14: Hardenburg

CATORCE

Hardenburg

Burakk el Buche contempló desde lo alto las verdes y fértiles llanuras de Averland. El ejército de hombres había quedado muy atrás, entretenido en la fortaleza goblin, con la suposición de que los ogros habían huido hacia las profundidades de las montañas. Ni pensarlo. No cuando el ejército del Imperio había dejado aquella dulce provincia sin defensas, con sus bestias y hombres engordados por las cosechas. No. Ésta era la recompensa que la Gran Boca le otorgaba a Burakk. Nunca más se humillaría ante criaturas de piel verde. Ahora sería él su jefe; el goteo de goblins que habían acudido a ofrecerle sus servicios se había convertido en un torrente en cuanto quedó claro que se había perdido el Gran Goblin de Piedra. Mientras, aquella noche, él y sus ogros habían atravesado las laderas a la carrera, los goblins habían corrido tras ellos. Sabían que Sapo Espinoso estaba perdido, y los elogios que le hacían en el pasado se habían vuelto maldiciones; los planes que él tenía para convertirse en rey goblin de la fortaleza de los enanos se derrumbaron convertidos en polvo. En cambio, sus goblins se unieron a los ogros y se convirtieron en sus sirvientes voluntarios.

—¡Tirano! —Uno de los ogros se le acercó en lo alto de la ladera. Arrastraba algo por la tierra, detrás de sí. Parecía un animal peludo, ahogado en el río.

—Encontrado esto. En la orilla. —El ogro lo presentó ante sí para que Burakk lo examinara.

Sapo Espinoso se desenredó y se irguió entre alaridos. Barrió el aire en torno de sí con un brazo, y sus púas abrieron una docena de diminutos tajos en la mano extendida de Burakk. Sapo Espinoso giró sobre sí y clavó los dientes en la muñeca del ogro que lo sujetaba por una de las lisiadas piernas. El ogro gritó de dolor y soltó al monstruoso goblin en el momento en que le arrancaba un trozo de carne. Sapo Espinoso, no obstante, no cayó al suelo, sino que se sujetó con fuerza y trepó al hombro del ogro. Dio una voltereta y se le sentó sobre los hombros, para luego rodearle la cara con los brazos y dejar que las espinas se le clavaran. El grito del ogro se transformó en un alarido estrangulado, e intentó coger al goblin que tenía sobre los hombros, pero sólo logró aferrar puñados de púas afiladas como navajas. Sapo Espinoso estaba chillando otra vez, ahora de triunfo, mientras clavaba los talones en la espalda del ogro como si lo hiciera cabalgar.

Burakk barrió el aire con su pesada cachiporra y los derribó a ambos. El ogro, al que le saltaron los sesos, cayó hacia un lado, y Sapo Espinoso fue derribado de sus hombros. Burakk alzó el garrote una vez más para acabar con el goblin, pero el monstruo se levantó de un salto y huyó risco arriba, fuera del alcance del ogro.

Sapo Espinoso no estaba acabado. Tan pronto como estuvo a salvo, dio media vuelta. La lucha había sido oída, tanto por los ogros como por los goblins, y ahora todos venían a ver qué había sucedido. Sapo Espinoso miró a sus goblins, los que acababan de jurar fidelidad a la tribu del Buche. ¡Aún había los suficientes, y podía atraerlos de vuelta a su causa!

—¡Amigos míos! —llamó, colgado de la pared de roca con una mano, y con la otra tendida hacia ellos—. ¡Magníficos amigos míos! Vuestros negros corazones están dentro de mi pecho. Vuestros dientes partidos dentro de mi boca. No sometáis vuestro destino a estos traidores que os harán serviros durante el día, y se atracarán de vosotros al llegar la noche. ¡Que sea vuestro golpe el primero! Coged vuestras armas y lanzaos contra esos gigantones. Desgarrad sus cuerpos y desangrad su valor. Nuestra gran victoria aún está al…

La pesada piedra se estrelló contra la sien del goblin. Burakk había apuntado bien. Sapo Espinoso se desplomó sobre sí mismo y cayó de su pedestal, convertido en una masa de púas, a los pies de los goblins que estaban escuchándolo, más abajo.

