8: Danzig

OCHO

Danzig

Estribaciones de las Montañas Negras

El Nedrigfluss, frontera entre Averland y el reino de Karak-Angazhar de Los enanos

Otoño 2522 IC

—¡Gausser! ¡Alptraum! ¡Bohdan! ¡Entrad! —gritó Siebrecht, que se encontraba en los bajíos de la orilla del Nedrigfluss.

Sus tres hermanos permanecían escépticamente acuclillados en la orilla.

—¿Ésa no es agua de glaciar? —preguntó Alptraum.

—Es vigorizante —replicó Siebrecht—. ¿Qué es esto? ¿Tres hermanos caballeros de la Reiksguard le tienen miedo a un poco de agua?

Alptraum, desconfiado, se quitó las botas. Gausser y Bohdan se mantuvieron en la zona alta de la orilla.

—Está mintiendo, evidentemente —soltó Bohdan.

—Eso es seguro —remachó Gausser.

Siebrecht puso los ojos en blanco.

—¡Qué orgullosas deben sentirse Nordland y Ostermark de sus hijos nativos, menos valientes que dos sureños blandos!

Gausser se encogió de hombros y también se quitó las botas. Bohdan lo imitó. Los tres se deslizaron por la orilla y cayeron con chapoteos en el agua, al mismo tiempo.

—¡Está helada! —gritó Alptraum, que volvió a salir corriendo a toda prisa, y escaló por la pendiente de la orilla. Siebrecht estalló en enormes carcajadas mientras el otro huía.

—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó Alptraum, sentado en la orilla, donde se frotaba los pies para devolverles el calor.

—¡Muy Simple! Ya tengo los pies entumecidos —replicó Siebrecht. Sacó uno fuera del agua para que Alptraum lo inspeccionara, y, definitivamente, tenía una tonalidad azulada.

—Y la gente dice que los de Averland estamos locos. —Alptraum sacudió la cabeza.

Siebrecht volvió a reír y salió torpemente del agua. Las últimas tres semanas habían sido mejores de lo que él jamás hubiera esperado. Cabalgaban duramente durante todo el día por las magníficas llanuras de Averland, y al anochecer ascendían las barcazas por el Reik con comida y bebida para ellos.

Cuando se habían marchado de Altdorf, Siebrecht había estado sumido en una desdicha de la que sus hermanos no creían que fuera a salir. Pero se había ido animando con cada paso que lo alejaba de la capital. Para cuando pasaron por su hogar, Nuln, se había restablecido por completo y había solazado a sus hermanos con historias de las aventuras que había corrido por las callejas de la ciudad. Al acercarse más a las Montañas Negras, comenzaron a parar en las poblaciones que había por el camino con el fin de que los habitantes pudieran admirarlos y unirse a la milicia, que marchaba detrás de ellos.

Ahora habían llegado a la frontera, y allí las barcazas habían desembarcado armaduras para hombres y caballos, raciones para ambos, equipamiento para acampar, e incluso unos pocos cañones de campo llevados desde Nuln. Todo lo que pesaba demasiado para llevarlo con rapidez por el camino se había transportado con rapidez río arriba. Era increíble. Siebrecht había servido como pistolero adjunto a la milicia de Wissenland antes de ingresar en la Reiksguard; de hecho, aún llevaba esa misma pistola, aunque como caballero se suponía que no debía tenerla. Había visto a la milicia de Wissenland en marcha. Seiscientos hombres que recorrían penosamente quince, veinticinco kilómetros al día. Sin hallar nunca buen refugio ni tener nunca suficiente comida. Pero los caballeros de la Reiksguard habían viajado al doble de esa velocidad, a veces más, y lo habían hecho con comodidad. Tres semanas después de haber dejado Altdorf, situada en el centro del Imperio, la orden estaba reunida en la frontera meridional, preparada para la lucha.

