ONCE
Las Fauces Del Dragón
—Ya ha sido hecho, mi rey —informó el ingeniero—. Los túneles inferiores están inundándose, y el nivel del lago ha bajado lo suficiente para que no fluya fuera de la depresión. Se ha interrumpido la corriente del río.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó el rey Gramrik.
—No puedo determinarlo con exactitud, mi rey, pero yo calculo unas pocas horas, tal vez algo más, antes de que los túneles se llenen y el río vuelva a correr.
Unas pocas horas, meditó Gramrik; habían tardado diez años en vaciar aquellas minas. Si hubieran dispuesto de unos pocos años más, ya podría estar allí la maquinaria que haría que resultara sencillo bombear el agua al exterior, pero ahora se había perdido todo el esfuerzo, y quién sabía si volverían a tener la oportunidad para intentarlo otra vez.
Y, a pesar de lo mucho que los hombres del Imperio le habían implorado ayuda, cuando sus gobernantes tuvieran noticia de aquello, habría algunos entre ellos que decidirían que no podían confiarles a sus más antiguos aliados un control semejante sobre el río que consideraban de su propiedad. Siempre era así el trato con los humanos: la memoria de sus miedos tenía mayor duración que su memoria de los favores debidos.
* * *
El Reik se había quedado sin agua, pero sólo corriente arriba, por encima del paso. Por detrás del ejército del Imperio, el Unkenfluss continuaba fluyendo dentro del lecho del Reik, y los otros tributarios inferiores se sumaban a la corriente. Al retirarse el agua del interior del valle, el lecho del río había quedado a la vista. Helborg había inspeccionado el terreno en persona el día anterior: el Reik corría velozmente a través del estrecho paso, y cualquier sedimento suelto era transportado corriente abajo. El lecho del río no era de fango, sino más bien de roca pulida por el agua. Helborg sabía que no era ideal, pero debería ser suficiente.
Al bajar las aguas, los caballeros de Osterna hicieron que sus caballos fueran al trote, y bajaron chapoteando por la orilla hasta los restos del Reik con tan pocos problemas como si cruzaran un arroyuelo. Si los Colmillos Retorcidos se hubieran apostado en la orilla opuesta, podrían haber tenido una oportunidad. Aún eran centenares contra sólo sesenta. Pero los goblins de la desgraciada tribu de los Colmillos Retorcidos se limitaron a mirar fijamente, con los rojos ojos desorbitados de horror, cuando desapareció la barrera que ellos habían creído que los protegería. Quedaron paralizados por la visión de los caballeros que se les aproximaban, las afiladas espadas, su piel de hierro, los gigantescos caballos de guerra con pesados cascos que les machacarían los huesos. Sólo unos pocos tuvieron la presencia de ánimo para disparar el arco, y esas pocas flechas fueron apuntadas con tanto miedo que pasaron girando en espiral, inofensivas.
Los caballeros de Osterna ni siquiera habían llegado a la otra orilla cuando los Dientes Retorcidos se batieron en retirada, luchando entre sí y arañándose unos a otros en la huida hacia sus madrigueras en la montaña. Entonces los caballeros ascendieron por la orilla, espolearon los caballos y corrieron hacia la aterrorizada masa verde, rugiendo de sed de sangre mientras descargaban tajos y vengaban a los hermanos que habían perdido.
Delmar y su escuadrón gritaron aclamaciones al ver la victoria de los de Osterna, pero el resto del ejército ya estaba en movimiento. Helborg había usado la distracción provocada por la carga de los de Osterna para encubrir el nuevo despliegue. Los tambores de Averland se habían hecho cargo del redoble, y los milicianos atravesaban el lecho del río para formar una columna al otro lado.
En los pocos minutos que había durado la carga de los de Osterna, el mariscal del Reik había pasado del descanso a velocidad de marcha. Ahora, Delmar comprendió el plan del mariscal, y sacudió la cabeza, maravillado.
Desde lo alto de los riscos de las colinas Stadelhorn, Sapo Espinoso también lo comprendió. Sus exploradores habían mantenido los ojos como cuentas de vidrio sobre el ejército del Imperio durante todo el día y toda la noche anteriores, por si acaso realizaban algún intento de cruzar el río. No lo habían hecho, así que Sapo Espinoso se había llevado consigo al grueso de sus guerreros —los Orejas Negras, los Astillas y sus propios Amanitas—, a la orilla oeste, y dejado sólo a Nardy y sus Colmillos Retorcidos para que acosaran al enemigo desde lejos. Juntos habrían podido echarse en masa contra los hombres y hacerlos retroceder hasta que se metieran en el río. Pero ahora el río había desaparecido. Los Colmillos Retorcidos habían huido, y los enemigos habían cruzado a la otra orilla y estaban fuera del alcance de los arqueros de los riscos occidentales.
Una columna de sus soldados entraba ya en el paso. No eran hombres acorazados, sino los inferiores, los milicianos. Marchaban velozmente por la orilla oriental. Era obvio que el general humano abrigaba la esperanza de que Sapo Espinoso hubiera quedado tan pasmado por el ataque contra los Colmillos Retorcidos que la milicia pasara sin impedimentos. Bueno, pues ese general tenía mucho que aprender de Sapo Espinoso si pensaba que parpadearía siquiera por aquella pérdida. Eran la más despreciable de sus tribus.
—¡Gigit! —llamó a la tribu que había apostado en el extremo norte del paso. El jefe de guerra Gigit, de los Astillas, respondió a la orden y se sujetó a la cabeza el yelmo de enano, que le quedaba mal. Con un grito, ordenó a sus guerreros que descendieran la cuesta.
* * *
Los Astillas bajaron por la ladera de la montaña hacia el lecho del río y la columna de la milicia que se encontraba al otro lado. Los que iban en cabeza masticaban los hongos que los volvían intrépidos y fuertes, y el resto seguía su ejemplo, envalentonados por el poder de la turba.
Detrás de ellos iban los jefes con los látigos y los pinchos. Sapo Espinoso sabía que, mientras un goblin temiera más a lo que tenía detrás que a lo que había ante él, eso le conferiría el tipo de locura que criaturas más nobles llamaban «valentía», y los mil Astillas corrían ladera abajo resbalando, patinando, cayendo, gritando y chillando de entusiasmo.
Helborg los observaba acercarse. La primera carga del enemigo fue una visión que había observado muchas veces antes. Le proporcionaba mucha información sobre el oponente. Por ejemplo, en este caso, le decía que Sapo Espinoso no se había enfrentado nunca antes con un ejército del Imperio, y no sabía lo velozmente que podían cabalgar los caballeros.
Dio la orden, y los caballeros de Wallenrode enarbolaron los estandartes con el emblema de la cabeza de orco.
—¡A la carga!
* * *
El ataque de los Astillas fue reducido a jirones, y, con los corceles cansados, los caballeros de Wallenrode volvieron a formar tras la barrera protectora de la milicia en marcha, antes de regresar al trote, triunfantes, con las ensangrentadas espadas en alto. Los goblins que habían sobrevivido a la carga del regimiento de Wallenrode daban vueltas de un lado a otro, confundidos, y algunos giraban ya sobre sus talones al percibir la oportunidad de escabullirse. Gigit bajó como una tromba hacia ellos, estrellando cabezas entre sí a medida que avanzaba. Era mucho más alto que todos los demás, y bramaba para imponer orden. Los goblins lo miraban fijamente y aguardaban para obedecer. Gigit abrió la boca para hablar, y una flecha le desgarró la garganta.
