12: WOLFSENBERGER

DOCE

WOLFSENBERGER

—La verdad es que desearía que no hubieras hecho eso —dijo Herr von Matz.

El ogro se lanzó como una tromba hacia ellos; sus pliegues de musculosa carne, moteados y que tenían clavados anzuelos y cuchillos de desollar, ondulaban de indignación. Las dos carnosas manos, cada una tan grande como una bala de cañón, sacaron un par de terribles espadas que llevaba en la pancera que le cubría la barriga, y su bocaza enorme se abrió más y más como para tragárselos a todos. Una docena de otros ogros se levantó sobre el borde del cráter, como si las rocas se hubieran puesto de pie y se prepararan para cargar.

Los guardianes también desenvainaron un gran surtido de armas, pero Herr von Matz se situó ante ellos. Miró al ogro directamente a los ojos y le bramó a la cara, a modo de respuesta.

El ogro vaciló; volvió a abrir la boca, y por ella emergió un gruñido bajo. Herr von Matz replicó con una serie de gruñidos, golpeando con un puño el suelo y su barriga. Se volvió hacia sus hombres y les indicó por gestos que bajaran las armas. Le dirigió a Siebrecht una aguda mirada, y el caballero envainó la espada a regañadientes.

Siebrecht observó cómo se comunicaban el ogro y su tío. El primero gruñía, haciendo el mismo ruido que haría una avalancha, y Herr von Matz respondía del mismo modo. Hacía gestos salvajes con las manos, igual que el ogro. Era un espectáculo estrafalario, la diminuta figura de su tío «hablando» el idioma del ogro, pero estaba funcionando. Herr von Matz estaba haciéndose entender. Hizo un gesto a sus hombres, y cuatro de ellos se acercaron con los pesadez hatos a rastras. Aflojaron los cordeles y abrieron los sacos para dejar a la vista los cadáveres de las vacas de cuernos largos típicas de Averland, robadas de la manada del ejército.

El ogro echó un vistazo a la carne, y Siebrecht vio que empezaba a salivar. Le arrancó una pata a una de las vacas y desgarró la chorreante carne con los dientes. Los otros ogros avanzaron al interior del círculo de luz, con el cuerpo decorado con pinturas de guerra de diferentes colores. Se apiñaron tras el jefe, olfateando el aire y babeando. El jefe acabó con la pata y arrojó por encima del hombro los restos donde aún quedaban unos buenos bocados, y se produjo una pelea por atraparlos.

El jefe ogro cogió el resto del cadáver y comenzó a comerse el torso. Aunque tenía la boca llena, Herr von Matz empezó a hablar otra vez en aquel tosco idioma. Inicialmente, el ogro no le hizo el menor caso, mientras su bocaza enorme se atracaba con la carne de la primera vaca de cuernos largos, para luego arrojarles a los otros lo que quedaba y comenzar con la segunda res. Sin embargo, al continuar Herr von Matz, el ogro empezó a responder. Su voz aún era atronadora, pero más suave que antes; sus actos eran menos violentos; de hecho, la bestia estaba escuchando lo que decía Herr von Matz. Se había disipado la atmósfera hostil, para ser reemplazada por una de negociación.

* * *

Burakk el Buche condujo a sus ogros de regreso a su fortaleza, situada más arriba, en las colinas. El humano lo había sorprendido. Él simplemente había ido allí para comer. Se habían comido al explorador humano que habían enviado a buscar a los ogros; lo habían cortado en pedazos mientras él aún gritaba el mensaje. Había dicho que otros de su raza estarían en aquel lugar, así que Burakk había ido para llenarse la tripa también con ellos.

Pero mientras había estado comiéndose las reses, las palabras del humano habían calado en él. El trato era sencillo. A Burakk le gustaban las cosas sencillas. Sapo Espinoso volvía las cosas demasiado complicadas. Los goblins no entendían cómo funcionaba el mundo. Burakk era fuerte, sus ogros eran fuertes. Tomarían lo que desearan, y los goblins podrían pelearse por los restos.

Burakk no deseaba para nada un agujero de enanos en el suelo. Eso era lo que querían los goblins, no él. No, era hora de hacer que el mundo volviera a ser como debía. El trato que le proponía el humano era tentador de verdad.

