La Cámara del Misterio
La estridente carcajada dejó de resonar en los muros del pétreo aposento, y Tars Tarkas y yo guardamos un profundo y expectante silencio, pero ningún ruido volvió a romper la quietud del sitio, así como tampoco nada se movió al alcance de nuestras miradas.
Al fin Tars Tarkas se rió quedamente de la manera extraña que solía hacerlo cuando se hallaba en presencia de algo horrible o aterrador. No era una risa histérica, sino la genuina expresión del placer derivado de lo que en la Tierra mueve al hombre a odiar o llorar.
A menudo le había visto revolcarse en el suelo en locos accesos de irreprimible regocijo al presenciar las mortales agonías de las mujeres y los niños bajo la tortura de la infernal fiesta de los marcianos verdes, denominada los Grandes Juegos.
Miré al Thark, con una sonrisa en mis labios, porque allí, en verdad convenía más mostrar cara risueña que unas facciones temblorosas.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Dónde diablos estamos?
Me devolvió mi mirada, sorprendido.
—¿Que dónde estamos? —repitió—. ¿Me estás diciendo, John Carter, que no sabes dónde estamos?
—Que me hallo en Barsoom es todo lo que puedo adivinar, y eso gracias a tu presencia y a la de los grandes monos blancos, pues todo cuanto he presenciado hasta ahora, en nada me recuerda al amado Barsoom que conocí hace diez largos años y que tan distinto es del mundo donde nací. No, Tars Tarkas; no sé dónde estamos.
—¿Dónde has estado desde la fecha en que abriste las poderosas puertas de nuestra planta atmosférica, después de que muriera el guardián y se detuvieran las máquinas provocando la agonía de Barsoon por asfixia cuando aún no estaba muerto? Tu cuerpo no fue encontrado nunca, aunque los hombres de un mundo entero le buscasen años y años, y aunque el Jeddak de Helium y su nieta, tu princesa ofrecieron tan fabulosas recompensas, que hasta los príncipes de sangre real tomaron parte en la búsqueda.
»Sólo quedó una conclusión que obtener cuando todos los esfuerzos por encontrarte fracasaron, ésta es que emprendiste la larga y última peregrinación por el misterioso río Iss para aguardar en el Valle de Dor, en las costas del Mar Perdido de Korus, a la bellísima Dejah Thoris, tu princesa. Cuando partisteis, nadie podía aún suponer que tu princesa viviera todavía.
—Gracias a Dios —le interrumpí—. No me atrevía a preguntarte porque temía que fuese demasiado tarde para salvarla. Estaba tan agotada cuando la dejé en los reales jardines de Tardos Mors aquella remota noche; tan agotada, que casi dudé en poder llegar a la planta atmosférica antes que su adorado espíritu huyese de mí para siempre. ¿Y vive aún?
—Vive, John Carter.
—Pero aún no me has dicho dónde nos encontramos —le recordé.
—Estamos donde esperaba encontrarte a ti, John Carter… y a otro. Hace tiempo que oíste la historia de la mujer que me enseñó aquello a lo que todos los marcianos verdes se nos enseña a odiar, la mujer que me enseñó a amar. Conoces los espantosos tormentos y la horrible muerte que sufrió a causa de su amor a manos de la bestia Tal Hajus.
»Pensé que me aguardaría junto al Mar Perdido de Korus.
»Sabes también que fue tarea para un hombre de otro mundo, para ti, John Carter, enseñar a este cruel Thark lo que es la amistad y ello bastó para que pensase que debíais vagar sin duda por el peligroso Valle del Dor.
»He aquí por qué he implorado tanto el fin de la larga peregrinación que debo realizar algún día, y como había transcurrido el tiempo calculado por Dejah Thoris para que regresases a su lado, pues siempre se obstinó en creer que habríais vuelto transitoriamente a vuestro planeta, yo di rienda suelta a mi aflicción y hace un mes comencé el viaje, cuyo fin acabas de presenciar. ¿Comprendes ahora dónde estás, John Carter?
