedra sin ser descubierto.
—Si no hay otro camino, Thuvia, nos enfrentaremos a todas esas dificultades. Hagámosles frente.
—¿No sería mejor —opinó Tars Tarkas— aplazar la fuga para después de anochecer? Parece que no existe ninguna posibilidad durante el día.
—Quizá la oscuridad nos favorezca algo, pero incluso entonces las murallas están tan bien guardadas como de día, y puede que incluso más. Sin embargo, en los patios y en los jardines no hay tantos centinelas —contestó Thuvia.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Era media noche cuando me soltaste de mis cadenas —dijo Thuvia—. Dos horas más tarde, llegamos al almacén. Allí dormisteis catorce horas. Ahora, pues se debe estar poniendo el sol. Venid; iremos a alguna ventana próxima para aseguramos de ello.
Diciendo esto, nos guió por unos tortuosos corredores hasta que, tras un brusco recodo, llegamos a una abertura desde la que se dominaba el Valle del Dor.
A nuestra derecha se ponía el sol, un enorme disco rojo, más allá de la estribación occidental de los Otz. Algo debajo de nosotros se hallaba un Sagrado Thern vigilando desde su atalaya, su traje de oficial, color escarlata, le ceñía el cuerpo, como anticipo al frío que llegaría con rapidez en cuanto empezara a anochecer. La atmósfera de Marte es tan tenue que absorbe muy poco calor solar. Durante las luminosas horas del día hace un calor excesivo, pero por la noche reina un frío intenso. Tampoco su tenue atmósfera refracta los rayos del sol, ni difunde la luz de éste como la de la Tierra. Marte carece de crepúsculos. Cuando el gran astro del día desaparece detrás del horizonte, el efecto es precisamente como el de apagar la única lámpara de una habitación. De la claridad más brillante se pasa sin transición a la más densa oscuridad. Luego salen las lunas; esas misteriosas y mágicas lunas de Marte, que se arrastran cual monstruosos meteoros que cruzan a muy escasa altura la superficie del planeta.
El sol declinante iluminaba con brillantez el margen oriental del Korus, la pradera púrpura y el lujurioso bosque. Entre los árboles vimos que pastaban muchos rebaños de hombres planta. Los adultos se mantenían levantados sobre la punta de los pies y las fuertes colas, y con los talones devoraban todas las hojas y los brotes aprovechables. Entonces fue cuando comprendí la cuidadosa disposición de los árboles, que me hizo formar la errónea idea, al contemplar por primera vez aquel espectáculo, de hallarme en el territorio de un pueblo civilizado.
Mientras observábamos, nuestras miradas se fijaron en el ondulado Iss, que salía de la base de los acantilados que nos servían de pedestal. Por entonces surgió de la montaña una canoa cargada de almas perdidas y procedentes del otro mundo. Había una docena de ellas y todas pertenecían a la muy culta y civilizada raza de los hombres rojos que dominaban en Marte.
Los ojos del heraldo asomado al balcón debajo de nosotros cayeron sobre el condenado grupo al mismo tiempo que los nuestros. Levantó la cabeza e inclinándose sobre el recortado pretil que bordeaba la altísima atalaya, lanzó el salvaje y escalofriante alarido que llamaba al ataque a los demonios del infernal paraje.
Los brutos permanecieron un instante con las orejas erectas y luego se desbordaron del bosque hacia la orilla del río, recorriendo la distancia a descomunales y torpes zancadas.
El grupo ya había desembarcado y se hallaba de pie en la pradera cuando la horrible horda llegó a su vista. Hubo un breve e inútil conato de defensa. Luego, en medio del más espantoso silencio, unos enormes y repulsivos bultos taparon los cuerpos de sus víctimas y millares de bocas chupadoras se cebaron en la carne de sus presas.
Aparté la vista con disgusto.
—No han durado un instante —exclamó Thuvia—. Los grandes monos blancos reclaman la carne una vez que los hombres planta han drenado las arterias de los cadáveres. Mirad, ya llegan.
Dirigí la mirada en la dirección que la muchacha me indicaba y vi una docena de grandes monstruos blancos que atravesaban corriendo hasta la ribera del río. El sol se ocultó por completo y unas tinieblas que casi podían tocarse nos rodearon, impidiéndonos ver nada.
