13: Reinhardt

TRECE

Reinhardt

Las nubes estaban muy bajas aquella mañana y cubrían como un manto el valle que se extendía al pie del Karlkopf. Los caballeros de la Reiksguard se habían adelantado para rodear la montaña por las caras oriental y occidental, y dejado atrás la milicia.

Los tramperos se había quedado para guiarla, y los milicianos los seguían a través de la niebla. Aquellos hombres corrientes de Averland habían resistido estoicamente una batalla, se habían helado durante la noche y los habían arrancado del sueño antes de la salida del sol y, sin embargo, una vez en marcha habían dejado de refunfuñar. Veían la emoción de sus oficiales; percibían su ventaja, el hecho de que tenían el éxito casi asegurado. Ya habían visto al enemigo vencido en una ocasión, y ahora iban a acabar con él. Ayer eran burgueses, vaqueros, vinateros y aprendices; esta mañana, sin embargo, eran cazadores.

Helborg los observaba desde lo alto a medida que penetraban en el valle. No le gustaba tener a la milicia bajo su mando. Cada hombre comía lo mismo que uno de sus caballeros, aunque valían mucho menos en la lucha. Pero había algo más: no eran soldados. Eran trabajadores. Eran los que lo reconstruirían todo cada vez que los soldados pasaran por su territorio, pisoteándolo todo. Eran los hombres sin los cuales sus poblados no podrían sobrevivir. Perderlos allí dejaría devastadas sus comunidades como jamás podría dejarlas un invasor.

Y a pesar de todo, por grande que fuera su valor para otros, por escaso que fuera su valor para él, no podría ganar esta batalla sin ellos.

Volvió a contemplar su objetivo. Voll lo había llamado el Karlkopf. Lo que él no había sabido, y lo que ahora sí sabía, era que la montaña que los de Averland llamaban el Karlkopf, era también llamada el Gran Goblin de Piedra por las tribus de las Montañas Negras. Esa era la madriguera de Sapo Espinoso.

Las Diez Tribus de Sapo Espinoso se llamaban así por una razón. No conformaban un contingente homogéneo: eran diez, reunidos por la férrea voluntad de un solo jefe. Así funcionaban esas hordas de pieles verdes; Helborg había luchado contra suficientes de ellas como para saberlo. Un golpe dirigido a la cabeza de la organización era la manera más segura de detenerla. Sapo Espinoso había tenido la oportunidad de eliminar al mariscal del Reik en Achhorn, y habían parado el golpe. Al señor de la guerra goblin le resultaría mucho más difícil evitar el golpe de respuesta de Helborg.

* * *

Sapo Espinoso se mantenía en precario equilibrio sobre su palanquín, mientras era transportado entre sus Amanitas a través de los túneles que había detrás del Gran Goblin de Piedra. Después de una derrota como la sufrida ese día, cualquier señor de la guerra era vulnerable. Si se encerraba como le habría gustado hacer, sus enemigos murmurarían. Llegarían a un acuerdo, uno se alzaría y declararía que el juicio de los dioses goblins estaba contra el señor de la guerra, y entonces irían a por él. Sapo Espinoso sabía esto, porque así era como se había hecho él con el control de los Amanitas, dos años antes.

Por mucho que anhelara la paz de su telaraña, tenía que permanecer en el exterior. Mantener ante sus ojos a cada uno de los Amanitas. Hacerle saber a cada uno de ellos que los estaba observando y que, si se alzaba contra él, se encontraría solo.

Si retenía el control de los Amanitas, retendría el Gran Goblin de Piedra. Si retenía el Gran Goblin de Piedra, retendría el control de las Diez Tribus. Sí, había sufrido bajas, pero había dejado cinco tribus para que mantuvieran el cerco de Karak-Angazhar, y ésas estaban intactas.

No intentaría trabarse otra vez en combate con los hombres acorazados y luchar como ellos querían. No, había aprendido bien esa lección. Era un goblin. Lucharía como debían hacerlo los goblins. Huir cuando el enemigo es fuerte, ocultarse cuando busca, y luego atacar cuando muestra debilidad. Dejaría que los hombres continuaran marchando, si eso deseaban. Podían entrar desfilando en el reino de los enanos con los estandartes desplegados, por lo que a él le importaba. Luego cerraría el camino detrás de ellos, y se encontrarían atrapados allí durante todo el invierno, con todas esas bocas para alimentar.

Esas montañas volverían a ser de Sapo Espinoso, y entonces centraría su atención en aquellos que lo habían traicionado. Se haría un trono nuevo, y allí se sentaría, sobre el cráneo de Burakk el Buche.

* * *

El regimiento de Jungingen cabalgaba velozmente. La nube baja los ocultaba en parte, pero había pocas posibilidades de que los goblins que infestaban el Karlkopf no los vieran u oyeran el pataleo de los cascos de los caballos. Así pues, la velocidad era lo único que podía jugar a su favor. Aunque el ejército del Imperio había sido capaz de reunirse y ponerse en movimiento al cabo de media hora de darse las órdenes, las tribus goblins se habían dispersado para regresar a sus madrigueras dispersas por las colinas, el Predigtstuhl y las montañas circundantes.

Y parecía haber llegado el momento de que el jefe goblin pateara y pinchara a sus guerreros para impulsarlos a la acción. Pero una vez que se pusieran en movimiento irían hacia ellos y la propia Reiksguard se vería rodeada. Así pues, la velocidad era el arma que los caballeros tenían por el momento, y los caballeros les exigían a sus caballos tanto como podían.

Falkenhayn (que llevaba el estandarte del escuadrón) y sus Halcones cabalgaban en cabeza. Delmar iba detrás de ellos, sin hablar con nadie y escuchando sólo a sus demonios. En retaguardia, Gausser y Siebrecht mantenían la velocidad lo mejor posible.

Siebrecht rebotaba sobre la silla al cabalgar por el camino irregular que rodeaba la montaña. Aunque esto no les hacía ningún bien a sus huesos, al menos lo mantenía despierto. ¡La lucha librada en el Achhorn, las horas que había pasado debajo del cuerpo del ogro en proceso de descomposición, la enfermedad, la batalla en las Fauces del Dragón, la escapada nocturna de su tío, y ahora Delmar, que perdía toda cordura momentos antes de otra lucha, era demasiado!

O al menos, pensó Siebrecht con una secreta mueca afectada, sería demasiado para un hombre inferior a él. ¡Pero para Siebrecht von Matz, que se había entrenado en las tabernas de Nuln, que había bebido y bailado durante dos días seguidos sin soltar ni a la pareja ni la copa, que había desfilado bajo el sol abrasador ante el Emperador mientras se le derretía el cerebro y le encharcaba las botas, esto no era nada!

Con un taconazo hizo que el caballo acelerara al subir la cuesta. ¡Él era Siebrecht von Matz, y ya dormiría cuando se muriera!

—Esa expresión de la cara de Delmar —dijo Gausser, junto a él—, la he visto antes. En tu cara, hermano.

—Y yo también la he visto en otro —replicó Siebrecht—. ¿Estamos de acuerdo, entonces, en nuestra apuesta?

—Yo no necesito apostar por la vida de un hermano —dijo Gausser—. Basta con mis juramentos.

Siebrecht sacudió la cabeza.

—Mi familia no tiene tu honor, Theodericsson. Nosotros no entendemos la fraternidad. Mi padre no la entiende, mi tío no la entiende, y, en el fondo, yo sé que soy igual que ellos. Sólo nos impulsa el interés personal, así que tiene que redundar en mi interés el hecho de que Delmar von Reinhardt viva para ver otro amanecer.

—En ese caso, acepto. —Al fuerte rostro del de Nordland asomó un rastro de diversión—. Te deberé una corona si Delmar sobrevive al día…

—Y yo te deberé diez mil si no lo hace —concluyó Siebrecht con un ostentoso ademán.