Siebrecht recuperó la sensibilidad en los pies y se sentó a ponerse las botas. Sólo entonces se dio cuenta de que Gausser y Bohdan no lo había seguido. Los dos continuaban de pie en los bajíos, ambos con los brazos cruzados como si estuvieran perfectamente dispuestos a quedarse allí hasta que el Nedrigfluss se secara.

—El de Nuln dice que esto es frío —se burló Bohdan—. Nunca ha sentido la gelidez de los ríos que bajan de las Montañas del Fin del Mundo.

—Es cierto —asintió Gausser—, pero uno no conoce el frío hasta haber nadado en el mar de las Garras.

—En efecto —concedió Bohdan—, pero el mar de las Garras no es nada comparado con los lagos helados de Kislev.

Siebrecht negó con la cabeza y los dejó con otra de sus pruebas autoimpuestas. Habían estado compitiendo el uno contra el otro desde Altdorf, y si se repetían los resultados del pasado, no habría un ganador rápido.

Junto a Siebrecht, Alptraum se quedó con la mirada fija en un punto y señaló hacia el norte.

—Llega otra milicia —dijo—. ¿Cuántos hombres piensas que son?

—Vayamos a echarles un vistazo.

Siebrecht y Alptraum se alejaron del río para regresar al improvisado campamento del Imperio. Además de los caballeros y sargentos de la orden, había casi un millar de soldados de milicia que ya habían llegado desde ciudades como Heideck, Grenzstadt, Loningbruck y Streissen. Esta nueva milicia, no obstante, procedía de un sitio más lejano.

—¡Es de Averheim! ¡Es de Averheim! —gritó Alptraum, y partió a paso ligero para saludarlos.

Siebrecht no podía acabar de entenderlo: Alptraum, que se había mostrado tan retraído en Altdorf, se había transformado en cuanto cruzaron la frontera para entrar en Averland. En cada población en la que se detenían, se presentaba a todos los que encontraba. Cuando la milicia llegó al campamento hizo lo mismo, como si pudiera aprender el nombre de cada miliciano. Ahora estaba haciéndolo otra vez, justo ante los ojos de Siebrecht, estrechando la mano de todos, pidiendo las últimas noticias de Averheim y escuchando atentamente lo que decían.

El único hombre de Averland que había en el ejército y al que Alptraum no se había acercado era el comandante de la milicia, el graf von Leitdorf. El graf había instalado su pabellón en el centro del campamento, y Siebrecht había reparado en que Alptraum daba siempre un rodeo para no pasar ante la entrada. Los capitanes de la milicia, que respondían todos ante el graf, también se mantenían a distancia de Alptraum, como si cualquier relación con él pudiera mancharlos a los ojos de su comandante.

Siebrecht sabía que las familias Leitdorf y Alptraum eran viejas rivales que competían por el título de conde elector de Averland. El título había estado vacante desde hacía ya tres años, y ninguna de las familias nobles había logrado aún la victoria. Siebrecht estaba familiarizado con las luchas políticas de Nuln y Wissenland, pero ésas, al menos, tras unos cuantos días de exaltación, acababan por resolverse. Los de Averland no parecían tener ninguna prisa por resolver nada, ni siquiera quién debía ser su señor.

Siebrecht, sin embargo, tenía su propia distracción. Entre los colores amarillo y negro de la milicia de Averheim, vio a Herr von Matz que desmontaba del caballo y, como siempre, Dos Espadas estaba con él.

Herr von Matz no se había unido en solitario al ejército. Llevaba consigo un séquito. Decía que eran sus guardias de viaje, protección necesaria para los peligrosos caminos. Siebrecht aceptó la explicación, aunque no lo creyó. Había visto muchos guardias personales en las calles de Nuln, y todos se parecían: hombres imponentes que podían disuadir a los ladrones casuales con una simple mirada. Vestían con elegancia, ya que ningún noble quería a un guardaespaldas con aspecto de vagabundo. Pero los desaliñados de Herr von Matz, en opinión de Siebrecht, parecían más capaces de robarle el dinero a un noble que de defenderlo. Algunos eran bajos, otros eran de peso ligero, y todos ellos iban vestidos con ropa que parecía haber sido pescada en un pozo negro. Había al menos un enano entre ellos, muy probablemente nacido y criado en Nuln, porque llevaba una blusa negra que le quedaba mal e imitaba la moda humana.