—Coged sus espinas —ordenó Burakk. Las espadas de los goblins fueron desnudadas y cortaron las púas de Sapo Espinoso. Al despojarlo de ellas, quedó en evidencia la verdadera naturaleza del poderoso Sapo Espinoso: un lastimoso monstruo canijo.

Burakk lo cogió por una pata para alzarlo por encima de su cabeza, y el desnudo monstruo recuperó el conocimiento. Ya era demasiado tarde. La boca del Buche se abrió y se tragó a la víctima. Burakk lo sintió removerse mientras se le deslizaba por la garganta. Tragó, y entonces el goblin quedó quieto. Los ogros aclamaron y los goblins cacarearon de risa, y él acusó recibo de la ovación al avanzar hasta el borde. Allá fuera, en los llanos, Burakk veía una granja: tanto ganado como humanos estaban regordetes y jugosos. El Banquete de Averland comenzaría con ellos. El rumbo de la tribu estaba fijado, y resultaría realmente satisfactorio.

* * *

Las frías lengüetas metálicas del gris instrumento separaron los bordes de la herida de la mejilla de Alptraum para agrandarla, y el caballero de Averland bramó de dolor. Hacía mucho que había abandonado todo intento de mantener un silencioso estoicismo.

Alptraum se encontraba acuclillado ante el sargento que lentamente le abría el costado de la cara para extraerle la punta de la flecha. Por un momento apretó los dientes para soportar el dolor, y luego se dio por vencido y continuó con su sistemática difamación del panteón inferior del Imperio.

Delmar, Siebrecht, Gausser y Bohdan observaban a unos pasos de distancia. Cuando las maldiciones de Alptraum ascendieron hasta las diosas inferiores y adquirieron tonos más escandalosos, Siebrecht se volvió a mirar a Gausser.

—¿No podríamos traerle un bocado de caballo para que mordiera?

—Él dice que maldecir lo ayuda —replicó Gausser.

—No lo dudo —dijo Siebrecht—. Es sólo que no estoy muy seguro de que ayude a nadie más.

El sargento retorció y tiró, y los gritos de Alptraum se elevaron hasta alturas desconocidas. Con un grito de triunfo, el sargento extrajo la punta de flecha con sus pinzas. Alptraum, agotado y enronquecido, se desplomó de espaldas y sus hermanos lo felicitaron.

Cuando comenzaron a vendar la herida, el sargento alzó la punta de la flecha para que la iluminara la luz de la antorcha.

—¿Querréis guardarla, mi señor? —preguntó—. Muchos de nuestros hermanos caballeros quieren hacerlo, como recuerdo de guerra.

Alptraum lo miró como si le hubiera recomendado que se arrojaran sobre hierros candentes por simple diversión.

—¡Tirad esa maldita cosa a la basura! No quiero volver a verla.

—Como deseéis, mi señor —respondió el sargento, que ocultó la punta de flecha y le dio a Alptraum una infusión—. Tomad, bebed esto. Os ayudará a luchar contra la infección.

Eso hizo, y además contribuyó a hacer dormir al joven caballero de Averland. Delmar lo observó mientras su contraído rostro se relajaba por fin.

—Voy a ver a Hardenburg —dijo Delmar a Siebrecht.

Éste asintió y luego, tras marcharse Delmar, se acercó al sargento que estaba guardando sus instrumentos de cirugía.

—Os pagaré media corona por una punta de flecha —susurró.

El sargento estuvo a punto de preguntar por qué la quería, pero luego vio el guiño de Siebrecht y decidió que cuanto menos supiera, mejor.

—Dos coronas —contestó el sargento.

—Una.

—Una y media.

—Una —insistió Siebrecht, con mayor firmeza esta vez.

—Hecho.

