PRÓLOGO: Helborg

PRÓLOGO

Helborg

Costa de Nordland

Cerca de Hargendorf

2502 IC Hace veinte años

Kurt Helborg guiaba con cuidado su caballo por el fango congelado que cubría la falda de la cadena donde el Imperio había establecido sus posiciones. Mientras subía, se arriesgó a echar una mirada hacia un lado para ver la ladera cubierta de nieve que descendía. El territorio estaba gris, amortecido por la manta de niebla matinal que justo ahora, a regañadientes, comenzaba a retirarse. Helborg vio la inhóspita línea costera que comenzaba a emerger, y la silueta del campamento tribal de los hombres de Norsca, que se extendía cerca de las playas. Desde esa distancia no lograba discernir figuras individuales, pero percibía que la tribu comenzaba a despertar.

Coronó la cadena. Extendido ante él, el ejército del Imperio también estaba entregado a sus preparativos. Las tiendas de los de Nordland estaban agrupadas por regimientos. Las tropas estatales, con los uniformes en azul y amarillo desteñidos y andrajosos, se habían congregado en torno a los fuegos de los cocineros. Ante los armeros se habían formado largas colas de hombres que querían que les afilaran la espada o la alabarda, y que intercambiaban viejas historias para pasar el rato. Sus ásperas voces eran altas y escandalosas, incluso a esa temprana hora del día. Las compañías de la milicia eran más discretas; pocos de sus integrantes habían salido ya de la tienda, pero los pocos que estaban despiertos comprobaban a conciencia los arcos y las flechas. Las batallas contra los piratas del mar no eran algo inusitado, ni siquiera para aquellos soldados de leva.

—Será mejor que hagáis salir al resto de vuestros hermanos, preceptor, si tenéis planeado luchar en el día de hoy —lo regañó una voz sonora.

Theoderic Gausser, conde elector de Nordland, había salido con impaciencia de su tienda, a medio vestir, para amonestar al caballero de la Reiksguard. El paje y los ayudantes salieron apresuradamente tras él, con las prendas de ropa y las piezas de la armadura amontonadas en los brazos. Nordland no les hizo el menor caso, y dirigió su beligerante mirada directamente hacia Helborg.

—Buenos días, mi señor —respondió Helborg, al tiempo que detenía el corcel. Se produjo un momento de silencio durante el cual Nordland aguardó con impaciencia. La ceremonia cortesana exigía que un caballero desmontara para no quedar a un nivel más elevado que un conde elector; sin embargo, allí, en el campo de batalla, cuando el ejército corría tanto riesgo, Helborg no estaba de humor para satisfacer el erróneo sentido de las prioridades de Nordland. El conde elector frunció el ceño.

—Buenos días, en efecto. Y ahora, respondedme, preceptor: ¿la Reiksguard luchará o huirá?

Helborg se sintió molesto ante la insinuación de Nordland, pero controló su temperamento. Había ido allí por una razón.

—Los caballeros de la Reiksguard lucharán, mi señor, como vuestros escuderos, pero no como los portadores de vuestro féretro.

—¿Qué?

—Mis hermanos y yo ya hemos salido a cabalgar por estas montañas para comprobar el estado del terreno. No resistirá vuestro ataque.

—¿Otra vez con lo mismo? Ya disteis vuestra opinión anoche. Ya hemos oído antes todas esas palabras…

—Y han resultado ciertas, mi señor —interrumpió Helborg al conde elector—. Allí están los enemigos, formados exactamente donde yo había dicho que lo harían. Proceded como he aconsejado, retroceded hasta Hargendorf. El enemigo tendrá que seguiros porque no hay ninguna otra vía de escape, sus barcos están hundidos, no hay ninguna ruta que vaya hacia el oeste, salvo la que pasa por Laurelorn…

—No necesito ayuda ninguna de esos de Laurelorn —le espetó Nordland.

—Cuando salga el sol…

Nordland metió brutalmente una mano en un guantelete y alzó el puño acorazado hacia Helborg.