Gausser le respondió con una gran sonrisa abierta.

—Eres un hombre extraño, Siebrecht.

—¡Al fin me comprendes, hermano! —gritó Siebrecht mientras continuaban cabalgando.

* * *

El regimiento de Trier, que cruzaba el valle directamente hacia la cara norte del Karlkopf, fue el primero en llegar a las posiciones que debía ocupar. Los caballeros subieron tan alto como pudieron por la pendiente, y entonces desmontaron y les entregaron las riendas a los sargentos, que se quedarían atrás y esperarían la llegada de las bajas. En la guerra del norte, los caballeros de Trier habían luchado juntos en las Montañas Centrales. Conocían su objetivo y sabían qué hacer sin recibir más instrucciones. Las armaduras de la Reiksguard eran fuertes, pero tan excelente era su factura que no pesaban más que la carga completa de un montañero. Los veteranos de Trier sabían que incluso una montaña podía ser conquistada, con tiempo y paso regular.

Helborg ordenó a su guardia personal que los acompañara, porque esa cara norte sería la más difícil de atacar. Miraba hacia las Fauces del Dragón, y eran de pendiente más suave, así que Helborg preveía que Sapo Espinoso enviaría a todos sus Amanitas a defenderla. En el momento en que Trier llegaba a su sitio, Jungingen se hallaba allende el valle, hacia el sudoeste, y Zóllner y Wallenrode daban la vuelta hacia las laderas orientales con el fin de cortarles a los goblins la retirada en esas direcciones. Los goblins ^e verían obligados a huir hacia las profundidades del subsuelo, y allí se encontrarían con los enanos.

Helborg rezaba para que, en algún punto entre el martillo de la Reiksguard y el yunque de Gramrik, Sapo Espinoso quedara atrapado.

Y luego estaba la milicia. Helborg había hecho que llevaran consigo toda la caravana de suministros. Las carretas fueron arrastradas hasta una posición que él había especificado para construir un fuerte rudimentario. No se parecía en nada a los resistentes poblados de caravanas de Kislev, ni a las caravanas de carretas acorazadas que realizaban el peligroso viaje hacia el este, pero constituían una barrera. Eran un cerco. Les transmitía a los hombres de la milicia el mensaje de que, aunque el territorio del otro lado pudiera pertenecer a los goblins, el interior era parte del Imperio. Helborg observaba a los desaliñados pero orgullosos regimientos de la milicia mientras desenganchaban los tiros y encadenaban las carretas unas a otras para construir su fuerte entre las colinas y el Karlkopf. Helborg sabía que pronto se verían atrapados contra un yunque propio.

* * *

—Hermanos caballeros —les dijo Jungingen a sus hombres cuando desmontaron—, los goblins son criaturas cobardes, pero incluso los cobardes se alzarán para defender sus hogares. ¡Sin misericordia! ¡Sin prisioneros! Recordad que ellos no hacen prisioneros; recogen comida para sus mascotas, y objetos de diversión para sus armas. No hemos venido hasta aquí para derrotarlos. Hemos venido a erradicarlos. ¡En el nombre de Sigmar!

El tono del preceptor cambió al pasar a temas más prácticos. Jungingen sabía que el mariscal del Reik no esperaba gran cosa de su ataque. La ladera en que se encontraban era la más escarpada y sus caballeros eran los menos experimentados, pero Jungingen no tenía la más mínima intención de limitarse a cumplir las expectativas del mariscal del Reik.

—No hay espacio para regimientos ni para grandes maniobras. No podéis esperar órdenes; debéis continuar ascendiendo siempre que encontréis por dónde hacerlo. Debéis fijaros en los hermanos de vuestro escuadrón. Ellos son vuestro regimiento hoy. Seguid a vuestro estandarte, y si lo perdéis de vista, seguid a otro. Si continuáis ascendiendo, no erraréis el camino. Los enanos atacarán desde el subsuelo, no desde la superficie; dirigios hacia la cúspide, porque allí creemos que vamos a encontrar a Sapo Espinoso, y nuestro objetivo es la muerte de esa criatura.

Mientras el regimiento se mantenía a la espera, Siebrecht y Gausser permanecían cerca de Delmar. A diferencia de los otros caballeros, que miraban ladera arriba, el joven tenía la vista fija ante sí, inmóvil, y su mente se hallaba a miles de kilómetros de distancia.

Las nubes habían ascendido y el sol había asomado por encima del pico de Karak-Angazhar, hacia el este. Ahora quedaría a plena vista el ejército del Imperio que ocupaba el valle.

* * *

Los Amanitas de las laderas inferiores chillaron para darles la alarma a los compañeros que se encontraban más arriba. Sapo Espinoso trepó por su telaraña y salió por un agujero situado cerca del pico. ¡Los hombres estaban allí! Su ejército cubría el valle de Sapo Espinoso; allá abajo, los acorazados masacraban ya a aquellos de sus demonios que eran demasiado lentos para apartarse de su camino. ¡Iban directamente hacia él! ¿Cómo se habían enterado? Traidores, otra vez. Allá donde mirara, había traidores.

Sapo Espinoso bajó de un salto y descendió por la telaraña hasta el suelo de la sala del trono. Sacó al chamán de su agujero. El goblin le gruñó y Sapo Espinoso le golpeó dos veces la cabeza para recordarle que debía ser obediente.

El señor de la guerra arrancó dos de los hongos venenosos que crecían en la pared de la caverna, y luego volvió a trepar arrastrando consigo al chamán. Metió al chamán por el agujero y lo hizo salir a la montaña. El goblin siseó y retrocedió ante el sol de primera hora de la mañana. Sapo Espinoso retorció la cadena que le rodeaba el cuello y tiró para estrellarlo contra la roca. El chamán gritó de dolor, y el señor de la guerra le metió los dos hongos venenosos en la boca y lo inmovilizó contra el suelo rocoso para obligarlo a tragárselos.

El chamán pataleó un poco y quedó inmóvil. Luego comenzó a retorcerse y contorsionarse bajo los brazos de Sapo Espinoso. Cuando éste lo levantó, los ojos del chamán ardían de energía verde.

—Llámalos… —le susurró Sapo Espinoso al oído—. ¡Llámalos a todos!

El chamán echó a andar en libertad, y a cada paso que daba se oían pequeñas detonaciones y chisporroteos. Luego se acurrucó hasta formar una bola, abrazado a sus huesudas rodillas. El resplandor verde se expandió desde su centro hasta envolverlo completamente. El chamán echó el cuerpo atrás y extendió los brazos hacia el cielo. La energía salió disparada hacia lo alto, reteniendo la forma del goblin y relumbrando hasta que, por un instante, un dios piel verde apareció por encima de la montaña, rugiendo su llamada, con los brazos extendidos.

Los goblins que estaban en todas las montañas circundantes lo oyeron. Recogieron sus armas y obedecieron.

* * *

Todos los miembros del ejército del Imperio oyeron la llamada del dios piel verde. Cada uno de los milicianos retrocedió unos pasos a causa del miedo. Los caballeros avanzaron todos un paso; les habían mostrado dónde estaba el enemigo.

Helborg había estado esperando aquello desde el instante en que condujo el ejército al interior del valle. Ahora estarían en marcha todos los goblins. Rodearían a los caballeros que estaban en el Karlkopf, y allí atraparían a la Reiksguard y la destruirían lentamente. A menos, claro está, que por el camino se encontraran con un objetivo más tentador.

Mil cuatrocientos milicianos esperaban en el valle, guardando las carretas y a cargo del rebaño, e interpuestos en el camino que bajaba de las madrigueras goblins que había en las colinas y en el Predigtstuhl. Seis mil goblins y tres docenas de ogros se encaminarían ahora hacia ellos.

Ese sería el papel que desempeñaría la milicia, el propósito que había hecho que marcharan desde Averheim, Streissen y Loningbruck. Estaban allí para ofrecer resistencia, para defender la posición y morir, para darles a los caballeros tiempo para que concluyeran su misión.