Herr von Matz nunca presentaba a ninguno de ellos por su nombre. Uno llevaba un par de espadas sujetas en cruz a la espalda, de tal modo que Siebrecht lo había apodado Dos espadas, y Dos espadas nunca se apartaba del lado de Herr von Matz. Era una bestia morena; lucía una espesa barba negra y llevaba la cabeza afeitada, así que desde lejos casi parecía llevar la cara al revés. Siebrecht no lograba discernir los orígenes del hombre, ni siquiera con el detalle de los ojos; los rasgos del semblante parecían guardar similitud con todo lo existente desde Estalia hasta Kislev, y dado que nunca lo había oído hablar, no había acento que pudiera identificar.

Herr von Matz saludó con una mano a su sobrino, pero no se le acercó. Por el contrario, su tío se encaminó directamente hacia el pabellón del graf. Siebrecht dejó a Alptraum, que aún estaba entretenido con los milicianos, y volvió al río. Había visto que estaban preparando botes para llevar a los primeros caballeros al otro lado del punto donde el Nedrigfluss desembocaba en el Reik, y no quería perderse el desembarco en la margen occidental.

Los botes acababan de apartarse de la orilla cuando Siebrecht llegó. Los caballeros que iban a bordo preveían el peligro, pero no querían llevar puesta la armadura completa por si las embarcaciones volcaban. Empuñaban grandes escudos y llevaban puesto sólo el peto. En los botes también iban muchos sargentos armados con ballesta. Siebrecht no tenía claro si podían disparar con precisión desde un bote en movimiento, pero presentaban un aspecto bastante fiero. Falkenhayn y los otros de Reikland se mantenían cerca del preceptor Jungingen. El escuadrón de jóvenes caballeros había sido integrado bajo el estandarte de Jungingen para esa campaña, y Falkenhayn no perdía ocasión de prestarle servicio al preceptor. Delmar se mantenía alejado. Siebrecht se situó en un punto alejado de ambos, ya que no deseaba que lo asociaran con ninguno de los dos.

Delmar había fastidiado a Siebrecht. No por nada que hubiese dicho o hecho, sino más bien por lo que no había hecho. Tras el abortado duelo, Falkenhayn había cortado sus vínculos con Delmar y les había dicho a los Halcones restantes que hicieran lo mismo. Siebrecht había abrigado la esperanza de que Delmar lo desairara, que los de Reikland se separaran en dos grupos. En lugar de eso, Delmar se había mantenido aparte de sus antiguos amigos, y los de Reikland habían formado con Falkenhayn. Delmar quedó aislado. Y no había mostrado interés ninguno en los provincianos. En cambio, cualesquiera fuese la nube que había abandonado a Siebrecht, había ido a rodearlo a él.

Siebrecht prefería no pensar demasiado en Delmar. Los asociaba a él y a su protector, Griesmeyer, con demasiados malos recuerdos. Aunque Siebrecht no estaba orgulloso de su propio comportamiento, no sentía el más mínimo deseo de hacer las paces con él. Cuando Gausser, Bohdan y Alptraum llegaron a su lado, devolvió la atención a los botes que navegaban por el río. Más allá de ellos se alzaban hacia el cielo las Montañas Negras, las más cercanas aparecían cubiertas de denso bosque, y los picos más distantes de piedra gris con toques de nieve. Pero no era por eso por lo que las Montañas Negras recibían su nombre, sino por las oscuras nubes que se agolpaban en sus cumbres. Algunas presentaban la forma de grandes yunques, otras se reunían y caían como avalanchas, y unas pocas se alzaban como horrendas bestias dispuestas a tragarse a cualquiera que osara pasar por debajo de ellas. Detrás quedaban los soleados pastos de Averland, y ante sí tenían un territorio que no había sido destinado a los hombres.

