10: Gramrik

DIEZ

Gramrik

—¿Rey Gramrik Cumulonimbo? —preguntó ceremoniosamente Kurt Helborg.

—Sí —respondió el imponente gobernante de Karak-Angazhar, en Reikspiel formal—. Hemos mantenido nuestra palabra de responder a la llamada de los cuernos de los cazadores, del mismo modo que hemos mantenido nuestros antiguos juramentos de defender la entrada del gran río. —El señor enano plantó firmemente el extremo del largo mango de su hacha-martillo en el suelo—. Nos alegramos de que los hijos de Sigmar hayan acudido a destruir a los grobis a nuestro lado.

El mariscal del Reik y el rey enano se habían encontrado en las estribaciones del Achhorn, una cuchilla, estrecha como una navaja, situada en el extremo occidental de las colinas Stadelhorn, que se hallaban separadas de las montañas circundantes. A Helborg le había sido concedido su deseo. Más de lo que él había deseado. El rey en persona había respondido a su llamada. No obstante, se había pagado un precio. Los enanos habían abierto un túnel nuevo, fuera de las líneas del cerco goblin, cuya existencia habían mantenido en secreto hasta el momento. Ahora que la habían dado a conocer, habría que derrumbar el túnel debido al riesgo de que los goblins pudieran entrar por él en Karak-Angazhar. El preceptor Jungingen era un hombre capaz, y había enviado un escuadrón por delante del resto del regimiento para que transmitiera al ejército el mensaje de los enanos con toda la celeridad posible. Pero aun así, eso le había dado a Helborg muy poco tiempo de margen. Griesmeyer puso de inmediato en armas a la guardia personal del mariscal del Reik, y envió un mensajero por delante de modo que, mientras ellos corrían hacia el oeste, se preparaba el regimiento de Osterna para escoltarlos.

Con eso debería ser suficiente; Helborg sabía que los indisciplinados goblins necesitaban tiempo para reunir sus fuerzas. Ciento cincuenta caballeros de la Reiksguard bastarían para barrer a cualquier horda de goblins que se encontraran por el camino. Helborg dejó órdenes para que el resto del ejército se preparara, pero se quedara donde estaba. No sería bueno que los hombres lo siguieran en pequeños grupos, y tampoco quería debilitar a la fuerza principal hasta el punto de que pudieran atacarla en su ausencia.

Cabalgaron a toda velocidad. Por primera vez desde que había entrado en las montañas, los caballeros dejaron que los caballos corrieran a sus anchas. Remontaron la corriente del Unkenfluss y rodearon las tribus goblins que moraban en las colinas Stadelhorn, para luego ascender hasta el Achhorn. Con la sorpresa a su favor, los caballeros habían llegado al lugar de encuentro sin que nadie los atacara. No obstante, Helborg dudaba que el viaje de regreso fuera a ser igual de fácil.

—Y ahora, hablemos —declaró el rey Gramrik.

* * *

Delmar y Siebrecht sujetaban las riendas de los caballos de la guardia del mariscal. Eran muy afortunados por estar allí; habían sido ellos dos los primeros en llegar ante el mariscal del Reik con el mensaje de los enanos, así que, cuando la guardia había montado, Griesmeyer les había indicado que los acompañaran. Ahora estaban presentes cuando los dos comandantes, uno humano y otro enano, se reunieron por primera vez. Las guardias personales de ambos, los caballeros de Griesmeyer y los enanos veteranos de Gramrik, se quedaron unos pasos por detrás; a fin de cuentas, era una reunión entre iguales, y ninguno de los bandos quería dar la impresión de estar imponiendo su voluntad.

Delmar miraba fijamente a los enanos veteranos que permanecían rígidamente de pie detrás de su señor. Llevaban armaduras similares a las que usaba la Reiksguard; nada sorprendente, recordó Delmar, dado que las empleadas por la orden eran forjadas en armerías de enanos asentados en Altdorf. Pero la armadura de los caballeros se veía, en su mayor parte, bruñida y nueva; la que protegía a los enanos mostraba los arañazos y abolladuras de centenares de batallas y escaramuzas. Las hachas estaban melladas debido al uso, pero a pesar de eso continuaban afiladas como navajas. Temibles máscaras de guerra de chapa y malla cubrían la cara de los guerreros, y los ojos miraban fieramente desde el interior con determinación indomable. Aquéllos eran guerreros de verdad.

El cielo todavía estaba oscuro. Aún no había descargado la tormenta que había comenzado a amenazar cuando estaban en el Predigtstuhl. Las nubes eran bajas, hinchadas como si estuvieran llenas de agua y a punto de reventar. El viento también había arreciado, y por la ladera subían y bajaban fuertes ráfagas.

—Esa es nuestra situación, rey Cumulonimbo —concluyó Helborg—. Podemos avanzar hacia vosotros; pero, donde el río atraviesa el valle, las orillas de ambos lados son demasiado estrechas. No podremos cruzar sin apoyo, al menos no sin pagar un precio muy alto.

El señor enano meditó antes de volver a hablar.

—Haremos honor a nuestros ancestros, y esperemos que ellos provean.

Helborg quedó desconcertado por la sequedad de la respuesta, pero también percibió algo en el tono de voz del rey. De hacer honor a los ancestros, nada. Los enanos de Karak-Angazhar tenían algo, un plan o un dispositivo que no deseaban que él conociera. Por un momento luchó entre el alivio y la irritación. ¿Cómo podía trazar planes efectivos, dar forma a una estrategia, cómo podía mandar un ejército, si sus propios aliados no querían decirle qué iban a hacer?

—¿Y bien, mariscal del Reik? —lo instó Gramrik. El rey de Karak-Angazhar volvió a plantar el extremo del mango del hacha-martillo en el rocoso suelo, y, como para responderle, en las nubes de lo alto estalló un trueno.

—¡Grobi! —se oyó gritar con alarma en torno a ellos. Un enano llegó corriendo hasta Gramrik—. Grobi, mi rey. Hay hordas grobi en las colinas que están al este.

—¿Cuántos? —preguntó Gramrik con tono exigente.

—Dos o tres centenares que están saliendo del suelo —respondió el enano.

—Nos hemos quedado sin tiempo, mariscal del Reik. Debemos regresar al túnel antes de que mis mineros lo derrumben…

—¡Goblins! ¡Goblins! ¡Reiksguard, a los caballos! —gritó el belicoso Osterna, al tiempo que pasaba al galope entre sus hombres.

—¡Osterna! —bramó Helborg, con la intención de acallar a su subordinado. Gramrik ya se disponía a partir.

