Thuvia
El estruendo de una pelea me devolvió de nuevo a las realidades de la vida. Durante un momento no pude situar el lugar ni localizar los sonidos que me habían despertado. Luego sentí más allá del liso muro, ante el que me hallaba tendido en el suelo, ruido de pisadas, gruñidos de bestias feroces, rechinamientos de cadenas y la respiración jadeante de un hombre.
Me puse de pie y eché de prisa una mirada por la estancia en la que me habían dispensado tan caluroso recibimiento. Los prisioneros y las fieras seguían atados con cadenas a la pared de enfrente, contemplándome con variadas expresiones de cólera, sorpresa y esperanza.
Esta última emoción me pareció completamente marcada en el rostro agraciado e inteligente de la joven marciana roja cuyo grito de aviso había sido esencial para salvarme la vida.
Era el tipo perfecto de esa raza extraordinariamente hermosa, cuyo aspecto externo es semejante a la de los seres humanos más hermosos, con la excepción de que esta raza marciana superior posee un ligero color cobrizo. Como se encontraba completamente desnuda, no pude averiguar la posición que ocupaba en la vida, si bien resultaba evidente que era una cautiva o una esclava en aquel antro.
Pasaron pocos segundos antes de que el estrépito producido al lado opuesto del tabique acuciara a mis embotadas facultades para que me diese cuenta de su probable importancia, y de repente tuve la convicción de que tales ruidos los causaba Tars Tarkas, luchando desesperadamente con hombres o bestias salvajes.
Con un grito de aliento lancé todo mi peso contra la puerta escondida, con igual resultado que si hubiese hecho lo mismo con una montaña. Entonces busqué febrilmente el secreto del tabique giratorio, pero sin resultado, y estaba a punto de golpear el maldito muro con mi espada, cuando la joven prisionera me llamó.
—Guarda la espada, oh poderoso guerrero, pues te será muy útil para realizar nuevos propósitos… no la despedaces contra el insensible metal que cede mejor a la ligera presión del dedo que conoce sus secretos.
—¿Lo conoces? —le pregunté.
—Sí; suéltame y te daré paso a la otra cámara de los horrores, si así lo deseas. Las llaves de mis grilletes están en el cadáver de tu primer enemigo. ¿Pero por qué pretendes volver a pelear contra el fiero banth, o contra cualquier otra forma de destrucción que han liberado en esa espantosa trampa?
—Porque mi amigo lucha allí solo —contesté mientras me apresuraba a coger las llaves del cadáver del que fue guardián de esta lúgubre cámara de los horrores.
Había muchas llaves en el ovalado anillo, pero la preciosa doncella marciana escogió con rapidez la que abría la argolla ceñida a su cintura y, ya libre, corrió hacia el panel secreto.
Entonces buscó otra llave en la argolla. Esta vez se trataba de una cosa pequeña y fina como una aguja, que metió en un agujero casi invisible de la pared. Inmediatamente la puerta giró sobre su quicio y la parte contigua del piso en la que yo me hallaba me situó en la cámara donde Tars Tarkas combatía.
El gran Thark se mantenía de pie con la espalda contra una esquina de la estancia, mientras se enfrentaba a un semicírculo formado por media docena de enormes monstruos que encogidos, aguardaban a que se abriera su guardia. Sus cabezas y hombros sanguinolentos mostraban la causa de sus dudas, así como la pericia guerrera del guerrero verde, quien en lo sudoroso de la piel revelaba con muda elocuencia la agresividad de los asaltos que había resistido.
Afilados talones y crueles colmillos le habían desgarrado los brazos, las piernas y el pecho, haciéndoselos materialmente tiras. Estaba tan débil por el continuo ejercicio y la pérdida de sangre, que sin apoyarse en el muro, dudo que no hubiera conseguido mantenerse en pie. Pero con la tenacidad y el valor indomables peculiares de los suyos, proseguía aguantando aquel cruel y continuado acoso. Era la personificación del antiguo proverbio de su tribu: «Dejad a un Thark su cabeza y una mano y aún así os conquistará».
Al verme entrar se dibujó en sus labios una retorcida sonrisa, pero si significaba alegría o pura diversión al contemplar mi propia sangre y mi aspecto fatigado, lo ignoro.
Cuando iba a intervenir en la pelea con la espada en alto, sentí que una mano suave me tocaba el hombro, y al volverme, quedé sorprendido al ver que la joven me había seguido hasta allí.
—Esperad —murmuró—, déjamelos a mí.
Y empujándome a un lado, avanzó, indefensa y desarmada, hacia los furibundos banths.