Helborg cabalgaba entre ellos, que lo aclamaban al pasar. Le dijo a su confaloniero que enarbolara tan arriba como fuera posible el estandarte de la orden. Helborg quería que lo vieran, no sólo los milicianos sino también los encarnados ojos de las colinas. Quería atraer a todos los goblins hacia aquel valle para que se lanzaran contra la milicia. Y entonces, cuando lo hicieran, se encontrarían con que Helborg los estaba esperando.

Helborg quería luchar junto con sus hermanos y conquistar el Karlkopf, pero ellos no lo necesitaban para cumplir con esa misión. Al ver a los hombres corrientes de Averland, que se encontraban tan lejos de su hogar, alzando los ojos hacia él con esperanza, confiados en que el mariscal del Reik les garantizaría la victoria, Helborg supo que era allí donde se lo necesitaba.

* * *

—¡A cubierto, Halcones! ¡Halcones, poneos a cubierto! —gritó Falkenhayn casi sin aliento, mientras trepaba a toda prisa por el empinado sendero de montaña para resguardarse bajo un saliente. Negras flechas y rocas rebotaron inofensivamente a ambos lados de su escondite. Sus Halcones, Proktor y Hardenburg, estaban con él, y tenía la certeza de que su escuadrón había adelantado a todos los demás. Él había acelerado cuando estaban más abajo, donde su esfuerzo sería visto por el preceptor. Ahora, situado más arriba, podía dedicar tiempo a recuperarse. En cualquier caso, los goblins habían empujado un par de rocas que habían caído en el camino, más adelante, y las defendían como si fueran una barricada. Tendría que hallar una manera de rodearla.

Se sentó, con el estandarte del escuadrón sobre el regazo, y jadeó para recuperar el aliento. Los torpes provincianos ascendían trabajosamente tras él, con el insoportable Delmar en cabeza. Algunos de ellos aún valían algo, como aquel Alptraum, y tal vez también Bohdan. Habían manifestado una deferencia y agradecimiento adecuados la noche anterior, ante la hoguera del preceptor. Una vez que Falkenhayn hubiera plantado el estandarte del escuadrón en lo alto de pico, todos pasarían por el aro y se unirían a sus Halcones. Incluso Gausser, tal vez, porque aunque era un bruto de malos modales, también era el nieto de un conde elector, así que debía de tener algo bueno.

Gausser, sin embargo, seguía a Delmar y Siebrecht como si fuera su sombra. Los tres se aproximaban en ese momento, y Siebrecht había levantado el escudo para desviar las flechas procedentes de lo alto.

—¡A cubierto! ¡A cubierto! —Falkenhayn se puso de pie y les ordenó que se acercaran. Delmar, el primero en llegar, avanzó hasta él. Falkenhayn señaló a Delmar un lugar situado más abajo, pero el joven caballero pasó de largo. Se dirigía directamente hacia la barricada de rocas, e incluso comenzaba a correr. Siebrecht iba tras él.

—¡Eh! —jadeó Falkenhayn, detrás de ellos, indignado, pero entonces sintió un tirón repentino cuando le arrebataron el estandarte de la mano.

—¡Gracias, hermano! —gritó Gausser, que sujetó adecuadamente el estandarte y luego siguió a los otros dos.

* * *

Delmar alzó un brazo, y la flecha disparada con precipitación impactó contra el guantelete y resbaló. El dolor del golpe le subió hasta el hombro, pero no bastó para apagar la cólera que lo inundaba. Un goblin que se encontraba de pie sobre la barricada le arrojó una roca, pero erró el blanco y la piedra rebotó contra el escudo de Siebrecht. No bastó. Corrió a toda velocidad hacia las rocas que se interponían en su camino. Le ardía el pecho y le dolían las piernas. No era suficiente. Desenvainó la espada y le cortó una pierna a ese goblin en el preciso instante en que intentaba bajar de un salto. Su sangre manó como de un surtidor. No bastó. Se lanzó contra una de las rocas y empujó para apartarla de su camino, tensando todos los músculos. No bastó. Sus hermanos ya estaban con él, y Gausser empujaba a su lado mientras Siebrecht los protegía a ambos con la espada y el escudo. Eso tampoco fue suficiente. La roca se movió y el camino quedó despejado; los goblins huyeron de él, ascendieron corriendo la ladera hacia aquella extraña formación que parecía una cara de piel verde tallada en la ladera. Habían huido de él. No bastaba.

* * *

En la mortecina luz de la sala del trono, Sapo Espinoso hizo palanca para retirar una piedra de la pared. Debajo de ella se abría un agujero que descendía en línea recta hacia las profundidades. En los lados había escalones de hierro clavados; había tardado días en empotrarlos, pero ningún goblin se veía obligado jamás a retroceder hasta un rincón del que no pudiera escapar. Le arrojó unos cuantos hongos venenosos más al chamán que yacía, babeando, en el suelo. Sería una distracción útil. El gran señor de la guerra, Sapo Espinoso de las Diez Tribus, se deslizó dentro de las entrañas del Gran Goblin de Piedra.

* * *

Los expertos ojos de Helborg recorrieron la horda goblin que avanzaba. En la precipitación, las tribus no habían tenido tiempo de convertir a ninguno de sus goblins en los fanáticos de boca espumosa que habían hecho una matanza terrible en las Fauces del Dragón. Era un pequeño alivio, porque cada goblin de la horda avanzaba hacia el fuerte de carretas con una intensidad de propósito como Helborg no había visto nunca antes en ninguno de los miembros de su raza.

Voll y los tramperos que habían salido para retrasar el avance de la horda regresaban ahora. Sus disparos eran meros alfilerazos para la masa de goblins; ni siquiera podían ralentizar su avance, y mucho menos detenerlos.

Los tramperos entraron corriendo en el fuerte y treparon a sus nuevos puestos de disparo sobre el techo de las carretas del cerco central, donde las reses de cuernos largos comenzaron a patear el suelo al oler a los goblins que se aproximaban. Si todo lo demás fallaba, Helborg provocaría una estampida de reses hacia los goblins para que cubrieran la retirada de la milicia montaña arriba. Pero tendría que fallar todo lo demás para que un general como él recurriera a una estratagema tan errática e impredecible.

Al aproximarse más la horda, una onda de inquietud recorrió a los milicianos.

—Permaneced en formación. Mantened las líneas y saldréis victoriosos —los tranquilizó Helborg. Su voz resonaba con confianza y, a pesar de las escasas probabilidades, les dio esperanza a los hombres. Era una esperanza que Helborg no compartía. Cuando los ogros llegaran hasta ellos, las carretas no les ofrecerían protección ninguna.

* * *

Siebrecht trepó a la cornisa e intentó no vomitar con el yelmo puesto. En ese breve momento de paz, reflexionó con desaprobación sobre su anterior confianza. Se dio cuenta de que, en el pasado, después de haber bebido y bailado durante dos días seguidos, había tenido la tendencia a dormir un poco. Lo que desde luego no había hecho era correr montaña arriba tras un loco que buscaba su propia perdición.

Gausser, cuya forma física no era mucho mejor, lo ayudó a subir, y los dos caballeros se esforzaron por no lanzar una exclamación ante lo que vieron. Era una verdadera ciudad de chabolas goblins formada por madrigueras y cubiles excavados en el suelo y cubiertos con musgo y líquenes a modo de tejado. Abultaban como quistes, de modo que la tierra misma parecía enferma. El extenso poblado yacía oculto a la sombra de los peñascos de lo alto, los cuales se curvaban en la parte superior y sumían las moradas en la penumbra tan amada por las criaturas que las habitaban. Era como si la ladera de la propia montaña se abriera en una maligna sonrisa de goblin, con los dientes formados por las rocas, mientras que la ciudad de chabolas de abajo conformaba su ancha y asquerosa lengua.