Siebrecht sonrió y se volvió a mirar a Gausser.

—¿Hermano? ¿Nuestra apuesta? Delmar vive. Págale a este hombre.

Mientras mascullaba algo por lo bajo, Gausser se metió una mano dentro del bolsillo, a regañadientes.

* * *

Delmar pasó de largo ante los demás caballeros convalecientes. La mayoría de los que estaban allí sobrevivirían, atendidos por los sargentos de la orden, los cuales llevaban a sus caballeros a la batalla y de vuelta a casa. Mantenían a los agonizantes separados de los demás, porque no querían tentar a Morr, no fuera a suceder que cuando acudiera a buscar a los muertos se llevara también a los vivos. Sus últimas horas serían dedicadas a las plegarias de un sacerdote, hasta que fallecieran y se pudieran trasladar sus cuerpos. Al menos, pensó Delmar, sombrío, su padre se había ahorrado aquella lenta disolución de la vida.

El mariscal del Reik había confirmado hasta la última palabra de Griesmeyer. Al fin, Delmar sabía la verdad de lo que había acontecido a su padre. Y sin embargo, al adquirir este conocimiento, había perdido la certeza. La orden había ocultado la contaminación de un hombre para permitir que retuviera su honor. Había engañado y pecado, destrozado la fe de hombres como Wolfsenberger, aunque en persecución de una meta noble. Griesmeyer les había mentido a la esposa y el hijo de su hermano, pero todo con el propósito de protegerlos de aquellos que los habrían considerado también contaminados.

Según todas las enseñanzas de los sacerdotes que Delmar había oído, Griesmeyer estaba equivocado, la orden estaba equivocada, era peligrosa, incluso había incurrido en un delito de complicidad. Allá donde había una contaminación mortal, no cabían las excepciones. Y sin embargo, Delmar tenía en el corazón la ferviente creencia de que habían actuado correctamente. No sabía qué pensar.

Pero entonces, Delmar recordó a los mutilados maestros de la casa capitular: Verrakker, Lehrer, Talhoffer y Ott. La orden cuidaba de los suyos, con independencia de lo que pudiera sucederles en el servicio. Carecía de importancia si las lesiones eran evidentes o si se ocultaban en el interior. La fraternidad: ésa era la verdadera fuerza de la orden.

Hardenburg yacía entre los vivos. Tenía todo el cuerpo envuelto en vendas impregnadas de ungüentos que luchaban contra las esporas que lo cubrían.

Su piel se había transformado en un diminuto campo de batalla sobre el que combatían la infección y la medicina.

—¿Tomás? —dijo Delmar para anunciarle su presencia.

Los ojos de Hardenburg se desviaron hacia él; tenía la cabeza demasiado vendada para moverla.

—¿Delmar? —contestó con voz enronquecida—. Me alegra que hayas venido.

—Tengo algo para ti. —Delmar le mostró una pieza de armadura, una hombrera—. Es de tu armadura.

Hardenburg la enfocó con la mirada.

—¿Qué son esas marcas?

—El enano al que rescatamos de la madriguera de los goblins. El que tú salvaste.

Hardenburg asintió apenas con la cabeza.

—Ese enano —continuó Delmar— es el hijo del rey Gramrik.

Hardenburg soltó una risa hueca entre dientes, apagada por las vendas.

—¿Hay una recompensa? ¿Hay oro? —bromeó con voz débil.

—No, hermano —rio Delmar—. Pero como muestra de agradecimiento, ordenó que se grabara esta runa en nuestras armaduras, sólo en las de nuestro escuadrón.

Delmar le acercó la hombrera a Hardenburg para que pudiera verla, y el caballero postrado contempló las marcas.

—¿Sabes qué significa? —preguntó.

—No —admitió Delmar—, pero pienso que tiene que ser una señal de fuerza, y de valentía. He pensado que debía realizar contigo el viaje de vuelta a Altdorf, en lugar de ir en una carreta.