Cuando estuvo junto a ellos les dijo una sola palabra en lenguaje marciano en voz baja pero con tono conminatorio. Con la velocidad del rayo las fieras la rodearon. Yo pensé que iban a destrozarla antes de que me colocara a su lado; pero me engañé, pues los animales se echaron a sus pies como perrillos que aguardan un merecido latigazo.
De nuevo les habló en voz tan baja que no me permitió oír lo que les decía, y luego se dirigió al lado opuesto de la estancia con las seis monstruosas criaturas dándole escolta. Una a una las mandó pasar por la abertura secreta a la habitación próxima, y cuando salió la última de donde nosotros estábamos contemplándola con indescriptible asombro, se volvió sonriéndonos y se marchó también, dejándonos solos.
Por un momento los dos permanecimos mudos. Luego Tars Tarkas dijo:
—Oí el ruido de lucha detrás del tabique que te dio paso, pero no temí por tu vida, John Carter, hasta que sonó un tiro de pistola. Sabía que no hay hombre en Barsoom capaz de enfrentarse a ti con el acero desnudo y que pueda salir con vida; pero el disparo me quitó toda esperanza respecto a ti, ya que carecías de armas de fuego. Cuéntame.
Así lo hice a petición suya, y luego ambos nos dedicamos a buscar el sitio secreto por el que yo había entrado hacía un instante, precisamente enfrente de la parte giratoria del muro, traspuesta por la joven y sus salvajes compañeros.
Para desilusión nuestra, el panel eludió nuestros esfuerzos por revelar su cerradura secreta comprendimos que, a pesar de nuestros afanes, nos sería imposible hallar un paso al mundo exterior.
No obstante, el hecho de que los prisioneros estuvieran fuertemente encadenados nos condujo a creer que, con seguridad, habría una vía de escape de aquellas terribles criaturas que habitan tan incalificable lugar.
Fuimos repetidas veces de una puerta a otra y de un engañoso muro dorado a su opuesto, igualmente falaz.
Cuando íbamos a abandonar toda esperanza, uno de los tabiques se movió lentamente hacia nuestro lado, y la joven que se llevó fuera las fieras se nos presentó de nuevo.
—¿Quiénes sois? —nos preguntó— ¿y qué misión os trae aquí, cometiendo la temeridad de querer huir del Valle de Dor y de la muerte que habéis elegido?
—Yo no he elegido ninguna muerte, doncella —repuse—. Yo no soy de Barsoom ni he emprendido voluntariamente la peregrinación por el río Iss. Este amigo mío es el Jeddak de todos los Tharks, y aunque no ha expresado aún el menor deseo de volver al mundo de los vivos, le llevaré conmigo de esta farsa que os liga a este espantoso lugar.
»Soy de otro mundo, me llamo John Carter, Príncipe de la Casa de Tardos Mors, Jeddak de Helium. Quizá algún eco de mí habrá llegado a los confines de vuestra infernal mansión.
Ella sonrió.
—Sí —me contestó—, nada de lo que sucede en este mundo es desconocido aquí. Sé quién eres desde hace muchos años. Los therns se preguntan a menudo dónde volasteis, puesto que jamás emprendiste la peregrinación, ni se te encontró sobre la faz de Barsoon.
—Dime —le dije—, y tú quién eres, y por qué eres una prisionera, pese a que tu condición demuestra tener tal dominio y familiaridad con las bestias terribles que guardan estas guaridas. Eso resulta asombroso en una esclava.
—Esclava soy —me respondió—. Durante quince años he sido esclava en este sombrío lugar, y ahora que se han cansado de mi y temen el poder que el descubrimiento de sus secretos me ha concedido acaban de condenarme a morir la muerte.
La doncella se estremeció.
—¿A morir la muerte? —pregunté.
—Los Sagrados Therns comen carne humana —me respondió—; pero sólo la de los que mueren chupados por los hombres planta… carne de la que ha sido extraída hasta la última gota de sangre vital. A este cruel final he sido sentenciada. Esto sucederá dentro de unas pocas horas, a menos que vuestra imprevista llegada no haya interrumpido sus planes.
—¿Eran Sagrados Therns entonces los que sintieron el peso de la mano de John Carter? —interrogué.
—Oh, no; los que tú derribaste eran therns menores, aunque de la misma cruel raza. Los Sagrados Therns moran en las laderas externas de estas tétricas colinas, frente al ancho mundo del que obtienen sus víctimas y sus botines.
»Unos pasadizos laberínticos conectan estas cuevas con los fastuosos palacios de los Sagrados Therns y por dichos túneles transitan cumpliendo sus deberes los therns menores, y hordas de esclavos y cautivos, y manadas de bestias feroces: los tenebrosos habitantes de un mundo sin sol.