Desde el otro lado del lecho del río, el batidor Voll colocó otra flecha en el arco. El resto de los tramperos dispararon y les demostraron a los arqueros goblins cuál era la verdadera potencia de un arco cuando lo disparaban a corta distancia las manos de unos hombres cuyas vidas dependían a diario de esa habilidad. Los tramperos dispararon y cayeron sesenta goblins, algunos con dos o más flechas clavadas en el cuerpo.
Burakk observó cómo los restos de los Astillas corrían a cuatro patas ladera arriba. Habían sobrevivido más de los que merecían la vida. Los caballeros, que tan fácilmente los habían derrotado, no podían subir por la ladera con las monturas para perseguirlos. Los milicianos, cuando los Astillas ya habían huido, habían reanudado alegremente la marcha. Ni siquiera dispararon tras ellos los arqueros, que prefirieron guardar las flechas para la larga batalla que se avecinaba.
—Reunid a ésos, que más tarde les encontraré utilidad —ordenó Sapo Espinoso, refiriéndose a los Astillas que regresaban—. No pongas esa cara tan preocupada, Burakk.
—Era un millar de tus criaturas.
—Tengo diez mil más.
* * *
Delmar observó mientras otra tribu de goblins era enviada ladera abajo, hacia el paso. Esta vez el honor correspondió al regimiento de Tier. Los caballeros cargaron por el lecho del río, pero en esta ocasión los goblins se mostraron más cautos. No se esforzaron tanto por llegar hasta la columna de la milicia que estaba al otro lado; se prepararon para el impacto de la caballería.
Los caballeros de Tier estaban dispuestos y se mantuvieron en apretada formación con el fin de descargar todo su peso sobre la tribu goblin. Pero, al aproximarse, aparecieron brechas en las filas de los goblins. Los que iban armados con pinchos hicieron avanzar a algunos de su clase hasta la primera fila. Estos goblins reían y berreaban a causa del delirio, ponían los ojos en blanco, y espumajeaban por la boca mientras masticaban las enloquecedoras setas. Cada uno arrastraba tras de sí una larga cadena con una bola de hierro más grande que una bala de cañón.
Para horror de los caballeros que cargaban, estos pieles verdes dementes comenzaron a girar y danzar. Sus músculos se hincharon con fuerza antinatural, y alzaron las cadenas para hacerlas girar en torno de sí como si fueran mazas, mientras sus compañeros goblins los lanzaban en dirección a los caballeros y retrocedían, cacareando de risa.
Los tramperos que se encontraban cerca de la milicia avanzaron a la carrera mientras colocaban flechas en los arcos. Se detuvieron y dispararon. Los más cercanos de aquellos fanáticos cayeron, acribillados como alfileteros, pero no todos.
Los fanáticos aún chillaban y giraban cuando la carga impactó contra ellos. Sin sitio para maniobrar, los caballeros de Trier sólo pudieron rezar mientras las bolas iban por el aire hacia ellos.
En la primera línea de caballeros aparecieron brechas cuando aquellos pesos demoledores se estrellaron contra los flancos de los caballos y sus jinetes, partiendo piernas, pechos y cabezas. Los primeros hombres de la batalla murieron, y un destacamento de sargentos fue a intentar recuperarlos. Sin embargo, los caballeros golpeados continuaron adelante. Incluso muertos, cayeron sobre los enemigos, y los restantes fanáticos fueron sepultados bajo los cuerpos de los caballos y los hombres que habían matado.
El resto de la carga llegó a su objetivo, apartando a los pieles verdes del camino una vez más, y dejando intactos sólo a aquellos goblins que se habían refugiado detrás de los fanáticos. No obstante, estos goblins dispusieron sólo de unos pocos segundos antes de que la segunda ola de caballeros, que habían hecho que sus corceles dieran un rodeo en torno a la carnicería, golpeara y los hiciera pedazos.
El señor de la guerra goblin pareció indiferente y ordenó que otros bajaran de las colinas.
Entonces Delmar oyó que la trompeta de su regimiento llamaba a formar. Al fin había llegado su turno.
—Cargaremos en dos líneas —ordenó Jungingen—. Cargad, separaos del escuadrón y volved a formar en torno a mi estandarte.
Al sonar la trompeta otra vez, los caballeros taconearon a los caballos para lanzarlos al trote. Jungingen los condujo por la orilla hasta el lecho del río. Delmar y los otros estaban en la segunda fila, incapaces de ver al enemigo con claridad, así que Delmar observaba al caballero que tenía delante para percibir con tiempo los obstáculos que pudiera haber por delante.
El trompetero volvió a tocar, y los caballeros lanzaron las monturas al galope. La peligrosidad del aquel terreno desigual se veía agravada por los cuerpos de los pieles verdes caídos que les impedían el paso; no obstante, los experimentados caballeros de la primera línea mantenían la formación.
Luego, al fin, Jungingen alzó la lanza y el trompetero tocó a carga. Los caballeros espolearon sus caballos como un solo hombre. Delmar oía los gritos de alarma de los goblins que tenían por delante. En los últimos segundos, los caballeros de la primera línea bajaron la lanza. La carga impactó y Delmar vio que los brazos con que los caballeros sujetaban el arma eran empujados bruscamente hacia atrás cuando las puntas penetraban y los caballeros ensartaban a los goblins más cercanos.
Los caballeros soltaron la lanza ya usada y desenvainaron la espada; la línea ralentizó su avance pero no se detuvo, y los caballeros se mantuvieron juntos. Los pieles verdes del centro huían, pero los que se encontraban en los laterales no hacían lo mismo. Delmar vio claramente a los goblins por primera vez, protegidos del sol por las capuchas de las oscuras capas, con la desesperación en los ojos, aferrando con fuerza lanzas y espadas.
—¡Segunda línea, a los flancos! —ordenó Jungingen.
—¡Hacia la derecha! —gritó Falkenhayn al escuadrón, y los caballeros giraron para atacar junto con la primera línea, al tiempo que su formación se espaciaba. Delmar preparó la lanza y escogió un objetivo, uno de los pocos goblins que se mantenían firmes. El goblin se había armado con una lanza corta, pero demasiado corta. El caballero dejó que la punta de su arma descendiera, la dirigió directamente al vientre del goblin, se apoyó en los estribos, y dejó que el peso de la carga atravesara al enemigo. Al impactar, desvió la punta de la lanza enemiga con el escudo, luego soltó su lanza rota y desenvainó la espada.
En torno a él, todos sus hermanos estaban culminando la carga, algunos con el mismo éxito que Delmar, otros con menor efecto porque sus objetivos huían o se lanzaban al suelo, entre los cascos de los caballos.
—¡Romped filas! —ordenó Falkenhayn. Los pieles verdes estaban ya en desbandada, y eran presas fáciles para las espadas de los caballeros. Pero cuando los pieles verdes se dispersaron, una segunda tribu apareció detrás de ellos, con estandartes que lucían un hongo venenoso apestado. Llevaban las lanzas preparadas, apuntadas hacia los caballeros de Jungingen, cuya carga había perdido todo impulso. Delmar vio que, también entre ellos, había goblins que llevaban pesadas redes preparadas para lanzarlas sobre los caballeros en cuando pasaran al galope.