—¿Y éste es el río Iss, que desemboca en el Mar Perdido de Korus, por el valle del Dor? —pregunté.
—Este es el valle del amor, la paz y el reposo, por el que cada barsoomiano suspira desde tiempo inmemorial y al que anhela ir al fin de una vida de odios y luchas y sangrientos crímenes —me respondió—. Éste, John Carter, es el Cielo.
Su tono era frío e irónico; su amargura reflejaba el terrible desengaño que había experimentado. Semejante desesperada desilusión, semejante derrumbamiento de las esperanzas y las aspiraciones de toda una vida, semejante desarraigamiento de las más antiguas tradiciones hubieran disculpado incluso mayores demostraciones por parte del Thark.
Puse mi mano en su hombro.
—Lo siento —dije, y me figuré que no tenía más que decir.
—Acuérdate, John Carter, de los incontables miles de millones de barsomianos que han emprendido voluntariamente la peregrinación, bajando por este río cruel desde el principio de los tiempos, sólo para caer en las feroces garras de los terribles monstruos que hoy nos han asaltado.
»Hay una antigua leyenda, según la cual un hombre rojo volvió de las orillas del Mar Perdido de Korus, regresó del valle del Dor y retrocedió siguiendo el misterioso río Iss. Y la leyenda dice que el peregrino contó una terrible blasfemia de espantosas bestias que habitaban en el valle del Prodigioso Agrado, feroces criaturas que caían sobre cada barsomiano que finalizaba su peregrinación y le devoraban en las orillas del Mar Perdido, adonde había ido a buscar amor, paz y felicidad; pero los ancianos mataron al blasfemo, porque la tradición ordenaba que pereciese todo el que regresara de lo hondo del Río del Misterioso.
»Pero ahora sabemos que el viajero no mintió, que la leyenda es cierta y que el hombre sólo contó lo que había visto; ¿pero de qué nos sirve, John Carter, puesto que aunque nos escapáramos, seríamos tratados como blasfemos? Nos hallamos entre la salvaje realidad de lo cierto y el frenético “zitidar” de la realidad, no podemos escapar de ninguna.
—En la Tierra, diríamos que estamos entre la espada y la pared, Tars Tarkas —le contesté sonriendo ante su dilema—. Lo mas razonable será que tomemos las cosas como vienen, y al menos tendremos la satisfacción de saber que quien nos masacre contará un número muy superior de muertes en sus filas que las que provocará. Monos blancos u hombres planta, barsoomianos verdes u hombres rojos, cualquiera que nos arrebate la existencia sabrá lo que cuesta acabar con John Carter, Príncipe de la Casa de los Tardos Mors, y con Tars Tarkas, Jeddak de Thark al mismo tiempo.
No pude por menos de reírme de su mal humor, y él, por último, prorrumpió en una de esas carcajadas de auténtico gozo que resultaban una de las característica del altivo jefe tharkiano y lo que le distinguía de los demás de su clase.
—Pero ¿y tú, John Carter? —exclamó al cabo de un rato—. ¿Si no has estado aquí estos años, dónde has estado y cómo es que hoy te encuentro aquí?
—Volví de nuevo a la Tierra —repuse—. Durante diez largos años recé y esperé el día que me condujese otra vez a este lúgubre y viejo planeta tuyo, al que, a pesar de sus costumbres crueles y terribles, me une un lazo de amor y simpatía más fuerte que el que me ligó al mundo donde nací.
»Diez años sufrí la muerte en vida que provocan la incertidumbre y la duda en cuanto a si Dejah Thoris vivía y ahora que por primera vez, después de esos años, he visto atendidas mis oraciones y saciadas mis dudas, me hallo, por una cruel burla del destino, arrojado al único sitio de Barsoom del que en apariencia no hay escape, y aunque lo hubiera, sería a un precio igual a la muerte, y las esperanzas que abrigaba de volver a reunirme con mi princesa en esta vida han sido barridas. Estás contemplando la lastimosa futilidad con que el hombre se afana por un porvenir material.