Hardenburg tendió una mano temblorosa y recorrió suavemente el dibujo con los dedos.

—Sí —decidió—, sí, tienes razón. Fuerza y valentía.

Hardenburg continuó resiguiendo la runa, pero Delmar vio que la preocupación volvía a velar sus ojos.

—¿No te gusta?

—No, no se trata de eso. Es sólo que tengo miedo, nada más.

—¿De qué, Tomás?

—De lo que la gente pensará de mí en mi hogar de Eilhart. No creo que a muchos de mis amigos de allí les apetezca verme así.

—A tus amigos verdaderos sí que les apetecerá verte.

—Entonces, tal vez sea a mí a quien no le apetezca que lo vean así. Aunque me cure, nunca volverán a mirarme como antes.

Hardenburg apartó ligeramente una de las vendas, y Delmar vio la virulenta obra de las esporas tóxicas del goblin sobre el cuerpo del joven. Delmar sabía que Hardenburg sobreviviría, aunque llevaría por siempre más aquellas feas cicatrices en la piel.

Pero la orden cuidaba de los suyos, con independencia de lo que sucediera.

—En ese caso, no regreses aún a Eilhart. La casa capitular no es mal sitio para curarse —dijo—. Recibirás el mejor de los tratamientos de manos de las hermanas de Shallya. —Delmar se puso de pie—. Piénsalo, Tomás, porque cuando estás entre tus hermanos, no tienes nada que temer.

—Lo sé —replicó Hardenburg, mientras devolvía la venda a su sitio—. Creo que te haré caso —decidió.

Delmar dejó la hombrera sobre la cama, junto a la mano de su hermano.

—Te diré una cosa, Delmar —declaró Hardenburg—: Yo sabía que esto iba a sucederme.

Delmar volvió a mirarlo.

—¿Cómo es eso?

—Tuve un sueño, cuando estábamos en Altdorf. Fue en la noche anterior a la vigilia. Fue tan vivido, tan real…

—¿Soñaste esto?

—Sí, pienso que sí. Ahora resulta difícil visualizarlo. —Cerró los ojos—. Pero sé que fue una pesadilla. Yo estaba marcado, con cicatrices, como ahora, y se me hacía una oferta, podía recuperar la integridad física.

Hardenburg abrió los ojos.

—Recuerdo que, al despertar, pensé que estar tan desfigurado era lo peor que podía ocurrirme. Incluso peor que la muerte. Quería hablar contigo del asunto, pero…

Alguien tosió detrás de ellos. Era Falkenhayn.

—Si has acabado, Reinhardt —dijo con frialdad—, agradecería disponer de algo de tiempo para sentarme a hacerle compañía a mi hermano.

Hardenburg saludó a Falkenhayn, pero luego le hizo un gesto a Delmar para que se inclinara más hacia él.

—Pero ahora que me ha sucedido lo peor y he sobrevivido —susurró—, no me queda nada que temer.

Delmar se irguió.

—Me alegra saberlo, Tomás.

Se puso de pie y se despidió, pero cuando pasó ante Falkenhayn, éste lo detuvo.

—No pienses —dijo Falkenhayn en voz baja— que la orden ha tomado tu desesperada carrera montaña arriba por algo más que lo que fue. Saben distinguir entre un verdadero jefe y un desequilibrado mental que anhela su propia muerte. Tú y tus provincianos no me quitaréis este escuadrón.

Delmar miró atentamente los ojos de Falkenhayn en busca de alguna traza de comprensión de lo que realmente estaba sucediendo.

—No hay provincianos, Franz, ya no. Ni Halcones, ni caballeros de Reikland. —Delmar hizo un gesto para señalar la runa que tanto él como Falkenhayn llevaban en las hombreras—. Estamos unidos. Porque somos hermanos.

—Ah, no creas que puedes pillarme de esa manera, Reinhardt. No soy estúpido. Puede que tú seas el guerrero más capaz, pero nunca me superarás en esto. —Falkenhayn alzó un punto la voz, lo justo para que fuera oída por otros que se encontraban cerca—. Quédate conmigo, Reinhardt. Siéntate conmigo junto a nuestro compañero caído y consolémoslo juntos.