* * *

Herr von Matz y sus guardianes desanduvieron sus pasos de vuelta al campamento. El enano triste que, según había advertido Siebrecht, se había esfumado durante el encuentro con los ogros, abría la marcha una vez más.

—En el futuro tienes que controlar mejor el instinto —reprendió Herr von Matz a su sobrino—. Hemos tenido suerte de que el Buche no pensara que eras una amenaza real, ya que de lo contrario nos habría matado a los dos allí mismo. Y entonces, ¿dónde estaríamos?

—¿Muertos? —replicó Siebrecht sin pensar. Sus pensamientos aún estaban enredados en la confusión y el miedo, y en ese tipo de circunstancias su boca respondía sin contar con él.

—No te tomes ese tipo de cosas a la ligera —le advirtió su tío—. Perdí a dos de mis hombres sólo intentando averiguar el nombre de ese ogro.

—Burakk. —Siebrecht ya había oído a su tío mencionarlo, aunque apenas podía concebir que se honrara a una monstruosidad semejante con un nombre propio.

—Sí, Burakk el Buche. Un título muy adecuado. Nunca he visto a ninguna criatura comer así, pero supongo que esa manera de escoger a sus jefes no es más extraña que la nuestra. He llegado a temer que ni siquiera dos reses de cuernos largos adultas lograrían captar su atención durante el tiempo suficiente.

—¿Cómo puedes hablar con tanta tranquilidad de ellos, tío? Son el enemigo —declaró Siebrecht.

—Para los mercenarios, la única diferencia entre enemigo y aliado es, simplemente, quién les paga más —replicó Herr von Matz.

—¿Son mercenarios? —Siebrecht había visto mercenarios antes, tileanos, principalmente, que iban a Nuln a vender sus servicios. Lo habitual era que llevaran coloridos uniformes con ostentosos penachos, y se jactaran de sus grandes victorias; estaban muy lejos de los ogros que acababan de dejar.

—No lo eran, pero ahora lo son. —Herr von Matz miró a Siebrecht—. ¿Eres capaz de deducirlo? ¿Quiénes son? ¿O voy a tener que darte de comer en la boca otra vez?

—¿Quiénes son, tío? ¡Son ogros! ¿Qué más hay que saber?

—¿Qué me dices de sus marcas? Háblame de ellas, ¿o es que te pasaste todo el rato pensando tus ingeniosos chistes?

Siebrecht suspiró e intentó recordar.

—Sus marcas… Todos tenían la misma en la mejilla derecha.

—Sí, muy probablemente la propia marca del Buche. ¿Y qué me dices de sus otras marcas?

—Era sólo pintura de guerra, como la que llevan todos los salvajes. No había un patrón.

—¿Y qué pasaría si te dijera que esas pinturas de guerra eran sus marcas tribales? ¿Qué podrías deducir entonces?

—Obviamente, que ninguno de ellos pertenecía a la misma tribu que los demás. —Fue sólo cuando lo dijo que se dio cuenta de lo raro que parecía eso—. Pero ¿por qué iba a ser así?

—Dímelo tú.

Ahora, Siebrecht estaba pensando.

—¿Proscritos que se han agrupado en una banda?

—Está bien pensado. Pero permíteme recordarte algo que tú ya sabes. ¿Has oído hablar de una batalla acaecida hace tres años en el río Aver, donde el ejército de Nuln luchó contra una horda de ogros, una aglomeración de tribus, y venció?

—¿La Batalla de los Cien Cañones? Recuerdo que pensé que era un nombre ridículo —replicó Siebrecht, irritado por el modo en que su tío estaba demorando las cosas—. Claro que he oído hablar de ella; toda la ciudad se volvió loca durante la celebración. Hubo un desfile. Cuando ingresé en el cuerpo de pistoleros de Nuln, no paraban de hablar del tema.

—Esos ogros que hemos visto eran todos miembros de las tribus que lucharon y perecieron en esa batalla.

—Entonces, ¿hubo supervivientes?

—Sí, supervivientes de una batalla donde sus tribus fueron destruidas por la combinación de las baterías de Nuln y los cañones de los enanos de Karaz-a-Karak.

De repente, Siebrecht lo comprendió.

