7: Gausser

SIETE

Gausser

Cada mes que los escuadrones de la Reiksguard pasaban en Altdorf eran sometidos a inspección. Normalmente, la llevaba a cabo el mariscal del Reik, que tenía entonces la oportunidad de comprobar que la orden contaba con los efectivos suficientes, y que las armas y armaduras estaban en buenas condiciones. Recibían una particular atención los nuevos caballeros que habían pasado la vigilia y tomado los votos durante el período transcurrido desde la última inspección, tradición que databa de la época en que el entrenamiento y las pruebas de la Reiksguard no eran ni remotamente tan formales ni estrictos. En tiempos más recientes, la primera inspección de un nuevo caballero se había convertido en símbolo de su definitiva aceptación dentro de la orden, y para las familias nobles de Altdorf era la oportunidad perfecta para asistir a la ceremonia y pavonearse por el honor derivado.

Dado que la Reiksguard acababa de regresar de la victoria obtenida en Middenheim, y como cada vez se extendía más la noticia de que volverían a partir en breve, la inspección adquirió una mayor importancia.

Y cuando, unos días antes, el palacio anunció que el Emperador en persona llevaría a cabo la inspección, ésta se transformó en un acontecimiento muchísimo más grandioso.

Los caballeros se pusieron la armadura de batalla de la Reiksguard, salvo el yelmo, en lugar del cual llevaban un sombrero con penacho que lucía el emblema de la orden y plumas rojas y blancas, los colores del Emperador reinante. No formaron junto a la casa capitular, sino en los terrenos del palacio imperial, y allí se presentaron ante los ojos del Emperador.

Cuando Delmar y sus hermanos despertaron aquella mañana, se hizo evidente que Siebrecht y Gausser no habían regresado la noche anterior. Finalmente aparecieron, Gausser tan erguido como siempre, Siebrecht con la cara pálida como la ceniza y obviamente maltrecho a causa de los efectos de la velada. Ahora eran hermanos caballeros de pleno derecho, no novicios, y por tanto disfrutaban de mucha más libertad. Pero eso no quería decir que los otros fueran a hacerle a Siebrecht la vida más fácil. Sólo Gausser garantizó que el de Nuln se presentara junto con los demás a la hora indicada.

Habían asistido muchas de las familias de los caballeros de Reikland. El graf y la gravina Falkenhayn, el barón y la baronesa von Proktor, y Delmar se alegró muchísimo al ver que su madre y su abuelo también habían realizado el viaje hasta Altdorf. A Delmar se le honró doblemente ese día, porque lo habían elegido para llevar el estandarte del nuevo escuadrón de caballeros. El día era abrasadoramente caluroso, y los sirvientes del palacio corrían de un lado a otro con sombrillas y palios para las secciones más nobles de la muchedumbre. Los nuevos caballeros se cocían lentamente dentro de sus armaduras de batalla, pero habrían preferido asarse vivos antes que mostrar cualquier signo de incomodidad ante el Emperador.

El propio Karl Franz no dio señales de sentir el calor. Permaneció serenamente sentado sobre el lomo de su corcel, con su paladín, Ludwig Schwartzhelm, a su lado, como si no le importara en absoluto permanecer allí durante todo el día. Cuando los caballeros de la Reiksguard estuvieron preparados para comenzar, Helborg fue a caballo hasta el Emperador, lo saludó y ocupó su posición en el otro flanco. Sus ojos se desviaron hacia Schwartzhelm, y los dos se miraron a los ojos por un instante antes de que la Reiksguard iniciara la marcha.

El Emperador aceptó los saludos de los regimientos de la Reiksguard, primero de los trompeteros, montados como caballería ligera, y luego del resto, que desfilaban a pie. Cuando llegó el momento de que se presentaran los nuevos caballeros, desmontó y caminó a lo largo de la línea. Los caballeros permanecieron estrictamente firmes, con los ojos fijos ante sí, pero ninguno de ellos pudo resistirse a echar una mirada al Emperador cuando pasaba ante él. En esa fracción de segundo, cada uno creyó haber discernido una visión interior única de aquel gran hombre. El momento más trivial para él, fue para ellos un momento transcendental.

