9: Sapo Espinoso

NUEVE

Sapo Espinoso

El ogro conocido como Burakk el Buche observaba cómo la boca del gran goblin de piedra se llenaba con sus más pequeños congéneres pieles verdes. Había presentes emisarios de cada una de las diez tribus de las montañas circundantes; Burakk veía los emblemas de los Orejas Negras, los Hongos Fétidos, los Astillas, los Mordedores y todas las otras, que agitaba la multitud de negras capas. Estaban inquietos, ya que no les gustaba encontrarse fuera del subsuelo. Incluso allí, de noche y en la ladera de una montaña excavada tan profundamente que jamás era alcanzada por el sol, se sentían expuestos al infinito cielo. No obstante, aquel sitio era sagrado para ellos, y se los había convocado allí por una razón. Estaban allí para oír hablar a su jefe.

En un saliente situado por encima de ellos se alzaban los estandartes de la tribu de Sapo Espinoso, los Amanitas. La multitud fue recorrida por un siseo de expectación. Ya llegaba. Llegaba Sapo Espinoso. Burakk se movió ligeramente; apenas dos años antes, la reacción habría sido muy diferente. Los Amanitas habían sido unos parias, víctimas constantes de las tribus que presionaban su territorio por todos los flancos y los empujaban hacia los bordes. El nombre de Sapo Espinoso era desconocido para todos salvo para un pastor de squigs que lo tenía como insólita mascota. Hacía un año, tras otra derrota, los Amanitas se habían vuelto contra su jefe. En el caos que siguió, cada goblin que había intentado declararse jefe había sido rápidamente depuesto, y luego eliminado por otro. Las otras tribus se prepararon para intervenir al percibir la debilidad de los Amanitas y esperaron a que se agotaran luchando los unos contra los otros. Había sido entonces cuando Sapo Espinoso, el monstruo, había escapado de la jaula, y, en una noche de salvajismo sin precedentes incluso entre los pieles verdes, se había apoderado del control. Cuando las otras tribus despertaron, se encontraron con unos Amanitas nuevamente unidos. Algunas de las tribus atacaron a pesar de todo, y los goblins que perdieron se convirtieron en muy necesaria comida para los hambrientos demonios de Sapo Espinoso. A partir de ese día, el nombre de Sapo Espinoso se hizo conocido, pero no como el de un monstruo, sino como el de un señor de la guerra.

—¡Sapo Espinoso! ¡Sapo Espinoso! ¡Sapo Espinoso! —salmodiaba la multitud de un millar de goblins cuyo febril estado iba en aumento. Las Gran Boca era inconstante, decidió Burakk; el siguiente bocado nunca parecía ser el último.

Entonces, con una explosión de entusiasmo, apareció Sapo Espinoso de las Diez Tribus. El señor de la guerra goblin era el más lamentable espécimen de carne que Burakk hubiese visto en su vida. Tenía el cuerpo deformado como un arbolillo maltrecho, con piernas flacas y torcidas, pero poseía brazos poderosos. Trepó a la roca con los movimientos de una araña. Iba desnudo, salvo por un taparrabos, ya que el nombre de Sapo Espinoso no era para nada un apodo pintoresco: había hileras de púas por toda la piel del goblin. Sus «espinas», las llamaba él, y no soportaban ser cubiertas con los oscuros ropones que llevaban los otros goblins. Subió hasta lo más alto y se puso de pie, echado hacia delante, apoyado tanto en las manos como en las marchitas piernas, monstruoso y triunfante. En aquel lugar era más que el señor de la guerra de todos aquellos goblins, era su tótem, era la conexión con sus dioses.

—Ahora, amigos míos —comenzó Sapo Espinoso, cuya chillona voz era como música para los oídos de sus goblins—, ahora nuestros días de hambre se han transformado en noches de regocijo y oro. Ahora sí que deambulamos libremente por estas montañas mientras nuestros enemigos se acobardan y esconden bajo el suelo.

Los goblins cubiertos con capa bramaron de deleite, mientras agitaban yelmos y armas capturados en batalla.

—Ahora son nuestras barrigas las que están llenas y las de ellos las que no lo están; nuestros espasmos de hambre se han transformado en danzas de victoria. Ahora es nuestra garra la que rodea las gargantas de ellos, y con cada luna que pasa la presa aprieta más y más. Ahora están desesperados; ahora desearían haber huido.

La horda agitó los estandartes y tamborileó con las astas de las lanzas, eufórica.

—Mientras excavamos para hacerlos salir, ellos cavan sus tumbas. Mientras ellos comen rocas, nosotros nos comemos sus huesos. Cada luna nos acerca más, amigos míos, al banquete que se avecina. Pero por ahora, mi regalo para todos vosotros… ¡los trofeos que hemos obtenido!

A una señal de Sapo Espinoso, los Amanitas que estaban detrás de él avanzaron hasta el borde del saliente, arrastrando tras de sí hatos envueltos en tela. Los arrojaron desde lo alto sobre la multitud que se hallaba debajo. Al caer, los hatos se desenvolvieron y dejaron tras de sí una estela de tela negra que tenía un extremo sujeto al saliente de roca. Cuando la tela acabó de desenvolverse, quedó a la vista el contenido de cada hato, el ensangrentado cuerpo de un guerrero enano que quedó colgando como una carnada sujeta al extremo de una caña de pescar por encima de la multitud que aullaba. Sapo Espinoso se deleitó con aquel entusiasmo durante un momento, antes de ir hacia cada tela por turno con el fin de cortarla y dejar caer el cuerpo para que fuera tragado por la voraz horda.

Burakk el Buche gruñó y dejó a los pieles verdes con su despreciable banquete. Aunque también él empezaba a tener hambre, sabía que Sapo Espinoso no se habría atrevido a olvidarse de la parte que le tocaba. Con independencia del boato que desplegara para impresionar a sus tribus, la comida más selecta era para Burakk y sus ogros. Después de todo, no lo conocerían como el Sapo Espinoso de las Diez Tribus si no hubiera sido por Burakk. No lo conocerían en absoluto.