»Una media hora escasa antes de que os viera batallando con los hombres planta, estaba a la luz de la luna en la ribera de un ancho río que desagua en la costa oriental de la más bendita de las tierras terrestres. Ya te he contestado, amigo mío. ¿Me crees?
—Te creo —replicó Tars Tarkas—, aunque no puedo entenderte.
Mientras hablábamos exploré con los ojos el interior de la cámara. Tenía, quizá, doscientos pies de largo por la mitad de ancho, y una cosa que parecía ser una puerta en el centro de la pared opuesta directamente a la que nos había dado entrada.
El aposento estaba tallado en el material del acantilado, mostrando con profusión el oro incrustado gracias a la tenue claridad que un pequeño iluminador de radio, en medio del techo, difundía por su gran extensión.
Aquí y allí unas superficies pulimentadas de rubíes, esmeraldas y diamantes se destacaban de los áureos muros y techumbre. El suelo era de otra sustancia, muy dura y desgastada por el uso, hasta haber adquirido la textura del vidrio. Fuera de las dos puertas no conseguí distinguir ninguna señal de otras aberturas, y como nos constaba que una estaba cerrada, me dirigí resueltamente a la del lado opuesto.
Cuando tendí la mano para tocar el botón de la puerta, la lúgubre carcajada sonó una vez más, tan cerca de nosotros esta vez que involuntariamente me estremecí, retrocediendo mientras echaba mano a la empuñadura de mi espada.
Luego, en el rincón más apartado de la vasta cámara, una voz hueca cantó: «No hay esperanza, no hay esperanza; los muertos no regresan, los muertos no regresan; no hay resurrección. No esperes, porque no hay esperanza».
Aunque nuestras miradas se volvieron instantáneamente al sitio de donde la voz parecía salir, no distinguimos a nadie, y tengo que reconocer que sentí escalofríos a lo largo de la espina dorsal y que se me erizaron los cortos cabellos, igual que los de un sabueso cuando en la oscuridad sus ojos percibe extrañas cosas ocultas a los de los hombres.
Rápidamente me dirigí a la lastimosa voz, pero cesó al llegar yo al muro. Y en ese momento, del otro extremo de la pieza salió una voz chillona y penetrante:
—¡Locos! ¡Locos! —exclamó—. ¿Pensáis desafiar la leyes eternas de la Vida y la Muerte? ¿Queréis privar a la misteriosa Issus, Diosa de los Muertos, de sus justos derechos? ¿No os ha puesto su poderoso mensajero, el anciano Iss, en su implacable seno al traeros por vuestra propia voluntad al valle del Dor?
»¿Pensáis, oh locos, que Issus abandonará lo que le pertenece? ¿Pretenderéis escapar de donde en incontables eras ni una sola alma ha logrado huir?
»Volved por el camino que vinisteis hacia las compasivas mandíbulas de los hijos del Árbol de la Vida o a las relucientes garras de los grandes monos blancos, porque allí dejaréis de sufrir en seguida; pero si insistís en vuestro audaz propósito de atravesar los laberintos del Farallón Áureo de las Montañas de Otz y de franquear las murallas de su inexpugnable fortaleza de los Sagrados Therns, la Muerte caerá sobre vosotros en su forma más espantosa, y pereceréis de una manera, tan horrible que hasta los mismísimos Sagrados Therns, que perciben tanto la vida como la muerte, separarán la vista de esos horrores y se taparán los oídos para no oír los gemidos de sus víctimas.
»Atrás, desgraciados; desandad vuestro camino.
Y luego la horrísona carcajada vibró en otra parte de la estancia.
