EPÍLOGO: El Festín de Averland

EPÍLOGO

El Festín De Averland

Estribaciones de las Cuevas

Principios de 2523 IC

El ogro antes conocido como Burakk el Buche dio un traspié y cayó sobre el rocoso suelo. Cada vez que esto le sucedía, se encontraba con que le resultaba más difícil volver a levantarse. El hambre, siempre presente en su vientre, lo volvía loco. No podía pensar, no podía razonar, lo único que podía hacer era arrastrar su consumido cuerpo hacia las montañas que se alzaban a lo lejos. La ropa le colgaba, floja; la preciada pancera hacía tiempo que se le había caído de la barriga, cada vez más encogida. Quedó tendido boca abajo en el suelo, y su boca intentó lentamente moler la tierra con los dientes. No le quedaba mucho; al pasar tanta hambre, el cuerpo del ogro tendía a consumirse a sí mismo. Su último acto de adoración de la Gran Boca.

No debería sucederle esto. Había sido tirano, había tenido una tribu propia de ogros toro, y un millar de sirvientes goblins para atenderlo. El territorio de los hombres estaba indefenso, una despensa abierta y llena de las más rollizas existencias. Sus primeros días habían sido gloriosos, sus ogros habían corrido libremente por las poblaciones a las que habían llegado, y sacado con facilidad bestias y hombres de dentro de sus endebles hogares para darse un atracón. El Festín de Averland, lo habían llamado, un banquete con una mesa del tamaño de una provincia, y con tantos platos como hombres y bestias hubiera.

Pero Burakk había percibido ya entonces que algo no iba bien. Sus ogros comían hasta hartarse una vez y otra; las migajas eran abundantes, aunque los goblins continuaban riñendo por ellas según su costumbre; pero él, por mucho que comiera, no podía saciar su hambre antinatural. Comía todo lo que podía, hasta que le dolía la mandíbula de tanto masticar, cogiendo toda la comida que le apetecía, incluso de las bocas de sus ogros. Pero nada de esto servía, porque continuaba hambriento.

Y luego aquellos hombres con armadura y estandartes rojos y blancos habían ido tras él. Montados en sus pesados caballos, habían atropellado a sus sirvientes pieles verdes, y atravesado a sus ogros con las lanzas. Mataron a algunos, claro está; sus ogros derribaron corceles y luego aplastaron con sus mazos a los caballeros caídos. Pero los demás continuaron adelante, impertérritos, firmes, implacables en su persecución. Aunque su número parecía ilimitado, cada ogro que Burakk perdía no podía ser reemplazado.

La comida ya no era tan abundante. La carne fácil había huido y quedaba fuera de su alcance, y ahora esos caballeros los obligaban a alejarse todavía más. A medida que cada escaramuza provocaba nuevas pérdidas, el hambre de Burakk se intensificaba. Su cuerpo empezó a consumirse. Al disminuir su orgullosa barriga, los ogros comenzaron a alejarse, dado que ya no sentían reverencia por su jefe. Al marcharse ellos, los sirvientes goblins los acompañaron. Estas tribus disidentes se fueron cada una por su lado, y todas se convirtieron pronto en pasto de los vengativos caballeros.

Entonces, Burakk quedó con sólo un ogro toro como seguidor. La primera mañana en que este último superviviente vio que Burakk estaba solo, sacó sus cuchillos de trinchar y se dispuso a convertirlo en su comida. Burakk estaba débil, pero no era una cría, y fue él quien partió los huesos de su agresor y se bebió su tuétano.

No obstante, incluso mientras se comía el cuerpo, el hambre lo devoraba desde dentro. Estaba acabado. No le quedaba nada. Puso sus miras en las montañas más cercanas, esas que le recordaban a su lejano hogar, aun sabiendo que no lograría llegar a ellas.

Y ahora estaba allí, tendido, a solas en alguna ladera sin nombre, sin tener la espada de ningún vencedor contra la garganta, sin que ninguna bala de cañón le hubiera atravesado el pecho. Su enemigo definitivo, el traidor al que no podía vencer, era su propio cuerpo, que se había vuelto contra él, y sentenciado que debía morir. Burakk no sabía por qué lo había hecho. La Gran Boca lo llamaba, y él acudiría.