—Por eso huyeron de las Fauces del Dragón cuando los cañones dispararon contra ellos. —Siebrecht se quedó mirando fijamente a su tío—. ¿Eso fue obra tuya?

Herr von Matz rio burlonamente.

—El mariscal del Reik no necesita que yo le diga que apunte un cañón hacia un ogro y dispare. Sin embargo, sí que era necesario que tuviera el cañón a mano. De no ser así, no tiene mucho sentido traer cañones a la montaña. Pero una vez que se le entregaron, él encontró el mejor modo de utilizarlos.

Así que su tío había influido en esta campaña desde el principio, pensó Siebrecht, incluso en la victoria que habían logrado en las Fauces. O, nada de todo eso era verdad, y su tío estaba tramando una historia que le atribuía el mérito debido a otros.

Siebrecht sacudió la cabeza para librarse de la fatiga. Eso era lo que hacía su tío; era lo que siempre había hecho desde que Siebrecht podía recordar. Cuando su tío volvía a la hacienda familiar para hacerles una de sus visitas, le llenaba a uno la cabeza con cuentos y fantasías, fingía hablar con autoridad de temas de los que nada sabía. No trazaba línea divisoria alguna entre los hechos y la ficción, y se valía de ambas según lo necesitaba en cualquier momento dado. No había cambiado. Pero Siebrecht sí. Ya no era el mismo cachorro de ojos muy abiertos, sofocado en casa y ansioso por obtener aunque fuera el más leve atisbo del mundo que había tras los muros de la hacienda. Ahora era un caballero de la Reiksguard, había prestado juramento a la orden, y la orden estaba en aquellas montañas con un propósito.

—¿Has conseguido lo que buscabas? ¿Te ha dicho dónde podríamos atrapar a Sapo Espinoso?

—Ah, sí, eso me lo ha dicho.

—¿Y vamos a decírselo al mariscal del Reik?

—Sí… a nuestra manera.

* * *

Buscando entre los estandartes y tiendas del oscuro campamento, Delmar encontró a Wolfsenberger. Se hallaba sentado ante una hoguera, en un escogido círculo de camaradas, hablando de los acontecimientos del día y de la jornada siguiente. Delmar los observó durante un momento antes de acercarse, y le llamó la atención el parecido que había entre aquel grupo de caballeros de más edad y el de Siebrecht y los otros cuando estaban reunidos en torno al fuego. Sus rostros mostraban las marcas de la edad y sus movimientos eran más rígidos, pero la cómoda familiaridad que reinaba entre ellos era la misma. Delmar percibía el acento de las voces: de Middenland, Stirland, y de todo el resto del Imperio. Un caballero de Hochland, con monóculo y bigote retorcido, estaba relatando una historia a sus compañeros; Wolfsenberger escuchaba, sentado al otro lado del fuego. Tenía una cara larga, de mejillas hundidas, y piel pálida; llevaba barba, pero descuidada, con pelo gris en las mejillas. La nariz se le curvaba por debajo del puente, huella de una rotura que no se había soldado adecuadamente.

—¿Hermano Wolfsenberger? —preguntó Delmar.

Wolfsenberger y su grupo de hermanos se volvieron a mirarlo.

—Sí, ¿qué queréis? —respondió Wolfsenberger con palabras carentes de inflexión debido al acento característico de los naturales de Osterland—. Sois el hermano Reinhardt, ¿verdad? Nos hemos visto hoy.

—Así es, hermano. El hermano Matz y yo tenemos mucho que agradeceros.

—Sí —asintió Wolfsenberger—. Pero el placer ha sido nuestro. Vos y vuestro amigo resististeis de manera espectacular. No es necesario ningún agradecimiento. —Entre los camaradas de Wolfsenberger se alzó un murmullo para asentir.

—Bueno, os lo agradecemos de todos modos —dijo Delmar—. Pero tengo otra razón para molestaros.

—Continuad.

—¿Conocisteis a mi padre? ¿Heinrich von Reinhardt? ¿Estuvisteis en la orden con él?

—Todos estuvimos con él. Nuestra primer campaña —Wolfsenberger abarcó a sus compañeros—, fue la última para él.

—Tengo una pregunta. Acerca de su muerte.