—De lo más sorprendente —dije volviéndome a Tars Tarkas.
—¿Qué debemos hacer? —me preguntó—. No podemos luchar con el vacío. Preferiría seguir el consejo que nos dan y regresar para pelear con unos enemigos reales, en los que por lo menos puedo hundir mi hoja en su carne y vender caro mi cadáver antes de sucumbir a este eterno olvido que sin duda es cuanto de deseable tiene derecho a esperar el ser humano en la eternidad.
—Si, como dices, no podemos luchar contra el vacío, Tars Tarkas —repliqué—; tampoco el vacío puede luchar con nosotros. Yo, que antaño he hecho frente y vencido a millares de poderosos guerreros y a sus templadas hojas de acero, no huiré delante del viento y tú tampoco.
—Pero las voces que oímos pueden emanar de seres invisibles que manejen invisibles armas —me contestó el guerrero verde.
—Tonterías, Tars Tarkas —grité—; esas voces provienen de seres tan reales como tú y yo. Por sus venas correrá sangre tan fácil de derramar como la nuestra, y el hecho de que permanezcan invisibles es la mejor prueba, a mi juicio, de que se trata de simples mortales que no poseen el valor necesario para atacarnos. ¿Piensa, Tars Tarkas, que John Carter huirá al primer alarido de un adversario cobarde que no se atreve a salir al descubierto y enfrentarse a una buena hoja?
Hablé en voz alta para que no pudiera dudarse de que deseaba ser oído por nuestros supuestos antagonistas, pues empezaba a cansarme de este engaño con el que pretendían amedrentarnos. Además se me ocurrió que todo aquello tal vez fuese un plan para obligamos a retroceder por miedo, al valle de la Muerte, del que habíamos escapado, para que fuéramos rápidamente liquidados por las salvajes criaturas que nos esperaban.
Durante un largo rato se produjo un profundo silencio y luego un ruido repentino suave y sutil, detrás de mí, hizo que me volviera de prisa para mirar un gran banth de muchas patas que se arrastraba sinuosamente hacia mí.
El banth es una bestia carroñera que vaga por las colinas bajas que rodean los mares muertos del antiguo Marte. Como casi todos los animales marcianos, apenas tiene pelo, presentando sólo una espesa cerda en forma de crin alrededor de su abultado cuello.
Su largo y flexible cuerpo está sostenido por diez fuertes patas; sus enormes mandíbulas se hallan provistas de varias filas de colmillos, punzantes como agujas e iguales a los del calot o sabueso marciano; la boca le llega hasta más allá de sus pequeñas y puntiagudas orejas, mientras que sus dilatados y saltones ojos verduscos añaden el último toque terrorífico a su pavoroso aspecto.
Cuando se arrastró hacia mí, se flageló con la poderosa cola los amarillentos lomos, y al notar que había sido descubierto lanzó un sordo rugido con el que a menudo deja a su presa momentáneamente paralizada en el instante en que va a arrojarse sobre ella.
De esa manera lanzó hacia mí su pesada mole, pero su rugido hipnotizador no había conseguido paralizarme de terror, por lo que sus ávidas fauces se encontraron el frío acero en lugar de la tierna carne propicia para ser devorada.
Un instante después saqué el arma del ya paralizado corazón del gran carnívoro barsomianio, y al volverme hacia Tars Tarkas, me sorprendió verle haciendo frente a un monstruo análogo.
Apenas había acabado con él, cuando me di la vuelta acuciado por mi instinto, para observar que otro de los salvajes moradores de las montañas marcianas cruzaba saltando por la estancia para acometerme.
Desde entonces, en el transcurso aproximado de una hora, fueron lanzados contra nosotros, como si en apariencia surgiesen del aire, varias horribles criaturas.
Tars Tarkas debía estar satisfecho; allí había seres tangibles a los que podía rajar y despedazar con su enorme espada, mientras que yo, por mi parte, puedo decir que el giro de los acontecimientos me agradaba mucho más que el fúnebre canto de los labios invisibles.