Burakk llegó al borde de la boca del grandioso goblin de piedra, la ladera de una montaña que, según juraban las tribus, se parecía a la cara de un gigantesco piel verde tallado allí por los dioses. Sapo Espinoso continuaba felicitándose por encima del mar de negro y verde. Sí, mucho había cambiado en dos años. Hacía dos años, Burakk había sido una sombra de lo que ahora era. Aturdido, sin comer durante tanto tiempo que el estómago se le había encogido, había andado deambulando sin rumbo por aquellas montañas, cuando Sapo Espinoso de los Amanitas lo había encontrado. Casi desquiciado, había ido pesadamente hacia ellos por instinto y atrapado a uno de los más lentos, pero los otros le habían echado encima redes y lo habían mantenido a distancia con las lanzas. Burakk había pensado que era su fin, y estaba preparado para encomendarse a la Gran Boca. Pero los goblins no se lo habían comido, como él había supuesto que harían, como él habría hecho con ellos. En lugar de eso, lo mantuvieron enjaulado, comenzaron a darle de comer, y cuando disminuyó su embotamiento mental causado por el hambre, Sapo Espinoso había ido a hablar.

No había sido fácil. Habían tardado una semana en comenzar a comunicarse en el nivel más básico. Burakk, no obstante, se encontraba en una jaula y no tenía nada más que hacer, y Sapo Espinoso concentraba todo su tiempo en la tarea. Sapo Espinoso quería que el ogro luchara para él, y a cambio le daría de comer. No era el primer ogro que acababa en esa zona de las montañas; hacía meses que avistaban individuos y pequeños grupos, todos ellos aturdidos, confundidos, muchos acribillados a balazos y con los huesos rotos por las balas de cañón. Eran los supervivientes de la aplastante derrota sufrida por algún tirano ogro en algún lugar del Imperio, y habían sido perseguidos montaña adentro por los vencedores. Cuando los orcos, enloquecidos por el hambre, veían goblins, atacaban; así que los goblins habían matado a todos los que aparecían. Por fuerte que fuera un ogro, no era rival para cien goblins que se le echaran encima. Sapo Espinoso vio una oportunidad en Burakk, no simplemente para sumar un ogro a su tribu, sino para añadirle docenas de ellos. Lo único que tenía que hacer Burakk, cuando encontraban un ogro, era convencerlo de que se uniera a su causa por todos los medios posibles. Burakk accedió y llegaron a una alianza.

A partir de ese día, Sapo Espinoso había comenzado a ir contra las otras tribus. Aunque un ogro no podía meterse por todos los túneles de los goblins, en la superficie podía causar suficiente destrucción para que los Amanitas de Sapo Espinoso triunfaran en el subsuelo. El propio Burakk se había ganado el epíteto de el Buche después de tragarse entero a un jefe de los Orejas Negras. Burakk también añadió más ogros a la tribu, aunque no todos los que encontraron estaban dispuestos a someterse a su autoridad. Los que no lo estaban proporcionaban sustento para el resto. Ahora, el propio Burakk el Buche era tirano, con sesenta ogros toro a sus órdenes, cada uno de los cuales llevaba la marca del Buche en una mejilla. Cualquiera fuese el origen de cada uno, ahora formaban una tribu independiente, y Sapo Espinoso les pagaba en comida por poner aquel poderío a su disposición. Primero con goblins de las tribus que vencían, y luego, cuando a Burakk acabaron por resultarle repugnantes sus ternillosos cuerpos, con enanos. Sí, Burakk estaba convencido de que esa noche disfrutarían de una magnífica cena de carne de enano.

* * *

—¿Esto es todo? —preguntó Burakk con su voz tronante, mientras miraba los escasos bultos insignificantes que tenía a los pies.

Sapo Espinoso estaba acuclillado en lo alto de su sala del trono. Este último había sido tallado para el jefe de la tribu de los Hongos Fétidos, anterior ocupante del gran goblin de piedra. No obstante, cuando los Amanitas se habían hecho con el dominio, Sapo Espinoso había convertido aquella montaña en su madriguera y conservado el trono, aunque no le servía. Las mismas púas de su cuerpo con las que había ensartado al antiguo jefe de los Hongos Fétidos, le impedían sentarse cómodamente en su asiento. Todo cuanto podía hacer era descansar precariamente sobre el respaldo del trono, cambiando constantemente de postura, porque ni siquiera con las púas abatidas lograba hallar jamás una posición en la que poder reposar en él.

Así pues, había tendido cuerdas a través del techo, y clavado anillas metálicas en las paredes, de modo que formaran una telaraña por la que pudieran moverse las flacas piernas de Sapo Espinoso sin ser un impedimento. Era entre éstas que acechaba, mirando hacia abajo, a su aliado ogro.

—Eso es todo —dijo Sapo Espinoso—. Sí, Burakk, eso es todo.

—¿Y qué me dices de éste? —Burakk se acercó con pesados pasos a un guerrero enano que estaba bien atado a una pared. Sapo Espinoso abandonó precipitadamente su posición y se deslizó, resbalando por la superficie de la red, para detenerse directamente por encima de la cabeza de Burakk.

—Es mío.

El pecho del enano descendió un poco, y sobre sus labios se formaron burbujas de sangre cuando exhaló.

—No está muerto —observó Burakk.

—Lo que yo haga con lo que es mío sólo a mí me corresponde decidirlo —le advirtió Sapo Espinoso, y el ogro se apartó del prisionero con movimientos rígidos.

—Mis ogros tienen hambre, necesitan más que esto —replicó Burakk, mientras pateaba los bultos que había en el centro de la estancia.

—¿Lo necesitan? ¿Lo necesitan? Pero ¿qué se merecen, Burakk? A éstos los atraparon mis demonios, no tus ogros toro. Tus toros ni siquiera estaban allí. No puedo darles la mejor parte a los que no han luchado.

—Nosotros no podemos luchar dentro de vuestras madrigueras, goblin. Pero ellos se ocultaron ahí abajo debido a mis ogros. Les impedimos caminar por la superficie. Impedimos que sus caravanas bajaran por el río. Eso fue obra nuestra.

—Por la cual tomasteis vosotros mismos vuestra recompensa y os comisteis la mayor parte de lo que fue apresado, mientras mis demonios arañaban su cena de las rocas. Ahora han vencido y tomado despojos. También ellos deben ser recompensados.

La lógica de Sapo Espinoso no significaba nada para Burakk. Un tirano ogro contaba con la lealtad de sus súbditos sólo mientras saciara su hambre. Los goblins de Sapo Espinoso podían subsistir con nada más que los hongos que crecían en sus túneles; los ogros de Burakk necesitaban carne.