—Escuchadme bien, preceptor Helborg. Muy bien podríais merecer ser ascendido a capitán de vuestra orden, puede que seáis el favorito de vuestro Emperador, puede que un día incluso os ascienda a mariscal del Reik. Pero hasta que ese día llegue, no me diréis cómo comandar un ejército de Nordland sobre la tierra de Nordland.

Aclaradas las cosas, el conde elector le volvió la espalda y le hizo un gesto a uno de los ayudantes para que le pusiera la gorguera.

—También es vuestro Emperador, mi señor —replicó Helborg con firmeza, y luego esperó a que Nordland estallara contra él.

Los hombros de Nordland ascendieron y los ayudantes se apartaron de él, pero no se volvió. Por el contrario, exhaló, y luego acabó de sujetarse la gorguera él mismo.

—Karl Franz es un cachorro —declaró Nordland con voz queda pero clara—. Cuando no hace más de un mes que lo han elegido, trae aquí sus cañones y sus magos para salvarnos a todos de los invasores. Escoge su batalla, les quema los barcos y convierte el mar en sangre. Y luego, en cuando la marea baja, se lleva sus juguetes y sus magos de vuelta a Altdorf para cosechar los laureles y disfrutar de su triunfo. Y mientras él se marcha a casa, yo me quedo aquí para acabar lo que él ha comenzado. Es mi Emperador, sí, pero ya veremos cuánto dura. Los hombres de Nordland han estado librando esta guerra desde mucho antes de que los príncipes de Reikland ocuparan el trono, y todavía continuaremos luchando aquí mucho después de que a ellos se les haya escapado entre los dedos.

Nordland acabó de hablar. El aire que lo rodeaba estaba encalmado. Cogió el yelmo de las paralizadas manos del paje. Helborg no se había movido, pero se sentía como si su cuerpo hubiera estado temblando de furia. Con cuidado, aflojó la mandíbula que apretaba con todas sus fuerzas.

—No volveréis a hablar del Emperador de esta manera.

Nordland soltó una sonora carcajada, y luego se volvió a medias para mirar a Helborg a los ojos.

—¿O qué?

Helborg le sostuvo la mirada con la misma facilidad con que sujetaba una espada con la mano.

—No digo lo que sucederá; sólo digo que no volveréis a hablar del Emperador de esa manera.

Nordland se puso el yelmo en la cabeza y se alejó con pesados pasos.

—Simplemente estad preparado, hombre de Reikland, para cuando se os llame.

Un destacamento de jinetes entró galopando en el campamento, jóvenes nobles, le pareció a Helborg, y Nordland llamó al que iba en cabeza y le hizo un gesto para que se acercara. El jinete detuvo el caballo y saltó limpiamente al suelo, donde crujió la escarcha cuando le cayó encima.

—¡Mi muchacho! —exclamó Nordland—. Habéis llegado a tiempo.

Helborg sabía que nada conseguiría insistiéndole más a Nordland, así que hizo que el corcel diera media vuelta.

* * *

El sol estaba saliendo y había comenzado la batalla. Los soldados de Nordland se hallaban formados en disciplinados regimientos de alabarderos y lanceros; los tramperos de la leva, con sus arcos, estaban reunidos en grupos de escaramuzadores, más abajo, sobre la ladera escarchada. Las tribus de Norsca (que había oído decir que se daban a sí mismas el nombre de «skaelings») habían formado en una línea irregular y alzado una muralla de escudos. Habían usado los largos baos de sus naufragados barcos dragón para erigir altares de guerra a cualquiera que fuese el insignificante dios marino al que adoraban. Resultaba obvio que era el sitio que habían escogido para su última resistencia. Algunos llevaban petos, unos pocos iban completamente enfundados en metal como los caballeros, y muchos apenas si llevaban nada. El frío no les afectaba en lo más mínimo.

Pero a él sí que lo afectaba, reflexionó Helborg, que estaba sentado en la silla de montar, en primera fila de los caballeros de la Reiksguard. El interior de su yelmo estaba casi tan frío que las mejillas podrían quedársele pegadas a él. Aun así, mejor demasiado frío que demasiado calor. Con excesiva frecuencia se había cocinado dentro de la armadura bajo el ardiente sol de mediodía. El frío le permitiría luchar con más ahínco.