Delmar no podía creer que hubiese tardado tanto tiempo en ver qué hombre tan pequeño era Falkenhayn. Pero entonces los interrumpieron. Noticias más apremiantes habían llegado al campamento.

* * *

—¡Tío! ¡Tío! —Siebrecht descendió corriendo por la ladera, al pie de la cual se encontraba Herr von Matz supervisando a una fila de hombres y enanos que cargaban una barca—. ¿Te has enterado?

—¿De qué, Siebrecht?

Siebrecht controló la respiración para responder, y entonces reparó en que uno de los hombres que estaban cargando la barca era Dos Espadas. En ese momento se dio cuenta de que el resto también eran los guardianes de su tío.

—Esperad. ¿Qué es esto? ¿Adonde vais?

—Regresamos a Nuln —respondió Herr von Matz—. Ahora que los goblins han sido vencidos, el río vuelve a estar abierto y puedo llevar el cargamento hasta allí sin correr peligro. Había comenzado a pensar que podría haber quedado atrapado para siempre en Karak-Angazhar.

—¿Qué? ¿Ya tenías aquí un cargamento?

—Lo admito. —Herr von Matz sonrió—. Tal vez he sido demasiado modesto al hablar de mis relaciones con los enanos de Karak-Angazhar. Hace años que somos socios comerciales. Pero pareciste tan animado al pensar que yo tenía un rastro de altruismo que no quise decepcionarte, especialmente cuando ibas a la guerra.

Siebrecht detuvo a la siguiente pareja de hombres que transportaban un cajón.

—Abridlo —ordenó. Ellos miraron a Herr von Matz.

—Adelante —dijo Herr von Matz con voz cansada.

Usaron un pico para hacer palanca y abrir la tapa del cajón. Siebrecht miró el interior.

—¿Son balas de pistola? —dijo, incrédulo—. ¿Has recorrido toda esta distancia por unos cuantos cajones de balas de pistola?

—Hay una guerra en marcha, Siebrecht. —Herr von Matz les hizo un gesto a sus hombres para que cerraran el cajón—. Nunca ha habido mayor demanda de las buenas municiones de los enanos. Sólo para la nobleza. Y tal vez podría lograr que también la Reiksguard se interese en ellas. Puedo decirte que valen una pequeña fortuna.

Siebrecht no sentía el más mínimo interés por las operaciones comerciales de su tío. En ese momento estaban produciéndose acontecimientos de una importancia mucho mayor.

—No puedes marcharte ahora, tío. No has oído las noticias que han llegado sobre los ogros.

—¿Qué pasa con ellos?

—No se dispersaron hacia el interior de las montañas. Han bajado por el valle del Reik y se han llevado a los goblins consigo.

—Espero que no estén bloqueando el río.

—No, se han adentrado en Averland. Se dirigen a los poblados. —Herr von Matz hizo caso omiso de su sobrino y continuó supervisando la carga. Siebrecht lo cogió por un hombro para llamar su atención—. No lo entiendes. La milicia está aquí; los poblados están indefensos.

Cuando Siebrecht posó la mano sobre el hombro de su tío, Dos Espadas apareció repentinamente a su lado. Herr von Matz le hizo un gesto a su guardián para que se mantuviera apartado, y se quitó la mano de Siebrecht de encima con suavidad.

—Bueno, ¿y qué quieres que haga yo?

—Puedes cabalgar en la vanguardia del ejército; en cuanto demos alcance a los ogros, puedes hablar otra vez con Burakk. Sé que fuiste tú quien lo convenció para romper relaciones con Sapo Espinoso; puedes convencerlo de que regrese a las montañas.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—¿Por qué? —Siebrecht parpadeó ante la impasibilidad de su tío—. ¡Burakk va a arrasar Averland! El ejército está en el norte, la milicia se encuentra aquí, no hay nada que pueda detener a los ogros.