Thuvia no perdió el tiempo y nos condujo por el corredor que subía y bajaba a través de la masa rocosa hacia la superficie, situada a mil pies de altura sobre el nivel en que habíamos estado.
Dos veces unos grandes banths que andaban sueltos por las galerías nos interceptaron el paso; pero en cada caso Thuvia les dirigió en voz baja una palabra de mando y las rugientes bestias se apartaron apaciguadas.
—Si traspasas todos los obstáculos con la facilidad que amansas a estas fieras, no veo obstáculo alguno que nos impida avanzar —dije a la muchacha sonriendo—. ¿Cómo lo haces?
Ella se echó a reír y luego se estremeció.
—Ni yo misma lo sé —añadió—. Cuando vine aquí por primera vez enojé a Sator Throg porque rechacé sus caricias. Ordenó que me arrojasen a uno de los grandes pozos de los jardines interiores. Estaba lleno de banths. En mi país estaba acostumbrada a mandar. Algo en mi voz, ignoro qué, acobardó a las bestias cuando se lanzaron a atacarme.
En lugar de destrozarme en pedazos, tal y como Sator Throg deseaba, vinieron a lamerme los pies. Tanto divirtió aquello a Sator Throg y a sus amigos, que me dedicaron a cuidar y domar las terribles criaturas. Las conozco a todas por sus nombres. Hay un gran número de ellas vagando por estas sombrías regiones inferiores. Son carroñeros. Muchos prisioneros mueren en las mazmorras. Los banths solucionan el problema de la limpieza, por lo menos en ese aspecto.
En los jardines y los templos superiores están encerrados en pozos. Esto se debe a que los therns les temen y rara vez se aventuran en parajes subterráneos, excepto cuando el deber les obliga a hacerlo.
Se me ocurrió una idea, sugerida por lo que Thuvia acababa de decir
—¿Por qué no juntas unos cuantos banths para que nos precedan sueltos mientras vayamos bajo tierra? —dije.
Thuvia rió abiertamente.
—Es cierto, esto distraerá la atención de nosotros —me contestó.
Y, sin mas, empezó a llamarlos con un canturreo lento que más parecía un ronroneo. Continuo así mientras continuábamos nuestro tedioso camino por aquel laberinto de estancias y pasadizos subterráneos.
En aquel momento, unas blandas y pausadas pisadas sonaron tras nosotros y al volverme observé un par de enormes ojos verdes que brillaban en las oscuras sombras a nuestra espalda. De túnel divergente salió un bulto sinuoso y oscuro arrastrándose silenciosamente hacia nosotros.
Unos ahogados aullidos y unos gruñidos rabiosos asaltaron nuestros oídos desde ambos lados, a medida que avanzábamos con premura, y una a una, las feroces criaturas iban respondiendo a la llamada de su dueña.
A cada una que se nos unía le decía una frase incomprensible que producía efecto de convertirla en una dócil mascota. De esta suerte nos acompañaron por los corredores llenos de sombras; a pesar de todo, no dejaba yo de notar que a Tars Tarkas y a mí nos miraban con expresión de hambre, enseñándonos con frecuencia sus pavorosas bocas.
Pronto estuvimos rodeados por unos cincuenta de aquellos seres monstruosos. Dos no se separaban de Thuvia, constituidos en guardianes de su paseo. Los sedosos lomos de los otros rozaban a menudo mis desnudas piernas. Fue una extraña experiencia; una marcha casi silenciosa de pies humanos descalzos y de acolchadas garras; en las doradas paredes fulgían las piedras preciosas; había una tenue claridad proyectada por unos pequeños bulbos de radio puestos en el techo a considerable distancia unos de otros; las enormes y amansadas bestias nos daban escolta entre leves rugidos; el gigantesco guerrero verde se elevaba de todo el grupo; yo iba coronado con la principesca diadema del Sagrado Thern, y Thuvia, la hermosa doncella, dirigía la marcha.
No lo olvidaré jamás.
En aquel momento, nos aproximamos a una vasta cámara, iluminada con más brillantez que los corredores. Thuvia nos detuvo. Silenciosamente se deslizó hacia la entrada y miró adentro. En seguida nos indicó con un gesto que la siguiéramos.