Cuando el sol se hundía en el horizonte, el cadáver del ogro comenzó a enfriarse. Su sangre ya no corría, sus músculos no se moverían. Pero aun había animación. Una palpitación, un latido dentro de aquel pecho de barril. Una forma que se hacía más grande y empujaba hacia arriba en una lucha violenta.

—¡Ah! ¡Libreeeeeeeeeeee! —gritó Sapo Espinoso, mientras sacaba su cuerpo roto por la laxa garganta del ogro, y salía por la boca abierta.

—¡Libreeeee! —volvió a gritar Sapo Espinoso, cuyas espinas nuevas aún brillaban con los restos de la carne del ogro en la que se habían clavado para evitar que cayera dentro del estómago.

—Libre… —dijo Sapo Espinoso, una vez más, antes de desplomarse al invadirlo el agotamiento. Había sobrevivido, aunque «supervivencia» era una palabra demasiado espléndida para la vileza de existencia que había llevado durante las últimas semanas, viviendo a dos centímetros de la destrucción, nutriéndose con los masticados bolos alimenticios que bajaban por la garganta del ogro. Habían sido abundantes, al menos durante un tiempo, y luego habían cesado. Pero para Sapo Espinoso ya se había acabado el pasar hambre; su cabeza bajó hacia el cadáver del ogro, y sus dientes afilados como navajas arrancaron un bocado. Burakk el Buche asistiría a una última comida, no como comensal, sino como plato.

* * *

—¿Es éste el sitio? —preguntó Delmar.

—No. Fue un poco más abajo —replicó Griesmeyer.

Los dos caballeros guiaron cuidadosamente los corceles para que descendieran por la ladera cubierta de nieve.

—¿Entonces hacía tanto frío como ahora? —inquirió Delmar.

—Todavía más —declaró Griesmeyer con aire bravucón.

Delmar rio entre dientes. Griesmeyer detuvo el caballo y miró en todas direcciones para orientarse.

—¿Es éste?

Griesmeyer tardó un momento en responder.

—Sí, lo es.

Delmar desmontó, le dio unas palmaditas a su caballo y cubrió a pie los últimos pasos que lo separaban del comienzo de la playa. Miró a lo largo de ella. Era más pequeña de lo que él había pensado que sería. Una franja tan pequeña y, sin embargo, veinte años antes, en aquel preciso lugar, doscientos hombres de Nordland habían perdido la vida. Doscientos hombres de Nordland y un caballero de la Reiksguard.

—¿Queda algo? —Tal vez había sido un deseo necio, pero había pensado, había deseado, que tal vez quedara algo; algo que señalara el acontecimiento que había tenido lugar allí.

—Tal vez, debajo de la nieve. —Griesmeyer sabía qué deseaba Delmar—. Pero aquí no queda nada de él, Delmar. Todo lo que queda de mi hermano está dentro de ti.

Delmar asintió con la cabeza, y miró hacia el fondo del interminable gris del mar de las Garras. Había querido ver aquel lugar, mirar el mismo horizonte que había contemplado su padre cuando le llegó el fin. Pero Griesmeyer tenía razón. En aquella fea costa no había nada de su padre.

—Vamos, Delmar.

* * *

Los dos caballeros coronaron la última colina. Formado ante ellos se encontraba el ejército de Nordland. Los canosos regimientos de alabarderos y lanceros se habían cubierto los uniformes de color azul y amarillo con gruesos abrigos que los protegían del frío, y, esta vez los caballeros de la Reiksguard habían cambiado las capas escarlata por pieles. Delmar se separó de Griesmeyer y regresó con sus hermanos. Se llevó el guantelete a la visera para saludar el estandarte del escuadrón.

—¿Habéis cumplido con vuestro cometido? —El corpulento caballero llevaba el estandarte con comodidad.

—Sí.

—En ese caso, reuníos con el escuadrón, hermano Reinhardt.

—De inmediato, hermano Gausser. —Delmar sonrió.

Dirigió el corcel hacia el extremo más alejado de la línea de caballeros. Por el camino saludó a Bohdan y Alptraum, y la sonrisa del de Averland arrugó la cicatriz que le bajaba por la mejilla. Delmar hizo que el caballo girara y entró en la formación. El caballero que estaba a su lado se levantó la visera.