»Hay dentro de esta vasta red de tortuosos pasajes e innumerables estancias hombres, mujeres y bestias que, nacidos en estos subterráneos lóbregos y tristes, jamás han visto la luz del día… y jamás la verán.
»Están destinados a proporcionar la diversión y sustento de la raza de los therns.
»De vez cuando, algún desventurado peregrino vagando sobre el silencioso mar hasta el frío Iss, escapa de los hombres planta y de los grandes monos blancos que guardan el Templo de Issus, y caen en las implacables garras de estos seres o, como me sucedió a mi para mi desgracia es codiciado por el Sagrado Therns si por casualidad éste está asomado al balcón que da al río, por donde sale de las entrañas de los montes, a través del áureo acantilado, para desaguar en el Mar Perdido de Korus.
»Todo el que llega al valle de Dor suele ser por costumbre presa inevitable de los hombres planta y de los monos mientras que sus armas y ornamentos pasan a formar parte del botín de los thern; pero si uno se escapa de los terribles pobladores del valle, al transcurrir unas cuantas horas los therns lo reclaman como cosa propia, y de nuevo el Sagrado Thern torna a su atalaya, y con frecuencia atropella los derechos de los irracionales brutos del valle, y les arrebata su conquista por las malas, si por las buenas no se la entregan.
»Se dice que en cierta ocasión alguna engañada víctima de la superstición barsoomiana, se librará del poder de los innumerables enemigos que se opondrán a su paso desde el instante que surja del túnel por el que se desliza el Iss a un millar de millas antes de penetrar en el valle del Dor hasta alcanzar las mismas murallas del Templo de Issus; pero lo que le aguarda ni aun los Sagrados Therns pueden saberlo, porque quien se ha internado en su inexpugnable fortaleza jamás ha vuelto para desvelar los misterios que ocultan desde el principio de los tiempos.
»El Templo de Issus es para los therns lo que el valle de Dor es para las gentes del mundo externo, el último lugar de paz, el refugio y la felicidad al que pasan después de la vida y donde una eternidad de eternidades transcurre entre los goces de la carne que es lo que más fuertemente atrae a esa raza de gigantes mentales y de enanos morales.
—El Templo de Issus significa, si no me engaño, un cielo en otro cielo —dije—. Esperemos que allí se medirá a los therns como ellos miden aquí a los demás.
—¿Quién sabe? —murmuró la joven.
—Los therns, a juzgar por lo que has dicho, no son menos mortales que nosotros, y aún así, he oído siempre hablar de ellos con el mayor fervor y reverencia por el pueblo de Barsoom, como si en realidad se tratara de los mismísimos dioses.
—Los therns son mortales —me respondió—. Mueren por las mismas causas que tú o yo; aquellos que no consumen el período de vida que tienen concedido, unos mil años, deben emprender por la fuerza de la costumbre la marcha, tranquilos y dichosos, por el largo túnel que conduce al Issus.
»Los que mueren antes se supone que completan el tiempo de su existencia en el cuerpo de un hombre planta, y a eso se debe que estos son considerados sagrados por los therns, toda vez que creen firmemente que cada una de esas odiosas criaturas fue anteriormente un thern.
—¿Y puede morir un hombre planta? —pregunté.
—Puede morir antes de que expiren los mil años desde el nacimiento del thern cuya inmortalidad reside en él, entonces su alma pasa a un gran mono blanco; pero si el mono también muere sin cumplirse con exactitud el plazo de los mil años, su alma se pierde para toda la eternidad y pasa al cadáver húmedo de un asqueroso siliano, de los que con sus millones de furiosos movimientos hacen hervir el mar silencioso debajo de las centelleantes lunas cuando el sol se ha ido y unas extrañas formas vagan por el valle de Dor.
—Pues hoy hemos mandado a los silianos una buena provisión de Sagrados Therns —dijo Tars Tarkas riendo.
—Sí, y por eso vuestra muerte será más terrible cuando os llegue —contestó la doncella—. Y llegará… no tenéis escapatoria.
—Ya me escapé hace siglos —le recordé— y lo que se ha hecho una vez puede repetirse.
—Será inútil incluso intentarlo —repuso la joven desesperanzadamente.
—¡Aún así, lo intentaremos! —Le grité— y vendrás con nosotros, si lo deseas.
—¿Para morir a manos de mi propio pueblo y que mi recuerdo sea una mancha para mi familia y mi raza? Un príncipe de la Casa de Tardos Mors no debiera ni siquiera proponerme tal cosa.