Los goblins restantes habían huido, no montaña arriba por las empinadas laderas que ascendían a ambos lados de la gigantesca boca, sino al interior de una gran caverna que se encontraba en la base del saliente de roca: la garganta de la montaña. Delmar, Siebrecht y Gausser se detuvieron allí, mientras Alptraum y Bohdan les daban alcance. Se les había dicho a los caballeros que no entraran en los túneles; los habían advertido contra las tortuosas trampas que podía tender el enemigo. Estaban cansados, pero tenían la sangre encendida. Sin duda, sólo un cobarde permitiría que su enemigo huyera sin perseguirlo.

Siebrecht limpió la ensangrentada hoja de la espada sobre el tejado de una morada de tierra de los goblins, y cercenó los hongos venenosos que crecían en el sitio. Gausser se reclinó con cansancio sobre otro, y éste rechinó bajo su peso. Delmar se limitó a quedarse donde estaba, inmóvil. Siebrecht vio que el preceptor Jungingen coronaba la cornisa. A pesar de su ansia de gloria, incluso Jungingen miraba la caverna con ojos desconfiados. Llamó a su segundo para que se acercara.

—¿A cuántos hemos perdido hasta ahora?

El confaloniero del preceptor avanzó con cuidado entre cadáveres de goblins.

—Cuatro, creo, preceptor. Algunos sargentos los llevan ahora hacia abajo. Hay tres que pienso que se recuperarán, pero temo que el hermano Verlutz no lo logrará.

—Los sacerdotes de Shallya no le fallarán, hermano —replicó Jungingen.

A Siebrecht se le ocurrió que el preceptor no podía tener conocimiento ninguno de las heridas sufridas por el hermano, no podía saber si el herido iba a vivir o morir; sin embargo, la seguridad de Jungingen era tal que incluso los hombres que habían visto el rostro blanco como la muerte de Verlutz casi creyeron que iba a sobrevivir. Ése no era momento para permitir que los hombres meditaran sobre los hermanos que habían perdido.

En lo más hondo de la sombra proyectada por el ancho saliente que se curvaba muy por encima de ellos, Jungingen se detuvo ante la entrada de la garganta de la montaña y se asomó al interior. Sus hermanos caballeros se apiñaron detrás de él para mirar hacia las profundidades. La casi totalidad del regimiento había vuelto a formar allí, en espera de las órdenes del preceptor. Siebrecht veía que la mente de Jungingen sopesaba las alternativas de seguir a los goblins y entrar en la montaña, o mantenerse en el rumbo original. El propio Siebrecht no lograba decidir cuál era la elección correcta; simplemente no tenía la información suficiente para estar seguro de que escogía correctamente, y, sin embargo, si se equivocaba, podría condenar a todos sus hermanos a perder la vida. En eso consistía ser un jefe, comprendió Siebrecht: escoger sin miedo, y luego soportar las consecuencias sin arrepentimiento.

—Continuemos ascendiendo, y no erraremos el camino —anunció un caballero.

Jungingen se volvió para ver quién había repetido sus propias palabras.

—Hermano Reinhardt, habláis a destiempo. —Jungingen hizo una pausa momentánea—. Pero habláis bien. Hermanos, regresad con vuestros escuadrones. Buscad un paso por ambos lados. La cumbre es nuestra meta, recordadlo. Es lo que prometimos a nuestro mariscal del Reik.

Los caballeros se pusieron en movimiento para cumplir las órdenes.

—¿Y si decidieran regresar para recuperar sus madrigueras, preceptor? —preguntó el confaloniero.

—Entonces contaremos con la ventaja de la altura. ¡O, en el caso de estos desgraciados raquíticos, una altura aun mayor que la que ocupábamos antes!

Los caballeros que lo oyeron rieron entre dientes con voz grave. Pero esa breve alegría fue interrumpida en seco por un alarido inhumano que sonó por encima de sus cabezas. El salvaje ruido comenzó agudo, penetrante, pero luego descendió hasta una nota grave, y Siebrecht sintió que se le trasladaba al pecho, bajaba por sus entrañas y continuaba descendiendo hasta hundirse profundamente en el suelo que tenía bajo los pies. El sonido se transformó en un trueno que estremeció la tierra, y luego volvió a ascender por encima de sus cabezas a medida que aumentaba más y más de volumen. Siebrecht alzó la mirada y vio que las rocas de lo alto se estremecían y luego caían. El pesado saliente estaba derrumbándose sobre todos ellos.

Las fauces del Gran Goblin de Piedra de la montaña se cerraron y se tragaron enteros a los caballeros.

* * *

El rugido de la avalancha de la cara sur del Karlkopf resonó en torno a los ejércitos. La milicia que estaba en el valle, y los caballeros de los otros regimientos, se detuvieron, temerosos de que la montaña pudiera derrumbarse sobre todos ellos. Los goblins que avanzaban desde el norte retrocedieron ante la cólera de su dios, y cada uno de los enanos que se encontraban dentro de sus túneles susurró un juramento. El trueno se apagó y se produjo un momento de silencio en los campos de batalla, y luego las espadas y lanzas volvieron a acometer y la lucha dio comienzo una vez más.

Kurt Helborg juró por cada uno de los dioses que conocía, y luego envió a dos jinetes a averiguar qué había sucedido. Rezó para pedir lo mejor y se preparó para lo peor, pues sabía que sus plegarias raras veces hallaban respuesta.

No obstante, los dioses le habían concedido un deseo, porque no se veía a los ogros por ninguna parte.

* * *

El carroñero goblin se deslizó por el empinado talud que había formado la avalancha, con un curvo cuchillo de desollar en una mano. Los humanos con piel de metal se habían creído invulnerables a las armas de los goblins, se habían vuelto descuidados, pero no habían contado con el poder de los dioses pieles verdes y su chamán. El carroñero sonrió; desenterraría a uno de esos humanos y se llevaría un bonito trofeo, y una buena comida por añadidura. Fue a cuatro patas hasta el borde del talud de piedras; los humanos de esa parte estaban menos enterrados y resultaba más fácil llegar hasta ellos. Escogió a su presa y le saltó sobre el pecho. Metió la punta del cuchillo en la rendija que había entre las placas de la coraza a la altura del cuello, y se preparó para rematarlo.

Un puño enfundado en un guantelete salió disparado a través de la tierra que había a su lado y aferró la mano con que empuñaba el cuchillo. El carroñero chilló y se apartó de un salto, pero la mano no lo soltó. El carroñero intentó soltarse, y, con un movimiento brusco, el cuchillo volvió a ascender, guiado por la mano acorazada, y se clavó directamente en el pecho del goblin.

* * *

Delmar arrojó al agonizante goblin a un lado, salió de debajo de las rocas sueltas y se levantó con piernas inseguras. El grito del goblin había alertado a sus compañeros, y una docena más de carroñeros comenzaron a descender hacia él. Delmar buscó la espada; la vaina le había sido arrancada del cinturón. Excavó en la tierra. El primer goblin ya había llegado hasta él y cargaba con el arma en alto. La mano de Delmar palpó una empuñadura, la aferró y tiró con fuerza. Su espada salió de debajo de las piedras, y él barrió el aire con un tajo que le rebanó limpiamente al goblin la parte superior de la cabeza. Los otros goblins vieron la suerte corrida por su compañero y ralentizaron el paso para asegurarse de poder atacar todos a la vez. Delmar vio que comenzaban a reunirse y, sin vacilar ni un momento, atacó.