—Comíamos mejor cuando la lucha era dura que ahora que la lucha está casi ganada —refunfuñó.

—Ah, Burakk —siseó Sapo Espinoso mientras trepaba por las cuerdas de vuelta a lo más alto—, la lucha no ha acabado aún.

De la oscuridad que rodeaba la zona de la que manaba la voz de Sapo Espinoso cayó un objeto que rebotó. Burakk lo recogió. Era un yelmo, pero éste no tenía la máscara facial finamente forjada típica de los guerreros enanos; se trataba de un yelmo liso, toscamente hecho en comparación.

—Es de los guerreros de las tribus de los hombres. ¿Has oído hablar de ellos, Burakk?

El ogro murmuró un asentimiento. Recordaba a esos hombres; el modo en que se rompían sus endebles cuerpos, la manera en que sus espadas y lanzas rebotaban sobre su piel. Pero también recordaba sus armas de fuego, sus cañones, que rugían como gigantes; sus balas de hierro, que atravesaban las panceras y arrebataban vidas de ogros desde un centenar de pasos de distancia.

—Un ejército de sus guerreros ha entrado en nuestras montañas y marcha en auxilio de los enanos. Están bien alimentados y también llevan consigo animales gordos. Así que ten paciencia, ogro, ya que vuestro siguiente festín marcha hacia vosotros.

»Y en el entretanto, los Colmillos Retorcidos no han asistido esta noche. Puedes llevarte a tus ogros y comer de ellos hasta hartaros.

Burakk volvió a gruñir, luego cogió los bultos y se los llevó a rastras. Sapo Espinoso lo observó hasta que se hubo marchado, y luego se deslizó por las cuerdas y anillas para ir a detenerse junto al prisionero. Tiró de una cadena cercana, y un goblin fue arrastrado fuera de un agujero, con la cadena unida a un collar que le rodeaba el cuello. Sapo Espinoso no soportaba tener bestias squig en su presencia; le traían demasiados recuerdos de sus propios años de degradación, y a su vez ellos lo detestaban porque olfateaban su monstruosidad. En lugar de eso, Sapo Espinoso mantenía a otros goblins como mascotas, como él había sido mantenido en otros tiempos. Éste había sido un chamán al que se le había ocurrido invocar sobre Sapo Espinoso el juicio de Gork y Mork. Pero los dioses habían demostrado a quién favorecían de verdad. Sapo Espinoso dio otro tirón a la cadena del chamán para arrastrarlo hasta el enano atado.

—Despiértalo —ordenó Sapo Espinoso.

El desdichado chamán sacó una bolsita de esporas y las sopló a la cara del enano. El guerrero despertó, pronunciando palabras en el idioma secreto de los enanos, que protegían su idioma con más celo que su oro; pensaban que al hacerlo podrían ocultarle sus secretos al enemigo, Y esto era cierto, si el único sitio en que sus enemigos buscaban conocimiento era en los libros. Sapo Espinoso prefería buscar conocimiento en las personas; era mucho más rápido, con la condición de que uno pudiera causarles el suficiente dolor. Y, en ese caso, el idioma de los enanos dejaba de ser una protección, ya que en su codicia de riqueza y comercio los enanos habían aprendido otro idioma, uno que no tenía ningún secreto, uno que hasta un goblin podía aprender: el idioma de los hombres.

—¿Cómo… tú… llamas? —preguntó Sapo Espinoso al enano, en mal Reikspiel.

El enano no mostró ninguna reacción, y murmuró unas cuantas palabras más en su galimatías nativo. Sapo Espinoso cogió una navaja de la roca y la sostuvo cerca de una oreja del enano.

—Yo… cortar… tu… barba —dijo Sapo Espinoso con tono burlón. Los ojos del enano se desorbitaron de repente, y Sapo Espinoso sonrió de placer. Las tribus de los hombres habían resuelto otro de sus problemas. Él y el enano podían entenderse el uno al otro; y eso era cuanto necesitaba Sapo Espinoso. Eso, y tiempo.

* * *

Delmar estaba sentado al pie de un árbol, y la lluvia tamborileaba sobre su yelmo. Las gotas corrían por las estrías del metal como diminutos ríos, y cada vez que giraba la cabeza caía una nueva cortina de agua como una cascada. Sujetaba la capa apretadamente en torno de sí, aunque hacía mucho rato que estaba empapada. Ante él, un grupo de caballeros y tramperos entraba cautelosamente en una caverna, buscando cualquier señal de presencia goblin. Era necesario comprobar cada cueva, cada grieta, para garantizar que no les tendieran una emboscada.

Habían pasado cuatro días desde que cruzaron el Nedrigfluss, y dos desde el comienzo de la lluvia, que caía en densos aguaceros como Delmar no había visto nunca antes. El avance del ejército se había visto detenido. Los senderos más elevados se habían cubierto de fango, y los inferiores se encontraban sumergidos bajo el desmadrado Reik. El primer día habían intentado continuar y avanzado un poco, pero al llegar el segundo el avance había sido imposible; sólo se necesitaba que unas pocas docenas de caballos pasaran por un sendero para convertirlo en un lodazal intransitable.

En torno a Delmar, los otros caballeros del estandarte de Jungingen hacían todo lo posible para mantenerse secos, ellos y su equipo. Algunos estaban sentados debajo de los árboles, como Delmar; otros, debajo de sus caballos; habían guardado los penachos de brillantes colores, y las capas escarlata estaban tan empapadas que parecían casi negras. Era una imagen de desdicha, y Delmar se sentía el más desdichado de todos.

Esto no se parecía en nada a lo que él había esperado. Ni siquiera había visto al enemigo. Los goblins sabían que tenían pocas posibilidades contra los caballeros en la lucha cuerpo a cuerpo, así que cedían terreno y los hostigaban desde lejos. La única prueba que Delmar tenía de su existencia era la ocasional lluvia de flechas negras procedente de las profundidades del bosque y de lo alto de los riscos. Les causaban poco daño a los caballeros protegidos por las gruesas armaduras, pero la columna se detenía cada vez que era atacada y luego se localizaba el emplazamiento del ataque.