Los goblins fugitivos se detuvieron, y, por un momento, la marea volvió a fluir contra los caballeros. De repente se vieron envueltos por goblins en estado de pánico que chillaban, arañaban y mordían cualquier cosa que se les ponía por delante. Los caballeros del centro quedaron acorralados, con los goblins delante y sus hermanos a ambos lados. Delmar, situado a la derecha, vio la oportunidad de salir. Miró a Falkenhayn, pero éste se encontraba demasiado ocupado asestando mandobles a los goblins que se encogían bajo su caballo.
—¡Hacia la derecha! —bramó Delmar mientras se abría paso a tajos—. ¡Separaos hacia la derecha, dad un rodeo!
Falkenhayn alzó la mirada.
—¿Qué? ¡No! ¡Adelante! ¡Adelante! —gritó, pero el resto del escuadrón ya seguía a Delmar. Primero el escuadrón, y luego los caballeros del centro, se separaron, y todo el regimiento siguió a Delmar para salir de la trampa que les había tendido Sapo Espinoso, y rodearla.
* * *
Aquel Sapo Espinoso nunca había luchado antes contra el Imperio, reflexionó Helborg, pero aprendía con rapidez, y no tenía reparos en sacrificar a una veintena o más de los suyos para derribar a un solo caballero, arreando a los más débiles de su raza para que actuaran como tapón que ralentizara la carga de cada regimiento, para luego contraatacar. Y los caballeros comenzaban a caer; cuando los regimientos regresaban, ya no lo hacían con tanto entusiasmo como antes, con sólo las espadas ensangrentadas. La tremenda superioridad numérica de las tribus de Sapo Espinoso comenzaba a hacerse notar, y aún no había lanzado los ogros al ataque.
* * *
Siebrecht frenó el caballo cerca del estandarte del escuadrón e intentó no dejar que se le notara el agotamiento. Le dolían los muslos por el esfuerzo de controlar la montura, y el brazo de la espada a causa de la cantidad de tajos descargados sobre aquellos enemigos bajitos. Era lo único que se necesitaba: descargar tajos; nada de estocadas, paradas ni fintas, sólo tajos descendentes con todas sus fuerzas. Las manchas de sangre de goblin en la espada y los flancos del caballo eran prueba de su éxito.
Tenían un momento de respiro, y se alzó la visera con mano temblorosa. Era el último de su escuadrón que acudía a formar otra vez, pero al menos el margen estaba reduciéndose a medida que se cansaban los otros caballeros y sus caballos. Siebrecht siempre se había considerado buen jinete, no el mejor, pero sí lo bastante bueno como para cabalgar durante un día sin quejarse. No obstante, esto era algo completamente distinto: los breves estallidos de actividad, los giros rápidos, la necesidad de fijarse constantemente en dónde pisaba el caballo, de vigilar al enemigo, de mirar en torno para saber adonde iban los hermanos de la orden. En más de un caso había oído la orden de replegarse, y al volverse a mirar se había dado cuenta de que sus hermanos ya habían dado media vuelta y se alejaban. Sólo gracias al instinto de manada de su caballo había logrado permanecer junto con ellos.
No sabía cómo lo hacían los otros. Delmar y su caballo, especialmente, se movían como si hubieran nacido juntos. Su escuadrón había cargado media docena de veces en la última hora. Cada vez, Delmar había sido el primero en golpear, el primero en dar media vuelta y el primero en volver a formar. Como un maldito centauro disfrazado.
Los goblins estaban ahora a lo largo de todo el lecho del río, tanto los muertos como los vivos. Había cerca de dos mil de esas criaturas juntas, demasiadas para que la caballería acabara con ellas en una sola carga. Un valeroso escuadrón del regimiento de Osterna que lo había intentado se había quedado atascado en la masa verde, que había desjarretado los caballos y derribado a los caballeros al suelo antes de echárseles encima.
La milicia continuaba avanzando sin parar, pero sólo había llegado hasta la mitad de las Fauces del Dragón, y Siebrecht percibía que el impulso de la batalla se inclinaba a favor de los goblins. Habían caído pocos del Imperio, pero si la columna se atascaba y vacilaba, esas pérdidas se multiplicarían rápidamente.
La Reiksguard luchaba ahora por escuadrones, y cada grupo de caballeros intentaba contener a los goblins lo mejor posible, pero quedaban atrapados en la horda.
Falkenhayn aún gritaba las órdenes del escuadrón de ellos, pero era el ejemplo de Delmar el que ahora seguían los caballeros. Había habido un momento crucial, dos cargas antes; el escuadrón acababa de volver a formar.
—¡Cuidado a la derecha! —había gritado Delmar: un grupo de goblins armados con redes y lanzas se había separado de la horda, con la intención de atrapar a los caballeros mientras descansaban. Falkenhayn, ya irritado por el hecho de que Delmar se adelantara a sus órdenes, también había visto el peligro.
—¡A la derecha! —había exclamado.
Algunos caballeros del escuadrón había oído a Delmar y girado hacia la izquierda, y los otros habían oído a Falkenhayn y pensado que sus palabras eran una orden para girar a la derecha. El momento de confusión resultante les proporcionó una oportunidad a los goblins, que avanzaron precipitadamente al tiempo que lanzaban las redes para atrapar los caballos.
La guardia del propio mariscal del Reik, que se encontraba cerca, había cortado las redes para liberarlos, pero habían estado muy a punto de perecer.
* * *
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Falkenhayn al escuadrón—. ¡El estandarte, apoderaos del estandarte!
Una de las turbas de los Amanitas se había dispersado finalmente, y el estandarte había quedado desprotegido. Los caballeros vieron cómo aquella cosa horrible era trasladada hacia atrás, en dirección a la retaguardia de la tribu goblin. Estaba casi al alcance de su mano, y todos sabían la gloria que comportaba. Se disipó su fatiga y espolearon los caballos para que cargaran tras los portadores, sin hacer el más mínimo caso de los goblins que se apartaban con miedo hacia los lados. Unos pocos de los pieles verdes que empuñaban un arco tuvieron el impulso instintivo de disparar una flecha a los caballeros que pasaban. La mayoría de estos proyectiles, disparados con precipitación, erraron el blanco; algunos impactaron contra las armaduras de la Reiksguard, sobre las que rebotaron inofensivamente; otros pasaron de largo de los caballeros e hirieron a los goblins del otro lado. Una flecha, sin embargo, dio en el blanco.
El caballo de Delmar acababa de impulsarse con las patas traseras cuando la flecha le penetró por un ojo y se le alojó en el cerebro. Las patas posteriores habían empujado, pero entonces las anteriores simplemente se negaron a moverse. Delmar sintió que el animal moría y se preparó para la caída; cuando el caballo se desplomó, él fue lanzado por encima de la cabeza de la montura. Se enroscó tanto como se lo permitía la armadura, y rodó al tocar el suelo. Parpadeó para limpiarse los ojos de la tierra que había penetrado a través de la visera, y se levantó. No tenía en la mente otra cosa que el conocimiento de que estaba en peligro y que tenía que escapar.