—No me refería a eso, Siebrecht; entiendo lo que Burakk va a hacer. Lo que pregunto es por qué iba yo a renegar de nuestro acuerdo.

—¿Tú… lo acordaste?

Herr von Matz lo miró con frialdad.

—Por supuesto. ¿Cómo crees que lo convencí para que abandonara la madriguera de Sapo Espinoso? ¿Cómo crees que lo convencí de que se mantuviera al margen mientras la Reiksguard exterminaba a los goblins?

Siebrecht estaba pasmado.

—Pensaba… Pensaba que le habías dado dinero. O que le habías ofrecido misericordia para que pudiera escapar a las montañas.

—¿Dinero o misericordia? Si me hubieras escuchado durante apenas un momento cuando te hablé de ellos —dijo Herr von Matz con un tono de voz en el que se evidenciaban el desdén y la decepción—, sabrías perfectamente bien que a los ogros no les sirve para nada ninguna de esas dos cosas. Quieren comida. Y en este momento, Averland está llena de aldeanos engordados por la última cosecha. Era ideal.

—Dioses, eres un traidor. —La mano de Siebrecht se desplazó hacia la empuñadura de la espada. En un abrir y cerrar de ojos, Dos Espadas giró y Siebrecht sintió las hojas de las dos armas del hombre cruzarse debajo de su mentón como unas tijeras que se cerraran sobre su garganta.

—Estás adquiriendo el hábito, Siebrecht —dijo Herr von Matz—, de llevar la mano a la espada en los momentos más inoportunos.

Siebrecht tragó saliva. El resto de los hombres de su tío lo observaban con interés desde la barca; no se veía por ninguna parte a los enanos de Karak-Angazhar. No se atrevió a volver la cabeza para ver si detrás había alguien que pudiera acudir en su ayuda. Soltó la empuñadura de la espada, que volvió a caer dentro de la vaina.

—Eso es, buen chico —dijo Herr von Matz, como si hablara con un niño. No obstante, Dos Espadas no bajó sus armas.

—¿Así que ha sido todo por dinero? —comenzó Siebrecht—. ¿Entregaste a Averland por motivos comerciales? ¿Por este único cargamento patético?

—Escúchame, Siebrecht. Escucha de verdad, por una vez. Burakk y sus ogros se atracarán de vacas y aldeanos, luego quemarán unos pocos poblados, y a continuación se aburrirán y se marcharán a otro sitio. No es algo que Averland no haya tenido que soportar antes, ni nada que no vaya a tener que soportar nunca más.

—Van a matar a centenares de personas de nuestro pueblo.

—Sí —asintió Herr von Matz—, sólo matarán a centenares de personas de nuestro pueblo. ¿Qué precio es ése? Karak-Angazhar está a salvo. El paso del Fuego Negro es seguro. El Imperio está a salvo.

El último de los cajones fue subido a la barca, y los hombres recogieron los efectos personales de Herr von Matz.

—Soy un patriota a mi manera —continuó él—. Nadie me aclamará como lo harán con tu amigo Reinhardt, ni nadie cantará sagas sobre mí como sí lo harán sobre Gausser. Pero todo lo que yo hago es por el bien del Imperio.

—Así que eres un buen hombre con una causa justa —le espetó Siebrecht.

Herr von Matz hizo una pausa mientras recuperaba el recuerdo de las últimas conversaciones que habían mantenido en Altdorf.

—Bueno, sobrino, eso es simplemente descortés. Esa lengua rápida que tienes va a meterte en líos adondequiera que vayas. Sólo esperemos que tu espada siga siendo más rápida.

—Lo será. Será más rápida que hoy. —Siebrecht miró a Dos Espadas con el ceño fruncido y, dado que no podía hacerle mucho más con las espadas en torno al cuello, le sacó la lengua. Dos Espadas le respondió con una sonrisa, y luego abrió la boca para mostrarle que su lengua había sido cortada.