—Ah, entonces ésa será para mí. Porque yo fui el único de nosotros que estuvo presente —dijo Wolfsenberger—. Pero deberíais formularle la pregunta al hermano Griesmeyer, que es mayor; yo apenas acababa de tomar los votos, y él estuvo más cerca de todo aquello. —El caballero se volvió otra vez hacia el fuego, como para despedir a Delmar, y sus camaradas hicieron lo mismo.

—Prefiero preguntároslo a vos, hermano.

Wolfsenberger hizo una larga pausa.

—Fue una tragedia. Pero fue una muerte noble. Salvó al hijo del conde elector, pero no pudo salvarse él mismo. Y no había nada que nadie hubiera podido hacer.

—Ah —murmuró Delmar.

—Parecéis decepcionado. ¿No era eso lo que queríais oír? ¿No es lo que os dijo Griesmeyer?

—Es lo que él dijo, hermano. Pero no es lo que quería oír, porque no lo creo.

Wolfsenberger miró fijamente a Delmar, y luego intercambió miradas con sus camaradas. Uno a uno, se pusieron de pie y se fueron a continuar la conversación junto a otro fuego, para dejar a Wolfsenberger a solas.

—Sentaos conmigo, hermano Reinhardt —ordenó con voz queda Wolfsenberger. Delmar obedeció, con la respiración agitada porque tenía el pecho contraído de emoción. Había tenido razón, había algo más, pero casi temía lo que podría descubrir.

—Sentaos conmigo, Delmar, y escuchad mis palabras. —El pálido caballero le hizo un gesto a Delmar para que se acercara a él—. Habéis tenido razón en no creer, porque lo que os han contado es una mentira. Yo estuve allí al final, y nunca he olvidado lo que vi.

* * *

—¡Reinhardt! —gritó el joven Griesmeyer cuando el caballero cargó contra los guerreros de Norsca. Los skaelings habían estado demasiado concentrados en la presa, el joven noble atrapado en medio de ellos, y los sonidos de la batalla habían ahogado el tamborileo de los cascos del caballo solitario lanzado a la carga. Los primeros lograron arrojarse fuera del paso del animal. Que fueran otros los que usaran su cuerpo para detener al poderoso corcel, no ellos. Los siguientes tardaron más en ver a Reinhardt, y fueron lanzados hacia los lados, con los huesos partidos. Reinhardt, con un toque experto, dirigía su corcel hacia las brechas que se iban abriendo en La masa de guerreros skaelings. Luego lo taconeó y el caballo aminoró la marcha, encogió las poderosas patas posteriores, y salió disparado de la tierra para saltar por encima de la última barrera de hombres que impedía que el caballero llegara a su objetivo.

El caballo irrumpió en el círculo de los pocos nobles de Nordland que aún vivían y rodeaban al hijo del conde elector, todavía aturdido a causa de la caída. Reinhardt tiró de las riendas y el corcel se encabritó en el borde mismo del ensangrentado pantano en proceso de deshielo. Reinhardt sacó la espada de la vaina y la alzó en alto, con el fin de que todos sus enemigos pudieran ver la suerte que les aguardaba.

Durante un breve momento, los skaelings retrocedieron, deslizándose por la pendiente de la orilla, donde sabían que los caballos no podían seguirlos. Los nobles aprovecharon la oportunidad y huyeron, dejando atrás a su señor y al caballero. Esta huida acabó con la vacilación de los skaelings que, como sabuesos, perseguían cualquier cosa que se alejara de ellos a la carrera. Reinhardt se inclinó para poner de pie al hijo del conde elector, pero un hacha arrojada por un nórdico acabó con la vida de su caballo, que se encabritó y contorsionó en los estertores de la muerte, y Reinhardt cayó de la silla.

Los skaelings saltaron sobre el enemigo caído, ansiosos por lograr una matanza fácil, pero sólo encontraron la muerte ellos mismos cuando la espada del caballero hendió el aire y mató a los primeros atacantes.

Un guerrero descargó un golpe con una alabarda de Nordland que había capturado y usaba como si fuera un mazo. Reinhardt se apartó rotando sobre sí y cercenó el brazo del hombre con un tajo circular. Otro le dirigió un golpe con un hacha; Reinhardt la paró por el mango con el plano de la hoja que luego deslizó hacia abajo para desollar los nudillos del skaeling hasta el hueso. Lo acometió un frenético joven todo embadurnado de pintura, y Reinhardt atrapó su largo cuchillo bajo el brazo, partió el codo del nórdico y dejó que el joven cayera de espaldas, entre alaridos.