Nordland había situado a la Reiksguard a cierta distancia, en el flanco derecho, en medio de un grupo de árboles secos. El conde elector había dicho que esa posición podría ocultarlos, y que por tanto podrían tender una emboscada al enemigo. No obstante, Helborg sabía que esa estrategia dependía de que el enemigo se aproximara lo bastante como para poder sorprenderlo. Lo único que los skaelings tenían que hacer era quedarse sentados y esperar a que los regimientos del Imperio fueran hacia ellos, en cuyo caso los caballeros de la Reiksguard quedarían demasiado lejos de la batalla para hacer nada de utilidad. Cuando el Emperador había regresado a Altdorf, había dejado deliberadamente tras de sí a Helborg y los caballeros de la Reiksguard para garantizar que su gran victoria no fuera contrarrestada. ¿Cómo podía Helborg cumplir esas instrucciones si no se le permitía intervenir en la lucha?

Los tramperos comenzaron a acribillar con flechas la muralla de escudos de los skaelings, y los tamborileros imperiales empezaron a tocar el ritmo de marcha. Helborg miró hacia un lado para comprobar el estado de la primera línea de los caballeros. El joven que tenía a su lado, Griesmeyer, percibió su preocupación.

—Tal vez, hermano Helborg, la intención de todo esto es atraerlos hacia nosotros.

—No, hermano Griesmeyer —suspiró Helborg—. El conde elector quiere ganar la batalla sin nosotros.

—Entonces, con semejante comandante, sin duda tendremos que luchar durante todo el día —respondió Griesmeyer alegremente.

Helborg no fue capaz de reír por lo bajo. En cambio, se volvió hacia el joven caballero.

—No os lo he dicho antes, pero me alegro de que hayáis podido persuadir al hermano Reinhardt para que se uniera a nosotros. —Helborg movió la cabeza en dirección al aludido, Heinrich von Reinhardt, que se encontraba montado y atento en el extremo opuesto del escuadrón.

—También yo me alegro —respondió Griesmeyer—, pero no puedo reclamar ese mérito.

—¿No habéis hablado con él hace poco?

—No desde que comenzó la campaña, preceptor.

—Vosotros dos teníais mucha amistad cuando erais novicios.

—Y también después, preceptor.

—En efecto. Y después. Es una lástima. —Helborg apartó la mirada—. Tal vez eso cambie después de hoy.

Griesmeyer guardó un instante de silencio.

—Sí, preceptor. —Pero Helborg ya volvía a observar la batalla.

El suelo desigual de la ladera se había congelado durante la noche, y el sol aún no se había alzado lo bastante para fundir el hielo. A pesar del constante batir de los tambores, los regimientos imperiales avanzaban con lentitud, mientras los oficiales se esforzaban con ahínco para mantener las líneas en orden. Incluso los tramperos resbalaban y caían al suelo cubierto de hielo.

Al pie de la pendiente, los skaelings permanecían en silencio tras su muralla de escudos. No gritaban ni entonaban salmodias como Helborg les había visto hacer con anterioridad. Los de Norsca eran normalmente impetuosos; su muralla de escudos era una defensa realmente imponente para un ejército que careciera de cañones y otras armas de fuego, pero cuando se exaltaban hasta el frenesí, resultaba fácil provocarlos para que atacaran y rompieran la línea. Estos skaelings, sin embargo, incluso con el mar a la espalda, mantenían la calma mientras los tambores del Imperio hacían avanzar los regimientos hacia ellos.

Finalmente, el sol se alzó por encima de la cresta. Helborg imaginó que muchos de los soldados de Nordland estarían agradecidos por el hecho de que les calentara la nuca. No sabían, como sí sabía Helborg, que ese calor condenaría su ataque al fracaso.