Por lo que a Karl Franz respectaba, hacía mucho que se había habituado a esa curiosidad, y sabía que no debía deshonrar a los caballeros sorprendiendo sus ojos cuando lo miraban. Hubo un solo caballero entre todos en el que reparó realmente, y se trataba de uno que tenía una particular expresión de feroz concentración como tallada en la cara. Fue el único cuyos ojos no le echaron un fugaz vistazo cuando pasó ante él. En realidad, Siebrecht von Matz apenas si reparó en la sombra que se proyectaba sobre su rostro. Había comenzado la mañana con un palpitante dolor de cabeza, y con la lengua tan seca como el desierto. Después de pasar horas asándose dentro de la armadura, apenas si lograba soportar este nuevo tipo de condena.

Al final la inspección concluyó, el público fue debidamente impresionado por otro despliegue del poder militar del Imperio, y la Reiksguard rompió filas para regresar a su casa capitular. Los nuevos caballeros fueron dejados para el final; a algunos se les permitió dispersarse para saludar a la familia, pero Delmar, como portaestandarte, tuvo que permanecer en el centro para actuar como punto de repliegue. Volvió a mirar a su familia, y vio que el mayordomo se ocupaba de su abuelo. Su madre, no obstante, no se encontraba con ellos. Delmar recorrió con los ojos la multitud en movimiento, y la vislumbró un poco más allá. Estaba hablando con alguien, así que Delmar cambió de posición para poder verla mejor. Hablaba nada menos que con Griesmeyer. Delmar se sorprendió; nunca los habían visto decirse una sola palabra cuando estaban en compañía de él. ¿De qué tenían que hablar ahora?

El estandarte de otro escuadrón que se marchaba pasó ondulando ante su campo visual. Cuando pudo ver otra vez, se dio cuenta de que no estaban hablando simplemente, sino en medio de una discusión. No podía oír las palabras, pero resultaba evidente que su madre estaba casi gritando al caballero, con una mano en la cadera mientras con la otra daba tirones a un collar que le rodeaba la garganta. Griesmeyer, entre tanto, había medio retrocedido para adoptar una guardia defensiva, casi como si esperara ser físicamente agredido. Aunque Delmar no tenía ni idea de qué había sucedido, tanto si era portaestandarte como si no, no podía mantenerse al margen. Hizo un movimiento hacia ellos, pero entonces todo acabó y su madre se marchó hecha una furia, dejando a Griesmeyer allí plantado.

* * *

Delmar estaba de pie en la armería, concentrado en sus pensamientos. Había encontrado a su madre después de la inspección, pero la había visto demasiado alterada para preguntarle qué había sucedido entre ella y Griesmeyer. Ella se había limitado a abrazarlo e implorarle que regresara vivo a casa de la campaña. Delmar se había sentido desgarrado; el corazón de niño de su interior estaba acongojado por ver a su madre en semejante estado, y no deseaba dejarla. Ahora, no obstante, descubría que el corazón de su infancia estaba templado por el espíritu de un hombre. Por primera vez en la vida, ese despliegue de emoción en sí lo había hecho sentir incómodo, había tenido el deseo de consolarla pero se había encontrado con que se contenía, y se había sentido aliviado cuando el mayordomo había anunciado que regresaban de inmediato a la hacienda. Este secreto alivio no había hecho más que exacerbar la sensación de culpabilidad que tenía. ¿Cómo podría hacer honor al juramento prestado a la orden, sabiendo que con ello jamás podría hacerle promesa alguna concerniente a su seguridad a las personas a las que amaba y cuyas vidas dependían de la suya?

Peores aun eran las nuevas preguntas concernientes a su padre y Griesmeyer. Delmar no era un hombre que se sintiera cómodo con los secretos. Los secretos, le había repetido su madre cuando era niño, sólo conducían a la mentira, y la mentira llevaba a la condenación. En el campo, especialmente como hijo del señor, vivía su existencia a plena vista de los vecinos, y lo que uno de ellos veía u oía llegaba inevitablemente a oídos de su madre, así que habría tenido poco sentido intentar ocultar nada. Pero ahora era ella quien le ocultaba secretos a él, al igual que lo hacía Griesmeyer.