Las investigaciones de Delmar concernientes a Griesmeyer y su propio padre resultaban igualmente infructuosas. Había hablado con todos los caballeros que estaban bajo el mismo estandarte que él, pero ninguno estaba en la orden veinte años antes. El propio preceptor Jungingen sólo pertenecía a ella desde hacía diez. También era ambicioso y estaba decidido a alcanzar uno de los cargos superiores dentro de la orden, así que sólo tenía palabras de elogio para el influyente Griesmeyer.

Aunque Delmar se encontraba ahora rodeado por casi un millar de hombres a los que llamaba «hermano», no había ni uno sólo del que se fiara lo bastante para hacerle confidencias. A pesar de todo lo que se hablaba sobre hermandad durante el entrenamiento, de la conexión que unía a todos los caballeros de la Reiksguard, allí estaba él, de campaña, y no sentía nada. Los caballeros de más edad del regimiento habían estrechado lazos durante la guerra librada en el norte, pero él no había participado en ella. Entre los caballeros de su vigilia, Siebrecht, Gausser, Falkenhayn y el resto, los hermanos de los que más cerca debería sentirse, aún persistía la división inicial.

Delmar había pensado, esperado, en realidad, que la rivalidad existente entre los de Reikland y los provincianos desaparecería en campaña, y que los jóvenes caballeros se unirían al hallarse ante un enemigo común, pero no había sido así. La distancia que separaba a ambas facciones continuaba, y Delmar ya no encajaba con ninguna de ellas. No podía soportar los aires de superioridad y la afectación de Falkenhayn y, sin embargo, no había sitio para él entre los provincianos.

A pesar de las palabras pronunciadas por Gausser el día del duelo abortado, él y Siebrecht nunca habían abandonado la mutua compañía y, sin embargo, Delmar no podía hacer las paces con el caballero de Nuln. Gausser había persuadido a Delmar de que retirara el reto, no obstante, Siebrecht nunca había retirado sus injuriosos comentarios. Puede que entonces tuviera nublado el juicio por la congoja, pero eso ya no era así. Por lo tanto, o bien había dicho en serio aquellas cosas, en cuyo caso denigraba todo aquello en lo que Delmar creía, o bien no hablaba en serio y eran sólo el orgullo y la arrogancia los que impedían que se disculpara. De ser éste el caso, era tan mala persona como Falkenhayn, y Delmar no quería tener nada que ver con ninguno de ellos.

Un trampero salió de la caverna y declaró que estaba vacía. Delmar y los caballeros que lo rodeaban se pusieron cansadamente de pie, se sacudieron el fango lo mejor posible y condujeron sus caballos al interior.

* * *

Un poco más adelante, Kurt Helborg condujo su caballo hasta debajo de un saliente para ponerlo a resguardo. Un grupo de artilleros que llevaban un cañón ligero había avanzado un poco más y bloqueado el sendero, donde se esforzaban por izar su carga hacia lo alto. Llovía demasiado para sacar el mapa, pero, en cualquier caso, Helborg no lo necesitaba. Tenía el territorio grabado a fuego en el cerebro, y veía el esquema de montañas y ríos cada vez que cerraba los ojos. No obstante, a pesar de todo el cuidado y atención invertidos en crear el mapa, éste no le decía lo que más desesperadamente necesitaba saber. ¿Dónde, en el nombre de Sigmar, estaba el enemigo?

Los consejeros del Estado, como el conde von Walfen y el barón von Stirgau, pensaban que sabían qué era la guerra porque leían los despachos y la observaban desde lejos. Helborg había oído hablar de un juego que se hacía cada vez más popular entre los nobles de Altdorf y los cortesanos del palacio. Usaban figuras de luchadores y jugaban sobre un tablero que representaba un campo de batalla sobre el que se inclinaban como dioses. Pensaban que les servía para aprender estrategia, adquirir dotes de mando, las cualidades de un mariscal del Reik. Helborg había hecho que el preceptor Trier se sentara con él durante una hora y le enseñara las nociones básicas del juego; luego, Helborg había jurado no volver a practicarlo. Era un juguete, un ejercicio de fantasía. Nada más. Si los jugadores hubieran tenido los ojos vendados, los hubieran mantenido en habitaciones separadas, sólo les hubieran informado de la posición de sus fuerzas una vez cada hora, y se les hubiera exigido que alimentaran esas figuras todos los días so pena de que desaparecieran, en ese caso, tal vez, puede que hubiesen entrevisto cómo era ejercer el mando.

El ejército había avanzado unos ocho kilómetros río arriba por la margen occidental del Reik, dejado atrás el pico más bajo de la Litzbach, y cruzado otro afluente más pequeño conocido como el Sonnfluss. La vanguardia del ejército ya había llegado al siguiente afluente, el Unkenfluss, y allí había hecho una pausa; porque al otro lado del Unkenfluss estaba el Und Urbaz.

* * *

Und Urbaz era poco más que un puesto avanzado, un atalaya amurallada con almacenes para el comercio. Pero todo lo construido por los enanos siempre era robusto, y no podían evitar construir con un toque de grandeza. Und Urbaz era comparable a cualquier fuerte del Imperio, y en las torres y murallas estaban esculpidas las caras de guerreros enanos, además del fuego y el yunque totémicos de Karak-Angazhar.

A los enanos, no obstante, no se los veía por ninguna parte. Las grises murallas estaban ennegrecidas por el humo, y las esculturas inferiores habían sido atacadas y destrozadas. Helborg no era capaz de determinar si la plaza había sido capturada, o si los enanos la habían abandonado por decisión propia. Era obvio que, desde entonces, había habido goblins allí, y si aún se ocultaban dentro, podían causar estragos en el ejército cuando intentara cruzar el Unkenfluss.

El batidor Voll aseguró a Helborg que el Unkenfluss podía ser vadeado en un punto situado a una hora, más o menos, al oeste, y, por una vez, Helborg había cedido en su tenaz persecución de la velocidad. Envió al submariscal Zóllner y al regimiento de Wallenrode corriente arriba por el afluente. Debían cruzar por donde pudieran, y luego acometer Und Urbaz por el flanco. Y si fracasaban, Helborg había situado el cañón de manera que pudiera reducir el puesto avanzado a polvo.

Los caballeros de Zóllner fueron hostigados a cada paso del recorrido por arqueros goblins situados en las alturas, pero sus bajas fueron leves debido a la protección que les proporcionaba la armadura. No obstante, tardaron medio día en llegar al vado del Unkenfluss, cruzar y volver hacia la atalaya.