Sólo otros dos caballeros vieron desplomarse el caballo. Falkenhayn, que consideró que un sólo caballero era una pérdida aceptable a cambio de una oportunidad de gloria. El otro caballero ni siquiera pensó en la gloria; vio caer a Delmar, y, en un instante, frenó el caballo para dar media vuelta.
—¡Delmar! ¡Delmar! —gritó—. ¡Dame la mano!
Delmar miró ante sí y vio que Siebrecht regresaba al galope hacia él, con una mano tendida.
—No, Siebrecht —intentó gritar—. No puedes…
Alzó los brazos para mantener a su hermano apartado, pero, aun así, Siebrecht lo aferró por uno de ellos y tiró para balancear a Delmar y subirlo a la parte posterior de la silla de montar. Siebrecht, no obstante, como averiguó de inmediato, no era ningún Helborg, y se encontró arrastrado fuera de la silla, al suelo.
—Por las tetas de Taal, Delmar —barboteó Siebrecht desde el fango—, nunca te pones las cosas fáciles a ti mismo.
Delmar lo levantó de un tirón.
—¿Qué clase de necio…?
—Al parecer, mi clase de necio, Delmar. Te aseguro que me regañaré duramente… —La voz de Siebrecht se apagó. Los goblins habían vuelto a formar, y ahora había docenas de ellos, tal vez un centenar, y todos miraban fijamente a Siebrecht.
—Delmar —susurró—, saca la espada. Maldito sea si voy a luchar en solitario.
Las reunidas filas de goblins sisearon y avanzaron lenta y cautelosamente. Siebrecht sabía que las probabilidades eran remotas, pero de todos modos no tenía que vencer, sino sólo demorar lo inevitable durante el tiempo suficiente para que sus hermanos acudieran.
—¡Escuchadme! —les bramó—. ¡Porque soy el gran Siebrecht von Matz, el mejor espadachín del Imperio! —Barrió el aire con el arma, cuyo filo silbó amenazadoramente. Los goblins se detuvieron. Buen trabajo, se dijo Siebrecht; ahora, no dejes que decaiga—. Puede que os sintáis valientes porque sois multitud, pero os lo advierto: ¡no puedo mataros a todos, pero cortaré en dos al primero de vosotros que se me acerque, y al segundo, y al tercero!
Siebrecht hizo una pausa que pretendía lograr un efecto dramático.
—¡Bien! ¡El de entre vosotros que quiera ser el primero en morir, que dé un paso al frente! —Trazó dos círculos en torno a su cuerpo con la espada para dar más fuerza a las palabras.
—Un ardid brillante —murmuró Delmar, de pie detrás de él, con la espada en la mano.
—Gracias —replicó Siebrecht, sin apartar la mirada de los inexpresivos ojos rojos de sus adversarios.
—Y podría haber funcionado —añadió Delmar— si los goblins entendieran alguna palabra de nuestro idioma.
—Ah… —comenzó Siebrecht, y entonces los goblins cargaron.
* * *
—¡Aaaaaaaaah! —chilló Siebrecht, y cargó contra ellos. Blandió la espada hacia los goblins, moviéndola con mayor rapidez de la que ellos habían visto jamás. ¡Era pura velocidad! ¡Ser más rápido que el resto, eso era lo que importaba en la verdadera esgrima!
Siebrecht acometió al primer goblin que halló ante sí, y, cuando la criatura fue a defenderse, transformó la estocada en un tajo que la decapitó. El goblin de al lado bloqueó el arma de Siebrecht cuando pasó de largo, pero el caballero rotó la hoja en torno a la cabeza del piel verde y descargó un tajo descendente que le atravesó un hombro. Sintió que algo le golpeaba un costado, pero la armadura resistió, y Delmar, situado detrás de él, mató al atacante. Siebrecht alzó la punta de la hoja y atravesó al goblin siguiente. Lo empujó con rapidez para dejar libre la espada, y la alzó para hacerla girar como el aspa de un molino y cortar en dos un piel verde que había detrás de Delmar.
Reinhardt aplastó la nariz de otro goblin con la empuñadura de la espada, levantó a peso la criatura y la lanzó contra las puntas de las lanzas de sus compañeros. Delmar y Siebrecht luchaban espalda con espalda, hombro con hombro, hermano con hermano. Siebrecht tenía el corazón desbocado, y miraba a un lado y otro en busca de la siguiente amenaza.
—Retrocede, demonio inmundo —se encontró exclamando Siebrecht, exultante, a la cara del siguiente goblin que se le acercó. Demonio inmundo; Siebrecht se preguntó, locamente, por aquella extraña expresión. ¿De dónde la había sacado?
—Tengo una mala noticia, Delmar —gritó Siebrecht, mientras transformaba una estocada alta en un tajo bajo dirigido a las piernas del goblin—. Empiezo a hablar como tú.
—¡Haz el favor de callarte y luchar! —le espetó Delmar, mientras atravesaba la barriga de un goblin con la espada.
El goblin, sin embargo, no murió de inmediato. Sus garras arañaron la visera de Delmar, y los dedos consiguieron aferraría y arrastrar al caballero hacia el suelo consigo, en medio de los estertores de muerte. Siebrecht barrió el aire con la espada para mantener a los goblins a distancia por un momento, mientras le tendía una mano a Delmar.
—Toma —le ordenó Siebrecht—. Pronto. Levántate.
—¡Pronto! ¡Agáchate! —Esa misma mano tiró de él con fuerza, y Delmar cayó al suelo cuan largo era. El sonido de caballeros que cargaban atronó por encima de sus cabezas.
—¡Siebrecht! —llamó Alptraum, desde lo alto del corcel—. ¡Ánimo!
—¡Tus hermanos están contigo! —gritó Bohdan.
—Eso es seguro —concluyó Gausser.
Ellos y el escuadrón de caballeros de Wallenrode se abrieron paso a tajos. Delmar y Siebrecht se levantaron, dispuestos a seguirlos, pero al hacerlo se dieron cuenta de que los goblins estaban replegándose, no huyendo. Sapo Espinoso había descendido hasta el fondo de las Fauces del Dragón, y llamado a todos sus guerreros. Cuando miraron la aglomeración de tribus que tenían ante sí, tanto Delmar como Siebrecht supieron que no podrían pasar.
* * *
Hacía ya dos horas que los ejércitos del Imperio y de las Diez Tribus de Sapo Espinoso se estrellaban el uno contra el otro en las Fauces del Dragón. La batalla dejaba tras de sí una estela de muertos sobre las orillas del lecho del río, a medida que avanzaba a empellones por el paso; principalmente eran pieles verdes, pero también había algunos caballeros de la Reiksguard. Los sargentos habían hecho todo lo posible por recuperar a los caídos, pero los goblins se echaban en masa sobre cada caballero desmontado, y eran muy pocos los que aún vivían cuando acudían a rescatarlos. Helborg percibía el agotamiento de su ejército, y sabía que en la medida en que se debilitaran sus hermanos ascendería el número bajas. Sapo Espinoso había logrado su objetivo. El coste había sido enorme: en su gran horda había once mil goblins al comienzo, y la mitad de ellos yacía ahora en el campo de batalla, mientras que otros se habían dispersado, aprovechando la oportunidad para escapar tanto de los pinchos de los Amanitas como de las lanzas de los caballeros, y refugiarse en las montañas. Pero al lanzar las vidas de los goblins a la trituradora, Sapo Espinoso había logrado cansar a los caballeros hasta el punto de que el día estaba al alcance de su zarpa. Y situado ahora en el fondo mismo del paso, en la garganta de las Fauces del Dragón, había reunido a la totalidad de la tribu Orejas Negras y, situado a los ogros de Burakk el Buche en el centro de la formación. Los ogros rugían que la batalla podría continuar, que ellos podrían llenarse la barriga hasta reventar, y la horda avanzó para expulsar a la Reiksguard del paso y, tal vez, barrerla de la faz de la tierra.