En medio de sus dudas e incertidumbres, sin embargo, había un logro del que podía sentirse orgulloso: era caballero de la Reiksguard. Las exigencias que le planteaba la orden eran grandes, pero al menos se las planteaban claramente. Aunque los demás pilares de su vida temblaran, la orden permanecería firme.

Mientras meditaba sobre estos pensamientos, el ruido de las conversaciones de los camaradas que lo rodeaban comenzaron a inmiscuirse. Ninguno de ellos podía dejar de hablar sobre los acontecimientos del día; aquellos a los que el Emperador les había dicho unas palabras las repetían interminablemente a todo aquel que quisiera escucharlos, y todos hablaban de que ahora tenían un conocimiento mucho más profundo del hombre por la manera en que los había mirado a los ojos. Pero, como en todos los acontecimientos de esta índole, había uno que se centraba más en sus preocupaciones personales.

—Esto es lo que yo no entiendo —refunfuñó Hardenburg, mientras se quitaba los escarpes de los pies doloridos—: ¿Por qué tenemos los barracones tan lejos del palacio? Juro que puedo ver cómo el calor asciende de mis pies. Mirad esto. —Hardenburg le tendió un pie a Proktor que frunció el ceño y retrocedió con rapidez—. Deberían haber erigido nuestra casa capitular justo al lado. Así no tendríamos que pegarnos la caminata hasta allí y de vuelta, en cada celebración.

—Si no hubieras tenido que quedarte mirando boquiabierto todos los melones femeninos visibles, habríamos podido marchar mucho más rápido —le contestó Proktor, con tono cortante.

—Ay —suspiró Hardenburg—, pero ¿cómo puedo resistirme cuando, con este calor, huelen de manera tan deliciosa?

—Eres repugnante, Hardenburg.

—No doy ni una higa por tus opiniones, hermano.

—Tampoco yo doy ni una higa por las tuyas —contestó Proktor.

—En ese caso, puedes guardarte tu higa, aunque quedaría sinceramente sorprendido si alguna vez encuentras una dama que la acepte.

Algunos de los otros caballeros rieron al oír aquello, y Hardenburg hizo una ostentosa reverencia. Azorado, Proktor dirigió una mirada implorante a Falkenhayn, pero su amigo también estaba riéndose de su bochorno.

—Sí, creo que tiene bastante razón —dijo Bohdan, que avanzó desde el otro extremo de la sala—. En caso de ataque repentino o de disturbio, deberíamos estar cerca del Emperador. En Ostermark, cuando cierra la noche, los guardias deben estar con su señor. Fuera de la vista… —Bohdan negó con la cabeza—. Uno nunca puede estar seguro de lo que hay por ahí fuera.

—¿Quién sabe? —intervino Falkenhayn, molesto porque el de Ostermark se hubiera entrometido en la conversación—. Lo más probable es que no hubiera sitio en el palacio cuando fue fundada la orden.

—Tal vez, hermano, decís eso porque no recordáis bien el lugar. —El fuerte acento de Bohdan no hizo más que aumentar el desprecio de su voz—. Vuestras repetidas ausencias de los turnos de guardia podrían haber embotado vuestros recuerdos.

El enojo de Falkenhayn se encendió ante aquella impertinencia, pero Hardenburg fue más rápido.

—Lo más probable es que el Emperador quisiera estar lejos de nuestros establos —dijo, y rio entre dientes ante su propio ingenio. A continuación le dirigió la palabra a Delmar—: El hermano Reinhardt os dirá qué sitio tan malsano son, ya que pasa más tiempo en ellos que en ningún otro lugar.

Delmar no tenía ganas de que lo arrastraran a la conversación, pero no se acobardaría. Avanzó entre ellos para colgar el peto en su percha.

—No te favorece mostrarte tan descortés, hermano —reprendió alegremente a Hardenburg—. Y vuestra preocupación es legítima, amigo mío, porque la protección del Emperador es nuestro principal deber. ¿Qué somos, si no podemos protegerlo? Pero la distancia entre aquí y el palacio no es tan grande. Tenemos centinelas apostados allí para contrarrestar las amenazas menores, y, en el caso de las mayores saben que deben dar la alarma. Entonces puede cabalgar la totalidad de la orden, y cualquier asediador que amenace la vida del Emperador se encontrará rápidamente rodeado. Así pues, para que cualquier ataque de ese tipo tenga éxito, el enemigo tendría que cercar dos sitios en lugar de uno, dividir y debilitar sus efectivos. Es una medida sensata.