Se produjo un respiro en el ataque mientras un paladín skaeling de negra armadura se abría paso hasta la primera línea para acometer al caballero. Reinhardt dejó que el tajo impactara sobre su hombrera, la cual absorbió el golpe, y el horrendo filo dentado diseñado para desgarrar resbaló inofensivamente sobre la protección metálica del caballero. El caballero giró grácilmente la espada y hundió un costado del yelmo del paladín con un golpe asesino asestado a dos manos. El paladín tropezó y cayó, para no volver a levantarse.

Entonces se oyeron gritos, juramentos bramados en idioma imperial. Dos caballeros iban hacia él. Dos de sus hermanos que abrían un surco sangriento entre los skaelings, en dirección a Reinhardt. Sabía que el primero era su viejo amigo Griesmeyer. El otro era ese caballero nuevo que lucía orgullosamente los colores de Ostland en la corona de su crestón; el hermano Wolfienberger.

* * *

—Vuestro padre me dijo que me llevara al hijo del conde elector —continuó Wolfsenberger a Delmar—. Y eso hice. Subí al asustado joven a mi silla de montar, espoleé el caballo y me alejé de allí. ¡Me sentía exultante; era tan joven, aquélla era mi primer campaña, y estaba viviendo una aventura tan audaz de la que habíamos salido victoriosos!

»Pensaba que Griesmeyer y Reinhardt me seguirían a pocos pasos de distancia pero cuando, al salir de la masa de la horda, me di cuenta de que no me habían seguido, me volví a mirar atrás. Griesmeyer estaba montado, pero vuestro padre continuaba a pie. Su espada todavía estaba invertida, con la empuñadura en alto, dispuesta para asestar otro golpe mortal.

»Y entonces presencié el acto que me desgarró el alma. —Wolfsenberger hizo una pausa, como si el poder del recuerdo aún fuera demasiado fuerte para soportarlo.

—En el momento en que la empuñadura de la espada de vuestro padre ascendía, Griesmeyer tendió una mano desde la silla de montar y la aferró. Tiró de ella, y la hoja se escapó de los dedos de vuestro padre. Le quitó la espada. ¡Le quitó la espada! —repitió Wolfsenberger, atónito—. Esa misma espada que lleváis al cinturón.

»Griesmeyer dio media vuelta y se alejó al galope, dejando a vuestro padre indefenso. Y entonces, aquellos salvajes cayeron otra vez sobre él. El ataque redobló su fuerza al verse privados de la víctima principal. En mi caso, apenas si pude salvarme yo y salvar al hijo del conde elector.

Delmar ya no podía soportarlo, y se puso en pie de un salto.

—¡Es algo tan bajo que ni siquiera merece desprecio! ¡Es algo inexcusable!

—Sentaos, hermano —pidió Wolfsenberger, tras recuperar la calma—. Vais a hacer una escena.

—¿Una escena? ¡Os juro, aquí y ahora, que haré mucho más que eso! —La mano de Delmar aferró la empuñadura de la espada. Dioses, sabía que se había retenido información. Que se había ocultado algo. ¡Pero jamás habría podido imaginar eso! Su espada estaba preparada. ¡En ese mismo instante iría a buscar a Griesmeyer, y, en el nombre de la diosa Verena, obtendría justicia!

El tiempo que había pasado en compañía de Griesmeyer, la adulación de que lo había hecho objeto, lo mucho que se había enorgullecido por su asociación con aquel asesino… Le revolvía el estómago.

—Y vos —exclamó Delmar, que se volvió contra el caballero—, vos erais su hermano. ¿Cómo podéis contarme esto ahora, cuando aquel día guardasteis silencio? ¿Cómo habéis podido permitir que ese hombre anduviera en libertad durante veinte años, cuando merecía ser ahorcado por su crimen?

Delmar estuvo a punto de acometer al propio Wolfsenberger. Sin embargo, el desaliñado caballero permaneció sentado e imperturbable, y le tendió una mano a Delmar.