—He recibido una carta de casa —dijo Siebrecht.

—¿Y ha llegado hasta aquí?

—Sí, Delmar, la civilización existe fuera de las fronteras de Reikland, ¿sabes? —lo regañó su amigo. Siebrecht se quitó uno de los guanteletes y sacó un pergamino—. Es la letra de mi padre, aunque pienso que los dos podemos adivinar quién es el verdadero corresponsal…

Delmar asintió de inmediato. Herr von Matz no había reaparecido desde que rompieron el cerco de Karak-Angazhar, pero la visión de cada aldea de Averland devastada cuando perseguían a los ogros, había sido recordatorio suficiente.

—Mi padre escribe —continuó Siebrecht, que adoptó un tono altivo— para proponerme que una vez que haya acabado la campaña de esta temporada, estaría bien que considerara la posibilidad de interrumpir por un tiempo mi estancia en la orden. Al parecer, podría surgir una oportunidad para levantar la fortuna de la familia, si yo me pusiera al servicio de mi tío.

—¿Y cómo has respondido? —inquirió Delmar.

Siebrecht le dirigió a Delmar una penetrante mirada cargada de intención, y luego comenzó a romper lentamente la carta en pedazos.

—Yo no me precipitaría tanto si fuera tú —dijo Delmar—. Podríamos necesitar el pergamino para hacer un fuego.

Ambos rieron, y, como si estuvieran de acuerdo, los caballos de ambos resoplaron. Esta alegría fue interrumpida por otro jinete que se situó junto a ellos con su caballo, un jinete que sujetaba las riendas con una mano mientras con la otra tamborileaba sobre la silla de montar, aunque esa mano no tenía dedos.

—Continuáis teniendo una lengua irrespetuosa, Matz —dijo el maestro Verrakker con tono mordaz.

Los dos jóvenes caballeros se volvieron a mirar a su maestro.

—¿Qué tal va el entrenamiento de los soldados de Nordland? —preguntó Siebrecht.

—Hoy veremos —sentenció Verrakker— qué tal se las arreglarán contra un enemigo real.

—¿No os parece, hermano Reinhardt, que es una casualidad extrañamente oportuna —dijo Siebrecht con socarronería—, ésta de que el conde elector Theoderic haya sufrido un cambio de opinión tan repentino respecto a la Reiksguard como para invitarla a venir a entrenar su nuevo ejército justo antes de que se aviste este nuevo enemigo cerca de sus costas?

—Más extraño aún —replicó Delmar— es que la Reiksguard haya consentido con tanta prontitud, y haya despachado todo un regimiento con el señor Griesmeyer al mando, un regimiento que incluye al nieto de un conde elector, nada menos, para escoltar a tres maestros de lucha.

Verrakker resopló.

—Alguien suspicaz —concluyó Siebrecht— podría creer que no todo era lo que parecía en la gran provincia de Nordland. ¿No estáis de acuerdo, maestro Verrakker?

Verrakker le dirigió a Siebrecht una mirada torva.

—Griesmeyer tenía razón sobre vos, Matz. Percibís secretos y sombras cuando la verdad no podría ser más clara. ¡Los dos sois así!

—¡Hermano! —llamó el maestro de lucha Talhoffer. Él y Ott habían montado en el mismo corcel. Ott se encontraba sentado detrás de su hermano; tenía los ojos vendados para protegérselos de la luz, pero en su rostro lucía una gran sonrisa mientras inspiraba profundamente el aire de mar.

Talhoffer continuó:

—Nos necesitan, hermano… —Talhoffer iba a decir algo más, pero vio que los otros caballeros estaban escuchando—, por un asunto.

Verrakker negó con la cabeza ante el torpe subterfugio de Talhoffer, luego hizo girar el caballo y los tres maestros se alejaron juntos, al trote.

El ejército fue recorrido por una leve agitación; habían llegado noticias. Se habían avistado velas en el horizonte, se había localizado al enemigo. Delmar y Siebrecht vieron que el confaloniero se disponía a enarbolar el estandarte del regimiento. Griesmeyer cabalgó hasta situarse en cabeza del escuadrón de caballeros. Desenvainó la espada y señaló con ella la dirección que debían seguir.

—¡Reiksguard! —gritó—. ¡A la batalla!