* * *

Kurt Helborg observó como el primer bote llegaba sin incidentes a la orilla occidental y los caballeros que transportaba desembarcaban, seguido por un segundo y un tercero. Satisfecho, dejó el cruce del río en manos del caballero comandante Sternberg, y regresó a la tienda en la que estaba reuniéndose el consejo de guerra.

Que Sigmar le diera fuerzas, porque estaba cansado de aquello. Cansado de marchar, cansado de campañas, cansado de muertes. La carga de su dignidad de mariscal del Imperio nunca había sido tan grande como ese año. Desde que había regresado de Middenheim, había comenzado a preguntarse cómo sería su vida si no llevara el manto de mariscal del Reik sobre sí. Cómo podría ser un día normal si no tuviera en las manos la suerte de miles de hombres.

Helborg llegó a la entrada de su tienda. Allí se encontraba Griesmeyer, esperando su regreso y sumido en sus pensamientos. A pesar de todos sus años de amistad, Helborg jamás había podido interpretar a su camarada como podía hacerlo con mucha otra gente. Tal vez era el motivo por el cual, perversamente, tenía en tan alta estima su consejo.

—¿Qué tal está el consejo hoy? —preguntó Helborg.

La cara de Griesmeyer se relajó.

—Estará mucho mejor cuando hayáis intervenido, mariscal.

—¿Y el graf?

—Mejor que ayer —replicó Griesmeyer—. Ha traído consigo otro capitán de milicia.

El semblante de Helborg se puso serio. El graf von Leitdorf había intentado llevar a dos docenas de sus ayudantes y capitanes al primer consejo, y posteriormente Helborg había tenido unas poco diplomáticas palabras con él para reducir el número de hombres de su séquito.

—Pero puede que aprobéis éste —dijo Griesmeyer.

—¿Quién es?

—No es hombre de título. Se llama Ludwig Voll, de los Tramperos. Acaba de llegar.

El tono de la voz de Helborg se animó al oír eso.

—¿Trae hombres consigo?

—No lo sé, mariscal.

—Entonces, vayamos a averiguarlo. —Helborg se pasó rápidamente los dedos por el poblado bigote, apartó la solapa de la tienda, y entró en primer lugar.

—Ah, mariscal Helborg… —dijo el graf von Leitdorf, que alzó la vista desde su grupo de ayudantes.

Helborg esperó un momento para que Leitdorf acabara la frase, para ver si se atrevería a reñir al mariscal del Imperio. Leitdorf se lo pensó mejor y guardó silencio. Desde que Helborg había sido nombrado mariscal del Reik, los Leitdorf de Averland habían sido una constante fuente de dificultades. El fallecido cabeza de familia, Marius Leitdorf, conde elector de Averland, popularmente conocido como El Loco, había sido tristemente célebre por su errático comportamiento; su humor había sido tan cambiante como el de un niño, pasando de la satisfacción a la cólera y a la amarga misantropía en cuestión de un segundo. En general, Helborg podía tolerar la existencia de ese tipo de individuos, siempre y cuando no se viera obligado a interactuar con ellos; pero que una mente tan caprichosa estuviera en posición de reunir y comandar ejércitos estaba más allá de lo que él consideraba soportable. Con sentimientos encontrados, Helborg había recibido la noticia de la muerte de Marius, por valiente que ésta hubiese sido.

Todas las expectativas de Helborg apuntaban a que este recientemente elevado vástago de la familia, el graf von Leitdorf, sería igual que su predecesor. A pesar de todo el control que el graf exhibía en las apariciones públicas, en aquella cara de halcón y aquellas cejas en forma de pata de araña, Helborg detectaba la misma locura acechando en el interior, esperando el momento para emerger.

—Graf von Leitdorf —fue la simple respuesta de Helborg—, os agradezco que hayáis asistido.

