Los Hombres Planta
Mientras permanecía en pie sobre el despeñadero de delante de mi casa en una clara y fría noche de principios de marzo, en 1886, con el noble Hudson fluyendo ante mi como el espectro silencioso y gris de un río muerto, sentí de nuevo la extraña e impulsante influencia del poderoso dios de la guerra, mi amado Marte, al que durante diez largos y tediosos años había implorado en vano, tendiéndole los brazos, que me llevase junto a mi perdido amor.
Jamás desde aquella otra noche de marzo de 1866, en que me encontré tirado fuera de aquella cueva en Arizona, donde yacía mi cuerpo inmóvil y sin vida, arropado por algo parecido a la muerte terrestre, había sentido la irresistible atracción hacia el dios de mi profesión.
Con los brazos tendidos hacia el ojo rojo de la gran estrella, permanecí inmóvil rogando por el regreso de aquel extraño poder que en dos ocasiones me había hecho atravesar la inmensidad del espacio, rezando como había rezado durante un millar de noches anteriores, durante los diez largos años en los que aguardé y esperé.
De improviso noté un desfallecimiento acompañado de náuseas, mis sentidos se debilitaron, se me doblaron las rodillas y caí al suelo de bruces, en el borde mismo del aterrador precipicio.
Pronto se me aclaró la mente y surgieron y fueron pasando por mi memoria los vivos cuadros de la horrible y lúgubre cueva del Arizona; una vez más, como en aquella remota noche, mis músculos se negaron a obedecer a mi voluntad, y una vez más, en la ribera del plácido Hudson, pude oír los tétricos lamentos y los sordos ruidos del horrible ser que me acechaba y amenazaba desde los oscuros rincones de la caverna, hice el mismo poderoso y sobrehumano esfuerzo para romper las ligaduras de la extraña anestesia que me dominaba, y de nuevo sentí un agudo chasquido como si un alambre tirante que súbitamente se soltara, y de pronto me vi en pie, desnudo y libre, junto a aquella cosa quieta e inanimada que hacía poco había palpitado con la cálida y roja sangre de John Carter.
Apenas le dirigí una mirada de despedida y volví los ojos otra vez hacia Marte, levanté las manos hacia los pálidos rayos del astro y permanecí esperando.
No tuve que esperar mucho tiempo, porque casi de inmediato al fijar en él la vista, fui precipitado con la rapidez del pensamiento hacia el horrible vació que se abría ante mí. Experimenté el mismo e inexplicable frío y la total oscuridad que veinte años antes, y entonces abrí los ojos a otro mundo, bajo los ardientes rayos de un sol abrasador, que me golpeaban por una estrecha abertura en la cúpula del enorme bosque en que me encontraba.
El espectáculo que se presentó a mis ojos era tan poco marciano, que el corazón se me subió a la garganta con violencia mientras un repentino temor me recorría ante la posibilidad de que hubiera sido implacablemente lanzado a un extraño planeta por una suerte cruel.
¿Por qué no? ¿Con qué guía había contado para cruzar el vasto vacío del espacio interplanetario? ¿Qué seguridad tenía de no haber sido enviado a alguna remota estrella de otro sistema solar, en vez de serlo a Marte?
Me encontraba tumbado sobre una pradera de tupida y rojiza vegetación, y en torno mío se extendía un bosque de extraños y preciosos árboles, cubiertos de enormes y vistosos capullos y poblados por brillantes y silenciosos pájaros. Los llamo así porque tenían alas, si bien jamás los ojos de un mortal repararon en formas tan extrañas y extraterrestres.
La vegetación era similar a la que crece en los campos de los marcianos rojos de los grandes canales; pero los árboles y las aves no se parecían a cuanto había visto antes sobre Marte, y entonces, por entre los árboles más distantes, pude contemplar la menos marciana de las vistas: un mar abierto de aguas azules brillando bajo un sol abrasador.
Mientras me levantaba para investigar más, experimenté el mismo y espantoso ridículo que sufrí al intentar andar por primera vez bajo las condiciones marcianas. La atracción menor del pequeño planeta y la menor presión del aire en la atmósfera excesivamente rarificada, ofrecían tan poca resistencia a mis músculos terrestres, que el mero esfuerzo necesario para ponerme en pie me hizo elevarme varios metros sobre el suelo y caer boca abajo sobre la suave y reluciente hierba de tan extraño mundo.