Tars Tarkas escuchaba en silencio, pero sentí sus ojos clavados en mí y sabía que aguardaba mi respuesta como si un procesado esperara la lectura de la sentencia dictada por un jurado.
Lo que yo aconsejara hacer a la muchacha sellaría nuestro destino también de modo irrevocable, porque si me inclinaba ante el inevitable decreto de una antigua superstición, deberíamos quedarnos para soportar los más crueles martirios en aquella bóveda de horror y crueldad.
—Tenemos derecho a huir si podemos —contesté—. Nuestro propio sentido moral no se ofenderá si lo logramos, porque sabemos que esa fabulosa vida de paz y amor en el bendito valle de Dor es realidad ilusión falaz y cruel. Sabemos que el valle no es sagrado; sabemos que los Sagrados Therns no son sagrados; que son una raza de mortales despiadados y crueles, que desconocen tanto como nosotros su porvenir.
»No sólo tenemos derecho a procurar escaparnos de aquí… tenemos la obligación de hacerlo, aunque no ignoremos que seremos humillados y torturados por los nuestros cuando volvamos a su lado.
»Sólo así conseguiremos llevar la verdad a los que no la conocen, aunque la creencia en nuestra narración, os lo anticipo, sea escasa; pero a pesar de que esos desventurados, arraigados neciamente a unas supersticiones disparatadas, descargaran en nosotros todo el peso de su imposible superstición, seríamos unos indignos cobardes si no afrontásemos las responsabilidades de nuestro deber.
»Aún así hay una remota posibilidad de dar peso a nuestro testimonio si lo presentamos varios de nosotros, y puede que se lleve a cabo una expedición para investigar la realidad de esta celestial farsa.
Tanto la muchacha como el guerrero verde permanecieron silenciosos y meditabundos un breve instante. La primera fue la que antes rompió el silencio.
—Nunca he considerado el asunto bajo este aspecto —añadió—. Realmente daría mi vida mil veces con tal de salvar a una sola de estas desventuradas almas que viven lo que yo he vivido en este cruel lugar. Sí, tienes razón; iré con vosotros hasta donde seamos capaces de llegar, si bien dudo de que consigamos escaparnos.
Dirigí al Thark una mirada interrogante.
—A las puertas de Issus, o al fondo del Korus —exclamó el guerrero verde—, a las nieves del norte o a la nieves del sur. Tars Tarkas seguirá a John Carter a donde lo lleve. He hablado.
—Vamos, pues —grité—, conviene que comencemos sin demora ahora, ya que no podemos estar en situación más apurada, en el corazón de la montaña y dentro de las cuatro paredes de esta cámara de la muerte.
—Vamos, pues —repitió la Joven—; pero no te engañes pensando que no vas a encontrar sitios peores que éste dentro del territorio de los therns.
Expresándose así empujó el trozo de pared que nos separaba de la habitación en que estuve antes y nos pusimos de nuevo delante de los otros prisioneros.
Eran en conjunto diez marcianos rojos, hombres y mujeres, y cuando les explicamos brevemente nuestro plan decidieron unir sus fuerzas a las nuestras, si bien no podían desprenderse por completo de su arraigada superstición, aun sabiendo de sobra y por triste experiencia lo falso de tales creencias.
Thuvia la muchacha a la que di primero la libertad, la devolvió pronto a sus compañeros. Tars Tarkas y yo despojamos de las armas a los cadáveres de los dos therns, lo cual nos proporcionó espadas, dagas y dos pistolas, de esos modelos raros y mortíferos, fabricados por los marcianos rojos.
Distribuimos las armas entre parte de nuestros seguidores entregando las de fuego a dos de las mujeres, siendo Thuvia una de ellas.
Con esta última como guía, pasamos rápida y cautelosamente por un laberinto de corredores, cruzamos vastas cámaras hechas en el metal macizo del acantilado, dejamos otros tortuosos corredores, subimos empinadas escaleras y de cuando en cuando nos ocultamos en oscuros rincones al oír cualquier ruido de pisadas.
Nuestro destino —según dijo Thuvia— era un distante almacén en el que había gran cantidad de armas y municiones. Desde allí nos conduciría a la cima del farallón y a partir de este sitio tendríamos que hacer destreza de toda nuestra entereza y astucia para atravesar por completo la fortaleza de los Sagrados Therns a fin de abandonar su recinto.
—Y aun entonces, oh príncipe, correremos peligro, porque el brazo de los therns es largo y llega a cada nación de Barsoom. Sus templos secretos están escondidos en las entrañas de cualquier comunidad. Dondequiera que vayamos hallaremos que la noticia de nuestra fuga nos ha precedido y la muerte nos silenciará antes de que ensuciemos el aire con nuestras blasfemias.