—¡Goblins, mariscal! ¡Goblins al norte!

—Yo… —comenzó Helborg, y entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir Osterna—. ¿Al norte?

—Sí, mariscal. —Osterna señaló en la dirección por la que habían llegado los caballeros—. Unos pocos cientos al norte, cerrándonos el paso.

—¡Grobi! —volvió a oírse, pero no desde el norte ni desde el este. Esta vez el grito procedía del sur, y en ese momento Helborg se dio cuenta de que nunca había tenido la sorpresa a su favor.

—¡Traición! —tronó la voz de Gramrik, mientras aferraba con ambas manos el hacha-martillo.

—¡Nunca! —le espetó Helborg, a modo de respuesta—. Ninguno de mis caballeros…

—Ningún enano haría jamás…

El cielo volvió a tronar, como un eco del enojo de los dos generales. La guardia de Helborg y los guerreros de Gramrik estaban tensos, cada uno observando a los otros, en espera de obedecer las órdenes de su comandante. El preceptor Osterna, mientras tanto, organizaba a los caballeros en sus respectivos escuadrones, preparándose para intentar atravesar la horda verde.

—Montad vuestro caballo, humano, y corred —tronó la voz de Gramrik—. He sido un skrati al permitir que se me atrajera fuera de la fortaleza. ¡Angazhar resistirá, como lo ha hecho siempre, en solitario!

Helborg miró al furioso rey enano, a los guerreros que estaban en guardia tras él, a los goblins que avanzaban y rodeaban a los caballeros, y tomó una decisión.

Sacó el colmillo rúnico de la dorada vaina que le colgaba a un lado. Los guerreros enanos sopesaron los martillos, y los caballeros de la Reiksguard respondieron cogiendo sus armas. No obstante, Helborg no se dispuso a golpear, sino que le dio la vuelta y se la ofreció a Gramrik con la empuñadura por delante. Incluso en la mortecina media luz, el colmillo rúnico brilló con fuerza.

—Rey Gramrik, ¿sabéis qué es esto? —señaló las runas grabadas profundamente en el metal—. ¿Sabéis qué significan?

Gramrik no necesitaba leerlas.

—Sí, en mi pueblo no hay nadie que no lo sepa.

—Fueron un regalo de vuestro Alto Rey a nuestro Emperador. Un regalo de agradecimiento por la ocasión en que Sigmar luchó junto a Kurgan Barba de Hierro en una batalla, en el nacimiento de mi Imperio. Entonces luchamos juntos. Lucharemos juntos ahora —declaró Helborg con calma—. Mis hermanos y yo hemos venido a defender vuestra fortaleza y a todos los que están dentro de ella. Si dudáis de mí, entonces tomad, aquí os devuelvo vuestro regalo. Podéis recuperarlo.

El violento enojo de Gramrik se desvaneció, y el rey alzó una mano para rehusar la antigua espada.

—Sé por qué habéis venido en realidad, Kurt Helborg del Imperio humano, pero a pesar de todo habéis hablado bien. Así pues, lucharemos juntos como lo hicieron Sigmar y el gran rey Kurgan. Pero eso importa poco a menos que sobreviva uno de nosotros. Nos han rodeado, y si el túnel aún está entero, no seguirá así por mucho tiempo. Vuestros caballos, no obstante, pueden sacaros de aquí. Yo resistiré en este lugar y os daré tiempo para escapar.

—Si no regresáis, rey Cumulonimbo, ninguno de vuestra raza responderá a mis llamadas.

—Cierto —admitió Gramrik.

—Entonces, debéis regresar a vuestra fortaleza, cueste lo que cueste. Debemos ir hacia el túnel a la máxima velocidad posible. Y si se ha perdido ya, resistiremos donde haya algo sólido que nos proteja la espalda.

—Entonces, poneos espalda con espalda con nosotros, humano. Porque descubriréis que no hay nada tan sólido como un enano que tiene un juramento que cumplir.

Gramrik se volvió para darles órdenes a sus guerreros, y Helborg llamó a Griesmeyer.

—Decidle a Osterna que se olvide del camino de regreso; seguiremos a los enanos. —Griesmeyer asintió con la cabeza, y se disponía a ir a cumplir la orden cuando Helborg lo aferró por un brazo y lo acercó.

—Busca un caballo para ti —dijo el mariscal del Reik con los ojos encendidos—. Atraviesa las líneas enemigas, como puedas, y tráeme mi ejército.

* * *

—¡Delmar! —gritó Griesmeyer para hacerse oír por encima de la tormenta, mientras se detenía junto a él—. ¡No desmontes!

Delmar volvió la cabeza, confundido; se levantó la visera, y una nube de lluvia le mojó la cara.

—¿Mi señor?

—El mariscal necesita que reunamos al ejército y lo traigamos aquí. Descargad de la silla de montar todo lo que no necesitéis para luchar —replicó Griesmeyer—. Están en nuestras manos las vidas del mariscal del Reik y del rey de Karak-Angazhar.

Griesmeyer espoleó el caballo y Delmar lo siguió. Los dos jinetes cabalgaron a toda velocidad hacia la sección más endeble del cerco goblin. Ante una determinación semejante, los pocos goblins que había en su camino se apartaron rápidamente hacia los lados, y Delmar vio que la senda quedaba despejada. Pero entonces silbaron las negras flechas al hender el aire y caer sobre ellos. Delmar sintió los impactos contra la espalda y el costado, y se inclinó sobre la silla para proteger al caballo. Él continuó galopando y salió indemne, pero Griesmeyer no tuvo tanta suerte. Con un relincho escalofriante, la montura del viejo caballero cayó.

Delmar lo oyó y detuvo el caballo para mirar atrás.

—¡Sigue! ¡Sigue! —gritó Griesmeyer, que ya había abandonado la montura herida y estaba de pie—. ¡El deber primero!

Griesmeyer comenzó a huir de los ansiosos goblins y sus lanzas, y Delmar hizo girar el caballo y lo espoleó una vez más.

* * *

Sapo Espinoso, acuclillado en el palanquín, observaba cómo hombres y enanos eran ganados por el pánico ante sus ojos. Verlos debatirse y luchar le hacía sentir una cálida sensación a pesar de la lluvia torrencial.

—¡Mira, Burakk! —dijo al ogro que se paseaba junto a él—. Los cuernos no eran un truco. ¡Están exactamente donde el prisionero ha dicho que estarían! —Sapo Espinoso observó para ver en qué dirección formaban los enanos—. Y ahora nos muestran su camino. ¡Ve por ellos!