Sin embargo, esta experiencia me proporcionó un poco más de seguridad, pues, después de todo, probaba que debía hallarme en algún rincón desconocido de Marte, y era muy probable ya que durante los diez años que viví en el planeta no había explorado más que una parte, relativamente pequeña, de su extensa superficie.
Me levanté de nuevo, riéndome de mi descuido, y pronto recobré el dominio sobre mis músculos terrestres bajo las circunstancias que me rodeaban.
A medida que caminaba despacio, bajando hacia el mar por la imperceptible ladera, no pude por menos de apreciar el parecido con un parque que mostraban la pradera y el bosque. La hierba, por lo espesa y uniforme que era, recordaba a un antiguo césped inglés, y los árboles mostraban la evidencia de una esmerada poda a una altura uniforme de cinco metros, por lo que, al mirar en cualquier dirección del bosque, éste presentaba el aspecto de una amplia estancia dotada de altos techos.
Todas esas manifestaciones de un sistemático y cuidadoso cultivo me convencieron de que había sido lo suficientemente afortunado de entrar en Marte, en aquella segunda ocasión, a través de los dominios de un pueblo civilizado, y de que cuando encontrara a sus pobladores me recibirían con la cortesía y me ofrecerían la protección a que me daba derecho mi rango de príncipe de la casa de Tardos Mors.
Los árboles del bosque provocaron mi más profunda admiración mientras iba aproximándome al mar. Sus grandes troncos, algunos de ellos de un centenar de pies de diámetro, daban testimonio de su prodigiosa altura, que sólo podía adivinar, puesto que no me era posible penetrar con la mirada en el denso follaje, a más de sesenta u ochenta pies de altura.
Hasta la distancia que alcanzaba mi vista, los troncos, las ramas y los ramajes eran tan lisos y estaban tan bien pulidos como pianos recién fabricados en América. La madera de algunos de esos árboles era tan negra como el ébano, mientras la de sus vecinos más cercanos parecía resplandecer a la tamizada luz del bosque, tan diáfana y blanca como la de la más hermosa de las porcelanas o, por el contrario, mostraba un colorido azul, escarlata, amarillo o púrpura intenso.
Igualmente, el follaje era tan variado y alegre como los troncos, mientras que las flores que se apiñaban apretadamente en ellos no podían describirse con ningún lenguaje terrestre, e igualmente desafiaban al lenguaje de los propios de dioses.
Mientras llegaba a los confines del bosque miré delante de mí y, entre el bosque y el mar abierto, me fijé en unos anchos pastizales, y mientras me disponía a abandonar la sombra del bosque descubrí un panorama que desvaneció cuantas románticas y poéticas reflexiones me habían inspirado las bellezas del extraño paisaje.
A mi izquierda se extendía el mar hasta donde podía alcanzar la vista, ante mí sólo una línea vaga y turbia indicaba su costa más lejana, mientras que a mi derecha un caudaloso río, ancho, plácido y majestuoso discurría entre riberas escarlatas para morir en el calmo mar.
A corta distancia, río arriba, se alzaban unos impresionantes precipicios rocosos, de cuya base parecía surgir el solemne curso de agua.
Pero no fue aquel magnífico e inspirador testimonio de la grandeza natural lo que sustrajo mí atención inmediata a la hermosura del bosque. Fue la visión de unas figuras que se movían lentamente por la pradera próxima a la orilla del enorme río.
Tratábase de unas formas extrañas y grotescas, nada parecidas a las que hasta entonces había visto en Marte, y que, sin embargo, desde lejos tenían un aspecto bastante humano. Los ejemplares más grandes parecían medir, estando de pie, diez o doce pies y sus proporciones eran las de un hombre terrestre en lo que respecta al torso y a las extremidades inferiores.
Sin embargo, sus brazos eran muy cortos, y desde donde me encontraba me parecieron de una apariencia similar a la trompa de un elefante, ya que los movían con pronunciadas ondulaciones y serpentinas, como si careciesen por completo de estructura ósea o como si sus huesos estuviesen vertebrados como una espina dorsal.