Mientras la lluvia comenzaba a caer otra vez, Helborg observó el ataque de Zóllner desde el otro lado del río. Tal y como esperaba, Zóllner orquestó un asalto experto con los caballeros tanto montados como a pie. Escalaron con rapidez las murallas que nadie defendía y desaparecieron en el interior. Sin embargo, toda la destreza de un general era insuficiente para proteger a sus hombres de lo desconocido, así que Helborg aguardó con impaciencia que volvieran a salir. Pasó media hora, y Helborg vio que el propio Zóllner entraba en el puesto avanzado, aunque ignoraba si eso significaba que había encontrado al enemigo, o lo contrario. No obstante, Helborg no intentó llamar a gritos ni envió a uno de sus hombres a investigar. Él había entrenado a Zóllner, había entrenado personalmente a todos sus preceptores. Ellos confiaban en las órdenes que les daba, y él confiaba en ellos para ejecutarlas.

Pasada una hora, los caballeros de Zóllner volvieron a salir. No habían encontrado ningún goblin. Las cámaras de debajo de Und Urbaz estaban talladas profundamente en la roca y habían necesitado tiempo para explorarlas. Pero la esperanza de Helborg de que en la atalaya hubiera algún medio para comunicarse con los enanos había sido vana. Los túneles que se adentraban en la montaña habían sido deliberadamente hundidos.

Mientras los caballeros de Zóllner hacían guardia, el resto del ejército cruzó al otro lado. Sin embargo, los soldados que esperaban pasar unos días en el puesto avanzado sufrirían una decepción. Los almacenes estaban llenos hasta el techo, de baja altura, con los carbonizados restos de barriles y cajones, y el hedor dejado por los goblins era insoportable.

Incluso la atalaya estaba inutilizada, ya que la habían destrozado por dentro. Así que se alzaba allí, sin que la reclamara ninguno de los dos bandos, erguida por encima del ejército mientras la lluvia caía torrencialmente.

Und Urbaz era la puerta de acceso a Karak-Angazhar, ya que evitaba que todos los indeseados, hombres incluidos, se adentraran demasiado en el reino de los enanos. Porque al otro lado de Und Urbaz se hallaba el gran bastión de montaña conocido como Stadelhorn, que descendía sólo en un sitio para seguir la ruta del Reik. Voll decía que los enanos lo denominaban Bar Kadrin, pero los tramperos lo llamaban las Fauces del Dragón.

Helborg había predicho que era allí donde atacarían los goblins. Y sabía que era allí donde podrían aniquilarlos.

Las Fauces del Dragón, al igual que Und Urbaz, mostraban las marcas de sus anteriores dueños. En tiempos más prósperos, los enanos habían tallado gigantescas caras de sus ancestros en los afloramientos de roca de ambos lados, con la esperanza de que vigilaran el río que tenían debajo. Cuando los pieles verdes se habían hecho con su control, también ellos habían dejado su marca en el paisaje al destrozar las caras y transformarlas en grotescas parodias más parecidas a su propia fisonomía.

Las Fauces atravesaban el bastión de Stadelhorn, dejando al oeste las colinas, y al este el pico conocido como Predigtstuhl. Las laderas eran escarpadas, y el poco terreno llano que había en la base del paso estaba ocupado por el torrentoso Reik. El ejército de Holborg quedaría espantosamente expuesto cuando marchara por él, ya que sólo podían avanzar en formación de dos o tres en fondo a lo largo de cada orilla. Por mucho que los goblins hubieran abandonado Und Urbaz, no les permitirían, no podían permitirles, atravesar el paso sin estorbo.

Helborg se cobijó de la torrencial lluvia al socaire de la atalaya, y miró hacia el interior de las Fauces. No podía confiarle su destino a Sigmar y avanzar a ciegas. Cuando entraron en las montañas, durante los dos primeros días había enviado grupos de reconocimiento que se desplegaban a ambos lados de la línea de avance del ejército y buscaban al enemigo. Y lo habían encontrado. Ninguno de los exploradores había logrado alejarse a más de un kilómetro y medio del cuerpo principal, antes de que lo atacaran e hicieran retroceder. Si no podían aventurarse ni siquiera a esa distancia sin la protección de los caballeros acorazados, no había ni la más remota posibilidad de que un jinete solitario pudiera llegar hasta Karak-Angazhar. Helborg suponía que los enanos tenían que encontrarse en una situación igualmente apurada, ya que si habían enviado un mensajero, en bote o a pie, no había llegado hasta él.

Había sido el batidor Voll quien había hallado la solución, y al tercer día había dejado el ejército para hacer los preparativos. Acababa de regresar.

—¿Los habéis conseguido? —le preguntó Helborg.

—Sí, mi señor. Están fuera.

—Bien —asintió Helborg—. ¿Dónde estarían mejor?

—Normalmente —replicó el trampero— los situaríamos en el Litzbach, ya que desde allí podrían llegar hasta Und Urbaz. Pero ahora que los enanos ya no están allí, el Litzbach no servirá de nada.

—¿Dónde, entonces?

El trampero sacó su propio mapa, pequeño, pintado con aceite negro sobre piel de becerro y completamente a prueba de agua.

—El único sitio, ahora, es aquí. —Un dedo sucio señaló un punto. Helborg se inclinó. El dedo del trampero señalaba el Predigtstuhl.

—Esa montaña, batidor, es inmensa, y la cara oeste está infestada de goblins. A cada hora me llegan más y más informes de avistamientos.

—Sí —murmuró pacientemente el trampero—, pero no es necesario que lleguemos hasta el pico. En la cara oriental hay una cadena. Si rodeamos el Predigtstuhl y subimos a lo alto de esa cadena, llegaremos a la propia Karak-Angazhar.

—¿Hermano Sternberg? —llamó Helborg al caballero que se encontraba un poco más allá, junto al muro.

—¿Sí, mariscal?

—¿Quién queda por cruzar en Unkenfluss?

—La retaguardia de los sargentos, mariscal, y el preceptor Jungingen con sus hombres.

—Muy bien. Desviaremos a Jungingen y sus caballeros hacia la orilla oriental del Reik. Podéis reuniros con ellos allí, batidor Voll.

—Bien —contestó el trampero, pero no se movió. Desde lo alto, continuaba cayendo la lluvia.