Burakk se lamió los labios con expectación y se alejó a saltos. Sapo Espinoso comenzó a dar brincos de un lado a otro a causa de la emoción. Aun contando con la advertencia, sólo había tenido tiempo para hacer salir de sus madrigueras a una parte de sus Amanitas y reunidos, pero los Mordedores que estaban en el norte y los Hongos Fétidos que se hallaban al sur, habían estado más cerca. Había hecho correr hasta la muerte a una docena de sus portadores para despertar a las dos tribus, pero había merecido la pena. Con independencia de lo que hicieran los enanos y los hombres, dentro de pocos minutos serían vencidos.

* * *

—Mis hombres están montados, mariscal —informó Osterna.

—Bien. El rey está preparado, tenéis que despejar el camino. —Helborg señaló la cuchilla que se alzaba al sur, en la dirección en que ya marchaba Gramrik—. Cargad, atravesad las filas enemigas, volved atrás y…

La voz de Helborg se apagó.

—¿Mariscal? —preguntó Osterna, pero Helborg estaba mirando más allá de él. Allí, en el norte, un caballero solitario luchaba contra la marea de goblins que se alzaba contra él.

—Griesmeyer —dijo Helborg.

Osterna giró sobre sí y también lo vio.

—Haré dar media vuelta a mis hombres, mariscal. Lo salvaré.

—No —lo contradijo Helborg—. Obedeced mis órdenes. Proteged al rey.

Helborg espoleó el caballo y se alejó, sin darle a Osterna la oportunidad de discutir.

* * *

Griesmeyer sintió que el goblin le saltaba sobre la espalda y le arañaba la visera con los dedos, intentando clavarle las uñas en los ojos. Cambió el modo de sujetar la empuñadura de la espada, y luego la balanceó hacia atrás por encima del hombro, como si fuera un flagelante que purgara sus pecados con un azote. La hoja atravesó un hombro del goblin y le penetró en la espalda, momento en que se aflojaron las manos de la criatura y Griesmeyer pudo arrancársela de encima con la mano libre.

Oyó que los goblins volvían a acercársele por detrás; con el paso siguiente apoyó el pie con fuerza y giró sobre sí al tiempo que barría el aire con un tajo ascendente. Un goblin que intentaba cogerlo perdió un brazo, y al siguiente le cortó la cara en dos. Ambos cayeron hacia atrás e hicieron tropezar a los goblins que los seguían. Griesmeyer no se detuvo a ver los resultados, sino que continuó luchando. El fango que tenía bajo el pie se desplazó, y, al perder el equilibrio, resbaló. Desesperado, intentó parar la caída y se torció una rodilla, que crujió, al descargar mal el peso sobre ella.

A pesar del tamborileo de la lluvia sobre su yelmo, oyó trompetas de la Reiksguard que tocaban a carga más adelante. Por un momento pensó que estaba salvado, pero el trueno de los cascos se alejó. Cualquiera fuese la dirección en que cargaban, no iban hacia él.

Dio otro paso, y las rodillas casi se le doblaron. Se dio cuenta de que ya no podía correr. Esto era el fin, entonces. Giró sobre sí para encararse con la horda que tenía detrás, y los goblins cacarearon al ver que la presa les hacía frente. Vería a cuántos podía llevarse por delante. Una docena le parecía justo. A fin de cuentas, tenía una pierna lesionada.

Pero luego el atronar de cascos volvió a aumentar de volumen.

—¡Reiksguard! —rugió Helborg, al cargar hacia él. El poderoso corcel atropelló a la horda de goblins e hizo volar por el aire a los más cercanos. Trazó con el mortífero colmillo rúnico un gran arco en torno de sí y acabó con la vida de otros cinco pieles verdes. Su caballo saltó hacia delante para pisotear a otros con los cascos, y la espada volvió a descender.

Con un toque de tacón, Helborg hizo que el caballo se apartara de los goblins cuando éstos retrocedieron, y lo espoleó para ir hacia Griesmeyer.

—¡Hermano!

Griesmeyer alzó una mano para aferrar la de Helborg cuando pasara, pero éste se inclinó, recogió a Griesmeyer en peso del suelo y lo subió a la silla.

—¿El ejército… el mensaje…? —gritó Helborg, sin ceremonia, cuando se alejaban.

—Delmar logró atravesar las líneas enemigas —jadeó Griesmeyer—. Delmar logró atravesar las líneas enemigas.

* * *

Siebrecht rugió mientras cabalgaba entre los caballeros de Osterna. Los goblins ni siquiera ofrecieron resistencia, sino que se apartaron antes de que los caballeros los acometieran. Los caballeros continuaron adelante e hirieron por la espalda a los goblins de oscuras ropas que huían. ¡Dioses, se regocijó Siebrecht, qué sensación de poder! ¡De fuerza imparable! El corazón le latía aceleradamente. Se sentía mareado. Se sentía magnífico. Descargó otro tajo, y otra forma negra se desplomó con un chillido, pero él no podía oír nada salvo el latir de la sangre en sus oídos.

—¡Volved! —rugió Osterna—. ¡Volved y formad otra vez! —Siebrecht ni siquiera lo oyó hasta que otro caballero le golpeó el yelmo con el plano de la espada. Siebrecht se dominó y dio media vuelta.

Detrás de ellos, en la lobreguez de la tormenta y el día que acababa, Siebrecht apenas pudo distinguir la batalla que se libraba detrás de ellos. El rey había conducido a sus guerreros al camino abierto por los caballeros, pero los goblins del este se aproximaban con demasiada rapidez. Osterna los había hecho formar otra vez, pero, al distraerse, Siebrecht se había quedado muy atrás cuando los caballeros volvieron a cargar. Los seguía a treinta pasos de distancia, así que fue el primero que vio a los ogros.

* * *

Los hombres de Osterna cargaron, pero esta vez los goblins ofrecieron resistencia. Los caballos pateaban y los caballeros les asestaban tajos a los enemigos que tenían por debajo. Burakk habían dado un rodeo a la carrera en torno a las estribaciones de la cuchilla, fuera de la vista de la Reiksguard, y luego habían ascendido. Evitaron lanzar su grito de guerra hasta que se encontraron a apenas unos pasos de distancia. El preceptor Osterna, que se hallaba más cerca de ellos, giró sobre la montura justo a tiempo de ver que la maza de Burakk se estrellaba contra su cara.