Leitdorf se contentó con un sencillo asentimiento de cabeza a modo de acuse de recibo. Helborg saludó con un gesto de cabeza a los oficiales de la orden que estaban presentes: el submariscal Zóllner y el preceptor superior, Osterna. Luego posó una mirada cargada de intención sobre el único hombre al que no reconocía.

—¿Podríais presentaros, señor?

Ludwig Voll era un hombre pequeño y flaco. Iba vestido con pieles y telas bastas, cuando los demás presentes en el consejo iban ataviados con armadura y sedas. Helborg vio que se sentía algo acobardado; era poco más que un campesino, y se encontraba en compañía de señores, y del gran general del Imperio.

—Me llamo… —comenzó, tartamudeando un poco—, es decir, eh… que soy el batidor Ludwig Voll, de los Tramperos.

—Los Tramperos tienen una gran reputación, batidor Voll. Me complace ver que habéis respondido a la llamada del Emperador. ¿Cuántos hombres habéis traído a reunirse con nosotros?

—Bueno, sólo he venido yo… No tengo ninguno conmigo, señoría —comenzó Voll—. Pensé que era mejor ver cuántos necesitabais, y luego mandar a buscarlos en lugar de… —La voz del batidor se apagó al sentir el hombre que la atmósfera se tornaba gélida. El mariscal del Reik no se sentía impresionado.

—¿A cuántos podéis llamar? —preguntó Helborg.

El batidor Voll, para mérito suyo, no se desplomó ante la feroz mirada del mariscal del Reik, como ya habían hecho otros.

—Casi doscientos, o por ahí —contestó con rapidez.

—Entonces, llamadlos a todos. Que se reúnan con nosotros mañana, al final del día.

—¿Todos ellos? —intervino el graf von Leitdorf—. ¿Es eso realmente necesario? Son responsables de una gran extensión de estas montañas…

—Sí —lo interrumpió Helborg—. Es completamente necesario. Ignoramos con qué fuerzas vamos a enfrentarnos, pero deben ser considerables, o no serían un reto para los enanos de Karak-Angazhar.

Helborg desenrolló un mapa sobre la mesa que ocupaba el centro de la tienda, y dirigió la palabra al consejo.

—Los cartógrafos de Altdorf quieren hacernos creer que estas montañas son parte del territorio del Imperio. Pero no son nada parecido. Ya antes de que los goblins cerraran el río, Karak-Angazhar jamás ha visto con buenos ojos las visitas a estas montañas. Ni siquiera a los comerciantes se les ha permitido ir más allá de este punto. —Helborg señaló un pico anotado como el Litzbach—. Y por tanto, como podéis ver, es limitado nuestro conocimiento de las montañas y los pasos que se hallan al otro lado. No sabemos dónde tienen sus cubiles los goblins, y desconocemos el emplazamiento de los puestos avanzados de Karak-Angazhar. Debemos considerar que estas tierras son tan territorio enemigo como otras situadas a mil quinientos kilómetros de nuestras fronteras. Y debemos avanzar con rapidez por ellas. Los meses apropiados para la campaña han pasado, y cualquier día de éstos descenderá sobre nosotros el invernal aliento de Ulric. Este enemigo debe ser derrotado antes de que caigan las primeras nieves porque, en caso contrario, ¡tendremos que retirarnos a Karak-Angazhar para salvarnos!

Los soldados reunidos en la tienda manifestaron debidamente su consternación ante un deshonor semejante.

—Al terminar el día deberíamos haber acabado de cruzar el Nedrigfluss. Mañana marcharemos hacia el Litzbach. El submariscal Zóllner os detallará el orden de marcha.

—Mariscal —volvió a interrumpir Leitdorf, con voz más suave en un intento de tener una conversación privada—, ¿esa orden incluye a la milicia?

—Por supuesto. —Helborg no hizo el más leve intento de bajar la voz.

—No se me ha consultado en cuanto a este…

—Se os está consultando ahora —lo acalló Helborg, mientras lo observaba en busca de un destello de locura—. No me cabe duda de que contará con vuestra aprobación. Submariscal, continuad.