Si las circunstancias hubieran sido ideales, Helborg habría retrocedido. Los logros de ese día deberían ser suficientes para cualquier ejército. Pero la realidad del día era que tenían que atravesar las Fauces del Dragón, o retroceder y ser acosados a lo largo de todo el camino hasta Averland. Helborg había estado antes en retiradas; eran terribles, más costosas en vidas que la propia lucha. Si les volvía la espalda a los enemigos, podría perderse toda una generación de los hijos mayores del Imperio. Helborg organizó sus fuerzas para oponer resistencia. La mayoría de los caballeros estaban desmontados, ya que los corceles se hallaban demasiado débiles para llevarlos. Estos agotados caballeros de a pie defendían la derecha, la milicia se ocupaba de la izquierda, y en el centro se situaba toda la caballería que le quedaba: su propia guardia y un centenar, más o menos, de caballeros procedentes de una mezcla de regimientos.
* * *
Burakk miraba al enemigo que se encontraba ante él, esperando a que lo exterminaran. Lo había visto suceder muchas veces: el enemigo tan exhausto que aceptaba su propia muerte. Burakk no lo decepcionaría. Ante él, los hombres habían situado los caballos; tal vez podrían cargar una vez más, pero se moverían con lentitud, y sus ogros estaban preparados para acabar con sus vidas en cuando hubieran acabado.
Cuando se acercaban, oyó que el general hombre gritaba una orden, y entonces, de repente, los caballeros hicieron que los caballos dieran media vuelta y retrocedieran. «¡Eso no os salvará!», pensó Burakk, con regocijo.
Pero, al retroceder, los caballeros pasaron en torno a otra cosa que había detrás de ellos. Era una imagen que ya había visto antes y deseado no volver a ver nunca más. Al retroceder, los caballeros dejaron a la vista una hilera de cañones. Cañones cuyas negras bocas estaban abiertas y llenas de muerte.
—¡Fuego!
Los cañones rugieron con más fuerza de lo que podía hacerlo cualquier hombre, cualquier ogro. Las balas pasaron zumbando junto a Burakk, y a través de las filas de ogros, descoyuntando extremidades, atravesando panceras. Tres de los ogros murieron en un instante. Burakk oyó que Sapo Espinoso gritaba:
—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Cargad contra ellos!
Pero Burakk no podía. Los cañones volvieron a disparar, y esta vez Burakk ni siquiera miró para ver a cuántos había perdido. Dio media vuelta y corrió a ponerse a salvo en las Colinas Stadelhorn, que le recordaban su hogar. Sus ogros huyeron con él, y, siguiendo su ejemplo, los Orejas Negras también escaparon. Enfrentado con la derrota, Sapo Espinoso no tuvo más alternativa que la de huir también él, aunque mientras se alejaba juró venganza contra los ogros que le habían arrebatado de las zarpas una victoria semejante.
* * *
Fue forzado el paso de las Fauces del Dragón, y la corriente del Reik limpió el campo de batalla de aquel día. Cansada pero victoriosa, la Reiksguard acampó en el llano del otro lado. Los sargentos y los tramperos hicieron guardia, pero todos sabían que después de una derrota semejante, los goblins no volverían a atacar esa noche.
Se encendieron fuegos para defenderse de la temperatura, que caía en picado, y los soldados de todo el ejército se reunieron en torno a ellos con el fin de intercambiar historias y botellas de alcohol con las que celebrar el triunfo.
—Mantén eso alejado de mí —dijo Alptraum, refiriéndose al odre de vino que le ofrecía Bohdan. Los otros provincianos que estaban sentados en torno a la hoguera manifestaron su consternación en voz alta.
—Hermano Matz —dijo una voz desde fuera del círculo. La conversación cesó y todos los jóvenes caballeros se volvieron a mirar al recién llegado.
—Hermano Reinhardt —dijo Siebrecht—. Me alegra ver que te has recobrado bien.
Delmar intentó sonreír a pesar del labio partido y la mejilla contusa.
—Sólo tengo unos pocos arañazos. He caído del caballo con la frecuencia suficiente para saber rebotar.
Los caballeros rieron, pero aquel silencio volvía a estar presente. Siebrecht miró a Gausser y pudo leer los pensamientos del de Nordland con total claridad en su rostro, pero sabía que su amigo no iba a intervenir para imponer la paz entre ellos. No; Siebrecht sabía que Gausser quería que él y Delmar abandonaran su rivalidad por sí mismos.
—¿Qué haces, ahí de pie, Delmar? —dijo Siebrecht—. Ven, tienes que ayudarme. Estos héroes de las Fauces del Dragón —Siebrecht movió la taza para abarcar a sus amigos, sentados al otro lado del fuego— me han agotado con relatos de su victoria. ¡Necesito refuerzos! Siéntate. Siéntate. —Delmar se sentó, bajando con cuidado la pierna herida hasta el suelo—. Bohdan —continuó Siebrecht—, otra taza de ese excelente vino.
Delmar reparó en que Siebrecht le dedicaba al de Ostermark un guiño astuto.
—Por supuesto —replicó Bohdan. Vertió abundante vino del odre dentro de una taza, y la hizo pasar en torno al fuego. Los ojos de Alptraum brillaron con expresión traviesa, y sólo Gausser mantuvo su habitual rostro solemne. Delmar cogió la copa y se dispuso a probar el contenido.
—No, no, no —lo interrumpió Siebrecht—, no puedes tomar un sorbito. Eso sería irrespetuoso para con el vino, y también lo sería para con quién te lo ha dado. —Inclinó la cabeza hacia Bohdan.
Bohdan le siguió el juego.
—Sí, de lo más irrespetuoso —declaró.
—Tienes que ser intrépido, Delmar —continuó Siebrecht—. Como lo has sido en la batalla de hoy, firme. Coge bien la taza y vacíala con valor.
Delmar hizo caso omiso de Siebrecht, y, con aire pensativo, movió la taza en círculos para que el vino girara en su interior. No le gustaba mucho el vino, y el disimulado regocijo que afloraba al rostro de Siebrecht le decía que ese caldo sería muy fuerte o peleón. Podría verterlo en el suelo y marcharse. Es lo que habría hecho el antiguo Delmar, cuando estaba en Altdorf; su madre siempre le había dicho que trazara su propio camino y no jugara los juegos de otros, pero Delmar estaba aprendiendo que la vida no era tan simple.
Esta treta que le habían preparado estaba destinada a abochornado. Si hubiera sido Falkenhayn el artífice del plan, Delmar habría sabido por qué lo hacía, porque Falkenhayn se elevaba por el sistema de empujar a otros hacia abajo. Pero Siebrecht le había salvado la vida ese día; ¿por qué ahora quería dejarlo por idiota?