Corrió hacia ellos, con la espada en alto, sujeta a dos manos, dispuesto a descargar un golpe demoledor. El primer goblin siseó un desafío y alzó la lanza con el fin de desviar la espada. Delmar echó la espalda hacia atrás y la hizo girar como un aspa de molino para hender el aire por debajo de la guardia del goblin, con el fin de clavarla entre las piernas de la criatura. El piel verde aulló y Delmar empujó hasta completar el tajo y dejar libre la hoja. Volvió a hacer girar la espada en torno de sí y hendió la cabeza del goblin. Sin detenerse, dirigió tajos a izquierda y derecha, y derribó a otro goblin de espaldas con un golpe asestado con el pomo, para luego atravesar a un tercero. Los otros goblins comenzaron a retroceder a gatas, ladera arriba, de regreso a la línea de arqueros, reacios a enfrentarse con aquel enloquecido guerrero. Al dar media vuelta, otros dos cayeron con el lomo atravesado por la espada de Delmar; pero su furia sanguinaria fue interrumpida por el sonido de rocas que se desplazaban a su lado. Salió otro guantelete. Delmar lo miró fijamente por un instante, luego soltó la espada, se dejó caer de rodillas y cavó con ambas manos. Apartó las rocas hacia los lados y sacó a Siebrecht.

—¿Hermano? ¿Hermano? ¿Puedes oírme? —jadeó Delmar.

Siebrecht resopló.

—Sí.

—¡Entonces, cava!

La característica figura de Gausser se acercó con paso tambaleante, apoyada en Bohdan. El corpulento joven de Nordland había recibido un feo golpe y apoyaba gran parte de su peso en el de Ostermark.

—Por mi corazón —exclamó Siebrecht con voz ahogada, al mirar en torno. Donde apenas momentos antes había estado el regimiento de Jungingen, ahora sólo había una pendiente más en la ladera de la montaña. Siebrecht contó alrededor de una docena de caballeros que se ponían trabajosamente de pie. Los demás estaban atrapados bajo las rocas.

Junto a sí, Delmar desenterró a Alptraum. El joven de Averland se debatió y empujó mientras Delmar tiraba de él para sacarlo. Alptraum se puso trabajosamente de pie, con la respiración enronquecida, su pecho subiendo y bajando agitadamente. Manoteó las correas del yelmo; tenía que quitárselo. Tenía que respirar.

—¡No, Alptraum, déjatelo puesto!

Alptraum se quitó el casco que lo aprisionaba e inspiró hasta llenarse los pulmones.

—¡A tierra, hermano! —gritó Delmar, y luego se agachó por instinto cuando vio llegar volando una lluvia de flechas. Sintió que un par rebotaban en su armadura, pero todo pensamiento en su propia seguridad desapareció cuando oyó gritar a Alptraum.

—¡Dioses! ¡Dioses! ¡Dioses! —era lo único que Alptraum podía gritar, con el espantoso dolor que le causaba una flecha de negra asta clavada en una mejilla.

—¡Baja la cabeza, te digo! —le ordenó Delmar y derribó al suelo al conmocionado caballero, para luego cubrirlo con su propio cuerpo.

—¡Sargentos! ¡Sargentos! —llamó Delmar, pero no había ningún sargento que pudiera acudir. Los que habían estado desenterrando a los caballeros, habían corrido a ponerse a cubierto de las flechas goblins. Delmar arrastró a Alptraum hasta el abrigo de una de las chozas que aún permanecían en pie, y lo sentó allí. Siebrecht, que ayudaba a Gausser y Bohdan, lo siguió.

—¡Quítamela, hermano! —gritó Alptraum, pero entonces le dio un tirón él mismo y la fina asta se partió y dejó la punta alojada dentro. Alptraum apretó los dientes a causa del dolor.

—Ay, por la misericordia de Shallya… —dijo Siebrecht al ver la punta metálica que Alptraum tenía dentro de la mejilla.

—No podemos empujarla para sacarla por el otro lado —dijo Bohdan, ceñudo—. Necesitará que un médico le extraiga eso.

—Llévatelo tú, entonces —declaró Delmar—. Yo iré a acabar con los que le hicieron esto.

Delmar ya estaba levantándose, con la espada a punto, cuando Siebrecht lo retuvo. «¡Por el aliento de Sigmar!», pensó Siebrecht. Iba a cargar en solitario, por esa ladera arriba, contra aquellos goblins. Realmente deseaba morir.

—Espera. ¡Espera! ¡Delmar! —gritó Siebrecht—. Espera hasta que estemos todos preparados. Espera hasta que podamos ir juntos.

A través de la visera, Siebrecht vio que sus palabras habían surtido efecto; de los ojos de Delmar desapareció la expresión enloquecida, y el caballero respondió con un brusco gesto de asentimiento.

Siebrecht se relajó un poco.

—Por fin un poco de sensatez —murmuró—. Y sólo ha hecho falta que se derrumbara media montaña para metértela dentro de la cabeza.

Si Delmar lo oyó, no acusó recibo. En cambio, se asomó a mirar por encima del fungoso tejado de la choza.

—Iremos juntos —dijo Delmar, repitiendo las palabras de Siebrecht—. Los otros aún están desenterrándose. Tenemos que quitar a esos goblins de encima de nosotros, o jamás lograremos libertar al resto de nuestros hermanos. En la pendiente de la avalancha hay una senda por la que se puede llegar hasta la posición que ocupan los goblins. Es estrecha y empinada, pero servirá.

»Dos hombres en cabeza, con los escudos en alto. Sin espadas, ya que necesitaremos la otra mano para trepar. —Delmar cogió el escudo que llevaba a la espalda; no cabía la menor duda de que él sería uno de esos dos. En cuanto al segundo…

—¿Gausser? —preguntó Siebrecht al lesionado caballero de Nordland—. ¿Te has recuperado? ¿Puedes hacerlo?

—¡Con total seguridad! —declaró Gausser, que ya apenas oscilaba.

—No, Gausser, tú no —fue la contraorden de Delmar—. Bohdan, tú vienes conmigo. —El joven de Ostermark levantó la mirada con las cejas alzadas—. Gausser es demasiado grande. Concentrarán el fuego en nosotros, y el escudo te cubrirá mejor a ti que a él. Siebrecht, Gausser, vosotros, seguidnos con las espadas. Os necesitaremos justo detrás, o nos matarán en cuando lleguemos al final de la cuesta. ¿Preparados?

Los hermanos asintieron con la cabeza.

—En ese caso, hermanos, ¡adelante!

* * *

Delmar estrelló el escudo contra la cara del goblin, y las puntas de flecha que había clavadas en él no hicieron más que aumentar la potencia del golpe. El goblin, con el arco roto, fue lanzado limpiamente por el borde del peñasco, y la criatura de negro ropón cayó hacia los expectantes brazos de los caballeros que trepaban.

Habían comenzado la carga con cuatro caballeros; la habían acabado con cuarenta. Hasta el último de los caballeros del regimiento de Jungingen que aún podían caminar los habían visto correr, habían oído sus llamadas a la batalla y los habían seguido.

—¡Tu espada, Delmar! No te olvides de la espada —le recordó Siebrecht, mientras la suya propia salía con un destello para matar un goblin y hacer volar a otro entre alaridos. Delmar arrojó el escudo contra un grupo de pieles verdes que se apiñaban con actitud desafiante, luego desenvainó la espada y los acometió junto con Bohdan.

—¡Reiksguard! —bramó Gausser junto a ellos, enarbolando el estandarte del escuadrón. Sin hacer caso de su arma, Gausser se limitó a arremeter con el asta con tal fuerza que ensartaba a las maléficas criaturas.

—¡Halcones! —gritó Falkenhayn cuando él, Proktor y Hardenburg arremetieron juntos.

Delmar vio que los goblins estaban rompiendo filas ante ellos, y no se retiraban montaña arriba, hacia otra línea defensiva. Corrían hacia la izquierda y hacia la derecha, en dirección a las otras caras del Karlkopf, con la esperanza de escapar. El cubil de Sapo Espinoso tenía que estar cerrado.