—Lo sé —dijo Herr von Matz, mientras pasaba por encima de la borda de la barca—, y por eso observaré tu futura carrera con vivo interés.

En ese momento, Dos Espadas envainó las armas y subió a la barca en el momento en que ésta se apartaba de la orilla. Siebrecht se frotó el cuello donde el afilado acero había presionado la piel, y observó cómo los remos empujaban la barca hacia la corriente.

—Así que —gritó Siebrecht a su tío, que partía—, ¿Reinhardt recibirá las aclamaciones y a Gausser le escribirán sagas?

—Sí, ¿y? —dijo Herr von Matz, desde la barca.

—Y entonces ¿qué tendré yo?

—Tú tendrás lo mejor de todo, muchacho. ¡Podrás elegir!

* * *

Aún resentido, Siebrecht rodeó el Karlkopf por la base. La montaña estaba ahora rodeada por columnas de humo, tanto de las piras en que se incineraban los cadáveres de los goblins, como de los fuegos encendidos por los enanos y la Reiksguard para desalojar de los túneles a cualquier goblin superviviente. Era una tarea inútil, todos lo sabían; los grobi, como los llamaban los enanos, nunca podrían ser derrotados de manera definitiva, pues eran una enfermedad que infestaba aquellas montañas. Su poder en la zona quedaría desbaratado durante un tiempo, pero no pasaría mucho antes de que su raza inmigrara allí una vez más, desde el oeste y el sur, y volvieran a establecer su residencia.

Comenzaba a nevar, y un viento gélido elevaba los copos por encima de los picos y los hacía descender por los valles. Siebrecht sabía que en las llanuras aún prevalecía Rhya, pero en lo alto de las montañas, Ulric, el dios del invierno, ya se había aposentado. Dos jinetes se le acercaron por la orilla del río. Eran Delmar y Gausser. Siebrecht alzó una mano para saludarlos.

—¡Hermanos! —gritó para hacerse oír a través de la arremolinada nieve.

Ellos frenaron los caballos, Delmar en cabeza.

—Siebrecht, nos dijeron que tal vez te habías marchado con tu tío.

—Ni pensarlo, hermano. Ni pensarlo. —Siebrecht miró más allá de Delmar, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Gausser—. ¿Adonde vais?

—Sternberg ha tomado el mando de los caballeros de Osterna y Jungingen. Deben quedarse atrás para dar escolta a los heridos y los cuerpos de nuestros hermanos caídos. El resto de la orden irá a perseguir a los ogros. El regimiento de Zóllner irá en cabeza, y tenemos permiso para unirnos a ellos…

—Yo también os acompaño —declaró Siebrecht.

—Me alegra oírlo —replicó Delmar—, porque te hemos traído el caballo con ese propósito, precisamente. —Delmar miró detrás de sí, y Gausser, con una expresión de profunda satisfacción en la cara, se adelantó con el caballo de más que llevaba.

—Sois realmente buenos hermanos —declaró Siebrecht mientras montaba—. ¡Hacia la victoria o la muerte!

—No, Siebrecht —lo corrigió Delmar, con los ojos fijos en el fondo del valle del Reik y las verdes tierras del otro lado—. Sólo hacia la victoria.

* * *

El conde von Walfen, el canciller de Reikland, atravesó a paso vivo los corredores del Tesoro Imperial. Su prisa no estaba provocada por la urgencia, sino por la ansiedad. Ése iba a ser un día grandioso para él.

Llegó a su lugar de destino: una cámara que no estaba cerrada con llave, vacía salvo por las pulcras pilas de cajones, en la que había una sola persona. Walfen ejecutó una profunda reverencia.

—¡Mi majestad imperial!

—Procedamos —replicó el Emperador Karl Franz.

—Como ordenéis, majestad. —Walfen avanzó y abrió los cerrojos del cajón más cercano. Normalmente no habría efectuado personalmente una tarea manual como aquélla, pero había hecho cosas mucho peores para mantener este secreto. Los cerrojos se soltaron, y abrió la tapa.