Los regimientos avanzaron y los tramperos se quedaron atrás, ya que les resultaba imposible herir a los skaelings, protegidos por la muralla de escudos como estaban. Cuando corrieron hacia los lados, en las líneas de los skaeling se produjo un estallido de movimiento. Jóvenes ligeramente armados y desnudos hasta la cintura para lucir sus tatuajes, atravesaron la muralla de escudos y avanzaron corriendo una docena de pasos. Derraparon hasta detenerse y arrojaron sus armas a la cara de las apretadas filas de los regimientos del Imperio. Jabalinas con punta de flecha, hachas y cuchillos afilados como navajas, atravesaron el aire. Los regimientos de lanceros alzaron instintivamente los escudos, con los que desviaron los proyectiles hacia los lados. Los alabarderos no contaban con la misma protección, y los hombres de brillante uniforme que iban en las primeras líneas cayeron, mientras manoteaban débilmente las negras astas de las armas que tenían clavadas en el cuerpo.

Chamanes con capas de pieles y plumas les arrojaban cabezas hinchadas a los soldados de Nordland. Las cabezas estallaban en pedazos al impactar contra escudos o armas, envolvían a los desdichados soldados a los que alcanzaban, y los dejaban arañándose la garganta y los ojos.

Sonaban los alaridos de los heridos y los agonizantes. Los tramperos levantaron los arcos y apuntaron a los jóvenes que habían abandonado la muralla de escudos. Sin esa protección, las flechas de los tramperos dieron fácilmente en el blanco. Los osados jóvenes murieron en el sitio, cuando aún echaban atrás las armas para lanzarlas. La mayoría de los supervivientes retrocedieron precipitadamente, pero algunos, encendidos por la proximidad del enemigo, corrieron hacia los regimientos mientras les gritaban juramentos a sus oscuros dioses.

Los soldados de Nordland no se dejaron impresionar y se mantuvieron firmes, pararon los primeros golpes enloquecidos de los jóvenes, y los mataron a tajos sin alterar el paso. Y durante todo ese tiempo, los tambores imperiales marcaban el ritmo del avance.

El descenso de la colina había sido penosamente lento; habían tardado casi una hora. Pero la disciplina había hecho que se mantuviera la formación a pesar del terreno desigual. La cuesta descendía bruscamente a una veintena de pasos por delante de la pared de escudos, y luego adoptaba la horizontal antes de ascender ligeramente hasta la línea de los skaelings. Así que durante un momento, al aproximarse al enemigo, las primeras líneas de los regimientos desaparecían de la vista como si se las hubiera tragado la tierra. Fue en ese instante cuando los skaelings lanzaron un potente rugido, todos a la vez, y enarbolaron sus profanos estandartes.

Helborg tuvo una ligera punzada de alarma, y vio que el conde elector, situado a distancia y a su izquierda, se removía con inquietud. Pero entonces ondearon los estandartes azules y amarillos a modo de respuesta; los regimientos habían alcanzado el llano. Cuando estaban a pocos metros, los alabarderos alzaron sus armas y los lanceros bajaron la punta de las suyas. Los regimientos imperiales impactaron contra las líneas enemigas con un solo golpe fuerte como un martillazo, y comenzó la batalla propiamente dicha.

A todo lo largo de la línea las armas comenzaron a describir arcos, estrellándose contra escudos y cortando carne. Los estandartes de cada regimiento descendían y ascendían al avanzar trabajosamente sus portadores y animar a los hombres a proseguir con su marcha. Los lanceros estrellaban sus escudos contra la muralla y luego alanceaban por debajo, con lo que atravesaban las piernas de los guerreros skaelings, que caían estruendosamente, y abrían una brecha en la muralla. Los alabarderos, entre tanto, eran más directos y asestaban tajos con las pesadas hojas de sus armas que partían en dos los escudos de madera de los bárbaros de Norsca. Los skaelings se defendían; sus guerreros más fuertes, que llevaban pesada armadura, se abrían camino brutalmente entre las filas de soldados que se les oponían. Los lanzazos resbalaban sobre sus grebas, y la hoja de las alabardas sólo lograba abollar sus escudos metálicos en lugar de hacerlos pedazos. Estos paladines pasaron más allá de las armas de asta, y comenzaron a destrozar a los soldados de Nordland con cada tajo de sus espadas descomunales.