Los goblins huían, pero los caballeros no los persiguieron. Habían acabado con la amenaza inmediata, y ahora su preocupación volvió a centrarse en los hermanos que aún luchaban por salir de entre las rocas de la avalancha. Primero volvieron atrás los heridos que podían andar, y a continuación unos pocos de sus hermanos fueron a ayudarlos. Luego acudieron unos cuantos más para ayudar a los sargentos, que apartaban desesperadamente las piedras. Ante un desastre semejante, la batalla podía esperar unos momentos. Sus hermanos los necesitaban, y el sentido de fraternidad los llamaba.

Gracias a sus acciones, se salvaron de la avalancha dieciséis hermanos más de los que habrían sido hallados a tiempo en caso de que hubieran actuado de otro modo. Cinco caballeros que habían sobrevivido a la avalancha habían muerto, atrapados, mientras esperaban que los rescataran. Veintinueve estaban ya muertos, aplastados en los primeros segundos. Entre éstos, el confaloniero, cuya sangre goteaba de la armadura y manchaba el estandarte, y el propio preceptor Jungingen, cuya rápida carrera dentro de la orden había quedado repentinamente truncada junto con su vida, enterradas ambas bajo una tonelada de rocas. De todos sus caballeros, sólo un escuadrón había obedecido su orden final de ascender y continuar ascendiendo.

Había sido gracias a Bohdan.

—Por aquí no —había dicho Bohdan, cuando sus hermanos de vigilia dieron media vuelta para volver sobre sus pasos—. Hacia arriba. Tenemos que ir hacia arriba.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Delmar.

Los ojos del caballero de Ostermark se encendieron.

—El mal está allí.

—¡Mirad! —gritó Siebrecht, señalando hacia lo alto. Casi oculto en la entrada de una cueva que se abría por encima de ellos, había de pie un goblin solitario ataviado con ropón. Su cabeza se bamboleaba mientras salmodiaba con una voz que iba ascendiendo hasta un chillido que no les resultaba desconocido. Era el mismo ruido que habían oído los caballeros antes de la avalancha, y que ahora volvía a canalizar su poder.

—¡Un chamán! —exclamó atropelladamente Bohdan, y corrió hacia él. En torno al cuerpo del goblin, que se preparaba para atacar otra vez, estaban materializándose monstruosas formas verdes.

Bohdan cambió la manera de sujetar la espada y luego se la arrojó al chamán como si fuera una jabalina. Una de las formas verdes se transformó en un brazo que salió disparado desde el goblin para apartar la espada a un lado. Luego formó un puño y golpeó con fuerza a Bohdan, a quien levantó del suelo y lanzó seis metros cuesta abajo, con las abolladuras de cuatro nudillos huesudos en el yelmo.

Bohdan cayó, pero su ataque había desbaratado la concentración del chamán. Las formas verdes se desvanecieron, y el goblin huyó de regreso a la oscuridad de la caverna. Los caballeros lo siguieron, mientras el aturdido Bohdan les hacía señas de que continuaran adelante, y se adentraron en las tinieblas.

—Mirad este sitio —susurró Falkenhayn, mientras sus ojos se adaptaban con rapidez a la falta de luz—. Es su sala del trono.

Hardenburg fue el primero que, casualmente, miró hacia arriba.

—En el nombre de Sigmar —jadeó.

—¿Qué son esas cosas? —inquirió Proktor.

El techo de la caverna se elevaba a gran altura, allí se entrecruzaban cables y cuerdas; el techo curvo estaba lleno de anillas de acero hasta el centro mismo de la bóveda.

—Es una telaraña —dijo Delmar.

—Si eso es una telaraña, ¿dónde está la araña? —canturreó Gausser con tono ominoso.

—Tenías que preguntarlo… —murmuró Siebrecht, pero sus ojos no dejaban de buscar la amenaza. Los caballeros retrocedieron lentamente unos hacia otros, cada uno sintiendo que la oscuridad se le echaba encima.

—¡Basta! No hemos venido aquí para temer a los monstruos. ¡Hemos venido para darles miedo a los monstruos! —declaró Delmar, y el opresivo momento se disipó—. El chamán ha entrado, así que tiene que estar aquí. Buscad y encontradlo antes de que vuelva a derrumbarnos la montaña encima.

El escuadrón se dividió, pero había al menos media docena de pasadizos que se alejaban de la cámara central. Era evidente que a esos goblins no les gustaba que los arrinconaran. Delmar incluso vio luz al final de algunos de ellos, y oyó los resonantes ruidos de los ataques que se efectuaban en las otras caras de la montaña. El chamán podría estar oculto dentro de cualquiera de ellos.

—¡Aquí, hermanos! Mirad esto —llamó Hardenburg desde detrás. Les hizo un gesto a Falkenhayn y Proktor para que se reunieran con él, y arrancó la superficie de liqúenes que recubría la pared para dejar a la vista una rosácea nariz carnosa.

—Es un enano —dijo Hardenburg. Estaba atado contra la pared, cubierto de hongos que se alimentaban de su cuerpo.

—¿Está muerto? —preguntó Falkenhayn.

Hardenburg se levantó la visera y acercó la cara a la del enano. Sintió un ligerísimo soplo de respiración contra la mejilla.

—Está vivo —exclamó.

Falkenhayn y Proktor usaron las espadas para cortar las cuerdas que lo sujetaban, y Hardenburg tomó al enano y lo sacó con suavidad de la maraña de setas parasitarias.

Cuando lo estaban depositando en el suelo, Siebrecht vio al chamán. Había trepado por la telaraña, y se encontraba acuclillado sobre dos de las cuerdas, donde se atracaba de los hongos venenosos que crecían en ese sector.

—Allí —susurró a Delmar.

—¿Dónde? —preguntó Delmar, mientras miraba en torno.

—¡Allí! —gritó Siebrecht, cuando el chamán comenzó a relumbrar otra vez de energía. Siebrecht lanzó la espada como lo había hecho Bohdan, pero el arma erró el blanco. El chamán se volvió y les dedicó un siseo amenazador, pero el siseo se transformó en rugido, un rugido que estremeció la caverna, que sacudió la base misma de la montaña.

—¡Va a derrumbársenos encima! —chilló Falkenhayn—. ¿Alguien? ¿Un arco? ¿Una pistola?

Siebrecht desenfundó la pistola, se tomó un momento para apuntar y disparó. La bala salió certera, dirigida directamente a la frente del chamán, entre sus ojos, y entonces impactó contra un escudo de energía que rodeaba al goblin, y rebotó. Tanto Falkenhayn como Siebrecht maldijeron. Delmar miró en torno, buscando entre la red de cuerdas iluminadas por la luz del chamán. Una de las dos sobre las que se apoyaba el chamán estaba hundida en la pared justo por encima de la cabeza de Delmar. Recogió la espada y la alzó en arco ascendente. La hoja penetró en la cuerda, pero la cortó sólo hasta la mitad, aunque el estremecimiento resultante hizo que el chamán la abandonara para cambiarse a otra. Delmar miró adonde iba la cuerda nueva.

—¡Gausser! —gritó, y señaló el punto de anclaje de la otra cuerda. El caballero de Nordland alzó la espada en un poderoso arco y la cercenó de un solo tajo. La cuerda salió disparada como un látigo hacia el chamán, pero el goblin saltó hacia arriba y se sujetó a otra. Esta cuerda, sin embargo, cuyo anclaje se había aflojado a causa de los temblores que recorrían la montaña, se le quedó suelta en la mano. Desesperado, el chamán manoteó con una zarpa y se aferró a otra, de la que quedó colgando por las uñas, mientras brillaba cada vez con más fuerza a causa de la energía que aumentaba en su interior.

Delmar siguió la cuerda con los ojos, pero el punto de anclaje estaba demasiado alto.

—¿Gausser? —gritó, desesperado. El caballero barrió el aire con la espada, tan arriba como pudo, pero quedaba fuera de su alcance.