Delmar se remontó al día del duelo, su conmoción al ver que Gausser derribaba a su amigo al suelo de un golpe y se negaba a permitir que volviera a levantarse. Delmar había pensado que el de Nordland estaba salvando a su amigo, cuando en realidad estaba salvando a Delmar. La verdad era que sólo mediante las intenciones de un hombre podía uno discernir la auténtica naturaleza de sus actos. La única pregunta que le quedaba por responder era si, después de todo lo que habían pasado juntos, él pensaba que podía confiar en el caballero de Nuln.
Delmar aferró con firmeza la taza y tragó todo el vino. Los otros caballeros observaban con la respiración contenida. Delmar se lamió los labios; no era desagradable, más sabroso que dulce. Pero entonces sintió que la boca comenzaba a calentársele por dentro, que se le incendiaban las encías y que tenía los dientes a punto de fundirse.
—¿Y bien? —preguntó Siebrecht—. ¿Qué opinas?
Delmar mantuvo la compostura tanto como pudo; sorbió aire frío, pero eso le proporcionó apenas un momento de respiro del infierno que le ardía en la boca. Reunió hasta el último gramo de control de sí mismo, antes de responder.
—Gustoso… Con un sabor añejo. —Y luego se derrumbó con un ataque de tos.
Los caballeros que rodeaban el fuego cayeron por el suelo entre carcajadas, y Siebrecht le dio a Delmar una cordial palmada en la espalda.
—¿Qué es eso? —preguntó Delmar.
—Vino a la pimienta, de Ostermark —replicó Siebrecht—. Un brebaje espantoso, pero a Bohdan parece gustarle.
A través de las lágrimas que le velaban los ojos, Delmar vio que Bohdan se servía otra taza para sí y la alzaba hacia él a modo de saludo.
—Ha aguantado más que tú, Siebrecht —declaró Bohdan en voz alta.
—Eso es porque tiene un espíritu más ardiente y está acostumbrado al calor —sentenció Gausser.
Siebrecht se hizo el ofendido.
—Simplemente estoy más acostumbrado a lo mejor —declaró con tono grandilocuente, y continuaron las risas.
—¡Hermanos! —En torno a ellos apareció un grupo de caballeros. Eran Falkenhayn, Proktor y Hardenburg. Las risas cesaron—. Es aquí donde habéis estado escondiéndoos…
Falkenhayn recorrió con la mirada el círculo para posar los ojos sobre Bohdan, Alptraum y Gausser, y muy deliberadamente hizo caso omiso de Delmar y Siebrecht.
—El preceptor Jungingen nos ha enviado a buscaros. Quiere felicitar a todos los hermanos que capturaron el estandarte de los Amanitas. A todos juntos.
Ninguno de los provincianos se movió.
—Vamos —insistió Falkenhayn—, levantaos, levantaos. Son órdenes del preceptor.
Al oír esto, Alptraum y Bohdan se levantaron. Gausser miró a Siebrecht, pero luego hizo lo mismo. Los de Reikland les dieron la bienvenida, y Falkenhayn se los llevó. Uno de ellos, sin embargo, se demoró ante el fuego.
—¿Qué vino es ese que estáis bebiendo? —preguntó Hardenburg.
—Vino a la pimienta, de Ostermark —contestó Delmar. Le tendió la taza a su hermano caballero—. Ven, siéntate con nosotros, Tomás, y cátalo.
Hardenburg vaciló. Delmar vio la indecisión en sus ojos. Hardenburg era un buen hombre, pero su privilegiado nacimiento, su apuesto rostro y sus protectoras hermanas mayores lo habían llevado a pasar por la vida sin tener que tomar nunca una decisión por sí mismo. Y cuando había ingresado en el cuerpo de pistoleros, y luego en la Reiksguard, había encontrado en Falkenhayn a alguien a quien seguir.
Ahora, no obstante, estaba inquieto. Inquieto por algo que no podía confiarle a su exigente y ambicioso amigo. Había comenzado a darse cuenta de qué había estado echando de menos: la verdadera fraternidad. No era vino lo que deseaba, sino poder confiarse al otro espíritu inquieto que veía en Delmar. Pero Hardenburg se encontraba con que era más difícil de lo que él pensaba desafiar las expectativas de alguien a quien había seguido durante tanto tiempo como a Falkenhayn.
—Otra velada será, Reinhardt —dijo Hardenburg al fallarle la valentía—. El honor aguarda.
Así que también se marchó.
Delmar y Siebrecht eran los únicos que quedaban. Hacía apenas siete días que el ejército había entrado en las montañas, pero Delmar sentía que habían cambiado muchísimas cosas. Siebrecht, sobre todo; el malicioso holgazán de necia lengua al que había desafiado en Altdorf, no era el mismo que el caballero que había vuelto para ayudarlo ese día, y lo había protegido cuando se encontraba a merced del enemigo, al tiempo que renunciaba a su propia oportunidad de ganar gloria.
—Lamento que no puedas estar con tus amigos —dijo Delmar.
Siebrecht se volvió y fijó la mirada en las profundidades del fuego.
—No tiene importancia.
—Fue un gran servicio para mí, y uno que me esforzaré por devolverte.
—No, no —replicó Siebrecht, que agitó un dedo—. Tú ya me habías salvado una vez. Yo sólo te he devuelto el favor.
Delmar vaciló, pero no podía aceptar ningún honor que no fuera legítimamente suyo.
—Tengo que decírtelo, Siebrecht. Aquella mañana no estaba buscándote. En realidad, ni siquiera pensé en ti hasta que te vi allí. Estaba buscando a otro.
Siebrecht apartó los ojos del fuego y miró el semblante bajo, penitente de Delmar.
—Sí. A Griesmeyer. Por supuesto que sí —dijo Siebrecht.
Delmar alzó la mirada, confundido.
—¿Por qué —continuó Siebrecht—, en el nombre de Sigmar, ibas a estar buscándome a mí? ¿A mí? ¡Yo me ocultaba, debajo de un ogro, de los goblins que se comían a sus muertos!
Siebrecht alzó las manos al cielo.
—Pero eso no disminuye en lo más mínimo la deuda que contraje contigo. El porqué de que estuvieras allí carece de importancia. Cómo tropezaste conmigo tampoco importa. Fue lo que hiciste al encontrarme lo que constituye un servicio.
—Pero, hermano, un caballero no puede aceptar el mérito de un acto que no tenía intención…
—¡Bah! —exclamó Siebrecht—. La intención está sobrevalorada. Hace años, mi tío me dijo: «Si recompensas a un hombre por sus buenas intenciones, las buenas intenciones serán lo único que recibirás jamás». No. Recompensa a las personas por sus buenas acciones. Con independencia de tus intenciones, tu acción, cuando me viste, fue acudir en mi ayuda.
Delmar negó con la cabeza.
—Eso no puedo aceptarlo.
—Muy bien —aceptó Siebrecht, y se cruzó de brazos—. En ese caso, considera esto, si te proporciona algún consuelo. No me he perjudicado en lo más mínimo al defenderte hoy. No he compartido la «gloria» de apoderarme de un andrajoso estandarte podrido, pero a pesar de eso oigo mencionar mi nombre.