El orgulloso caballero de Ostermark sostuvo la mirada de Delmar durante unos momentos, y luego asintió para manifestar su aprobación. Eso los satisfizo a todos; ni siquiera Hardenburg le salió con una de sus respuestas simplistas. Falkenhayn se permitió conservar la calma, y en una mayor paz volvieron a la tarea de quitarse la armadura.

—Es por si alguna vez la Reiksguard se vuelve en contra de su Emperador —dijo Siebrecht por una comisura de la boca—. Para que al menos cuente con alguna fortificación entre su persona y su guardia.

En la sala se hizo un silencio mortal. Falkenhayn inspiró para estallar, pero Delmar lo detuvo con un gesto.

—Repetid lo que habéis dicho —dijo Delmar a Siebrecht.

Siebrecht alzó los ojos de la greba a medio soltar. Lo había dicho como comentario irreflexivo. Se le había ocurrido el pensamiento y había salido por su boca sin que su mente interviniera para nada. Podía retirar fácilmente las palabras, pero entonces vio la expresión del rostro de Delmar: la intensa seriedad en su ancho rostro de facciones francas, el fruncimiento de desaprobación que había en su ceño. Siebrecht apenas pudo evitar echarse a reír por el aspecto ridículo que presentaba.

En lugar de eso, se levantó y se preparó. Si esto tenía que suceder, pues que sucediera allí.

—¡Hermanos! —gritó Verrakker, que apareció en la puerta—. ¿Qué hacéis todavía con la armadura a medio quitar? Sois demasiado lentos. Desperdiciando el día en charlas, sin duda. ¡Debería arrancaros la lengua! Volved al deber. ¡En silencio! No quiero oír ni una palabra más de ninguno de vosotros. No puedo cortaros la lengua, pero puedo cortaros el vino. Sí, hermano Matz, ya me parecía que eso captaría vuestra atención. ¡Volved a vuestra tarea!

Verrakker posó una mirada colérica sobre todos ellos, mientras la mano se le estremecía. Los caballeros se pusieron nuevamente manos a la obra con la armadura, el obediente Delmar entre ellos. Siebrecht dejó escapar lentamente el aliento, y luego relajó la presa sobre el pesado brazal que sujetaba a la espalda para dejar a Delmar sin sentido.

—Por el aliento de un demonio —juró Bohdan cuando salían—. ¿Cómo se te ha ocurrido decir algo semejante?

Siebrecht se encogió de hombros.

—Pero ¿estoy equivocado? —Siebrecht se volvió a mirar al de Nordland, que caminaba junto a él—. ¿Estoy equivocado, Gausser?

—Eso no tiene importancia.

—¡Tiene importancia para mí!

—¡Matz! ¡Matz! —Los caballeros oyeron los pasos de alguien que corría tras ellos. Era Proktor, que se detuvo al darles alcance.

—Siebrecht von Matz —declaró con tono formal—, mi hermano Delmar von Reinhardt exige que os disculpéis por la ofensa que le habéis hecho a la orden.

—Decidme, Proktor —le espetó Siebrecht, colérico—, ¿es Reinhardt, o es vuestro precioso Falkenhayn quien habla a través de él?

Proktor pareció conmocionado por un momento, pero luego se recuperó.

—No sé a qué os referís. Vengo enviado por Reinhardt, como uno de sus padrinos.

—¿Uno de sus padrinos? —replicó Siebrecht, incrédulo—. ¿Es que quiere batirse en duelo?

—Nada de duelos, nada de duelos… —dijo Alptraum, imitando a Weisshuber, que se había marchado hacía mucho.

Proktor hizo caso omiso del de Averland.

—No lo quiere, pero está dispuesto a hacerlo si os negáis.

—Siebrecht… —dijo Gausser.

—¡Maldita sea entonces su arrogancia estrecha de miras! —le espetó Siebrecht—. ¡No me disculparé porque Reinhardt sea propenso al autoengaño! Dado que está tan ansioso por autoproclamarse paladín de la orden, tendrá que demostrar su capacidad. Decidle que lo veré en el exterior de la puerta occidental de la ciudad.