Cuando les observaba, guarecido detrás de un enorme tronco, una de las criaturas se dirigió lentamente hacia mi posición, dedicado a lo que parecía ser la principal ocupación de cada uno de ellos, y que consistía en deslizar sus extrañas manos sobre el herboso suelo, con un propósito que no conseguí determinar por entonces.
A medida que se iba aproximando, obtuve una excelente visión de la criatura, y aunque más tarde llegué a familiarizarme con las de su clase, puedo decir que fue suficiente un rápido examen de aquella parodia de la Naturaleza para colmar mis deseos de ser naturalista. La nave más veloz de la Marina Heliótica no habría sido lo suficiente rápida para llevarme lejos de tan espantosa criatura.
Su cuerpo lampiño tenía una coloración azul espectral, excepto por un ancho cerco blanquecino que rodeaba su único y saltón ojo; un ojo enteramente de un blanco mortecino; pupila, iris y globo.
Su nariz era un agujero redondo, inflamado y de bordes carcomidos, situado en el centro de su rostro carente de expresión; un agujero que no podía ser comparado, a mi juicio, más que a una herida de bala que aún no había empezado a sangrar.
Bajo ese repulsivo orificio, el rostro seguía sin relieve alguno hasta la barbilla, porque la cosa carecía de boca por lo que yo pude observar.
La cabeza, con excepción de la cara, estaba cubierta por una maraña de pelos negros como el azabache, de unas ocho o diez pulgadas de largo. Cada pelo tenía el grueso de un gusano de los usados para pescar, y cuando la cosa movía los músculos de su testa, la espantosa pelambrera parecía retorcerse, enroscarse y arrastrarse sobre el espantoso rostro, cual si cada pelo poseyera vida propia.
El torso y las piernas eran tan simétricamente humanos como la Naturaleza había querido hacerlos, y los pies también presentaban una apariencia humana, aunque de monstruosas proporciones. Del talón al final del dedo gordo muy bien medirían unos tres pies y eran completamente planos y anchísimos.
Una vez que el monstruo estuvo a corta distancia de mí, descubrí que sus extraños movimientos de pasar las indefinibles manos por la superficie del prado, eran el resultado de su peculiar manera de alimentarse, que consistía en segar la tierna hierba con sus talones en forma de navaja chupándola luego con dos bocas situadas en la palma de cada mano, sirviendo los brazos de gargantas.
Además de estos rasgos que ya he descrito, la bestia disponía de una cola maciza, de unos seis pies de longitud, completamente redonda donde se unía al cuerpo, pero que terminaba formando una hoja plana y afilada que araba en ángulo recto el terreno.
Pero, sin embargo, la característica más notable de tan notable criatura consistía en las dos pequeñas reproducciones de ella misma, cada una de seis pulgadas de largo y que se balanceaban a ambos lados de su tronco. Estaban colgadas de un pequeño tallo que parecía crecer a partir exactamente de la coronilla de su cabeza y por el que se comunicaban con el cuerpo del adulto. No sé si eran crías o simplemente extremidades de una criatura compuesta.
Mientras procuraba observar aquella grotesca monstruosidad, un movimiento del rebaño lo acercó tanto a mí que me permitió ver cómo muchos de los individuos que lo componían tenían ejemplares más pequeños colgando de ellos, no todos estaban así pertrechados, y pude observar que aquellos apéndices variaban de tamaño, desde los que aparentaban ser diminutos capullos sin abrir de unos centímetros de diámetro hasta varios estadios de desarrollo, e incluso hasta criaturas perfectamente formadas de varios centímetros de largo.
Había muchas crías alimentándose con la manada, no mayores que aquellos que permanecían unidos a sus padres, y de las criaturas de ese tamaño se desarrollaba paulatinamente el grupo hasta llegar a los inmensos adultos.
Debido a su aspecto terrorífico, no sabía si temerles o no, porque no parecían estar particularmente bien equipados para combatir, así que estaba a punto de abandonar mi escondite y de mostrarme ante ellos para observar el efecto que les produciría la vista de un hombre, cuando, por fortuna para mí, mi propósito se vió detenido por un gemido extraño y desgarrador, que parecía provenir de los riscos situados a mi derecha.