A pesar de todos sus esfuerzos, sin embargo, eran demasiado pocos. Gradual, inevitablemente, los regimientos del Imperio estaban ganando. La muralla de escudos se debilitaba, desintegrándose, a medida que los skaelings ligeramente acorazados iban cayendo y los paladines avanzaban.

Los bárbaros mantenían la formación y la muralla de escudos no se había movido aún, pero finalmente estaba poniéndose de manifiesto la famosa mala disciplina de los hombres de Norsca.

Helborg vio que el conde elector comenzaba a relajarse, al tiempo que la satisfacción se evidenciaba en su rostro. Nordland espoleó la montura para que se adelantara, con su guardia personal siguiéndolo de cerca, para poder estar cerca en el momento de la victoria.

Helborg no permitiría que lo mantuvieran en retaguardia por más tiempo, y tomó el avance del conde elector como un permiso tácito para hacerlo él también. Sacó a los caballeros de aquel escondite absurdo, y los hizo formar en dos líneas, preparados para la lucha. Porque veía algo en lo que Gausser aún no había reparado: el plan de batalla de Nordland estaba a punto de ser desbaratado.

A un alabardero que alzaba el arma para asestar otro golpe le resbaló el pie derecho sobre la capa de fango helado, y se fue de espaldas, momento en que la punta de la alabarda se clavó en un hombro del camarada que tenía detrás. Un lancero canoso derribó a su oponente, un bruto tatuado, con dientes de jabalí, el cual cayó al suelo entre alaridos. El lancero se precipitó a rematar al hombre jabalí, y sintió que el pie que tenía más adelantado se hundía en el fango y se negaba a moverse. Extendió los brazos para parar la caída, y alzó la mirada justo a tiempo de ver que la hoja de un hacha descendía hacia su cara desprotegida.

A todo lo largo de la línea, los soldados del Imperio habían comenzado a tropezar. El suelo que pisaban y que había parecido congelado por el frío nocturno, se había fundido bajo el pisoteo de la batalla, el calor del caprichoso sol y la caliente sangre derramada. Cargados con el peso del peto, el escudo y las armas, los pesados pasos de los soldados estaban rompiendo el hielo de la superficie, y sus piernas quedaban atrapadas en el movedizo pantano de debajo. Los oficiales continuaban gritando órdenes, pero los soldados ya no las escuchaban porque cada uno había comenzado a mirar por su propia seguridad. El avance había cesado. Con cada paso, ahora los soldados retrocedían hacia la empinada cuesta que tenían detrás. Los propios estandartes amarillos y azules comenzaban a descender mientras los portadores se esforzaban por no perder pie.

En cuestión de pocos minutos, el ejército de Nordland había pasado de ser media docena de regimientos sólidos y bien ordenados a convertirse en una masa de individuos que se movían trabajosamente y luchaban por su vida. Los skaelings, que habían formado su muralla de escudos en terreno más firme, reían a carcajadas ante el apuro en que se encontraban los de Nordland. Una vez más, la muralla de escudos se abrió y los jóvenes la atravesaron corriendo para acometer con sus hachas y cuchillos a los soldados que se debatían.

Los horrorizados tramperos, que se encontraban cerca, volvieron a apuntar con los arcos. Los jóvenes habían pasado ágilmente entre los cuerpos y las rocas que había en el hielo semifundido, y saltado sobre la espalda de los soldados de Nordland que retrocedían, así que no había blancos fáciles. Los tramperos dispararon. Unas pocas flechas dieron en el blanco al clavarse en el cuello o la cara de los vociferantes jóvenes, pero la mayoría erraron porque los tramperos no querían correr el riesgo de herir a sus desdichados camaradas. Mientras centenares de soldados aún estaban saliendo a gatas del pantano, los ágiles jóvenes lo habían atravesado y trepado por la orilla, asestando alegremente tajos y golpes por el camino. Ante esto, también los tramperos retrocedieron.

El ejército estaba al borde del colapso. Nordland tenía soldados duros y resistentes, que ciertamente no eran cobardes, pero en aquella gran confusión ninguno de ellos sabía hacia dónde volverse para saber cuáles eran las órdenes. Los veteranos buscaban los estandartes de los regimientos en su desesperada necesidad de instrucciones, pero las banderas habían sido dejadas atrás en el pantano helado cuando sus portadores se habían convertido en blanco fácil para las armas de los skaelings. No había sobrevivido ninguno de los soldados que habían acudido a rescatarlas.