* * *

El bote crujió ominosamente cuando Siebrecht subió a bordo. A pesar de que la otra orilla estaba asegurada, sintió que el corazón comenzaba a latirle con fuerza. Antes había reído y chapoteado en el agua, pero cuando se encontraran en medio del río, esa misma agua sería su muerte si cayeran dentro de ella. Aunque sobrevivieran al frío, el peto que llevaba lo arrastraría al fondo. Igual que Krieglitz.

Siebrecht jugó con las correas del peto.

—Dejadlo suelto, que simplemente os cuelgue de los hombros —dijo Delmar junto a él—. Así, si caéis al agua, será fácil de quitar.

Sorprendido por el hecho de que Delmar le hubiera dirigido la palabra, Siebrecht sólo pudo asentir con la cabeza para darle las gracias.

—Debemos estar dispuestos a morir por el Reik, no a ahogarnos en él —continuó Delmar mientras se sentaba.

—Gausser —susurró Siebrecht al de Nordland cuando éste subió al bote—. Aquí pasa algo muy raro.

—¿Qué? —preguntó Gausser, al ver el pánico que había en el semblante de su hermano.

—Creo… —comenzó Siebrecht—, creo que Reinhardt ha hecho una broma.

* * *

Cuando el consejo quedó finalmente concluido, Helborg salió rápidamente de la tienda y regresó al río. Allí, el serio comandante Sternberg supervisaba la maniobra en silencio.

—¿De qué estandarte son ésos? —preguntó Helborg al dirigir la mirada hacia los caballeros que se encontraban en medio del río.

—Escuadrones del estandarte de Jungingen —replicó Sternberg, sin apartar para nada los ojos del bote que estaba en el agua.

Helborg meneó la cabeza y sintió que su ira disminuía; al menos, el cruce del río transcurría como estaba planeado. Reparó en que Griesmeyer había aparecido a su lado, y aguardaba cortésmente a que el mariscal del Reik le dedicara su atención.

—Teníais razón, hermano.

—¿En qué sentido, mi señor?

—El graf estaba mejor que ayer.

Griesmeyer sonrió ante esto. Helborg, no obstante, no hizo lo mismo. El graf sería un problema. Con las guerras de los últimos años, esos nobles se habían vuelto cada vez más presuntuosos. Los ejércitos del Emperador no bastaban, así que había recurrido incesantemente a los nobles en busca de ayuda militar. Sabían cuánto se los necesitaba.

En algún momento tendría que desengañar al graf de su idea de que compartía el mando por el simple hecho de que su milicia era la mitad del ejército. Helborg debería decirle que cien caballeros de la Reiksguard equivalían a un millar de sus indisciplinados agricultores y ganaderos. Pero no allí, no en ese momento. No mientras la milicia se encontrara aún a una distancia de marcha cómoda de su casa, ni mientras no hubiera llegado aún la carne en salazón que debían proporcionarle para alimentar a los caballeros.

—No me ha parecido gran cosa, ese batidor —continuó Helborg, al recordar la recomendación de Griesmeyer—. Ya tengo bastantes aficionados con los que tratar entre esos capitanes de milicia. No necesito otro. ¿Ha partido a buscar a sus hombres?

—Creo que sí.

—Al menos tenemos eso.

—Antes de marcharse, mi señor, me pidió que os diera esto. —Griesmeyer le tendió el mapa que había en la reunión, y lo desenrolló. Helborg lo miró con atención: había muchas correcciones y nuevas anotaciones por toda la superficie, que señalaban picos menores, pasos, elevaciones y, lo más importante, el emplazamiento del puesto avanzado de Und Urbaz, de los enanos, así como los nidos goblin que lo rodeaban.

—No ha dicho de dónde procedía su conocimiento —continuó Griesmeyer—, pero sí me comentó que no deseaba que los enanos supieran que se hallaba en posesión de estos datos. En mi opinión, el batidor Voll, además de ser trampero de Averland, se ha empleado como buscador de oro ilegal y cazador furtivo.