Hallándome desnudo y desarmado, mi fin hubiera sido rápido y horrible a manos de aquellas crueles criaturas si hubiera tenido tiempo para poner mi plan en ejecución; pero en cuanto se oyó el gemido, cada miembro del rebaño se volvió en la dirección de la que parecía provenir el sonido, y en el mismo instante cada uno de los pelos semejantes a serpientes de sus cabezas se pusieron de punta, como si cada uno hubiera sido un órgano sensible que mirase o escuchase la causa o el significado del gemido. A la postre, esto resultó ser cierto, porque estas increíbles protuberancias que brotan en los cráneos de los hombres planta de Barsoom representan los miles de oídos de estas espantosas criaturas, último resto de la rarísima raza que surgió del Árbol de la Vida original.
Instantáneamente los ojos se dirigieron a uno de los miembros de la manada, un gran individuo que indudablemente era el jefe. Un extraño ronroneo salió de la boca situada en la palma de una de sus manos, y al mismo tiempo echó a correr velozmente hacia el precipicio, seguido por el resto de la manada.
Su velocidad y sistema de locomoción eran realmente extraños; pues marchaban dando grandes saltos de diez o doce metros, del modo que lo hacen los canguros.
Estaban a punto de desaparecer, cuando se me ocurrió seguirles, y así, elevándome con precaución en el aire, me puse a cruzar la pradera tras ellos con saltos y brincos aún más prodigiosos que los suyos, puesto que de los músculos de un atleta terrestre pueden realizar magníficas hazañas si cuenta con la menor gravedad y presión atmosférica de Marte.
Su camino les llevaba directamente hacia la supuesta fuente del río en la base del precipicio, y al acercarme a ese punto hallé la pradera salpicada de enormes peñascos que los estragos del tiempo habían sin duda arrancado de los altísimos peñascales de más arriba.
Por esta razón casi averigüé la causa de aquel disturbio antes de que la escena surgiera ante mis horrorizados ojos. Mientras me detenía pude ver que la manada de hombres planta rodeaba a un grupo de quizá cinco o seis hombres y mujeres verdes de Barsoom.
No cabía duda ahora de que me encontraba en Marte, porque allí había varios miembros de las hordas salvajes que pueblan los fondos del mar muerto y de las ciudades desiertas del moribundo planeta.
Aquí estaban los grandes machos irguiéndose con toda la majestad de su imponente estatura; aquí estaban relucientes colmillos destacándose de sus macizas mandíbulas inferiores, hasta un punto próximo al centro de sus frentes; aquí estaban los saltones ojos situados lateralmente, de modo que podían mirar hacia adelante o hacia atrás o hacia ambos lados sin volver la cabeza; las orejas parecidas a antenas, surgiendo de lo alto de sus frentes, y el par de brazos adicional que surgían a mitad de distancia entre los hombros y las caderas.
Aun sin la lustrosa piel verde y los adornos de metal que indicaban a qué tribu pertenecían, yo hubiera reconocido en seguida quiénes eran, porque ¿en qué lugar del universo existe algo semejante a ellos?
El grupo constaba de dos hombres y cuatro mujeres, y su atavío demostraba que formaban parte de distintas hordas, hecho que me sorprendió extraordinariamente, ya que las varias tribus de los hombres verdes de Barsoom se encuentran eternamente en mortífera lucha unas con otras, y nunca, con excepción de un único caso histórico en que el Gran Tars Tarkas de Thark reunió unos millares de guerreros verdes de diferente procedencia para marchar sobre la siniestra ciudad de Zodanga, a fin de liberar a Dejah Thoris, princesa de Helium, de las garras de Than Koris, había visto a los marcianos verdes, de tribus enemigas, asociados para combatir por un interés general a todos.
Pero entonces aguardaban espalda contra espalda, haciendo frente, con los ojos muy abiertos por el asombro, a las demostraciones evidentemente hostiles de un adversario común.