Proktor se tambaleó ligeramente a causa de la ferocidad con que respondió Siebrecht.

—¿A qué hora?

—¡Ahora! —Siebrecht lo miró ceñudamente, y Proktor se alejó deprisa. Aquello era demasiado. Todo era demasiado. Meses de entrenamiento junto a aquellos insufribles hombres de Reikland, soportando su pomposidad y santurrona creencia en su legítimo derecho a ejercer el mando. Luego Krieglitz, y la fría mirada calculadora de aquel caballero, Griesmeyer, con quien Delmar había estado tan repugnantemente orgulloso de tener amistad. ¿Y ahora esto?

—Siebrecht… —volvió a comenzar Gausser, con tono de advertencia.

—No, Gausser —lo desafió Siebrecht—. Ya basta. Puedes estar conmigo o puedes marcharte, pero no intentes detenerme. Tú lo intentaste con Reinhardt y no pudiste dejarlo tumbado. Pero yo tendré una espada en la mano. Veamos cómo se las apaña con eso.

* * *

Los duelos entre hermanos de la orden estaban prohibidos; la disciplina era la piedra angular de la efectividad de la Reiksguard, y la disciplina no podía mantenerse si los hermanos desenvainaban la espada unos contra otros. Por eso, la orden había desarrollado un proceso muy formal para resolver las disputas. Estaba diseñado particularmente para restar acaloramiento a cualquier desacuerdo y hacer hincapié en la fraternidad de la orden, con el fin de garantizar que los orgullosos nobles, habituados a salirse con la suya, pudieran convivir en estrecha proximidad sin matarse unos a otros. Pero la lenta deliberación de este sistema y su excesiva formalidad, no obstante, hacía que a los jóvenes caballeros exaltados les resultara más atractivo zanjar sus diferencias en un enfrentamiento rápido y físico. Aunque la jurisdicción de la orden se extendía sobre los caballeros con independencia de dónde estuvieran, este tipo de combate siempre se celebraba fuera de las murallas de la ciudad para evitar interrupciones, y, en caso de que se produjeran lesiones, poder culpar de ellas a un súbito ataque de forajidos o a una horda de hombres bestia.

—Matz ha sido el único que ha atraído esto sobre sí mismo, hermano —le aseguró Falkenhayn a Delmar, mientras los de Reikland avanzaban por las calles, aún atestadas debido a la inspección llevada a cabo por el Emperador, horas antes—. Desde el principio mismo ha tratado a la orden con el más absoluto desprecio. Sus borracheras, su grosería para con nuestros maestros, ¿y recuerdas lo amigos que eran Krieglitz y él? Eran carne y uña, y fíjate lo que sabemos ahora de esa familia.

»¿Y quién es él, en cualquier caso? Ha sido caballero de la Reiksguard durante unas pocas semanas, nunca ha estado en la línea de combate, y se cree con derecho a escupir sobre el nombre de la orden y arrastrarla por el lodo. ¿Se cree con derecho a darnos lecciones, cuando nuestras familias han servido fielmente durante generaciones? —Falkenhayn sacudió la cabeza con exasperación—. Es más que una rencilla, hermano, es tu deber enseñarle un poco de respeto a ese holgazán, antes de que sea demasiado tarde.

Siebrecht y Gausser los esperaban en el exterior de la puerta, y el grupo se alejó un poco del apiñamiento de carretas que intentaban entrar o salir de la ciudad. Cuando ya se encontraban lo bastante lejos, Delmar le hizo un gesto de asentimiento a Proktor.

—El hermano Reinhardt te da una última oportunidad para disculparte por la ofensa hecha —anunció Proktor.

En respuesta, Siebrecht alzó el rosado dedo en el que llevaba el anillo de sello, para enseñárselo a Delmar.

—Ya sabe lo que puede hacer —replicó con una sonrisa afectada—. Dile al hermano Reinhardt que tiene una última oportunidad para disculparse por su idiotez.

Delmar no había querido luchar antes, sólo deseaba que Siebrecht retirara sus palabras, pero ahora nada podría disuadirlo del combate. Esto no era por Griesmeyer; esto no era por su padre, esto era algo simple. Él tenía razón y Siebrecht estaba equivocado.