Que en nuestros nuevos enemigos no existía nada de sobrenatural lo demostraban sus gritos de dolor y sus aullidos de rabia cuando sentían el filo del acero en sus vísceras y la sangre que brotaba de sus tajadas arterias cuando morían eran verdaderamente real.
Observé, en el curso de aquella nueva persecución, que las bestias aparecían sólo cuando estábamos de espaldas a una de las paredes; nunca vimos que una sola se materializara en el tenue aire, y como ni un instante siquiera se me debilitaron las facultades de razonar, no creí que las fieras llegaban al aposento por otro medio que no fuera por alguna puerta oculta o bien disimulada.
Entre los adornos del arnés de cuero de Tars Tarkas, que es la única prenda usada por los marcianos, aparte de las capas y los trajes de seda y piel para protegerse del frío después de anochecer, había un pequeño espejo, como del tamaño de los de mano utilizados por las damas, el cual colgaba entre los hombros y su cintura en la ancha espalda del guerrero.
Una vez que éste se inclinaba hacia adelante para mirar a otro enemigo que acababa de vencer, mis ojos acertaron a fijarse en el espejo, y en su brillante superficie vi retratada una imagen que me obligó a exclamar en voz baja:
—¡Quieto, Tars Tarkas! ¡No muevas ni un músculo siquiera!
El no me preguntó por qué y permaneció inmóvil como una estatua sepulcral, mientras que mi vista contemplaba un extraño espectáculo que para nosotros significaba tanto.
Lo que vi fue el rápido movimiento detrás de mí de una sección de la pared. Giraba sobre pivotes, y con ella la sección del piso correspondiente giraba también. Era como si se colocase una tarjeta de visita, por uno de sus extremos, sobre un dólar de plata puesto de plano en una mesa, de modo que el borde de la tarjeta separase en dos partes la superficie de la moneda.
La tarjeta podía representar la sección de la pared que giraba, y el dólar de plata la del suelo. Ambas estaban tan perfectamente adaptadas a las partes adyacentes del suelo y los muros, que no se notaba ninguna juntura a la débil luz de la estancia.
Cuando el movimiento iba por la mitad, aparecía una enorme bestia que descansaba sobre sus ancas en la porción del piso giratorio situada en el lado opuesto, antes de que la pared comenzara a moverse, y cuando dicha sección se paraba, la fiera estaba frente a mi, en nuestro lado del tabique. Era un truco muy simple.
Lo que más me interesó fue el espectáculo que la sección a medio girar me permitió ver por el boquete entreabierto: una gran habitación, bien iluminada, en la que había varias personas hombres y mujeres encadenados a la pared, y delante de ellos, dirigiendo evidentemente la maniobra de la puerta secreta, un hombre de rostro cruel, ni rojo como los hombres rojos de Marte, ni verde como los hombres verdes, sino blanco como yo y con una flotante melena de color amarillento.
Los prisioneros de detrás de él eran marcianos rojos. Encadenadas junto a ellos había cierto número de bestias feroces iguales a las que tan infructuosamente venían atacándonos y otras de aspecto igualmente feroz.
Cuando me dispuse a afrontar a mi nuevo enemigo, lo hice con el corazón más aliviado que antes.
—Mira el muro de la más distante a nosotros, Tars Tarkas —le dije—; hay allí una puerta secreta hecha en la pared por la que nos sueltan las fieras que nos atacan.
Yo estaba muy cerca de él y le hablé en tono casi imperceptible para que mi descubrimiento del secreto no llegase a oídos de nuestros atormentadores.
Por último, como continuábamos de cara al extremo opuesto del aposento, no prosiguieron las embestidas de las fieras, lo que me convenció de que los tabiques estaban perforados de algún modo con objeto de que nuestros actos se pudieran observar desde fuera.