—¡Siebrecht! —llamó Delmar, pero Siebrecht negó con la cabeza. El resto de las balas y la pólvora que llevaba estaban en las alforjas de su caballo.

Frustrado, Falkenhayn intentó asestarle un tajo a la cuerda, pero no logró nada. Entonces, Delmar lo vio.

—¡Gausser! ¡Falkenhayn! —Los dos caballeros se volvieron a mirar mientras Delmar corría hacia ellos—. Proktor —dijo, mientras señalaba hacia arriba.

Proktor miró a Delmar y comprendió. Los tres caballeros lo sujetaron por las piernas y lo alzaron del suelo. Gausser cargaba con la mayor parte del peso, mientras Delmar y Falkenhayn empujaban las piernas del hermano más ligero tan arriba como podían. Las rocas caían en torno a sus pies, pero ellos no les hacían caso. Proktor barrió el aire con la espada y cortó, pero no con la fuerza suficiente. Asestó otro tajo y el chamán comenzó a girar para intentar balancearse hasta otra cuerda. Proktor asestó otro tajo y la hoja resbaló.

—Vamos, Laurentz —gritó Falkenhayn—. ¡Por tus hermanos!

Proktor volvió a golpear y le dio al punto exacto del primer tajo, cercenando completamente la cuerda, que se alejó girando en espiral. Proktor perdió el equilibrio al irse hacia delante, y la torre de caballeros se vino abajo. El chamán cayó y rebotó en el suelo, momento en que la energía se disipó a través de la piedra.

—¡Lo tengo! —gritó Hardenburg, y clavó treinta centímetros de la hoja de su espada en el negro corazón del chamán.

El chamán estalló, y de su cuerpo manó una nube de esporas rojas. Los otros caballeros sólo pudieron mirar mientras las esporas flotaban en el aire durante un momento, destellando con magia maligna; luego fueron repentinamente absorbidas por Hardenburg. Volaron a su interior, deslizándose a través de cada agujero y fisura de su armadura de excelente factura.

Los ojos de Hardenburg se desorbitaron. Luego se puso rígido y se contorsionó, para lanzar un lamento de dolor cuando las esporas iniciaron su maléfica obra. Se desplomó, tironeándose del yelmo y la gorguera; la armadura mantenía las esporas pegadas contra su piel, ahora convertida en protección para ellas más que para él.

Los caballeros se apiñaron en torno al hermano caído. Hardenburg lanzó otro grito de dolor y perdió el conocimiento.

—Debemos llevárselo de inmediato a los sargentos —dijo Proktor, y esta vez nadie manifestó disconformidad. Las virulentas esporas rojas conferían al rostro del caballero de Reikland la apariencia de una víctima de asesinato sangriento. Delmar tendió las manos para levantarlo.

—Proktor y yo lo llevaremos, Reinhardt —dijo Falkenhayn con un tono que no admitía discusión—. Vosotros podéis llevar al enano.

Pero ninguno de ellos tuvo la oportunidad de levantar del suelo a su carga, porque allende el trono oyeron una conmoción de más hombres que llegaban a través de un pasadizo. El caballero que iba en cabeza lucía las insignias de la guardia personal de Helborg. ¡Tenía que ser Griesmeyer! La mano de Delmar aferró la espada, pero el caballero se levantó la visera y el joven se dio cuenta de su error. No era Griesmeyer, sino otro miembro de la guardia.

El caballero los miró y luego se volvió hacia los hermanos que lo seguían.

—¡Haced correr la voz de que el Karlkopf ya ha sido tomado!

* * *

Helborg sintió que cesaba el temblor y luego vio que la bandera de la Reiksguard flameaba en lo alto del Karlkopf. Experimentó una oleada de la antigua emoción que lo inundaba al ganar una batalla. Los milicianos que luchaban en el valle contra las tribus goblin también la vieron y lanzaron una entusiástica exclamación justo en el momento en que los goblins soltaban un gemido chirriante y daban media vuelta para retirarse.

Los ogros no habían aparecido siquiera.

* * *

Mientras Gausser y Bohdan llevaban al enano montaña abajo, Siebrecht siguió a Delmar a través del túnel, hasta salir a la cara oriental. Allí encontró a Griesmeyer, entre el resto de la guardia personal de Helborg.

—Deberíamos hablar, tú y yo —dijo Griesmeyer. Delmar asintió con la cabeza, y Griesmeyer lo condujo por un escabroso sendero hasta una meseta cercana a la cúspide. A regañadientes, Siebrecht dejó marchar a los dos caballeros.

Al oeste, Delmar vio las colinas Stadelhorn, y, allende éstas, la cumbre de la Achhorn. Al norte se alzaba el boscoso Predigtstuhl que se extendía hasta las Fauces del Dragón, situadas abajo. Al este sólo había los helados picos que ocultaban Karak-Angazhar, y el lago de montaña de intenso azul que alimentaba el Reik. Aunque había miles de hombres en torno a ellos, en las laderas de las montañas y en los llanos de abajo, allí estaban solos. Dispondrían de la suficiente privacidad para luchar.

—Es lo bastante adecuado —declaró Delmar mientras miraban en torno de sí.

—¿Lo bastante adecuado para qué? —preguntó Griesmeyer.

—¿Por qué otra razón estamos aquí? —respondió Delmar, mientras alzaba la espada y se ponía en guardia.

—Los miembros de la Reiksguard no luchan contra los miembros de la Reiksguard —afirmó Griesmeyer.

—Deseáis ocultaros detrás de eso, ¿verdad? —Delmar había mantenido la calma, pero la contumaz impertinencia de caballero de más edad había vuelto a encender su cólera—. Muy bien. Se acabó.

Delmar metió una mano por dentro del cuello de la armadura. Se quitó la insignia de la Reiksguard y la arrojó al suelo.

—Por el presente acto renuncio a la orden. Ya está, ahora, pongámonos a ello; porque desde que Wolfsenberger me contó su historia, no soporto que existamos ambos en el mismo mundo. La vida de uno de nosotros debe acabar. Y debe acabar ya.

—¿Renuncias a la orden? ¿E intentas matarme? —Griesmeyer también estaba enfadándose—. Has depositado una gran fe en las palabras de ese caballero.

—¿Por qué iba a mentir? —desafió Delmar al caballero de más edad.

—¿Por qué iba a hacerlo yo? —contraatacó Griesmeyer.

La cortante exclamación quedó flotando, inmóvil, en el aire helado, entre ellos. Delmar sopesó la espada en la mano, mientras sopesaba las palabras de Griesmeyer en la mente.

—Tanto si habéis mentido como si no… no me habéis contado la verdad —dijo Delmar.

—Te he contado toda la verdad que para ti es bueno conocer.

—¿Y quién sois vos para juzgar eso por mí?

Al fin, la contención de Griesmeyer se hizo pedazos y se encolerizó.

—Soy un caballero de la Reiksguard, investido con las órdenes del círculo interno; me he enfrentado con demonios y bestias que escapan a la imaginación, y tengo como máximo honor la vida del Emperador, y como carga constante. —Inspiró profundamente el aire frío—. Ése soy. ¿Quién eres tú? Respóndeme a eso, Delmar: ¿Quién eres tú?

Delmar no había percibido nunca antes un enojo tal en Griesmeyer. El caballero sereno y moderado que conocía había desaparecido, para ser reemplazado por un guerrero salvaje lleno de ardor. Su repentina cólera golpeó a Delmar como un puño.

—Yo soy su hijo. —Era lo único que Delmar podía contestar, y Griesmeyer descubrió que no tenía réplica para eso.

—Entonces, escucha, hijo de Heinrich, lo que voy a decirte —comenzó Griesmeyer—. Porque aquí y ahora rompo el juramento que presté una vez de no revelar nunca lo que voy a contarte.