El golpe fue tan fuerte que arrancó la cabeza de Osterna, y la lanzó girando en espirales por el aire. Las armaduras de los caballeros que habían resultado ser tan invulnerables para las armas de los goblins, constituían una escasa defensa contra la fuerza de un ogro. El siguiente caballero fue derribado de la silla por un mazo, con las costillas partidas. Otro esquivó el barrido de un alfanje tan largo como alto era un hombre, y el arma decapitó al aterrado caballo. Más caballeros fueron eliminados cuando pesados garrotes y mazas rompieron cráneos y partieron cuellos.

—¡Atrás! ¡Atrás! —corrió la orden entre los caballeros, y los corceles no necesitaron que les insistieran. Los ogros se lanzaron hacia delante y derribaron los caballos, haciendo que los caballeros salieran volando hacia las ávidas garras de los triunfantes goblins.

Justo en ese momento, un solo grito se alzó por encima de los rugidos de los ogros. Era Siebrecht que llegaba a la carga. No había pensado en quedarse a resguardo; había visto a sus hermanos en peligro y se había lanzado a intervenir. Sólo cuando los ogros se volvieron a mirarlo, se dio cuenta de que estaba a punto de morir, y que sería sólo por su estúpida culpa.

Corrió al galope por el borde de la cuchilla, donde el sendero estaba libre de hombres de Osterna, con la espada sujeta ante sí como si fuera una lanza. Escogió su objetivo, un ogro que sujetaba el brazo cercenado de un caballero que yacía muerto a sus pies, y apuntó por encima de la acorazada pancera, directamente al corazón. La espada de Siebrecht dio en el blanco y el impacto casi lo derribó de la silla de montar, pero la hoja se clavó profundamente en el corazón de la bestia.

El ogro bajó los ojos con sorpresa hacia la espada que tenía alojada en el pecho. Y entonces se puso a reír socarronamente.

—Que Morr tenga piedad —susurró Siebrecht para sí, mientras bajaba la mano para desenfundar la pistola que llevaba en la silla. El ogro lo aferró con ambas manos y lo levantó a peso de la aterrorizada montura. La boca del ogro se abrió de par en par, con la intención de cortarle la cabeza de una dentellada a Siebrecht. El caballero tenía la pistola en la mano, pero el ogro le tenía el brazo inmovilizado contra el costado.

Siebrecht giró la mano hasta que el cañón quedó apuntando directamente hacia arriba. Cuando la boca del ogro descendió hacia él, apretó el gatillo con el pulgar y rezó para que la pólvora no estuviera mojada. La ignición le hizo una quemadura en la muñeca, la bala pasó silbando junto a su cara y atravesó el paladar del ogro.

Siebrecht intentó soltarse de la presa del ogro, pero aun en el momento de morir, con el cerebro atravesado por la bala, era demasiado fuerte. El monstruo cayó de espaldas desde lo alto de la cuchilla, hacia la oscuridad, y se llevó a Siebrecht consigo.

* * *

Delmar vio el cuerpo en la luz gris de la mañana siguiente.

Había cabalgado a la máxima velocidad posible con el mensaje del mariscal del Reik, pero había caído la noche antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia, y había tenido que hallar el camino en medio de la lluvia y la negra oscuridad. Al fin había llegado al campamento y encontrado al submariscal Zollner. Éste, no obstante, por mucho que le doliera tomar esa decisión, no podía enviar a sus hombres en medio de la noche, así que tuvieron que esperar. Al primer atisbo de luz, su regimiento se había puesto en marcha con Delmar en cabeza.

Al recorrer la ruta de regreso, Delmar había avistado una manada de caballos a lo lejos, cosa rara en aquellas montañas. Había cabalgado hasta ellos y visto que tenían las marcas de la Reiksguard. No se veía a los jinetes por ninguna parte. Era un mal presagio. La Reiksguard sólo dejaría sueltos sus caballos en el más espantoso de los apuros, cuando ya no fuera posible escapar.

Al llegar al lugar de la batalla se habían confirmado sus peores temores. Aunque por la sangre y las armas rotas estaba claro que hombres y goblins habían luchado y muerto en aquel lugar, no había cuerpos. Se los habían llevado todos para comérselos, y eso significaba que habían ganado los goblins.

Había sido entonces cuando había mirado hacia debajo de la cuchilla y visto el cadáver que había en el fondo. Era un ogro, medio enterrado en un lodazal. Obviamente había caído durante la lucha hasta el pie de la cuesta, y luego los carroñeros goblins no lo habían visto.

Entonces se movió.

Delmar miró con mayor atención en la media luz. Decididamente, se movía. Apenas una fracción, pero era suficiente. Aún estaba vivo. Delmar descendió hasta él. Su misión de rescate había sido un fracaso. No había estado allí para defender a sus hermanos, pero matar a aquella bestia podría proporcionarles una pequeña satisfacción a los muertos.

Se aproximó, pisando con cuidado el fangoso terreno, y desenvainó la espada. El ogro sufrió otro espasmo, aunque ahora que estaba allí, más cerca, Delmar vio que no era el ogro quien se movía, sino algo que había debajo de él.

—¡Siebrecht! —exclamó Delmar—. Siebrecht, ¿puedes oírme?

Siebrecht, inconsciente debajo del cadáver del ogro, se movió ligeramente, y esto hizo que se hundiera un poco más en el fango.

—Que Sigmar nos guarde. —Delmar se metió en el lodazal e intentó quitarle de encima el cuerpo del ogro—. ¡Siebrecht, despierta!

Siebrecht despertó, sintió el sofocante lodo que lo rodeaba por todas partes, la presión que lo empujaba hacia abajo, y fue presa del pánico. Intentó inspirar grandes bocanadas de aire, y en su lugar tragó cieno, cosa que lo hizo atragantar y sentir aún más pánico.

—Sujétate, hermano —dijo Delmar con voz tensa, mientras alzaba apenas el cuerpo del ogro.

»¡Siebrecht! —volvió a gritar para captar su atención—. Sujétate a mí y tira para salir del fango.

Siebrecht así lo hizo, aferrándose a Delmar y arrastrándose hasta terreno más firme, mientras tosía y escupía lodo. Cuando hubo salido del todo, Delmar se desplomó y dejó que el ogro se hundiera.

—Siebrecht, ¿puedes hablar? ¿Ha sobrevivido alguien más?

Siebrecht negó con la cabeza.

—No lo sé —jadeó—. Yo caí con éste… —Agitó una mano hacia el ogro sumergido—. ¿Ha acabado?