Helborg estudió al hombre durante un momento. A menudo dudaba de este tipo de soldados irregulares: sus lealtades estaban divididas entre el Imperio y su lugar de origen; no estaban habituados a las órdenes directas, y con frecuencia resultaban ser testarudos e independientes. No comprendían las brutales alternativas que la guerra les imponía a los comandantes y sus hombres. Ese nervudo trampero de cara de pito había demostrado tener motivación e ingenio, pero su obediencia aún no había sido puesta a prueba.

—Haré que se le envíe un mensajero al preceptor Jungingen para que os espere a vos y vuestros hombres. Marchaos de inmediato.

—Sí, mi señor. Nos pondremos en camino en cuanto cese la tormenta.

Helborg sabía que ése era el momento en que saldría a la luz la verdadera extensión de la lealtad del trampero.

—No, batidor Voll. De inmediato. Debéis estar en posición para actuar en cuanto cese la lluvia; no podemos aguardar con la esperanza de que el respiro dure hasta que hayáis también rodeado el Predigtstuhl.

El trampero guardó silencio y sorbió entre los dientes con aire pensativo. Conocía, mucho mejor incluso que el gran mariscal del Reik, el peligro que entrañaba esa orden, el peligro que revestía subir por el Predigtstuhl, aunque fuera un trecho, con semejante tiempo, sin saber qué fuerzas podrían presentarles batalla. Pero debía tener en cuenta que el mariscal del Reik sabía que él conocía mejor que nadie esos riesgos y, sin embargo, había que hacerlo.

—Sí, mariscal —dijo con lentitud—. De inmediato.

Helborg despidió al trampero con un asentimiento de cabeza. Este cazador montañés estaba demostrando ser bastante excepcional.

* * *

Mientras su bote se acercaba, Siebrecht permanecía sentado y miraba con prevención la orilla oriental del Reik. El agua había subido hasta la linde del bosque, y los árboles cubrían de sombras el terreno. No podía impedir que le recordara la travesía del Nedrigfluss, y las flechas que habían sido disparadas desde la oscuridad para matarlos. Los integrantes de la vanguardia del regimiento de Jungingen ya habían desembarcado y asegurado la orilla, pero a pesar de todo Siebrecht no lograba calmar la agitación que sentía. Detrás de él, Gausser y Bohdan hablaban de los nuevos compañeros, el batidor Voll y sus hombres. Cinco de ellos habían llamado la atención de los caballeros porque, en lugar de arco, cada uno llevaba una flauta cuyo largo era del doble de la altura de un hombre, curva y más ancha en el extremo inferior, sujeta a la espalda mediante correas. Las llevaban bien envueltas para protegerlas de la lluvia.

Siebrecht se volvió hacia sus hermanos.

—¿Creéis que son portaestandartes?

—¿En medio del bosque? —Gausser negó con la cabeza.

—Parecen húsares que están pasando por una mala época —comentó Bohdan con sequedad.

Delmar, sentado más adelante, se volvió en el banco.

—Yo he visto fusiles largos en las manos de cazadores de Hochland.

—Tal vez —replicó Siebrecht, cauteloso. Sentía los ojos de los otros jóvenes caballeros sobre ambos, en espera de ver qué sucedería entre ellos dos, y de repente no se le ocurrió qué otra cosa podía decir.

Nadie más tenía sugerencia alguna que añadir, así que Delmar volvió a mirar hacia delante.

—Preparados para desembarcar —anunció el barquero, y los caballeros se sujetaron a la borda del bote con una mano, mientras rodeaban con la otra la empuñadura de la espada.

* * *

Los caballeros abandonaron el bote en cuanto éste tocó la orilla, y fueron a ponerse a cubierto de los árboles. Habían dejado atrás los caballos; llevaban cuanto necesitaban. Los sargentos se llevaron los botes otra vez al lado opuesto del río para no dejar rastro que pudieran ver los exploradores goblins.

Conducidos por los tramperos, los caballeros se alejaron de la orilla para adentrarse en el bosque en línea recta. Se mantuvieron en el terreno más bajo, donde el dosel de ramas y hojas era más denso, y dieron un rodeo por las estribaciones del Predigtstuhl. La lluvia caída durante los días anteriores había vuelto traicionero el suelo del bosque; las depresiones del terreno que se habían llenado de agua retrasaban el avance, pero no amenazaban más que la dignidad de cualquier caballero que se deslizara dentro de ellas. Siebrecht agradecía el hecho de que no llevaran puesta toda la armadura. Los caballeros llevaban sólo una protección parcial, dado que, con el largo recorrido que tenían por delante, el peso adicional no compensaba la protección que podía proporcionarles. Como siempre, los tramperos abrían la marcha, en busca de los pasos más secos, pero los que llevaban las flautas se mantenían en medio de la columna. Las órdenes eran que esos hombres estaban allí para que los protegieran.

Siebrecht, para quien los bosques eran terreno extraño, se desorientó con rapidez. No se veía nada más que los árboles que uno tenía por delante, y que se parecían notablemente a los que había dejado atrás. La luz gris que se filtraba entre las nubes y las hojas no lo ayudaba a distinguirlos unos de otros. Todos los caballeros se mantenían muy juntos, empujados por el bosque. En algún momento arbitrario, cuando llevaban más o menos una hora de camino, el batidor Voll les dio el alto, y luego volvió a hacerlos avanzar en ángulo recto hacia la derecha.

—Me alegro de que alguien tenga alguna idea de hacia dónde vamos —murmuró Siebrecht para sí.

—Nos encontramos al nordeste del Predigtstuhl, y estamos a punto de ascender por la cara oriental —le informó Delmar.

Siebrecht no había pretendido que su ocioso comentario fuese oído por nadie, y sintió un leve resentimiento ante la presunción de Delmar.

—Habláis como si estuvierais muy seguro de vos mismo, Reinhardt.

Delmar se encogió de hombros.

—Lo estoy.

En efecto, no pasaron diez minutos antes de que el suelo comenzara a subir y el fango diera paso a la piedra. El dosel de hojas comenzó a clarear, y, a través de una brecha, los caballeros vieron la cara oriental del pico del Predigtstuhl. Siebrecht se ahorró los comentarios.