* * *

—¡Llevaos al muchacho! —ordenó Reinhardt. El joven caballero, Wolfsenberger, sujetó al hijo de Nordland con fuerza y espoleó su caballo, alejándose a través de la vertiginosa horda skaeling.

Griesmeyer mató a otro guerrero nórdico demasiado entusiasta, y luego se volvió a mirar a su hermano.

—¡Dame la mano! —gritó—. Hermano, la mano. —Griesmeyer extendió el brazo hacia abajo para subir a su amigo a la silla.

—No, hermano —replicó Reinhardt, sereno, con la espada aún sujeta por la hoja—. Aquí resistiré. Aquí caeré.

Griesmeyer maldijo.

—No seas estúpido, Heinrich. Toma mi mano. ¡Piensa en tu esposa! ¡Piensa en tu hijo!

—Ellos nunca han abandonado mis pensamientos.

Griesmeyer le dio un tirón a las riendas para hacer girar el caballo.

—No les daré yo la noticia, Heinrich. No quiero ser el que ellos desprecien, al que culpen por haberte apartado de su lado.

—Sí que lo harás, hermano, porque no podrías soportar que lo supieran por boca de otro —replicó Reinhardt—. Y voy a suplicarte un favor más.

Reinhardt alzó la espada con la empuñadura por delante, hacia su hermano, y Griesmeyer la cogió instintivamente.

—Dásela a Delmar. Dásela a mi hijo.

—¡Que los dioses te maldigan! ¡Que los dioses te maldigan! —A Griesmeyer comenzó a enturbiársele la vista a causa de la frustración.

—Ya lo han hecho, hermano mío.

* * *

—¡No! —gritó Delmar—. ¡Eso no es verdad! Mi padre nunca habría…

Delmar chilló la negación, alzó la espada y cargó. Griesmeyer desenvainó la suya y la sujetó en línea recta. El tajo de Delmar cayó, y la guardia del hombre de más edad cedió. Pero Griesmeyer ya se había apartado a un lado, y el tajo de Delmar erró. La espada de Griesmeyer giró y le pasó silbando ante la frente; el caballero se estiró y golpeó a Delmar en la nuca.

Delmar dio un traspié, y se le entumecieron los dedos de las manos. La espada se le cayó. El golpe había sido asestado con el plano de la hoja; no había atravesado el yelmo, pero había sido descargado con tal fuerza como para dejarlo sin sentido. A Delmar se le doblaron las piernas, y se desplomó sobre la roca.

Con la punta de la espada, Griesmeyer alzó la visera del joven. Delmar parpadeó mirando al límpido cielo.

—Quédate tumbado, Delmar. Quédate tumbado —lo calmó el caballero de más edad—, y escucha a tus mayores.

»Fue el año anterior a la elección del Emperador Karl Franz —continuó—. La expedición del Gran Patriarca tuvo un mal comienzo. Heinrich nos había acompañado, aunque yo sabía que le dolía dejaros a ti y a tu madre, siendo tú tan pequeño. En nuestro primer combate, un paladín enemigo, algún tipo de brujo, lanzó un rayo de energía oscura que prácticamente hizo pedazos nuestro escuadrón. Yo tuve suerte. Heinrich no, pero se aferró con fuerza a la vida y desafió a Morr en las puertas mismas de su reino. Vapuleados, regresamos a casa, y mientras yo me preparaba para volver a marchar, él regresó junto a vosotros para quedarse en casa mientras se recuperaba.

»El año fue pasando. La campaña acabó. Y entonces, aquel invierno, él me llamó para que fuera a verlo a vuestro hogar. Al llegar y verlo recuperado me invadió el júbilo, y él tenía una sorpresa para mí: el vientre de tu madre volvía a hincharse. Estaba a punto de dar a luz de un momento a otro, y él deseaba que yo estuviera presente porque éramos familiares.

»El parto le sobrevino a tu madre de modo súbito, y fue de lo más terrible. Durante un día y una noche sufrió, postrada en el lecho, mientras tu padre se atormentaba con la idea de que podría perderla. Tú eras un niño muy pequeño, pero ya eras valiente. Y fuimos tú y yo, juntos, quienes lo mantuvimos cuerdo.

»Los dioses, no obstante, ya lo habían marcado para la perdición. El bebé, cuando nació, era algo monstruoso. No puedo describir su horror con meras palabras; no se trataba de una criatura mortal, era un hijo de la oscuridad, una criatura del Caos.

»Tu madre, misericordiosamente, se había desmayado a causa del agotamiento. A tu padre, no obstante, se le permitió contemplar aquella cosa: sus cuernos, garras y piel jaspeada, sus deformes extremidades, confusas y en número excesivo. Se lo llevó hacia la gélida noche, y a la mañana siguiente regresó sin él.

»Yo esperé, recé, que ése fuera el fin de todo aquello. Era una grave conmoción para cualquier familia, sí, pero no se trataba de algo desconocido. Tu padre había actuado correctamente, con dureza pero con rapidez.

Y simplemente había llegado el tiempo de la curación. Tu madre mejoraba, tú te convertiste en su compañía constante, y aunque sentía dolor nunca olvidó qué bendición tenía ya en ti. Heinrich, sin embargo, comenzó a perder la razón, y nada de lo que yo pudiera hacer lograría impedirlo. El enemigo contra el que luchaba no podía vencerse con espada o lanza. Era uno que él llevaba dentro. Rezaba, de la mañana a la noche, para verse libre de la contaminación que llevaba en su interior; la cepa de corrupción con que lo había infectado el brujo.

«Intenté hablar con él, pero no quiso escucharme. Los sermones de los sacerdotes de Sigmar tenían un poder enorme sobre los hombres. Cuando dijo que las plegarias le habían fallado, regresó a Altdorf y yo partí tras él. Le di alcance cuando ya estaba a pocos pasos de denunciarse a sí mismo ante los cazadores de brujas. Le dije que, si lo hacía, no sería sólo su vida la que quedaría condenada, sino también la tuya y la de tu madre, y al fin cedió. Lo llevé de vuelta a la casa capitular, pensando en ponerlo al cuidado de sus hermanos. Pero allí discutimos durante días enteros, hasta que se hubo dicho todo lo que podía decirse, y ya no volvimos a hablarnos.

»Y entonces fue elegido Karl Franz, y nos condujo al norte para luchar contra los nórdicos, que hostigaban las costas de Nordland. Cuando tuve noticia de que marchábamos, temí que tu padre, en mi ausencia, atentara contra su vida. Imagina mi alegría, entonces, cuando me enteré de que iba a acompañarnos. Imagina mi alegría; y ahora imagina lo que sentí cuando me di cuenta de que había ido al norte para acabar consigo mismo.

»Os llevé la noticia en persona. Tu madre, al principio, aceptó mis palabras. Casarse con la Reiksguard es aceptar que algo así puede suceder en cualquier momento. Pero a medida que pasaban los años y la cara de tu padre reaparecía en la tuya propia, vi que sus sentimientos hacia mí se endurecían más y más cada vez que yo regresaba. Cada una de mis visitas era un recordatorio de todo lo que ella había perdido. Y cuando yo te contaba historias de mi vida y practicaba esgrima contigo con palos que simulaban espadas, ella sólo veía al verdadero padre que se te había negado, al padre que yo debería haber devuelto a sus brazos.

»Entonces me dijo que ya no era bien recibido. Y ésa ha sido mi situación, hasta que el juramento que le hice a tu padre me obligó a entregarte su espada.

El viejo caballero acabó su relato. Delmar se levantó lentamente y avanzó hasta el borde de la meseta. Allí, al este, estaba el lago de montaña del que manaba el Reik. En algún sitio de los alrededores se encontraba la fuente que alimentaba el lago, el origen mismo del Reik, el más grande de los ríos de los que el Imperio extraía su poder. Aquél no era lugar para finales, decidió Delmar. Era donde comenzaban los viajes, y el pasado quedaba purificado por la corriente.