—Sí. Sí que ha acabado —suspiró Delmar, y alzó la vista de vuelta hacia lo alto de la cuesta.

—¿Hemos vencido?

—Creo que no.

* * *

Pero Delmar se equivocaba. Otro de los exploradores de Zóllner había visto que una sección del saliente se plegaba repentinamente para formar una cueva. Temeroso de otro ataque goblin, Zóllner se adelantó con un escuadrón de caballeros para investigar, momento en que se encontró con que el mariscal del Reik y el rey enano salían tranquilamente a la luz del alba. Pero la alegría de Zóllner por ver a Helborg con vida se vio atenuada al ver el número de sus hermanos que yacían detrás de él. La mitad de los hombres de Osterna estaban muertos, o heridos de tal modo que ya nunca volverían a cabalgar. Del propio Osterna sólo tenían el cuerpo, ya que no habían recuperado la cabeza.

Había sido sólo gracias al heroísmo del propio mariscal del Reik que los goblins y los orcos no se habían llevado a los muertos. La carga solitaria de Siebrecht les había dado a los caballeros de Osterna la oportunidad de escapar, pero había sido el mariscal del Reik quien entonces había llegado a caballo y los había hecho replegarse. Y en lugar de huir con los enanos, había encabezado la carga contra los ogros, en la cual habían matado a varios de ellos y los habían hecho retroceder durante el tiempo suficiente para que los caballeros pudieran recoger a sus hermanos caídos. Cuando Gramrik comprendió cuál era su objetivo, no pudo evitar volver atrás también él y ayudar a la Reiksguard, tanto a los vivos como a los muertos, a llegar hasta la seguridad del túnel.

Entonces los mineros de Gramrik habían hundido el túnel tras ellos,' y los goblins habían limpiado el campo de batalla antes de regresar a sus madrigueras. Los enanos, sin embargo, no habían regresado a Karak-Angazhar. En su lugar, habían pasado la noche con los caballeros, bajo tierra. Y al llegar la mañana los mineros excavaron un nuevo túnel para que volvieran a la superficie.

Durante la larga noche, Gramrik había desvelado el verdadero plan que tenía para ayudar al Imperio a atravesar las Fauces del Dragón. Ahora, Helborg miró el envejecido rostro del enano a la luz de la mañana. Vio los profundos surcos de la frente del rey, las cicatrices de las mejillas donde ya no crecía su blanca barba, y el pedernal de sus ojos. Helborg había pasado la vida luchando por el Imperio, pero su vida no representaba más que una temporada para aquel guerrero. El éxito de la campaña dependía de que esos dos viejos soldados pudieran confiar el uno en el otro.

Helborg decidió que podían hacerlo.

—Conduciré mi ejército al interior de las Fauces —dijo.

—Sí —repuso Gramrik con solemnidad—. Estad preparados mañana por la mañana. Eso nos dará tiempo suficiente.

—¿Tiempo suficiente para consultar a vuestros ancestros? —preguntó Helborg con tono ligero.

—Sí —replicó Gramrik. Helborg creyó ver el rastro de una sonrisa bajo la espesa barba—. Más o menos.

* * *

—Diez de mis ogros. ¡Diez! —Burakk el Buche agitaba ambas manos con los cinco dedos extendidos como si cada uno llevara el nombre de uno de sus ogros perdidos.

Burakk daba saltos de un lado a otro, en espera de que Sapo Espinoso respondiera. No había dicho nada delante de aquellos que habían vuelto de la batalla; hacerlo habría equivalido a desafiar públicamente a Sapo Espinoso, y no era el momento de hacer eso, no mientras los goblins aún superaran en número a los ogros de Burakk por trescientos a uno. No, allí fuera había guardado silencio, pero ahora, en privado, Sapo Espinoso le debía una respuesta.

—Diez ogros perdidos —continuó Burakk, bramando con más fuerza aún—. ¿Y qué he obtenido a cambio? ¡Nada! Los hombres del Imperio se llevaron consigo a los caídos. ¡Los enanos hicieron lo mismo! No dejaron nada. Nada más que tus goblins y diez de mis ogros.

—Estoy seguro de que sabían bastante bien. —Sapo espinoso empujó la cabeza de Osterna con una uña, probando ociosamente cuánta presión resistían los globos oculares.

—No venceremos por el sistema de comernos a los de nuestra propia raza, goblin. Tú me prometiste la carne de los hombres y de sus animales. ¡Pero no la capturáis! —Burakk le dio de puñetazos a la pared de roca para imprimir fuerza a su frase—. Disparáis vuestras flechas contra ellos desde lejos. Les arrebatáis uno o dos por la noche, y luego huís cuando los hombres de armadura van tras vosotros. Su ejército marcha sin encontrar resistencia. Esta noche es la única ocasión en que hemos estado lo bastante cerca como para escupirles. ¿Cuándo vamos a atacarlos en masa? ¿Reunir a las tribus? ¿Hacer retroceder a los hombres, obligarlos a abandonar a sus muertos para que nosotros podamos comer? ¡Comer!

Sapo Espinoso se dejó caer del techo y aterrizó, encorvado, sobre el respaldo del trono.

—Pronto, Burakk, pronto. Ya se encuentran detenidos en la entrada del valle que corre entre las montañas de los Orejas Negras y el pico Mordedor. El río corre rápido, las orillas son escarpadas y estrechas, y no hay ninguna otra senda que permita dar un rodeo, salvo una que los desviaría de su camino durante una semana. Aplastaremos sus armaduras bajo nuestras rocas, y cuando ya no puedan defenderse, descenderemos sobre ellos y comeremos.

—¿Y qué sucederá si los enanos vuelven a intervenir?

—Están cautivos detrás de nuestras líneas de asedio. Atrapados dentro de su fortaleza. No pueden intervenir.

—¡Lo hicieron anoche! ¿De qué sirve vuestro asedio si los enanos van y vienen a su antojo? Dame el nombre de la tribu que debe ser castigada, y nos alimentaremos de ella.

—Utilizaron un camino secreto, y al hacerlo nos lo dieron a conocer. Hemos descubierto la salida y los enanos han tenido que cerrarla. No pueden usarla otra vez. —El señor de la guerra trepó por la pared que había detrás del trono y gateó, cabeza abajo, por el techo, hasta que estuvieron lo bastante cerca el uno del otro como para que el rancio aliento del ogro le erizara las púas—. Y puesto que estamos en guerra contra estas tribus de hombres, no puedo permitirte que te alimentes de los demonios que necesito para la lucha. Como tú mismo dices, Burakk, no ganaremos comiéndonos a los de nuestra propia raza. A los de ninguna de nuestras razas.