El bosque de la parte inferior de las estribaciones había sido oscuro y lóbrego, pero a medida que ascendían los árboles adquirían un aire de malevolencia. Eran más delgados, con una corteza oscura como hierro de cañón. Les habían cortado las ramas más bajas; algunos incluso tenían toscos grifos pintados, aunque eran viejos y estaban descoloridos. Siebrecht dedujo que se trataba de las marcas de los goblins, y por primera vez se dio cuenta de hasta qué punto se habían adentrado los caballeros en territorio enemigo. No obstante, nadie desenvainaba una sola arma porque necesitaban tener ambas manos libres para recorrer la difícil senda que se extendía ante ellos. Habían dejado atrás el fango, pero ahora los caballeros tenían que trepar por la roca resbaladiza a causa de la lluvia. Los tramperos se turnaban para hacer guardia en cada obstáculo, con el fin de garantizar que todos los caballeros los superaran sin tropiezos. De algún modo, el batidor Voll se las arreglaba para estar en todas partes al mismo tiempo, subiendo y bajando por el costado del sendero con la facilidad de alguien nacido allí.

El sonido de la lluvia no tardó en ser ahogado por la jadeante respiración de los caballeros. Gausser, para sorpresa de Siebrecht, fue el primero del escuadrón que comenzó a rezagarse. Siebrecht aminoró su paso para intentar ayudarlo, pero el de Nordland lo apartó de una manotada, avergonzado de su propia debilidad. El propio Siebrecht, sin embargo, no pudo mantener el paso durante demasiado tiempo más, y ralentizó gradualmente junto con Alptraum, mientras observaban cómo Delmar avanzaba obstinadamente al mismo paso que los de vanguardia. Inexorablemente, y a pesar de los denodados esfuerzos de Voll, la columna comenzó a estirarse cada vez más a lo largo de la senda.

Finalmente, Siebrecht giró en un recodo cerrado y vio a los caballeros de vanguardia recostados contra las rocas que había más adelante. Se dejó caer junto a Delmar, mientras su pecho subía y bajaba aceleradamente.

—Gracias a Shallya que os habéis detenido —jadeó Siebrecht, y entonces se dio cuenta de que Delmar lo miraba fijamente con expresión de urgente advertencia.

—¿Qué? —preguntó Siebrecht. Delmar se llevó ansiosamente un dedo a los labios. Siebrecht se asomó por encima de la cabeza de Delmar. Había una profunda caverna oculta tras una gran piedra plana. Voll se había arrastrado hacia la entrada, con el pico preparado en una mano, y se disponía a entrar.

—¿Qué sucede? —susurró Siebrecht—. ¿Se trata de los goblins?

—No lo sabemos —repuso Delmar—. Pero los tramperos no lo creen. No se ven marcas ni tótems por las proximidades.

—¿Qué sucede, entonces?

—Quizá trolls, algo salvaje, eso es seguro. Tal vez sea la razón por la que los goblins ya no vienen por aquí. —Delmar cambió de postura para acceder con más facilidad a la espada—. Tal vez eso de las Fauces del Dragón no sea sólo un nombre.

—Sois un gran consuelo, Reinhardt.

Uno de los caballeros que estaban situados más adelante les lanzó una mirada colérica, y callaron. Voll desapareció por la boca de la caverna. «¿Y qué pasará si no vuelve a salir? —se sorprendió pensando Siebrecht—. Entonces, ¿qué?».

Pero Voll sí que volvió a salir, con el arma guardada otra vez en la mochila. Hizo un breve gesto de negación con la cabeza, mirando a los caballeros, y abrió la marcha una vez más. Los tramperos comenzaron a adelantarse más a los caballeros para explorar, decididos a descubrir cualquier posible amenaza antes de que la columna tropezara con ella. Ahora, Siebrecht se mantenía cerca de la vanguardia, y veía a los tramperos aparecer y desaparecer entre los árboles. Los caballeros pasaron por unas cuantas cuevas más, éstas claramente guaridas de goblins, aunque abandonadas hacía mucho.

Luego, los árboles comenzaron a disminuir en número y los caballeros salieron a la cresta de la cadena montañosa. La tormenta había continuado su camino, y Siebrecht veía los cumulonimbos que iban hacia el este, en dirección al paso del Fuego Negro. Hacia el sur se veía el característico cráter de un volcán dormido, y allende éste un atisbo apenas de un ángulo del gran lago del que nacía el río Reik.

El preceptor Jungingen no perdió tiempo en admirar la vista; cuando aún estaban llegando los últimos integrantes de su regimiento, les dirigió la palabra a sus caballeros.

—Hermanos, resistiremos aquí. No puedo deciros durante cuánto tiempo, sólo que en las próximas horas podrían echársenos al cuello todos y cada uno de los enemigos que haya por esta montaña. El propio mariscal del Reik me ha dicho que la suerte de nuestra campaña depende de que los retengamos hasta que hayamos acabado. Preparaos, hermanos míos, porque hoy demostraremos ser merecedores de la confianza de nuestro mariscal.

Los otros caballeros manifestaron solemnemente su acuerdo, pero Siebrecht ya había comenzado a mirar más allá del preceptor, hacia donde estaban los que llevaban las extrañas flautas que ahora desenvolvían con cuidado.

—¿Son cuernos? —preguntó Siebrecht, que se aproximó a los tramperos cuando Jungingen hubo acabado de hablar.

—Si los cuernos pueden medir tres metros y medio de largo —dijo Gausser—, pues podrían serlo.

—Sí —les respondió el batidor Voll—. Son los sighorns de las Montañas Negras.

—¿Y qué son capaces de hacer? —inquirió, entonces, Siebrecht—. ¿Harán que las montañas se derrumben sobre las cabezas de los goblins?

—Tal vez —respondió Voll—. A su manera.

Al igual que muchos de los artefactos de los hombres, los sighorns de las Montañas Negras tenían su origen en la guerra. Las tribus humanas de la región, a imitación de sus superiores enanos, hacían sonar cuernos al cargar hacia la batalla para asustar a los enemigos. Había sido el gran héroe de Averland, Siggurd, al menos según las leyendas de los humanos, quien había hecho un cuerno de guerra tan largo que pudo transmitir la noticia de la gran victoria del paso del Fuego Negro a todas las tribus de las montañas al mismo tiempo.

Otras leyendas, sin embargo, dicen que el idioma de los sighorns procede de los enanos de Karak-Angazhar que, famosos por su aislacionismo, les dieron a los hombres de la montaña los medios por los cuales podían transmitir mensajes sin necesidad de encontrarse físicamente ni de revelar el emplazamiento de su fortaleza.