La estancia estaba llena de especímenes de seres extraños que habitaban aquel mundo subterráneo; una heterogénea colección de híbridos: la descendencia de los prisioneros del mundo exterior; marcianos verdes y rojos y la raza blanca de los therns.
El constante confinamiento en las regiones subterráneas había creado en la piel de tales gentes extrañas marcas. Más parecían cadáveres que seres vivos. Muchos estaban deformados, otros mutilados, mientras que la mayoría, nos explicó Thuvia, eran ciegos.
Como estaban tendidos en el suelo, a veces unos sobre otros, y a veces revueltos en confusos montones, me recordaron instantáneamente las ilustraciones grotescas que había visto en ejemplares del Infierno, de Dante, y ¿qué comparación más adecuada que ésta? ¿No era aquél en realidad un verdadero infierno poblado por almas condenadas y perdidas sin la menor esperanza de salvación?
Caminando con extremo cuidado, nos abrimos un camino tortuoso a través de la estancia, mientras que los grandes banths, olisqueando con hambre la tentadora presa, se desplegaban delante de tantos infelices sumiéndolos en el consiguiente pavor.
En varias ocasiones pasamos frente a las entradas de otras cámaras parecidas y dos veces nos vimos obligados a cruzar por ellos. En algunas de ellas había prisioneros y fieras atadas con cadenas.
—¿Cómo es que no encontramos a ningún thern? —pregunté a Thuvia
—Raras veces atraviesan de noche el mundo inferior, porque es entonces cuando los grandes banths pululan por los corredores sombríos buscando sus presas. Los therns temen a los horribles moradores de este cruel e implacable mundo que han poblado y desarrollado bajo sus pies. Incluso los prisioneros suelen acecharles y darles muerte. El thern nunca puede saber de qué rincón oscuro saldrá el asesino que le matará por la espalda.
»De día es muy distinto. A esas horas los corredores y las cámaras están llenos de guardias que van de aquí para allá; de esclavos de los templos superiores que acuden a los graneros y almacenes. Entonces todo es vida. Tú no lo verás, porque no os llevaré por esos sitios; sino por pasajes de poco tránsito que los rodean. Sin embargo, es probable que tropecemos con algún thern, pues, a pesar de todo, les es necesario venir aquí después de ponerse el sol. Por todo ello debemos movernos con gran precaución.
Pero llegamos a las galerías superiores sin el menor entorpecimiento y entonces Thuvia se detuvo al pie de una corta rampa.
—Encima de nosotros —dijo— hay un arco que comunica con los jardines interiores. Hasta aquí hemos llegado. Desde ese punto, y durante las cuatro millas que nos separan de las murallas exteriores, hallaremos en el trayecto innumerables peligros. Las patrullas armadas recorren los patios, los templos y los jardines. Cada pulgada de los muros se halla bajo la mirada de un centinela.
Yo no acertaba a comprender la necesidad de tan enorme fuerza de hombres armados en torno a una fortaleza envuelta en el misterio y superstición, hasta el extremo de que ningún ser viviente de Barsoom se hubiera atrevido a acercarse a ella aún en el caso de conocer su situación exacta. Se lo pregunté a Thuvia, pidiéndole que me explicase a qué enemigos temían tanto los therns, aún dentro de su impenetrable fortaleza.
Habíamos alcanzado el arco y Thuvia se disponía a abrirlo.
—Tienen miedo a los piratas negros de Barsoom, oh, príncipe —me dijo— de los que nuestros antepasados nos preserven.
La puerta se abrió de par en par; un olor a vegetación exuberante me llegó a la nariz y el aire frío de la noche sopló contra mis mejillas. Los grandes banths husmearon las para ellos desconocidas fragancias, y con loco impulso nos dejaron atrás, lanzándose a corretear por los jardines, bajo los lúgubres rayos de la luna más próxima.
De repente surgió un grito estridente de la techumbre de un templo; un grito de alarma y de aviso, que repetido de punta a punta, fue de Este a Oeste, de los templos a los patios y de los torreones a los jardines hasta que se extinguió a lo lejos como un amortiguado eco.
La larga espada del gigantesco Tark salió de su vaina, y Thuvia a mi lado, se encogió de espanto.