—Por favor, echadme una mano para levantarme.

Delmar, iracundo, cogió a regañadientes la mano de Wolfsenberger y tiró hacia arriba. El caballero se puso de pie y luego, en un abrir y cerrar de ojos, le dio a Delmar una patada en las rodillas y lo derribó. El joven cayó con fuerza, y de inmediato se encontró sujeto contra el suelo. Wolfsenberger apoyó una rodilla sobre su cintura.

—¡Eso es! —le susurró Wolfsenberger con voz ronca—. Ahora sabéis qué se siente al ser traicionado por alguien en quien se ha confiado. ¿Pensabais amenazarme? Sois un cachorro, un niño de Reikland. ¡Gimoteáis por los alimentos que comen los adultos, y luego lloráis al descubrir que no son de vuestro agrado, y culpáis a quien os los ha dado!

—¡Vos sois un caballero! —replicó Delmar, aunque el peso que le presionaba la espalda hacía que le resultara difícil hablar—. ¡Prestasteis un juramento, y no dijisteis nada!

—No dije nada, es verdad. ¿Pensáis que estoy tan loco como para acusar a uno del círculo interno? Ya entonces era uno de los favoritos de Helborg, y yo no era más que un joven de Ostland, poco más que un novicio. Me habrían arruinado la vida. Si estáis buscando justicia dentro de esta orden, entonces buscaréis en vano. Era mi palabra contra la suya, y eso me habría arruinado la vida. Un caballero que acusa a otro sin pruebas corre el riesgo de recibir ese mismo castigo.

—Pero Heinrich era vuestro hermano —jadeó Delmar.

—¿Qué me importa a mí si uno de Reikland mata a otro? ¿Durante cuántos años esos de Reikland han comido bien y vivido calientes, mientras los de Ostland han pasado frío y hambre en los campos? No, Delmar von Reinhardt, eso no es asunto mío. Y os aconsejo que, si en algo valoráis vuestra vida y vuestro futuro, no lo convirtáis en asunto vuestro.

—Jamás podría…

—Entonces, id —lo interrumpió Wolfsenberger—, y que en Reikland haya un habitante menos. —Por el campamento corría la alarma y los hombres iban a recoger sus armas. Aunque aún reinaba la oscuridad, se les ordenaba ir a la batalla. El caballero retiró la rodilla de la cintura de Delmar y retrocedió—. Id, Delmar von Reinhardt, hallad justicia o hallad vuestra muerte.

* * *

Siebrecht, su tío y el resto regresaron al campamento del Imperio por el mismo punto por el que habían salido. Los centinelas no les hicieron el menor caso, como si fueran fantasmas. Los guardianes de Herr von Matz se dispersaron a cumplir recados propios, salvo Dos Espadas, por supuesto, que no perdió de vista a Siebrecht. No marcharon directamente hacia la tienda del mariscal del Reik, como Siebrecht había supuesto que harían. Herr von Matz los condujo a la zona del campamento ocupada por la milicia, y al pabellón del graf von Leitdorf.

El caprichoso graf no se tomó a bien que lo despertaran a una hora semejante, pero cuando se enteró de qué noticias le llevaban, concedió de inmediato una audiencia. No era un hombre que confiara en otros con facilidad; si no hubiera nacido suspicaz, lo habrían vuelto así los pasados tres años de maniobras políticas entre la nobleza de Averland para conseguir el título de conde elector. A pesar de eso, Herr von Matz había llegado hasta él recomendado por altos personajes, y además iba acompañado de un caballero de la Reiksguard, lo cual confería credibilidad a la información.

Una vez que hubo oído lo que tenía que decir aquel tal Matz, supo que debía informar al mariscal del Reik. Esa obligación, sin embargo, no requería que tuviera que salir precipitadamente a la noche, a medio vestir. Llamó a sus ayudas de cámara para que lo vistieran adecuadamente, y envió a un hombre para que alertara al mariscal del Reik con el fin de darle la misma oportunidad. Los dos comandantes del ejército se reunirían, pero lo harían de una manera adecuada a su rango y posición.