Cualquiera que fuese la verdad, y aunque ahora los soldados de Averland marchaban al son de los tambores y las trompetas, la tradición de enviarles mensajes con sighorns a los enanos de Karak-Angazhar había sobrevivido. Voll sólo esperaba que los enanos estuvieran escuchando.

Delmar oyó bajar por la pendiente del Predigtstuhl las graves, lúgubres notas de los sighorns cuidadosamente espaciadas, atravesar el valle del Alto Reik y continuar hacia los picos donde, en alguna parte, se ocultaba Karak-Angazhar. Ahora comprendió las palabras de Jungingen. Antes de llegar a oídos de los enanos, esas notas serían oídas por todos los goblins que hubiera en medio. Los caballeros se encontraban expuestos allí, en el lado equivocado de la montaña, esperando la réplica, y acababan de anunciar su presencia a cualquiera que quisiera escuchar.

Delmar estaba apostado como centinela, convencido de que una horda goblin aparecería en el pico de lo alto o saldría a la carga de entre los árboles de abajo. Mantenía la mano preparada junto a la espada, la espada de su padre que una vez más sería blandida contra los enemigos del Imperio, y aguardó.

* * *

El sonido de los cuernos llegó incluso hasta el Gran Goblin de Piedra, y los oídos de los Amanitas que allí estaban. Recogieron las armas, los más fuertes empuñaron espadas y hachas que les habían quitado a los enanos, y miraron a Sapo Espinoso con expectación. Sapo Espinoso, sin embargo, les ordenó con brusquedad que se estuvieran quietos y desapareció en su cubil.

El prisionero continuaba allí; el chamán había mantenido al enano con vida durante los últimos días, obligándolo a comer trozos de carne, pan robado, y setas venenosas muy específicas que cultivaba el propio Sapo Espinoso. Los tóxicos de los hongos no eran mortales, sino que atacaban a la mente, confundían los sentidos y mezclaban los recuerdos. El enano tenía la barba alborotada y humedecida con su propio sudor, pues se afanaba en un sueño febril, ni despierto ni dormido, ni en el presente ni en el pasado, sino en algún sitio intermedio.

Sapo Espinoso usó una de sus uñas para abrir un ojo al enano. Tenía la pupila pequeña como una cabeza de alfiler. Estaba a punto. Sapo Espinoso se colgó de una argolla, de modo que sus labios quedaran a unos tres centímetros del oído del enano.

—Escucharme… Gramsson… —El nombre del prisionero era lo primero que había descubierto—. Escucharme…

Sapo Espinoso vio que el enano se esforzaba por despertar, pero fracasaba.

—Ojo… cerrar… Gramsson… —lo tranquilizó Sapo Espinoso—. Hablar…

El enano comenzó a hablar otra vez en su idioma nativo.

—No… Idioma hombre… hablar… idioma hombre…

El enano abrió los ojos, que se le cruzaron por un instante. Sobre las cejas le aparecieron nuevas gotas de sudor.

—Sí, mi rey —replicó el enano, y Sapo Espinoso asintió.

Por alguna razón, la mente del prisionero estaba fija en el rey enano y le había hablado a Sapo Espinoso como si fuera él durante los interrogatorios anteriores. Sapo Espinoso estaba encantado de alentar esta equivocación inducida por las drogas.

—¿Oír… el ruido… oír los cuernos?

—Sí, mi rey.

—Es… mensaje… de hombres…

El enano hizo una pausa y Sapo Espinoso temió que su mente hubiera vuelto a alejarse. Pero no era así, sino que estaba escuchando.

—Sí, llaman a Karak-Angazhar. —El enano hizo otra pausa mientras traducía las notas de los cuernos—. Desean una respuesta.

Las púas de Sapo Espinoso se erizaron de emoción.

—Escuchar… Gramsson… contarme más…

* * *

Los sighorns sonaron durante una hora, y aún no habían visto ni un solo goblin. Algunos de los caballeros comenzaron a relajarse, considerando que si los goblins quisieran atacar, lo habrían hecho ya. Otros se preocupaban cada vez más porque pensaban que la demora les daba a los goblins la oportunidad de reunirse, lo cual hacía más probable que cuando atacaran pudieran vencer a los caballeros de Jungingen.

Siebrecht, por primera vez desde que había salido de Altdorf, comenzó a sentir aquel antiguo zumbido de origen nervioso que significaba que su cuerpo ansiaba un trago. Si hubiera tenido una sola copa de vino, habría esperado encantado a los pieles verdes hasta la llegada del invierno. Miró a los compañeros que lo rodeaban. Gausser era como una roca, sólido, inmóvil; Alptraum tarareaba junto con los sighorns. Hardenburg, que iba con los de Reikland, parecía estar todavía peor que Siebrecht; y Delmar… Delmar estaba relajado pero alerta, en posición de descanso pero preparado para entrar en acción. Tenía el aspecto de un cazador.

Voll patrullaba por las posiciones de los centinelas, y se detuvo junto a Siebrecht. Alzó unos ojos recelosos hacia las nubes. Siebrecht sabía que era demasiado temprano para que oscureciera; estaba formándose otra tormenta.

—Si nos quedamos aquí durante mucho más tiempo —dijo Siebrecht al trampero en voz baja—, puede que no necesitemos a los pieles verdes. La lluvia nos barrerá de la montaña antes de que lo hagan ellos.

—La lluvia es buena y es mala —replicó Voll—. A los goblins no les gusta. Mientras esté lloviendo, estaremos a salvo. Casi del todo.

—¿Y la parte mala? —preguntó Siebrecht.

—No podremos tocar los cuernos. Tenemos que mantenerlos cubiertos. Y aunque continuáramos tocándolos, la tormenta ahogaría su sonido.

—Pero entonces nos marcharemos a casa, ¿no es así? No puede esperarse que nos quedemos a pasar la noche aquí. —Siebrecht sintió que se estremecía. Lo atribuyó al frío.

—Eso no me corresponde a mí decirlo —replicó Voll tranquilamente—. Pero he oído lo que decía vuestro jefe. A mí no me ha parecido que tuviera intención de marcharse antes de haber cumplido su misión.

Justo en ese momento callaron los sighorns, y los ejecutantes. Alptraum dejó de tararear y se puso a escuchar. Desde algún punto de las montañas, un cuerno de enanos estaba respondiendo.