—Bueno, ahora es nuestro cazador furtivo. —Helborg sonrió, aún inclinado sobre el mapa, mientras reajustaba sus planes—. Aseguraos de que asista a la siguiente reunión del consejo, hermano.

Griesmeyer estaba a punto de responder cuando se produjo una conmoción en la orilla. Una bandada de formas negras había salido volando de entre los árboles del otro lado. Por un instante, habrían podido ser confundidas con pájaros. Eran flechas, y volaban directamente hacia los caballeros que se apiñaban en los botes.

* * *

El bote se bamboleó cuando todos los caballeros se pusieron instintivamente de pie.

—¡Escudos! —gritó alguien, pero ya era demasiado tarde. La salva, apuntada con tiempo y cuidado hacia la embarcación que se movía lentamente, resultó mortalmente certera. Algunas flechas se clavaron en el casco de madera, otras resbalaron sobre los petos, y las demás perforaron brazos y manos que los caballeros habían alzado instintivamente para protegerse. Por encima del bote se alzó un coro de gritos de dolor.

—¡Sentaos! —chilló el barquero, mientras los traspiés de los caballeros hacían escorar el bote más allá de lo que él podía controlar. Delmar y Siebrecht obedecieron y mantuvieron la cabeza inclinada tras los escudos que ya comenzaban a alzarse, pero el caballero que tenían al lado continuó de pie. Delmar aferró el peto del caballero y lo instó a sentarse, pero en ese momento la barca volvió a ladearse y el hombre se inclinó hacia fuera. Delmar alzó los ojos hacia su rostro, y vio los frenéticos ojos y la mano que aferraba la flecha cuya punta le salía por la garganta. El agonizante caballero comenzó a caer por la borda, y Delmar extendió las manos para sujetarlo. Siebrecht vio que Delmar se levantaba de un salto, y se puso de pie para sujetarlo.

—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo! —volvió a chillar el barquero, cuando el desplazamiento del peso escoró aún más el bote. Delmar sintió que alguien tiraba de él y el peto se le escapó de las manos. El caballero herido cayó al agua. Delmar volvió bruscamente la cabeza, dispuesto a insultar a quienquiera que lo hubiera sujetado, pero en ese instante Gausser los aferró tanto a él como a Siebrecht y los arrastró a la cubierta. El bote se escoró violentamente una vez más, y luego el barquero recuperó el control y le devolvió la estabilidad.

* * *

Helborg vio la cara del caballero muerto cuando sacaron el cuerpo del río. Era el hermano Danzig. Helborg no lo conocía bien; hacía pocas estaciones que estaba en la orden, pero había sobrevivido a la guerra y a la gran carga de Middenheim, para caer ahora, antes de que la campaña hubiera comenzado siquiera… Los caballeros y sargentos de la otra orilla habían alcanzado la densa zona de árboles desde la que habían disparado las flechas, pero no hallaron nada, salvo un pequeño túnel en la tierra por el que habían huido los goblins. Enviaron mensaje de que no podían seguirlos.

El bosque que tenían delante volvía a estar en calma, y los picos allende éste continuaban en el mismo sitio. Bajo esta apariencia de paz, sin embargo, Helborg sabía que estaba librándose una guerra sangrienta.

* * *

En las profundidades de debajo de una montaña, el enano manoteó en busca del hacha. El goblin de maliciosa mirada aferraba con una garra mientras con la otra arañaba la máscara facial chapada del enano. Enganchó las uñas dentro de los orificios oculares de la máscara, y, con un chillido, se la arrancó del casco. Ese chillido se transformó rápidamente en un alarido cuando el enano le arrebató el hacha y la descargó sobre él con un tajo letal.