Inmediatamente se me ocurrió un plan de acción, y colocándome junto a Tars Tarkas, se lo conté en un bajo murmullo sin apartar la vista del extremo de la habitación.
El gran Thark manifestó su asentimiento a mi propuesta con un gruñido y, de acuerdo con mi plan, empezamos a dar la espalda al muro giratorio, mientras yo avanzada despacio hacia él.
Cuando alcancé un punto situado a unos diez pies de la puerta secreta, le indiqué que se quedase quieto por completo hasta que yo hiciese la señal convenida, y rápidamente volví la espalda a la puerta, a través de la cual casi sentía el aliento jadeante de nuestro presunto verdugo.
Instantáneamente busqué con los ojos el espejo usado por Tars Tarkas, y en un segundo me preparé a presenciar cómo giraba la parte de la pared que volcaba sobre nosotros sus salvajes terrores.
No tuve que esperar mucho, ya que en seguida empezó a moverse con velocidad la dorada superficie. Apenas se inició el movimiento hice la seña a Tars Tarkas, saltando simultáneamente a la mitad de la puerta, que se separaba de mí girando. De igual modo, el Thark brincó con presteza sobre el hueco dejado por la sección que se apartaba.
Un solo salto me hizo pasar por completo a la habitación adyacente y me puso cara a cara con el individuo cuyo rostro cruel acababa de entrever. Tenía aproximadamente mi estatura y era muy musculoso y, a juzgar por los detalles externos, estaba constituido como un terrestre.
Llevaba al costado una espada larga, una espada corta, una daga y una de esas destructoras pistolas de radio, tan comunes en Marte.
La circunstancia de que yo estuviera armado solo con una espada y de que la ley y la ética de las batallas en Barsoom prohibieran pelear con elementos desiguales, no produjeron efecto alguno en el sentido moral de mi contrario, quien echó mano a su revólver apenas toqué el suelo a su lado; pero a un certero tajo de mi espada larga envió el arma de fuego volando al otro extremo de la habitación antes de que pudiera dispararla.
Instantáneamente desenfundó su espada larga, y armados los dos de igual manera, nos enzarzamos con denuedo en el combate más igualado que jamás tuve.
El sujeto era un maravilloso espadachín, sin duda acostumbrado a batirse, mientras que yo no había cogido una espada en mi mano a lo largo diez años hasta aquella misma mañana.
A pesar de eso, recobré en seguida mi perdida destreza, así que a los pocos minutos mi adversario empezó a comprender que había dado con su horma.
Su rostro se puso lívido de rabia al encontrar que mi guardia era impenetrable mientras su sangre brotaba de una docena de pequeñas heridas que recibió en la cara y el cuerpo.
—¿Quién eres, hombre blanco? —murmuró—. Que no eres un barsoomiano del mundo exterior lo demuestra tu color, y tampoco eres de los nuestros. Su última afirmación fue casi una pregunta.
—¿Y si fuera de los del Templo de Issus? —exclamé con atrevida decisión.
—¡Maldita sea la suerte! —replicó palideciéndole el semblante bajo la sangre, que lo cubría casi por entero.
No sabía cómo continuar por ese camino, pero conservé con cuidado la idea por si más adelante las circunstancias la hacían necesaria. Su contestación indicaba que, por lo que él sabía, yo podía venir del Templo de Issus, en el que habitaban por lo visto hombres parecidos a mí. Tampoco cabía duda de que aquel hombre temía a los moradores del Templo o que les profesaba a ellos o a su poder, tal devoción que temblaba al pensar en los daños y los castigos que podían devenirle por haberse enfrentado a uno de ellos.
Pero mi tarea por entonces respecto a él era de naturaleza distinta de las que requieren un determinado razonamiento abstracto, pues consistía en hundirle cuanto antes mi espada entre las costillas, y esto lo conseguí al fin a los pocos segundos, por cierto con asombrosa facilidad.