Pasada media hora, el graf estaba listo para ir a ver al mariscal del Reik. Esta vez, no se invitó a entrar a Siebrecht y Herr von Matz. Helborg se preocupaba menos de la ceremonia, y al cabo de pocos minutos de llegar el graf, sus sargentos salieron apresuradamente de la tienda para ir a buscar al submariscal Zóllner, al caballero comandante Sternberg, y, por solicitud explícita del mariscal del Reik, al batidor Voll. Diez minutos después de que entraran en la tienda, los sargentos volvieron a salir, y esta vez regresaron con los cinco preceptores restantes. El graf, al sentirse algo abrumado, solicitó la presencia de los capitanes de su milicia, y al poco tiempo la tienda se llenó hasta reventar de cansados oficiales nerviosos.

Los hombres del campamento que aún estaban despiertos percibieron la agitación de sus jefes, y las pocas celebraciones espontáneas de victoria que aún no habían acabado fueron cesando al ponerse los hombres a observar las sombras proyectadas por la luz interior sobre la lona de la tienda del mariscal del Reik. En un momento dado iban de un lado a otro en acalorada discusión, y al siguiente salían varios oficiales al exterior. Se despacharon escuadrones de caballeros para confirmar la información que había presentado el graf, pero el instinto le decía al mariscal del Reik que era verdad. Había llegado la hora de despertar al ejército.

Corrió la voz como ondas desde el centro del campamento: todos los hombres debían prepararse y estar a punto para marchar en cuando hubiera el más leve atisbo de luz. Los miembros de la milicia, que pensaban que tras las duras pruebas del día anterior se les daría una oportunidad para descansar, refunfuñaron y se quejaron. Pero luego vieron al mariscal del Reik, ya acorazado, silencioso, disciplinado, y acallaron sus quejas. Helborg contempló los rápidos preparativos de su orden con una sensación de orgullo. Durante toda su juventud había estudiado las campañas del pasado; una y otra vez había leído historias sobre brillantes generales que habían ganado batalla tras batalla, pero perdido la guerra porque sus ejércitos, incluso en la victoria, habían estado agotados y eran incapaces de aprovechar la ventaja comprada con la sangre de los soldados. Y así, sus magníficos ejércitos habían sido aplastados por enemigos que tenían una habilidad mediocre pero una tenacidad inagotable.

El Imperio necesitaba un ejército que pudiera marchar y luchar, morir y ganar, y al día siguiente hacerlo otra vez, y otra, hasta lograr la victoria final. Y ese ejército era lo que él había creado con la Reiksguard. Al observar ahora a los caballeros ensangrentados, exhaustos, pero preparados para cabalgar una vez más a la batalla por orden suya, se sintió unido a ellos. Sintió que el cansancio fluía a través de sus hermanos y a su interior, y el peso que había llevado sobre el alma desde que se había levantado el cerco de Middenheim.

Él era la fuente de inspiración de ellos, y ellos eran la suya.

* * *

El helado frío matinal de las montañas no era nada para Delmar; la furia lo mantenía caliente. Se abrió paso a través de los apretados grupos de hombres. Caballeros, milicianos, tramperos, todos se interponían en su camino, todos le impedían llegar hasta el hombre que buscaba. El ejército despertaba, los soldados se atareaban dentro de los confines del campamento, todos buscando comida, un arma, un amigo, su regimiento. Había un orden en esta actividad; al cabo de media hora todos estarían de vuelta con su regimiento, esperando las órdenes del general, pero en ese momento, a los ojos de Delmar, era poco menos que un caos. La totalidad del escenario del campamento había cambiado; los estandartes de los regimientos que habían estado clavados en el suelo habían sido arrancados en preparación de la partida. Las tiendas que él había utilizado como puntos de referencia para hallar el camino hasta donde estaba Wolfsenberger estaban siendo desmontadas y guardadas apresuradamente. El ejército estaba limpiando todo rastro de su presencia en aquel terreno. Finalmente, Delmar vio un estandarte, el del mariscal del Reik, que flameaba en la pálida luz que precede a la aurora, cerca del pabellón del graf, y se encaminó hacia él. Dondequiera que estuviese el mariscal del Reik, Griesmeyer nunca se hallaba lejos de él.