Libre por un momento, el enano manoteó a su alrededor en busca de la máscara. Era una herencia familiar que le había legado su abuelo, y no podía perderla. Pero entonces oyó el siseo de un grobi que bajaba por el túnel hacia él. Recobró la serenidad y dejó la máscara donde hubiera caído. Su abuelo lo comprendería.

Se alejó apresuradamente del grobi, sin saber hacia dónde ir. Sabía que sus camaradas estaban muertos. Los integrantes de su grupo que no hubieran muerto sin más en el ataque grobi, no sobrevivirían durante mucho tiempo en manos del enemigo. Lo mismo le sucedería a cualquier piel verde capturado por el pueblo de los enanos. No existían los conceptos de misericordia y rendición; los grobis eran alimañas a las que debía darse caza y destruirlas, aunque ese conocimiento le proporcionaba poco consuelo cuando eran las alimañas quienes le daban caza a él.

El enano sabía también que estaba atrapado. Los grobis habían sido demasiado rápidos. Había visto cerrarse la escotilla de hierro, había oído los barrotes que corrían para atravesarse de modo que impidieran que los atacantes penetraran más en la fortaleza, aunque eso significara dejarlos a él y sus camaradas librados a su suerte. Era una decisión dura, pero vivían tiempos duros. Toda su vida había sido dura.

Aquel túnel lo alejaba del sonido que hacían los grobis, pero también de la fortaleza. Los enanos conocían aquellos túneles, que habían recorrido a menudo en los años anteriores al inicio del asedio. No había nada que permitiera volver atrás por otro camino. Debía continuar adelante. No obstante, cuanto más se apartaba de la fortaleza, más se adentraba en el territorio de los grobis. En ese momento, el enano supo que no volvería a casa.

Pero entonces apareció un túnel que se desviaba hacia un lado, y a través de él oyó el sonido de truenos distantes. Recordó adonde conducía.

No sería agradable, pero era la única alternativa que le quedaba. Se apresuró a ir hacia el trueno a la máxima velocidad posible y, cuando el ruido se hizo ensordecedor, salió a una caverna.

Allí había una cascada, parte del río que fluía desde lo alto de las montañas y descendía para adentrarse en el Imperio de los hombres. Lo alejaría de los grobis, lo llevaría a la superficie. Allí también habría peligro, pero sería de día. Los grobis de las montañas eran criaturas oscuras que aborrecían la luz. Los sonidos de persecución detrás del enano hicieron que tomara una decisión. Al menos era joven, ya que todos sabían que los enanos viejos no flotaban. Muy a regañadientes, dejó en el suelo el hacha, el yelmo y la armadura, todo lo que llevara encima y pudiera arrastrarlo al fondo. Con esto y un juramento hecho a sus ancestros, se zambulló de un salto en el agua.

* * *

El enano despertó sobre la dura orilla, vapuleado y dolorido debido al viaje por el torrentoso río, pero vivo. Había salido bien. Sintió la roca bajo las manos, y el sol en la nuca. Con un esfuerzo, logró ponerse de rodillas y mirar en torno. Había sido arrojado fuera de las aguas, en el paso de Bar-Kadrin. A cada lado, a su alrededor, las gigantescas cabezas de piedra de sus ancestros lo contemplaban desde lo alto. Si se hubiera encontrado allí un año antes, habría estado a salvo. ¡Pero cuánto se habían desplazado las líneas durante ese año! Las esculturas estaban ahora desfiguradas, y él se encontraba muy lejos de casa.

Una sombra se proyectó sobre su cuerpo. No pertenecía a un goblin. Alzó los ojos más y más hacia el monstruo que tenía de pie a su lado. Y no estaba solo, ya que los cazadores grobis aguardaban con sus redes a que el monstruo acabara con la presa. Soltó una risilla y descargó un puño sobre su cabeza.

Apenas consciente, el enano sintió que lo arrastraban metido dentro de una red de los goblins, mientras lo único que oía era el mismo nombre salmodiado una y otra vez con regocijo:

—¡Sapo Espinoso! ¡Sapo Espinoso! ¡Sapo Espinoso!