Los prisioneros encadenados asistían al combate sumidos en profundo silencio, y en la estancia no se oían más ruidos que el del choque de nuestras espadas, el del roce en el suelo de nuestros pies desnudos y el murmullo de las escasas palabras que ambos pronunciamos con los dientes apretados sin interrumpir nuestro mortal duelo.
Pero mientras el cuerpo de mi contrario se derrumbó en el suelo como una masa inerte, un grito de aviso salió de una de las mujeres prisioneras.
—¡Gírate! ¡Gírate! ¡Detrás de ti! —exclamó, y mientras me giraba a la primera nota de su agudo grito me encontré frente a otro hombre de la misma raza del que yacía tendido a mis pies.
El recién llegado había salido con cautela de un oscuro corredor y estaba casi sobre mí con la espada en alto cuando le vi. Tars Tarkas no se encontraba a la vista, y el panel secreto de la pared por el que había entrado estaba cerrado.
¡Cuánto deseé que estuviera a mi lado en aquel momento! Había peleado durante largas horas casi de continuo, había pasado por riesgos, experiencias y aventuras capaces de destruir la vitalidad de un hombre y, por añadidura, no había comido ni dormido en casi veinticuatro horas.
Me sentía extenuado, y por primera vez en años llegué a dudar de mi habilidad para deshacerme de mi enemigo; pero, sin embargo, aún me quedaban arrestos para enfrentarle y me dispuse a acometer al nuevo contrario con toda la rapidez y el brío que me mantenía aún, consciente de que la salvación para mí consistía en la impetuosidad de mi ataque… podía esperar ganar una lucha de larga duración.
Pero el individuo aquel pensaba, evidentemente, de otro modo, puesto que eludió mis asaltos retrocediendo, parando y parando mis estocadas y esquivándome hacia un lado u otro hasta que finalmente me encontré totalmente agotado en mis intentos de matarlo.
Era un espadachín más hábil si cabe que mi anterior contendiente, y debo admitir que jugó conmigo como quiso y al final se hubiera precipitado sobre mí convirtiéndome en un cadáver más.
Cada vez me notaba más agotado, hasta que los objetos empezaron a desvanecerse ante mis ojos y comencé a vacilar y a tambalearme, más dormido que despierto, y en ese momento se aprovechó para darme el golpe de gracia que casi me arrebata la vida.
Me había hecho girar hasta que me hallaba delante del cadáver de su compañero, y entonces se lanzó sobre mí por lo que me vi obligado a retroceder, lo que provocó que en su ímpetu mis pies tropezaran con el cadáver y cayera cruzado sobre él.
Mi cabeza chocó contra el duro pavimento con retumbante ruido, y a eso precisamente debí la vida, porque el dolor me aclaró los sentidos y me devolvió la energía, haciéndome capaz por el momento de destrozar a mi enemigo con las manos desnudas, lo que creo que hubiera intentado de no haber tropezado con la derecha, al ir a levantarme, con un objeto de frío metal.
Como los ojos de un lego es la mano de un combatiente cuando se encuentra en contacto con su herramienta de trabajo, así que no necesité pensar ni razonar para comprender que tenía a mi disposición, cogiéndolo de donde había caído al soltarle su dueño, el revolver de mi antiguo enemigo.
Mi enemigo, cuya astucia me había derribado, dirigía directamente a mi corazón la punta de su reluciente espada, y entonces salió de sus labios la carcajada cruel y lúgubre que oí antes en la Cámara del Misterio.
Y así murió, con los finos labios fruncidos por la crispación de su odiosa risa y una bala de la pistola de su compañero muerto alojada en su corazón.
Su cuerpo, arrastrado por el ímpetu con que iba a traspasarme se desplomó de bruces encima de mí. El puño de su espada debió pegarme en la frente, pues sentí un agudo dolor que me hizo perder de repente el conocimiento.