Se abrió paso hacia el estandarte con tal determinación que los soldados que lo rodeaban le dejaron libre el camino. Llevaba la mano sobre el pomo de la espada, esa misma espada que se había sentido tan honrado de recibir cuando Griesmeyer se la había dado, y que ahora era sólo un recordatorio de su vergüenza por dejarse engañar tan completamente.

Griesmeyer había comprado su devoción con el mismo instrumento con que había garantizado la muerte de su padre.

La guardia del mariscal del Reik ya estaba montada. Helborg, como siempre, se mostraba ansioso por explorar el campo de batalla antes de que comenzara el enfrentamiento. Los caballos se estremecían en el frío, y echaban vapor por las narices como si estuviesen a punto de soplar fuego. Allí estaba el asesino de su padre, Delmar lo vio, montado en su corcel, charlando amistosamente con un sargento que se hallaba a su lado.

—¡Delmar! —gritó Siebrecht, que apareció junto a él—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Siebrecht? Yo…

—Ven, tenemos que reunimos con nuestro regimiento. No vas a creer lo que tengo que contarte. —La emoción brillaba en los ojos de Siebrecht—. Vamos, rápido, o se marcharán sin nosotros.

Delmar veía que la guardia del mariscal del Reik se disponía a marchar, y, cuando lo hicieran, Griesmeyer partiría con ellos.

—Espera un momento. Tengo que…

Siebrecht vio al objeto de la fijación de su hermano caballero, y lo dejó avanzar.

—Griesmeyer —dijo Delmar.

El caballero del círculo interno interrumpió la conversación que mantenía con el sargento, para volver la cabeza y mirar a Delmar con serenidad.

—¿Qué sucede, hermano Reinhardt?

—No me llaméis así —le espetó Delmar—. No tenéis ningún derecho a pronunciar esa palabra.

Eso sorprendió al caballero; pero Delmar quería dejar claro que ya no era el novicio preferido de Griesmeyer. El caballero hizo girar el caballo y lo miró desde lo alto.

—Cuidado con ese tono, Delmar. Significa tomarse unas libertades que no puedo creer que tú tengas intención de tomarte.

—He hablado con el hermano Wolfsenberger.

Las palabras quedaron flotando en el gélido aire de montaña. A pesar de su cólera, Delmar aún se aferraba a un pequeño hilo de esperanza de que Wolfsenberger estuviera equivocado. De que el desaliñado caballero tuviera un resentimiento personal contra Griesmeyer y deseara ensuciar su nombre. Pero la expresión que vio en el rostro de caballero de más edad al mencionar ese nombre fue toda la confirmación que Delmar necesitaba.

Delmar aferró la empuñadura de la espada de su padre e intentó desenvainarla. Pero se encontró con el brazo inmovilizado; Siebrecht se lo había aferrado y lo sujetaba con fuerza.

—¡Delmar! ¡En el nombre de Sigmar, ¿qué crees que estás haciendo?!

Griesmeyer se mostró aún más indignado.

—Delmar, ¿te atreves…?

Delmar forcejeó para que su compañero le soltara el brazo, pero Siebrecht estaba igualmente decidido a no permitir que destruyera su carrera, y, tal vez, acabara con su vida. Mientras forcejeaban, el estandarte del mariscal del Reik fue enarbolado y sonó una trompeta. Los caballeros que los rodeaban espolearon los corceles todos al mismo tiempo, y Griesmeyer no tuvo más remedio que seguirlos.

—¡Hermano Matz! —gritó Griesmeyer al tiempo que volvía la cabeza—. Cuidad de vuestro amigo; sufre como vuestro amigo fallecido, pero no permitáis que corra la misma suerte. Por vuestro honor. Por vuestro nombre, Matz.

Siebrecht pensó en el cadáver de Krieglitz que había sido sacado del agua. La guardia del mariscal del Reik se alejó, y Siebrecht soltó el brazo de Delmar, que lo apartó con brusquedad.

—Lo mataré cuando vuelva a encontrarlo, Siebrecht. Lo mataré.

Siebrecht lo sujetó y se lo llevó en dirección al regimiento al que pertenecían. Sabía que le había fallado a Krieglitz, pero también sabía que no le fallaría a otro.

—Mátalo mañana, Delmar —dijo Siebrecht a su amigo mientras lo alejaba de aquella locura—. Pero hoy hazme el favor de no matarte tú.