Un estandarte, sin embargo, aún ondeaba. Un oficial con un gran bigotazo, que sangraba abundantemente a causa de una jabalina que tenía alojada en un costado, se había arrastrado hasta llegar a la orilla. Con los aullantes skaelings pisándole los talones, intentó subir por la empinada cuesta. Se le dobló una pierna, y se deslizó otra vez hacia abajo. Un joven lancero que estaba en lo alto vio la angustiosa situación en que se encontraba, y volvió atrás para ayudarlo; con las últimas fuerzas que le quedaban, el oficial empujó el estandarte hacia arriba, en dirección a los brazos extendidos del lancero, que lo cogió; el oficial suspiró de alivio, alivio que se transformó en desesperación cuando un hacha atravesó el aire, girando, y rebanó la parte superior de la cabeza del lancero como lo haría un cuchillo con un huevo duro. El estandarte osciló. El oficial, con el cuchillo de un bárbaro de Norsca clavado entre los hombros, soltó el último gemido y el estandarte cayó con él.

Aunque su ataque se había transformado en un desastre, el conde elector no se mostró tardo en reaccionar. El ejército necesitaba a su comandante, y él no iba a decepcionarlo. Cogió su estandarte personal y avanzó al galope, espoleando su montura a bajar por la resbaladiza ladera a la máxima velocidad posible. Sostenía el estandarte en alto y bramaba.

—¡Nordland! —vociferaba—. ¡Nordland! ¡A mí! ¡Replegaos!

Los hombres reaccionaron y corrieron hacia él. El día estaba perdido. La ventaja numérica, que había sido ligera para empezar, le había sido arrebatada a Nordland por los pozos de fango que se habían abierto ante la muralla de escudos. No obstante, si los skaeling aflojaban, si se mantenían quietos en su posición, Nordland podría al menos reordenar sus regimientos y retirarse a Hargendorf en buen orden. Sin embargo, los skaeling no tenían ni la más ligera intención de concederles a los enemigos el tiempo que necesitaban. Los brutales jóvenes ya ascendían corriendo la cuesta tras los soldados de Nordland; los acometían por la espalda, pero daban media vuelta y volvían sobre sus pasos cuando un grupo de soldados se detenía para plantarles cara y defenderse. Lo más preocupante, como Helborg podía ver, era que los guerreros acorazados estaban atravesando el pantano y formando en la orilla. Habían retirado los baos de los altares de guerra para tenderlos sobre el terreno inseguro. Centenares de ellos habían llegado ya al otro lado, y comenzaban a ascender por la ladera, donde remataban a los enemigos heridos que hallaban en su camino. Si esta fuerza letal llegaba hasta las líneas imperiales antes de que hubieran vuelto a formar, Helborg dudaba de que los conmocionados soldados de Nordland pudieran reorganizarse.

Cuando levantó el brazo, Helborg supo que los ojos de todos sus hermanos estaban fijos en él, expectantes.

—¡Reiksguard! —gritó—. ¡A la batalla!

Como uno solo, los caballeros de la Reiksguard espolearon las monturas y partieron al trote, directamente hacia los guerreros skaelings. La línea avanzaba en formación tan apretada que los flancos de los caballos casi se tocaban entre sí. Helborg los había entrenado hasta la precisión, y a pesar del terreno escarpado cada hermano ajustaba el paso de modo instintivo para que la línea no se rompiera. El atronar de los cascos que golpeaban la tierra descendió por la cuesta, y todos y cada uno de los guerreros, tanto los soldados de Nordland como los skaelings, supieron qué se avecinaba. Los soldados del Imperio que habían retrocedido hasta quedar en el camino de la Reiksguard no necesitaron más indicaciones y se apartaron precipitadamente del paso. Los skaelings los imitaron sin demora, ya que su ansia de muerte y batalla era insuficiente para enfrentarse con las toneladas de hombre, bestia y metal que iban hacia ellos.