—Balas de pistola —declaró el Emperador.

Walfen asintió con la cabeza.

—¿Quién podría tener un interés especial en cajones de balas de pistola? Pero por debajo de esta capa deslustrada son de plata pura, majestad. El primer pago del préstamo bélico que nos envía el Alto Rey Thorgrim.

—Ingenioso.

—Esto no es nada, majestad. Lo verdaderamente ingenioso es cómo vos lograsteis persuadir al Alto Rey de que podría poner su plata a trabajar en lugar de añadirla a su tesoro.

El Emperador hizo caso omiso del halago. Después de dos décadas de gobierno, ya no oía esas cosas.

—¿Será suficiente? —preguntó—. ¿Bastará para reconstruir las murallas, volver a sembrar los campos, vendar las heridas de mi reino quebrantado y hacer fluir otra vez su sangre?

—Lo será, majestad.

El fantasma de una sonrisa tensó los labios de Karl Franz, y una fracción de la pesada carga que siempre llevaba cayó de sus hombros.

—¿Y quién más lo sabe?

—Unos pocos miembros del Consejo de Ancianos del Alto Rey, y también el rey Gramrik. Dejando a un lado los recientes acontecimientos, la de Karak-Angazhar es una ruta mucho mejor para los pagos futuros que el paso del Fuego Negro. Se llega mucho más rápido bajando por el Reik, y la preferencia de esos enanos por el aislamiento reduce enormemente las posibilidades de que se descubran.

—Creo que podemos confiar en la discreción de los enanos —dijo el Emperador.

—Y, además, sólo vos y yo —replicó Walfen.

El Emperador, sin embargo, parecía pensativo, así que Walfen continuó:

—Convinimos, majestad, en que los ciudadanos del común no están preparados para saber hasta qué punto nos hemos endeudado con los enanos. Cuando reconstruyamos todo lo que ha sido destruido, vuestros ciudadanos deben creer que es el resultado de la fuerza de nuestra gran nación, y que no dependemos de nadie más, ni siquiera de nuestros más antiguos aliados. Si el populacho se mostrara tornadizo, se vería puesta en peligro la vida de todos los ciudadanos enanos de vuestro Imperio.

—En eso convinimos —asintió el Emperador—. ¿Y ninguno de nuestros correos supo qué estaba transportando? ¿Ninguno de los que enviamos a buscar el cargamento después de que Karak-Angazhar fuera asediada?

La reacción instintiva de Walfen fue asentir, pero luego captó la mirada severa de los ojos del Emperador. La misma mirada que había amilanado a reyes y condes electores, y que había mantenido unido el rebelde Imperio durante veinte años de contiendas y guerra.

—Hay uno, majestad.

—¿Y confiáis en él?

—Lo he hecho durante muchos años.

—Mantenedlo vigilado de todas formas.

—Lo haré, majestad.

—Tendréis que decírselo a la canciller Hochsvoll, por supuesto.

—Por supuesto.

El Emperador alzó una ceja ante la rápida respuesta de Walfen.

—Será responsabilidad suya guardar este dinero en lugar seguro, gastarlo en lo que más necesitemos y, finalmente, cuando volvamos a ser fuertes, devolvérselo al Alto Rey. Hay que decírselo. No podéis ocultar vuestros secretos a todos vuestros compañeros miembros del consejo.

Aunque sé que preferiríais hacerlo. Y podríais considerar la reconciliación con el mariscal del Reik. Este logro ha tenido un coste para él.

Walfen se puso firme.

—Mi único deseo es serviros lo mejor que pueda.

—Sí, canciller, sí —dijo con tono más suave Karl Franz—. Y hoy lo habéis hecho.

—Gracias, majestad.

—No, conde. Soy yo quien os da las gracias.

El conde von Walfen hizo otra reverencia. Karl Franz se despidió, mientras su mente pasaba ya a otros asuntos.