Siebrecht se puso de pie para que sus gestos adquirieran mayor grandiosidad.
—Un solo caballero de pie junto a su hermano caído, defendiéndolo de todos los enemigos que se le acercan; para estos caballeros de la Reiksguard, ése es el más grandioso símbolo de sus nobles ideales de fraternidad. La gloria es una cosa; cualquier caballero puede ganar gloria. Pero la fraternidad… eso es lo que defienden como la verdadera virtud de esta orden. Piénsalo de la manera siguiente, Delmar; yo sabía que ganaría más fama personal defendiéndote a ti, de la que obtendría con los demás. Y así, aunque mis acciones fueron buenas, podrás no tomar en cuenta el servicio prestado porque mis intenciones estaban todas centradas en la recompensa que obtendría.
Siebrecht hizo una teatral reverencia y se detuvo junto a Delmar. «Dame la razón, Delmar —pensó—, compromete tu precioso deber y admite tu propio interés personal. Demuestra que no eres mejor que mi tío, que no eres mejor que yo».
—No puedo pensar de ese modo, hermano —respondió Delmar.
—Yo sí que puedo —Siebrecht se dejó caer sentado otra vez—, pero a veces desearía no poder hacerlo.
Compartieron un momento de paz, interrumpido sólo por los sonidos de celebración de sus amigos en torno a la hoguera del preceptor.
—Me da la impresión —comenzó Delmar— de que tu tío ha tenido una gran influencia sobre ti.
—Tanta como tu padre la ha tenido sobre ti. —Siebrecht echó una piedra dentro del fuego.
—Tal vez sea así —concedió Delmar.
—Y no podemos escapar de ellos. Yo no puedo escapar de mi tío porque parece estar adondequiera que yo voy; y tú no puedes escapar de tu padre porque lo llevas contigo. Y todos aquellos que lo conocieron, lo ven en ti.
—Pero tú no lo conociste —dijo Delmar.
—No. Pero a veces tengo la impresión de ser el único. Incluso Gausser cuenta historias del caballero de la Reiksguard que salvó la vida de su padre. Y esta misma noche, de hecho, otro caballero me dijo que verme correr en tu defensa le recordó a Griesmeyer galopando hacia tu padre, y que debes inspirar en tus amigos la misma devoción que inspiraba tu padre en los suyos.
Siebrecht soltó una risa hueca.
—¡Es típico de mi suerte eso de que mi acto más noble haya hecho que pensara lo mejor de ti!
—¿Qué caballero fue? —preguntó Delmar.
—¿Qué?
—El caballero que dijo que yo le recordaba a mi padre.
—No sé su nombre —replicó Siebrecht, un poco molesto porque Delmar no hubiera valorado adecuadamente sus aflicciones—. Pero tú lo conoces; lo vimos hoy. El de la barba larga y la nariz rota. Estaba en el regimiento de Wallenrode. Wolfsenberger, así es como se llama.
—Sí, lo recuerdo. —Delmar se puso rápidamente de pie.
—No irás a retirarte, ¿verdad? —preguntó Siebrecht.
—Sí —mintió Delmar, por instinto, pero reconsideró la respuesta—. Es decir, no todavía. Voy a buscarlo.
—Por supuesto que sí —murmuró Siebrecht—. Puedes llevar a tu padre contigo durante todo el tiempo que quieras, Delmar. Pero antes o después tendrás que aceptar que el hombre que él fue no es el hombre que eres tú.
—No es eso. Es que…
—¿Es qué?
No, reflexionó Delmar. No le hablaría a Siebrecht de las dudas que tenía sobre su padre y Griesmeyer. Había algunas cosas que no podían decirse. Apenas podían pensarse.
—Buenas noches, Siebrecht. Gracias por el vino.
Siebrecht se mofó, y Delmar lo dejó solo. Arrojó otra piedra al fuego. El ruido procedente de la hoguera del preceptor se había apagado, pero aún no se veía ni rastro de Gausser y los otros. Sus pensamientos volvieron a Delmar y su padre. Simplemente no comprendía la obsesión de Delmar con alguien que había muerto hacía tanto tiempo. Siebrecht podría decirle que, con independencia de lo que averiguara, no descubriría nada sobre sí mismo que no supiera ya.
Por los dientes de Taal, juró Siebrecht para sí, podría decirle a Delmar, por su propia y amarga experiencia con su propio padre, que no había ningún secreto que desvelar por ese lado. No, en su familia no había nadie con quien Siebrecht pensara que guardaba algún parecido real. Ni su padre, ni su hermano y hermanas más pequeños, y, definitivamente, tampoco su tío.
—Me alegra ver que estás haciendo nuevos amigos, Siebrecht. —Herr von Matz entró en el círculo de luz que rodeaba el fuego.
«Por supuesto —suspiró Siebrecht para sí—. Con que sólo pienses su nombre, aparecerá». Por una vez, sin embargo, su tío estaba solo.
—¿Y dónde está Dos Espadas?
—¿Dos Espadas?
—Tu guardaespaldas. Tu escolta. Tu centinela. Tu carabina. Ese que tiene una cara que es sólo adecuada para un circo o un zoológico.
—Sí, he entendido —replicó Herr von Matz, divertido—. ¿Dos Espadas, lo has llamado? Qué interesante.
—La verdad es que no. —El día había sido largo y sangriento, y Siebrecht no estaba de humor para las estrategias de diversión de su tío—. ¿Cuál es su nombre real?
—No lo sé.
Siebrecht parpadeó.
—¿No conoces su nombre?
—No, tú me has preguntado si conocía su nombre real, y no lo conozco. Conozco el nombre con el cual me lo presentaron y con el que pienso en él. Pero ahora que lo dices, Dos Espadas suena bastante bien. Creo que lo usaré.
Siebrecht estaba cansado.
—Como quieras, tío. —Agitó una mano para pedirle que se marchara, pero Herr von Matz lo interpretó como una invitación a sentarse.
—He oído decir que te has ganado algo de fama en los últimos días. Venciste a un ogro tú sólo.
—Fue suerte, nada más.
Herr von Matz miró a su sobrino con mayor atención, sin dejarse impresionar.
—No he venido a elogiarte, Siebrecht. ¿Arriesgar tu vida por algo tan poco importante? Cuando oí hablar de tus hazañas, apenas si pude dar crédito a mis oídos.
Siebrecht apenas podía dar crédito a los suyos.
—¿Qué estás diciéndome? ¿Qué no debería haberlo matado?
—Estoy diciendo que, para empezar, nunca debiste ponerte en una posición que requiriera tener que vencer a un ogro en solitario. ¿Cuántos caballeros había allí contigo? ¿Casi un centenar? ¿Y un número igual de enanos? —Herr von Matz sacudió la cabeza con consternación ante la necedad de su sobrino—. Ya te lo dije antes, resiste el impulso de lanzarte a pecho descubierto contra las espadas enemigas. Entonces pensaste que yo era un estúpido, ¿verdad? Pero sé más de lo que te imaginas. He visto cómo estas órdenes de caballería instilan su doctrina dentro de los jóvenes impresionables: la ciega devoción hacia la fraternidad, la pasión de sacrificio personal… Ése no debe ser tu destino, Siebrecht.
—Si ése es el caso, aún me resulta más difícil entender por qué me has hecho ingresar en la orden.