* * *

Otro caballero al que Siebrecht no conocía le estrechó la mano para felicitarlo. Había corrido la voz desde la noche antes. Para cuando Delmar y Siebrecht regresaron al regimiento de Jungingen, el preceptor había oído toda la historia referente al triunfo de Siebrecht contra el paladín ogro. Había sido un destello de heroísmo en una noche de sangrientas pérdidas.

Jungingen sabía que el éxito de sus caballeros lo dejaba en buen lugar, así que se aseguró de que todo el regimiento saliera a ofrecerle una digna bienvenida a Siebrecht. Éste no había tardado en perder de vista a Delmar en medio de la masa de caballeros que lo felicitaban. Por inesperados que fueran esos parabienes a Siebrecht le habían encantado. Era exactamente igual que entre las pandillas de jóvenes nobles de Nuln, donde cada victoria sobre sus rivales era motivo de celebración. Él había sido la espada más rápida entre ellos, y se habían sentido muy orgullosos de él. Ahora, por primera vez, también la Reiksguard estaba orgullosa de él.

Aquella tarde, Siebrecht despertó de un humor diferente. Con la frente caliente y la cabeza congestionada, tenía la sensación de que una piedra se le había atascado en la garganta. Tras las alarmas del día y la noche anteriores, el mariscal del Reik había dado pocas órdenes al ejército, salvo las de descansar, ocuparse de los heridos y los muertos, y estar preparados para acometer las Fauces al día siguiente. Siebrecht no podía ni imaginar cómo iba a estar preparado para luchar al día siguiente, si se sentía tan mal como en ese momento, o peor.

Los sargentos habían preparado un fuego en las proximidades para la comida matinal de los caballeros. Aquellos sargentos eran hombres extraños, decidió Siebrecht. Durante el noviciado había pensado que los sargentos eran poco más que centinelas, los músculos de los tutores y, ocasionalmente, sus carceleros. Pero en campaña eran muy diferentes. Se ocupaban de cuidar, incluso proteger a los caballeros hermanos. Marchaban durante todo el día con el ejército, al anochecer encendían los fuegos y cocinaban, y por la noche hacían guardia. Todo para garantizar que cuando sus caballeros fueran al combate, estuvieran en las mejores condiciones para luchar. Se enorgullecían de llevar a sus caballeros a la batalla, y de llevarlos de vuelta a casa.

Uno de los sargentos de más edad llevó dos jarras, una para Siebrecht y la otra para Gausser, que estaba sentado a su lado. Siebrecht lo aceptó con agradecimiento, pero luego olió el horrible hedor que manaba de ella y lo apartó de sí.

—Bebedlo, mi señor —insistió el sargento.

—Maldito si lo haré —replicó Siebrecht—. Huele fatal. ¿Con qué lo habéis hecho? ¿Con el agua de limpiar los cañones?

El sargento rio entre dientes, y Siebrecht se dio cuenta de que no reía con él, sino que se reía de él. De repente, sintió que lo trataba con paternalismo. Junto a él, Gausser se bebió el contenido de su jarra de un solo trago.

—Bébelo, hermano —dijo—. No es tan malo.

Siebrecht intentó hacer caso omiso de la sonrisa de aliento del sargento, y volvió a alzar la jarra. Olió por si acaso el aroma había mejorado. No lo había hecho. Así pues, contuvo el aliento mientras tragaba. Como había dicho Gausser, no sabía tan mal como olía. Al principio resultaba muy amargo, casi acre, pero ese sabor desaparecía con rapidez. El sargento le dedicó un asentimiento de aprobación, como si fuera un niño que se hubiera tomado la medicina por primera vez.

—Pronto os sentiréis mejor, mi señor.

—Por los dioses, ¿de verdad? —Siebrecht contempló el espeso residuo negro que quedaba en el fondo.

El sargento recogió las jarras.

—He servido a la orden en campaña durante casi cuarenta años, mi señor. Sabemos cómo mantener a los hombres preparados para la lucha.

—¿Y a cuántos habéis envenenado por el camino? —murmuró Siebrecht, mientras el sargento regresaba a paso lento hacia el fuego, donde estaban sus compañeros. Estaba mostrándose un poco duro, pero no se sentía bien y los sargentos le sonreían con paternalista indulgencia. Siebrecht les volvió deliberadamente la espalda cuando otro caballero acudió a estrecharle la mano.

* * *

Delmar observaba desde la sombra de los árboles mientras Siebrecht aceptaba modestamente la felicitación de otro caballero.

—¿Estás pensando que deberías de haber sido tú? —lo interrumpió una voz familiar.

Delmar se puso en pie de inmediato.

—Mi señor Griesmeyer —dijo con tono formal—. ¿Cómo estáis?

El caballero de más edad llevaba sólo la mitad de la armadura, con un jubón azul en lugar del peto. Se recostó con indolencia contra el tronco del árbol, y se rascó la corta barba pelirroja que le cubría el mentón.

—Mejor que cuando me viste esta mañana. Y, por favor, ya hemos luchado juntos, Delmar; sin duda puedes llamarme «hermano».

—Sí, mi señor, lo haré.

Griesmeyer rio alegremente ante la inflexibilidad del joven caballero.

—Ese hermano tuyo actuó muy bien ayer.

—Sí, es verdad.

—También tú lo hiciste, Delmar.

El joven sintió que se le cerraba la garganta.

—Yo no fui el primero que venció a un ogro. No os rescaté de entre la horda. No cargué con el mariscal del Reik para defender a mis hermanos caídos.

—No eran ésas las órdenes que habías recibido. Se te había ordenado darle al mariscal del Reik el mensaje procedente de Karak-Angazhar, cosa que sí hiciste. Y luego se te ordenó que trajeras al ejército hasta aquí, cosa que también hiciste. El mariscal del Reik te confió su vida y la vida del resto de nosotros; eso merece un encomio mucho mayor que los que ha estado recibiendo el hermano Matz.

Delmar detestaba aquello. Detestaba el hecho de que Griesmeyer estuviera diciendo exactamente lo que él quería oír y que, sin embargo, sus sospechas hicieran que no pudiera obtener consuelo alguno de aquellas palabras. Detestaba la cómoda familiaridad de Griesmeyer; que el caballero ni siquiera hubiese reparado en la distancia que había surgido entre ellos. Y más que nada, Delmar se detestaba a sí mismo, porque sabía que Griesmeyer le había mentido pero, sin embargo, él aún quería creerle.