Durante una fracción de segundo, Helborg vio que los guerreros que se hallaban al pie de la pendiente vacilaban, y algunos giraban para retroceder tras la relativa seguridad que ofrecían el pantano y la muralla de escudos. Pero entonces, avanzó uno de los jefes que llevaba las manos metidas en guanteletes con forma de pinzas de cangrejo, y les gritó a sus hombres que mantuvieran la posición. Ellos alzaron los escudos para formar otra muralla.

Helborg dio la orden y los caballeros de la Reiksguard hicieron que los caballos aceleraran para ponerse al trote ligero. El trueno de los cascos aumentó hasta el ruido de una tormenta, y todos los soldados del campo de batalla que no estaban trabados en mortal combate se volvieron a observar la carga de la Reiksguard.

La primera línea de caballeros se dirigió directamente hacia el centro de la nueva muralla de escudos. Helborg espoleó su caballo para desviarlo un grado a la izquierda, confiado en que la corrección sería repetida arriba y abajo por toda la línea. No le avergonzaba admitir que la primera vez que había formado parte de una carga de la Reiksguard había sentido miedo, pero ahora sólo sentía el entusiasmo, la emoción y el poder que fluía a través de sus hermanos y a su interior. El nuevo Emperador, Karl Franz, decía que su más ardiente deseo era un Imperio en honorable paz, y los deseos del Emperador eran los deseos de la Reiksguard; pero, en el nombre de Sigmar, Kurt Helborg no podía negar que adoraba la guerra.

A escasos metros de distancia, Helborg bramó su última orden; los caballeros bajaron la punta de la lanza y arremetieron al galope. Ése era el momento en que le mostraban al enemigo la suerte que le aguardaba. Los skaelings estaban preparados para el impacto; sabían que haría daño, pero la formación resistiría, y cuando hubieran detenido los caballos, podrían derribar a los caballeros de la silla y matarlos. Racionalmente sabían esto, pero al ver que las puntas de las lanzas descendían sus espíritus temblaron y, por instinto animal, se echaron hacia atrás, con el equilibrio perdido.

La Reiksguard golpeó. La fuerza del impacto de la lanza empujó a Helborg hacia atrás en la silla. La retorció y la sujetó durante una fracción de segundo para asegurarse de que había penetrado, y luego la soltó. Los años de entrenamiento habían automatizado sus actos. Cuando su mano soltó la lanza, se desplazó directamente hacia la empuñadura de la espada y la desenvainó. La sacó hacia atrás y la alzó muy arriba para evitar al hermano que tenía a su lado, luego la hizo girar y descargó un golpe descendente como si fuera un aspa de molino de viento. Primero a la derecha y luego a la izquierda, para herir a los enemigos que se le ponían cerca. Helborg no necesitaba pensar; su cuerpo hacía lo que estaba entrenado para hacer. Pero los pensamientos de Helborg corrían a toda velocidad. Mientras su cuerpo luchaba, su mente evaluaba cada sonido e imagen que podía para determinar si la carga había sido un éxito. ¿Cuántos hermanos habían caído? ¿Se había roto la muralla de escudos? ¿La Reiksguard vencía? ¿Debían retirarse? No podía determinarlo, así que su cuerpo continuó luchando.

Su corcel embistió con la cabeza y hundió las púas de su testera en una cara que bramaba. Helborg clavó una estocada a otro enemigo que dirigía un tajo a las patas no protegidas del caballo. El preceptor sintió un golpe en la cadera por el otro lado, pero hizo caso omiso de él y descargó otro tajo. Su armadura resistiría, pero no lograría sobrevivir si herían a su caballo. Aunque la línea de skaelings estaba a punto de venirse abajo, había resistido la carga y comenzaba a hacerlos retroceder. Los caballeros habían sido separados, de manera que los enemigos podían meterse entre ellos y derribarlos de la montura. Golpes de mazas y hachas aporreaban las armaduras de los caballeros, mientras cadenas y cuerdas intentaban enredar las patas de los corceles. Tras haber resistido apenas la embestida inicial, el enemigo empezaba a hacer notar su superioridad numérica.