—Porque tengo más fe en ti que tú mismo. Creo que tienes un ingenio lo bastante agudo como para ver más allá de la ficción que hipnotiza a los otros.
—Pero si soy tan importante para ti, para la familia —exclamó Siebrecht, expresando su desconcierto—, ¿por qué exponerme, entonces, a un peligro semejante?
—Toda vida es riesgo y peligro. Si me escuchas y haces lo que te digo, pero Morr se te lleva de todos modos, lloraré por ti. Pero si mueres porque te has interpuesto y recibido un golpe destinado a otro, porque te han convencido de que la vida de tu hermano vale más que la tuya propia, entonces no verteré ni una sola lágrima. Deja que aquellos que ansían el honor de la muerte lo obtengan; no permitas que su ejemplo te ciegue a ti también.
Siebrecht no lograba entender en absoluto a su tío. Herr von Matz lo reprendía con preocupación, lo apaleaba con cariño, para mantenerlo sano y salvo.
—¿Has venido sólo por esto, tío?
—No, tengo algo más que reviste interés para ti. —Herr von Matz sonrió. Desapareció toda traza de la censura previa, y Siebrecht sintió que los zarcillos del ingenioso encanto de su tío se tendían hacia él—. Es algo que representa una gran oportunidad para nosotros.
—Con lo cual quieres decir una gran oportunidad para ti.
Herr von Matz se inclinó hacia él.
—En absoluto —susurró—. En absoluto. Es una oportunidad para aquellos que quieran ver concluir victoriosamente esta campaña, y a Karak-Angazhar libre. ¡Y no en semanas, sino en días!
El reflejo del fuego danzaba en sus ojos.
—¿Eres tú uno de ésos, Siebrecht?
—Por supuesto. ¿Qué tengo que hacer?
—Aquí no. Ven conmigo.
Siebrecht siguió a su tío hasta el borde norte del campamento, donde había apostados centinelas. Siebrecht pensó que su tío se detendría allí, dado que ya se encontraban fuera del alcance auditivo de todos los demás, pero siguió adelante.
Les dieron el alto desde la oscuridad. Herr von Matz se identificó, y el trampero emergió de la noche para saludarlo como si fuera un viejo amigo. Siebrecht vio el destello de una moneda que pasaba de las manos de su tío a las del centinela. El trampero volvió a desaparecer rumbo a su escondite, y Herr von Matz le hizo un gesto para indicarle que lo siguiera.
—Espera, tío. No puedes tener la intención de salir allí ahora. —Se volvió a observar con desconfianza hacia el fondo de las Fauces del Dragón. El Reik había recuperado su corriente normal, y la noche lo volvía negro como la brea. Había arrastrado del lugar la mayor parte de los restos de la carnicería de la jornada, pero sólo los dioses sabían qué más podría haber allá fuera, aprovechando lo que quedaba. Sólo los dioses, reflexionó Siebrecht, y tal vez su tío.
—Vamos, Siebrecht. No iremos mucho más lejos.
Percibió el apremio de su tío; debería seguirlo tal y como él deseaba. A fin de cuentas, sin duda actuaba en beneficio de Siebrecht. Debería decir sencillamente sí, y seguirlo.
—No —declaró—. No, tío, no iré ni un paso más allá. Verás, he aprendido al menos una lección de ti: no debo seguir ciegamente a ningún hombre. A ninguno, tú incluido.
Herr von Matz contempló al joven caballero con rostro inexpresivo; su actitud de cómoda afabilidad se había evaporado. Siebrecht aguardó. Por primera vez se encontró con que su tío no podía ni ponerlo nervioso ni enfurecerlo. Se sentía tranquilo, perfectamente tranquilo.
—Muy bien, entonces —comenzó Herr von Matz—. Intentaré abrirte los ojos.
—La verdad, tío —le advirtió Siebrecht.
—Sí, la verdad. —Herr von Matz avanzó hacia su sobrino—. Desde el momento en que entramos en estas montañas, mis guardias y yo hemos estado buscando una única información. Un dato que permitiera a la Reiksguard acabar esta campaña con un solo golpe. No jugaré contigo pidiéndote que adivines cuál es.
—No necesito adivinarlo, tío, lo sé. Es el emplazamiento de la madriguera de Sapo Espinoso.
—Así es. —Herr von Matz estaba impresionado—. La Reiksguard no se enfrenta con un solo ejército de goblins; se enfrenta con diez tribus de ellos, mucho más habituadas a batallar entre sí que a cooperar. Es sólo la tremenda fuerza de su jefe lo que mantiene las zarpas de los unos alejadas del cuello de los otros. Si se elimina a Sapo Espinoso, no será necesario matar al resto, porque se harán pedazos los unos a los otros para escoger un nuevo jefe. Y para cuando hayan acabado, lo que quede de la horda no será merecedor de dicho nombre, y pasarán años antes de que vuelvan a amenazar Karak-Angazhar o el Imperio.
—¿Y tú sabes dónde está? —Siebrecht sintió que se le aceleraba el corazón; su tío no había mentido, ésta era una gran oportunidad de verdad.
—Estoy cerca. Tengo el nombre de alguien que puede decírmelo, y hace una hora establecimos contacto. Ahora debo ir a reunirme con él, aunque no sé qué esperar, así que quiero que me acompañes.
—¿Y qué hay de tus hombres? ¿No te protegerán ellos?
—Ellos me acompañarán. No se hallan lejos de aquí. —Su tío se inclinó mucho hacia él para susurrar—. Pero no son lo que tú piensas.
No son mis protectores, sino mis guardianes. Sirven a otro señor, no a mí. No puedo estar seguro de cuáles son sus verdaderas órdenes. No hay en mil quinientos kilómetros a la redonda un sólo hombre en el que confíe más que en ti. Así que te lo pido, sobrino, acompáñame.
Enfrentado con una súplica semejante, Siebrecht no se negó.
—Te acompañaré.
* * *
Dos Espadas y los otros guardianes se hallaban, como había dicho su tío, en las inmediaciones. Estaban ocultos y en silencio entre las rocas y piedras desmoronadas que había al pie de las Colinas Stadelhorn, esperando y vigilando. Sin decir una sola palabra, echaron a andar con el caballero y su tío. Arrastraban tras de sí dos bultos envueltos en lona. Ninguno llevaba antorcha ni linterna, el enano del grupo abría la marcha, ya que la luz de las estrellas era más que suficiente para él.
Entraron de repente en un túnel excavado en las colinas y salieron a un cráter apagado. Uno de los guardianes encendió una hoguera en el fondo. No sería vista desde lejos. Los guardianes rehuyeron la luz. Tenían los nervios de punta; sabía lo expuestos que estaban en aquel sitio, y no les gustaba.
Sin embargo, Herr von Matz se quedó de pie en la luz, con Siebrecht a su lado, aunque éste mantenía una mano cerca del arma. No sabía con qué clase de hombre iban a encontrarse allí fuera, pero tendría que ser excepcional de verdad para reunirse con ellos en un sitio tan cercano al enemigo. Una ráfaga de viento fétido descendió por un momento al interior del cráter, y entonces, en el borde de éste, por encima de ellos, apareció una nueva hilera de rocas. Una de ellas avanzó un paso.
Era un ogro. Siebrecht fue a sacar la espada.