Tanto los hombres como las mujeres estaban armados con espadas largas y dagas, pero era evidente que carecían de armas de fuego ya que de haberlas tenido, hubieran acabado rápidamente con los grotescos hombres planta de Barsoom.
En aquel instante, el cabecilla de los hombres planta cargó contra el pequeño grupo, y su sistema de ataque fue tan curioso como efectivo, debiendo su poderosa eficacia a su propia rareza, ya que la manera de combatir de los guerreros verdes era inútil para defenderles de tan singular agresión. De ello me convencí sin tardar, notando que se preparaban a resistir desorientados y sin saber con quién tenían que enfrentarse.
El hombre planta se lanzó contra el grupo y, a unos doce pies de él, dio un salto para pasar exactamente encima de sus cabezas. Llevaba la poderosa cola levantada y erecta hacia un lado, y al pasar sobre los guerreros verdes la dejó caer con un terrible impulso y aplastó el cráneo de un guerrero como si se tratara de una cáscara de huevo.
El grueso del horroroso rebaño iba rodeando con decisión y enorme velocidad al reducido grupo de sus víctimas. Sus prodigiosos saltos y el chillido, o mejor dicho, escalofriante alarido de sus extrañas bocas estaba calculado para confundir y aterrorizar a sus contrarios, así que en cuanto dos de ellos saltaron simultáneamente a ambos lados, el tremendo golpe de sus horribles colas no encontró resistencia y otros dos marcianos verdes cayeron, sufriendo una ignominiosa muerte.
No quedaban en pie más que un guerrero y dos hembras, y pensé que sería cuestión de poco tiempo el que también ellos perdieran la vida sobre el suelo escarlata.
Pero cuando dos nuevos hombres planta atacaron, el guerrero, ya preparado por la experiencia de los anteriores ataques, lanzó una rápida estocada hacia arriba y alcanzó la masa que brincaba con un golpe tan limpio que rajó al hombre planta de la barbilla a la ingle.
Sin embargo, el otro monstruo asestó con su mortífera cola un solo golpe y las dos mujeres se desplomaron agonizantes sobre el terreno.
Cuando el guerrero verde vio que sus dos últimos compañeros se desplomaban y reparó en que el tropel entero de aquellas alimañas iba a cargar contra él, se precipitó valientemente a su encuentro, manejando la larga espada de tan feroz manera que me recordó las muchas ocasiones en que contemplé a los seres de su raza esgrimirla con análogo brío e igual ferocidad en sus continuos enfrentamientos.
Cortando y tajando a derecha e izquierda, se abrió un camino entre los acometedores hombres planta, y luego comenzó una loca carrera para ganar el bosque, al abrigo del cual esperaba indudablemente hallar un refugio seguro.
El guerrero había girado hacia la parte del bosque que concluía en el precipicio, con lo que la alocada carrera se iba alejando cada vez más del peñasco detrás del que me ocultaba.
Mientras presenciaba la noble pelea sostenida entre el gran guerrero y sus enormes adversarios, mi corazón palpitó emocionado y lleno de admiración por él, y procediendo como yo solía hacerlo, más por impulso que por madura reflexión, salí de repente de mi pétreo escondrijo y salté rápidamente hacia los caídos cuerpos de los marcianos verdes, con un plan ya formado.
Media docena de descomunales saltos me situaron donde yo quería estar, y en otro instante me vi persiguiendo velozmente a los repulsivos monstruos que iban ganando terreno al fugitivo guerrero, pero entonces ya blandía en la mano una espada larga y en mi corazón hervía la antigua sed de sangre del luchador y una neblina rojiza se había alzado ante mis ojos y sentí que mis labios respondían a mi corazón con una sonrisa que me era habitual en los trances de la alegría de la batalla.
A pesar de mi rapidez estuve a punto de llegar tarde, pues el guerrero verde estaba a punto de ser alcanzado cuando le faltaba la mitad del camino para ganar el bosque, y en ese momento se encontraba de pie, de espaldas a un peñasco, mientras que la manada, momentáneamente desilusionada, gritaba y chillaba en torno suyo.
Debido a que tenían un solo ojo en el centro de la cabeza y a que no apartaban la mirada de su presa, no notaron mi silenciosa aproximación, por lo que caí entre ellos con mi espada, y cuatro hombres planta cayeron muertos antes de que se dieran cuenta de qué los atacaba.