Llevaríamos andando próximamente una hora sin serios tropiezos y Thuvia acababa de murmurarme que nos acercábamos a nuestro primer destino, cuando al entrar en una gran habitación vimos un hombre, evidentemente un thern.
Usaba además de sus correajes de cuero y sus adornos enjoyados un brillante aro de oro que le ceñía la frente en el cual, justo en su centro, tenía engastada una enorme piedra, imitación exacta de la que vi en el pecho del anciano cuando entré en la planta atmosférica, hacía unos veinte años.
Es una de las joyas más valiosas de Barsoom. Sólo sabía que existiesen dos: las usadas como insignias de su rango y categoría por los dos viejos encargados del manejo de las dos grandes máquinas que envían la atmósfera artificial a todas las partes de Marte desde la inmensa planta atmosférica, y que gracias a la averiguación del enigma de aquellas colosales máquinas me proporcionó la capacidad para salvar de una inmediata y definitiva catástrofe a todo un mundo.
La piedra ostentada por el thern que nos estorbaba el paso, tenía el mismo tamaño de la que yo había visto anteriormente; una pulgada de diámetro, a mi parecer. Irradiaban de ella nueve distintos y característicos rayos; los siete colores, elementales de nuestro prisma terrestre y otros dos desconocidos en la Tierra y cuya maravillosa belleza se resiste a la más fantástica descripción.
El thern, al vernos, entornó los ojos hasta convertirlos en dos insignificantes rayitas.
—¡Alto! —grito—. ¿Qué significa esto, Thuvia?
Por toda respuesta la joven levantó la pistola y le disparó un tiro a bocajarro. Sin emitir un sonido, el thern cayó al suelo, muerto.
—¡Bestia! —exclamó ella—. Al cabo de tantos años por fin, me he vengado.
Luego se volvió hacía mí, evidentemente con intención de explicarse, mas de repente sus ojos se ensancharon al fijarse en mi persona y con una exclamación ahogada, me habló con rapidez.
—¡Oh, príncipe! —exclamó—. La Suerte nos favorece. El camino aún es difícil, pero ese ser repugnante que yace en el suelo quizá nos sirva para abrimos camino hacia el mundo exterior. ¿No notas el extraordinario parecido que tenéis con este Sagrado Thern?
El hombre era precisamente de mi estatura, y el color de los ojos y sus rasgos eran semejantes a los míos, aunque su pelo era una masa de flotantes mechones amarillos, como los de mis dos víctimas precedentes, mientras que el mío es negro y lo llevaba cortado al rape.
—¿Y qué importa eso? —pregunté a la doncella—. ¿Querréis que con mi pelo negro y corto haga el papel de un sacerdote rubio de este culto infernal?
Ella sonrió, y para contestarme se acercó al cuerpo del hombre que acababa de matar, se arrodilló junto al cadáver, le quitó el aro de oro ceñido a su frente, y con profunda sorpresa mía arrancó todo el cuero cabelludo de la cabeza del muerto.
Después se levantó, vino a mi lado, y poniendo sobre mi pelo negro una magnífica peluca amarilla me coronó con el aro de oro enriquecido por la fastuosa gema.
—Ahora ponte su arnés, príncipe —me dijo—, y podrás caminar por donde desees a través reino de los therns, ya que Sator Throg era un Sagrado Thern del Décimo Círculo, poderosísimo entre los suyos.
Mientras me inclinaba sobre el muerto para hacer lo que me indicaba, observé que el hombre aquel no tenía ni un pelo en la cabeza, pues estaba completamente calvo.
—Nacen todos así —me explicó Thuvia, observando mi sorpresa—. La raza de la que proceden poseía una abundante cabellera dorada, pero desde tiempo inmemorial la raza actual es completamente calva. Por eso la peluca constituye una parte importante de su atavío; tanto es así que si un thern apareciera en público sin ella, caería inmediatamente en desgracia.
En un abrir y cerrar de ojos quedé convertido en un Thern Sagrado.
Por consejo de Thuvia, dos de los prisioneros liberados, cargaron sobre sus hombros el cuerpo del muerto, y luego continuamos nuestra marcha hacia el almacén al que llegamos sin más contrariedades.
Allí las llaves de las que Thuvia despojó al thern muerto en la cámara del calabozo, nos facilitaron la entrada inmediata a la sala, donde rápidamente nos abastecimos por completo de armas y municiones.
Por entonces me hallaba tan agotado de fuerzas que no podía ir más lejos y me eché en el suelo, incitando a Tars Tarkas para que me imitase y disponiendo que una pareja de los esclavos liberados se quedaran de guardia.