Y entonces golpeó la segunda oleada de la Reiksguard. Helborg casi fue derribado otra vez de la silla al impactar sus hermanos contra los enemigos, que rellenaron los espacios que se habían abierto en la primera ola, y empujaron a los enemigos colina abajo. En un instante, la muralla se rompió y los enemigos descendieron precipitadamente por la pendiente de la orilla, aún sembrada de soldados de Nordland muertos. Helborg les dio el alto a sus caballeros. Por mucho que lo deseara, sabía que no podía perseguir a los skaelings al interior del pantano. El grueso de los enemigos ya estaba cruzando por ambos flancos, y los caballeros, inmovilizados, no podían retener el centro. El día estaba perdido, pero el honor del Imperio no había sido humillado.

Aún quedaba mucho por hacer, y los caballeros de la Reiksguard espolearon sus monturas para apartarse de la zona superior de la orilla con el fin de que no pudieran atraparlos allí. Helborg ordenó a sus escuadrones que se desplazaran a derecha e izquierda para acabar con las escaramuzas que se libraban en ambos lados, y permitir que los soldados de Nordland se alejaran. Helborg miró ladera arriba. El conde elector continuaba allí, preparándose para dirigir personalmente el siguiente ataque. Helborg maldijo.

—¡No podéis atacar otra vez! —dijo, mientras detenía el caballo junto al conde elector—. Debéis atraerlos hacia Hargendorf.

—Los de Reikland lo habéis hecho bien —contestó Nordland, sin volverse siquiera—. No lo niego. Nos habéis dado una oportunidad, y ahora podemos invertir el curso de la batalla.

Helborg desmontó precipitadamente y avanzó a grandes zancadas hacia el hombre. Los guardias personales de Nordland cerraron filas y mantuvieron al ensangrentado caballero a un metro de su señor.

—Si hoy os matan aquí —insistió Helborg—, eso sumirá en el desorden las defensas del norte. ¡No puedo permitir que ataquéis!

—¿Quién está al mando del ejército de Nordland? ¿Un hombre de Reikland o…?

—¡Haced el favor de mirar! —Helborg, frustrado, señaló a la oscura masa de skaelings que subía por la ladera, gritando y salmodiando su victoria.

Nordland miró, y luego lanzó una exclamación ahogada.

—Mi muchacho… —susurró.

Helborg siguió su mirada.

Una docena de jinetes ricamente vestidos cargaban ladera abajo hacia el flanco izquierdo de los skaelings que avanzaban. Eran los jóvenes nobles que Helborg había visto esa misma mañana, y la reacción de Nordland no le dejó duda alguna de que era el hijo del conde elector el que iba en cabeza. Lanzaron gritos de victoria cuando los primeros skaelings que encontraron a su paso se lanzaron hacia los lados, y continuaron cabalgando en busca de víctimas. Los skaelings del flanco se detuvieron al ser golpeados por los nobles, casi como divertidos ante la necia valentía de un ataque semejante, carente de apoyo. Y los skaelings los rodearon. Por un instante, Helborg vio que los nobles se daban cuenta del apuro en que se hallaban, frenaban las monturas e intentaban dar media vuelta, y luego la oscura horda se los tragaba.

Al caer la montura de su hijo, Nordland lanzó otro grito e intentó ir hacia su caballo. Helborg lo retuvo, y esta vez los guardias personales del conde elector no se lo impidieron. Helborg buscó a sus hermanos de la Reiksguard, pero estaban dispersos, luchando por todo el campo para contener a los skaelings. Entonces, uno de los guardias personales del conde elector gritó. Helborg se volvió a mirarlo; un caballero de la Reiksguard se había separado del escuadrón para precipitarse al interior de la horda, abriéndose paso a tajos por entre los bárbaros de Norsca que rodeaban el lugar en que había caído el hijo de Nordland. Era un sólo hombre contra un centenar; un suicidio.

Luego, de repente, Helborg vio que Griesmeyer se separaba del resto y galopaba hacia el caballero solitario. Mientras cargaba, Griesmeyer gritó el nombre del caballero.

—¡Reinhardt!