Durante un momento retrocedieron ante mi terrorífica matanza, y en aquel instante el guerrero verde aprovechó la ocasión y se apresuró a colocarse a mi lado, girando su espada a derecha e izquierda de manera que no había contemplado si no en otro guerrero. La espada del marciano describía en el aire la figura de un ocho y no se detuvo hasta que nadie quedó con vida frente el, pues la cortante hoja atravesaba los huesos, la carne y el metal, como si se tratara de aire.
Cuando nos inclinábamos sobre la carnicería, de encima de nosotros surgió un salvaje alarido, un grito aterrador que ya había oído antes, y que sirvió para alentar a la manadas a que de atacasen a sus víctimas. Una y otra vez se repitió extraño ruido; pero tan ocupados nos hallábamos con aquellas bestias feroces, que no podíamos indagar, ni siquiera con la mirada, la causa de las horribles notas.
Las grandes colas de los monstruos nos azotaban con frenético odio; sus talones, como afiladas navajas de afeitar, nos cortaban las extremidades y el cuerpo, y un humor verdoso y pegajoso, parecido al limo de una oruga aplastada, nos chorreaba de la cabeza a los pies, puesto que cada tajo o estocada de nuestras largas espadas, al desgarrar las dañadas arterias de los hombres planta, por las que circula esa baba viscosa en lugar de sangre, echaba sobre nosotros grandes cantidades de la fétida sustancia.
Una vez sentí en la espalda el enorme peso de una de las fieras y sus afilados talones se hundieron en mi carne, experimentando la espantosa sensación de que unos labios húmedos me chupaban la sangre que manaba de las heridas que sus garras me habían hecho.
Yo me encontraba luchando desesperadamente con el feroz ser que pretendía degollarme, mientras que otros dos congéneres suyos, uno a cada lado, me azotaban cruelmente con sus cortantes colas.
El guerrero verde defendía su vida con admirable denuedo, sin preocuparse de otra cosa, y comprendí que la desigual lucha no podría prolongarse mucho más; pero, afortunadamente, mi poderoso compañero descubrió mi apuro y, separándose de los que le rodeaban, me libró con un solo mandoble del peligroso asaltante que tenía en la espalda, por lo que, desembarazado de él, apenas me costó trabajo deshacerme de los demás.
Ya juntos, apoyamos espalda contra espalda en el gran peñasco, evitando así que los hombres planta saltasen sobre nosotros para asestarnos sus mortíferos golpes, y como nos era fácil resistirlos mientras permanecían en el suelo, nos fue fácil acabar con el resto de ellos. En ese momento llamó nuestra atención el gemido espantoso que sonó encima de nuestras cabezas.
Esta vez miré hacia arriba, y a lo lejos, en un pequeño balcón natural frente al acantilado, la extraña figura de un hombre repitió la desgarradora señal, mientras que con una mano señalaba en dirección a la boca del río como pidiendo a alguien que viniese, y con la otra nos señalaba y gesticulaba.
Una mirada al sitio que él indicaba bastó para mostrarme sus propósitos y al mismo tiempo para producirnos el más grande temor, porque extendiéndose a todo lo ancho de la pradera, desde el bosque y desde la llanura al otro lado del río surgían y convergían hacia nosotros centenares de filas compuestas por salvajes monstruos saltadores como los que nos acosaban, y con ellos llegaban algunas criaturas aun más raras, que corrían con suma rapidez, ya erguidas, ya a cuatro patas.
—Será una gran muerte —dije a mí compañero—. ¡Mira!
Este echó una ojeada fugaz al sitio que yo le indiqué y me contesto sonriendo:
—Sucumbiremos como corresponde a grandes guerreros, John Carter.
Acabábamos de matar al último de nuestros inmediatos contrarios mientras así hablaba, y me volví asombrado al oír pronunciar mi nombre.
Y allí ante mis asombrados ojos se presentó el más grande de los hombres verdes de Barsoom, el estadista más astuto, el general más poderoso, mi querido y buen amigo Tars Tarkas, Jeddak de Thark.