—Sí, mi señor —contestó sin emoción.

—Por favor, Delmar —lo reprendió el caballero—, llámame «hermano».

—Lo haría, mi señor, si vos hicierais lo mismo.

—¿Llamarte «hermano»? —dijo Griesmeyer, sorprendido—. Ya lo hago.

—No, mi señor, me llamáis Delmar —lo corrigió con suavidad—. ¿Me llamaríais «hermano Reinhardt»?

Griesmeyer calló al oír esto. Se apartó del árbol y contempló a Delmar con expresión pensativa.

—Vaciláis —dijo Delmar—, porque era así como llamabais a mi padre. ¿Estoy en lo cierto?

Griesmeyer se acarició la corta barba.

—Por un momento me has pillado por sorpresa. Eso es todo. Por supuesto que te llamaré «hermano Reinhardt», si es tu deseo.

—Lo es, mi señor.

—Muy bien, pues —replicó Griesmeyer, hablando lentamente para dar más fuerza a las palabras—, hermano Reinhardt.

—Hermano Griesmeyer. —Y entonces, Delmar supo que había llegado el momento de formular la pregunta que lo había estado reconcomiendo—. Hermano Griesmeyer, ¿cómo murió mi padre?

—¿Se trata de eso, hermano Reinhardt? —dijo el caballero maduro, con compasión—. ¿Eso es lo que te ha estado preocupando tanto?

Griesmeyer dirigió la vista hacia el campamento de los caballeros.

—Supongo que era previsible que pienses en ello ahora, en tu primera campaña —dijo—. Pero ya te he contado todas las circunstancias de aquel día.

Delmar meditó cuidadosamente sus palabras.

—Mi madre os culpa a vos de su muerte, ¿no es cierto? No me habéis contado por qué lo hace.

—Por supuesto que tu madre me culpa. Sintió que se le acababa el mundo cuando le llevé la noticia; tenía que culpar a alguien. Y sabía que yo era el amigo de tu padre y debería haber velado por su seguridad.

—No erais amigos aquel día, ¿verdad? Estoy enterado de las discusiones que vos y él habíais tenido. Dioses, toda la orden estaba al tanto. ¿Os hablabais siquiera aquel día?

—Habría dado mi vida por la suya, si hubiera podido. —Pero Griesmeyer no había respondido a la pregunta.

—¿Cómo murió mi padre, hermano Griesmeyer? —exigió saber Delmar.

—Murió… —le espetó el caballero, pero luego se contuvo—. Murió con honor. —Dicho esto, Griesmeyer le volvió la espalda a Delmar, y se alejó.

* * *

La mañana se alzó gloriosamente sobre las Fauces del Dragón. La lluvia que había caído torrencialmente durante los últimos días y hecho crecer el río, la lluvia que los hombres lamentaban y los goblins despreciaban, había cesado. Las negras nubes se habían desplazado hacia el este para amenazar las montañas que rodeaban al paso del Fuego Negro, y, por una vez, el cielo estaba límpido. Los dioses de los humanos y los dioses de los pieles verdes habían decretado que era un día para batallar.

En esa batalla los caballeros de la Reiksguard debían forzar el paso a través de las Fauces del Dragón, o la campaña tocaría a su fin; porque en caso de no lograrlo, el ejército tendría que emprender una angustiosa retirada hacia Averland, con los goblins pisándoles los talones, y entonces Karak-Angazhar se encontraría realmente sola.

Las Fauces del Dragón habían sido bien bautizadas. Los riscos de ambos lados se alzaban verticalmente como los lados de la boca de dicha criatura. Los afloramientos rocosos que erizaban las laderas eran como sus afilados dientes, y el Reik, que corría rápidamente por la base, constituía la gruesa lengua.

Era un paisaje que amenazaba con cerrarse y tragárselos enteros.

Las trompetas despertaron el campamento del Imperio cuando el sol ya había salido. Los tramperos que habían estado de guardia durante las últimas horas bostezaron, agradecidos, al ver cumplida su misión. Volvieron a sus regimientos, donde hallaron un trozo de tierra cómodo para echarse. Los hombres, tanto caballeros como milicianos y el resto de los tramperos, despertaron. Los oficiales no los apremiaron; no necesitaban hacerlo. Los hombres habían tenido todo el día anterior para prepararse y meditar sobre la batalla que se avecinaba; para reflexionar sobre el caos del combate, las heridas que podrían sufrir, los tajos mortales que podrían recibir. No se levantaron con entusiasmo, pero al menos lo hacían con alivio por el hecho de que pronto acabaría la espera.

Helborg cabalgó de regreso al campamento con su guardia. Como tenía por costumbre, se había levantado lo antes posible para explorar el terreno que tenían por delante. Había dado las órdenes de batalla el día anterior, y nada de lo que había visto justificaba cambiarlas. Sus piernas y los flancos del caballo estaban empapados de agua del río, y deseaba secarse para no coger frío. Hacía tiempo que había aprendido que el cuidado de sí mismo formaba parte del cuidado de su ejército. No tenía que remontarse mucho en la historia del Imperio para encontrar batallas perdidas a causa de la indisposición de un general.

Pasó junto al ejército que estaba reuniéndose. Mil doscientos caballeros, casi todas las fuerzas de la Reiksguard, se encontraban en el campo, con sus penachos de laurel y plumas. Allí estaba el preceptor Wallenrode, cuyos caballeros habían obtenido fama batallando contra la horda del señor de la guerra orco llamado Vorgaz Mandíbula de Hierro, y llevaban el distintivo de la victoria en todos sus estandartes. Allá veía al preceptor Trier, que tenía en su regimiento, a otros tres caballeros del mismo apellido, dos primos y su propio hijo. Allí se encontraba el preceptor Jingingen, cuyas iniciativas y aguda mente lo habían hecho invalorable a pesar de su juventud. Y allá, en cabeza, estaba en regimiento de Osterna. A pesar de que su preceptor había muerto, los caballeros se negaban a luchar bajo cualquier otro nombre.

Tras ellos se reunía la milicia. Había vaqueros de Heideck, vinateros de Loningbruck, matarifes con sus aprendices procedentes de Averheim, burgueses de Streissen, y los guardias ciudadanos de Grenzstadt, muchos de los cuales eran enanos. Enanos del Imperio, no obstante, y distanciados de sus primos de Karak-Angazhar, pero no menos ansiosos por luchar a su lado. Eran todos ciudadanos de Averland, se encontraban lejos de sus hogares, pero aun así los defendían.

* * *

Siebrecht estaba sentado sobre la montura, armado y acorazado, y esperaba. Acariciaba el cuello del animal, aunque en realidad intentaba calmarse él mismo. No miraba el gran contingente de caballeros que lo rodeaba; se concentraba en el sendero que tenía por delante. Había comenzado bien el día, milagrosamente restablecido. Cuando se reunió con el escuadrón, todos lo habían tratado con deferencia, los de Reikland y los provincianos por igual.

—Allí están. —La voz de Gausser lo arrancó de su ensoñación. Una tribu de goblins había surgido de la ladera del Predigtstuhl, situada al otro lado del río.

—Eso no les servirá de mucho —dijo Bohdan—. Si tienen intención de impedirnos el avance, están en la orilla equivocada.

—¿Están todos ahí? —preguntó Alptraum—. Veo sólo unos pocos centenares.

—Por supuesto que no están todos ahí —le contestó Siebrecht con mayor brusquedad de la que pretendía—. El resto estará por delante de nosotros. Mira cuántos de ellos llevan arco; no están ahí para detenernos, sino para desangrarnos mientras pasamos.

Y con el Reik entre ambas fuerzas, sólo Voll y los tramperos podían responder; los caballeros no podían ni tocarlos.

Era evidente, sin embargo, que el mariscal del Reik no estaba de acuerdo. Con el sonido de una trompeta, los caballeros de Osterna comenzaron a avanzar hacia los goblins en línea recta, hacia el río.

* * *

Delmar se estiró sobre la silla para poder ver. Esto era realmente extraño. Todas las historias que había oído sobre Kurt Helborg hablaban de sus grandes dotes de general, de la maestría táctica que les había franqueado una victoria tras otra a los ejércitos del Imperio. No obstante, una vez que Delmar hubo visto el despliegue del ejército después de alzarse el sol, no pudo evitar preguntarse si los rumores que corrían sobre el agotamiento de Helborg tras su regreso del norte contenían algo de verdad.

Delmar vio que Hardenburg había ocupado posición detrás de él. Eso era raro. A pesar de lo afable que era el joven de Reikland, siempre formaba junto con Falkenhayn, y no había hablado con Delmar desde que habían salido de Altdorf.

—¿Estás bien esta mañana, hermano? —preguntó Hardenburg.

—Estoy contrariado, Tomás.

—¿Sí? —Hardenburg parecía sorprendido—. ¿En qué sentido?

—Nuestro despliegue no tiene ningún sentido.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué hemos montado? Mira los costados del valle, mira esos riscos. ¿Piensas que un caballo podría caminar siquiera a lo largo de esa cuesta, no te digo cargar? Es sólo lo bastante plano como para que cabalguemos junto al río, y apenas lo bastante ancho como para recorrerlo en formación de tres o cuatro en fondo. Si unos pocos caballeros cayeran en la vanguardia, el resto de nosotros quedaría atrapado. Los goblins sólo necesitarían bajar por las pendientes y empujarnos al río.

Hardenburg asintió con la cabeza, pero su mente estaba en otra parte.

—¿Y ahora ha ordenado a los caballeros de Osterna que vayan contra esos goblins del otro lado del río? —continuó Delmar—. ¿Qué piensa, que la armadura va a ayudarlos a nadar?

Otros se habían interesado también en su conversación en voz baja.

—¿Qué estáis susurrando ahí? —preguntó Falkenhayn en voz alta.

Hardenburg pareció sentirse culpable, como si lo hubieran pillado traicionando la confianza de su amigo.

—La línea de batalla no tiene ningún sentido, dice Reinhardt —replicó.

—¿Ah, sí? ¿Y piensa el hermano Reinhardt que sabe más que el mariscal del Reik? —se burló Falkenhayn—. Hermanos, escuchad esto: ¡El hermano Reinhardt piensa que sabe más que el mariscal del Reik! Tal vez, Reinhardt, el mariscal debería someter el orden de batalla a tu aprobación, ¿no te parece?

Falkenhayn hizo que el caballo avanzara un paso.

—Venga, solicitemos el permiso del preceptor para que puedas cabalgar hasta el mariscal ahora mismo y hacerle ver cuán gravemente se ha equivocado. Porque, sin duda, el deber de todo leal caballero es cuestionar las órdenes de su general.

Delmar sintió todos los ojos del escuadrón sobre sí, tanto de los nativos de Reikland como de los provincianos. Falkenhayn estaba provocándolo, intentando hacer que se sintiera abochornado y se desdijera. En otra ocasión, en los sofisticados círculos nobles de Altdorf, Falkenhayn podría haberlo logrado; pero allí, sobre el campo de batalla, no tenía ni la más remota posibilidad.

—Pon el cerebro en funcionamiento antes de poner la lengua en movimiento, Falkenhayn —replicó Delmar, con voz calma y mesurada, en el mismo todo de mando que había adquirido en Edenburgo—. Y si vuelves a poner en duda mi lealtad, será mejor que estés dispuesto a desenvainar la espada y tengas a tu padrino preparado para enviar tu cuerpo de regreso a casa.

Delmar sostuvo la mirada de Falkenhayn hasta que una breve nota de trompeta alertó al escuadrón. Se enarbolaron los estandartes. La batalla estaba a punto de comenzar.

* * *

Si el mariscal del Reik hubiera oído qué preocupaba a Delmar, no se habría mostrado en desacuerdo. El fondo del valle estaba cubierto por la rápida corriente del Reik, crecido a causa de la lluvia; las estrechas orillas eran demasiado escarpadas para la caballería, y cualquier hombre que subiera por la cuesta sería blanco fácil para los arqueros que hubiera apostados en lo alto de los riscos. Las Fauces del Dragón no eran lugar para que luchara un ejército del Imperio. Pero tenían que luchar de todos modos.

La guerra era siempre la reconciliación de lo ideal con lo real, y la diferencia entre ambas cosas se pagaba con vidas de soldados. La clave para cualquier general, al menos para cualquier general que deseara mandar un ejército en más de una ocasión, era asegurarse de que esa diferencia fuera tan ligera como permitiera la victoria. A veces eso requería prudencia, a veces requería valentía, y a veces los dioses proporcionaban un general cansado. Los dioses… aunque ese día los enanos eran unos sustitutos más que suficientes.

Entre los tramperos se alzó un grito, grito que recogieron los caballeros y luego la milicia, y fue llevado hasta el propio mariscal del Reik, pero Helborg ya lo había visto. El rey Gramrik le había proporcionado el milagro.

El Reik había dejado de fluir.