Se alejaron en silencio de la puerta oeste, hasta llegar a la línea de los árboles y quedar ocultos del camino. Hallaron un claro adecuado, y los dos grupos se retiraron hacia extremos opuestos para prepararse. En un lado, Falkenhayn continuaba dándole aliento a Delmar.

—Es rápido, no lo olvides, hermano. Lo más probable es que haga fintas; no permitas que te haga desviar la guardia. ¡Hazlo retroceder sin descanso, logra acercarte a él y lo tendrás!

Delmar lo oía, pero no necesitaba palabras para inspirarse. La vista de Siebrecht y su expresión de permanente satisfacción eran todo el incentivo que necesitaba.

En el otro lado, Gausser se mostraba menos solidario.

—¿Esto es de verdad lo que quieres, hermano? ¿Para tu nombre? ¿Para tu vida?

—¿Mi vida? Mi vida no corre ningún peligro. Es por Reinhardt por quien deberías preocuparte, porque nunca podrá vencerme con la espada.

—No me refiero a eso. —Gausser frunció el ceño.

Por mucho que pudiera mentirle a Gausser, Siebrecht no podía mentirse a sí mismo. Aunque sentía el cuerpo cargado de energía por la proximidad del combate, no podía negar que, por debajo, estaba exhausto por los efectos de la bebida de la noche anterior, la falta de sueño, y por pasar luego todo el día en la formación de revista, asándose al sol. Tenía la boca seca, las manos frías y húmedas; desenvainó la espada para extenderla ante sí, y vio que la hoja temblaba en su mano. Si no podía dar fin al combate con los primeros golpes, pues que los dioses le dieran fuerzas, porque ya no le quedarían propias.

Al otro lado, Delmar sacó su espada y la sujetó en posición de «preparado». No practicó nerviosamente unos pocos tajos, no adoptó temerosamente una posición en guardia antes de tiempo. Simplemente estaba dispuesto. Observándolo. La traicionera mente de Siebrecht se remontó a aquel día, ante el maestro Ott, cuando Delmar había resistido todo lo que Gausser podía dar de sí, y continuaba negándose a ceder; y entonces recordó la historia de Delmar y su batalla contra los hombres bestia. Siebrecht había supuesto que esa historia era como las que él contaba de sí mismo, cada una de las cuales consistía en un grano de verdad bien fermentado en bravuconería. Pero ¿y si la historia de Delmar era verdad? Dioses, comprendió Siebrecht, ¿hasta qué punto había subestimado al de Reikland?

Proktor avanzó hasta el centro del claro, y preguntó por última vez si Siebrecht estaba dispuesto a disculparse. Siebrecht, sin apartar la mirada de Delmar, negó bruscamente con la cabeza. No importaba. En cualquier caso, ya era demasiado tarde.

—¡Que comience entonces! —anunció Proktor, y se apartó.

Siebrecht no llegó siquiera a ver venir el golpe. El puño impactó contra un costado de su cara con toda la fuerza de un cañón. Su visión estalló y se ennegreció; ni siquiera sintió cómo se estrellaba contra el suelo. Sus ojos se abrieron con un parpadeo momentáneo, y entonces vio al atacante, de pie, a su lado.

—¿Gausser? —dijo, con un hilo de voz.

Gausser se alejó de él, mientras abría el puño. Desde el otro lado del claro, Delmar observaba, atónito, mientras el de Nordland sacaba la espada y adoptaba una postura de «preparado».

—¿Qué trampa es ésta? —gritó Falkenhayn, fuera de sí.

—No es ninguna trampa —replicó Gausser—. Si un luchador no puede luchar, su padrino lo hace por él.

Falkenhayn comenzó a protestar otra vez, pero Delmar lo interrumpió.

—Apártate, Gausser. Mi disputa no es contigo.

—Eso no puede hacerse, Reinhardt. —El hombretón de Nordland no se movió ni un centímetro.

—Nuestras familias están unidas, Theodericsson. No por la sangre, sino por la batalla.

—Eso ya lo sé.

—Nuestros padres lucharon, hombro con hombro, como camaradas de armas. Te pido, por ese vínculo, que retrocedas.

Siebrecht se puso trabajosamente de pie.

—No permitiré que se me considere un cobarde que no está dispuesto a luchar por sí mismo. ¿Adonde ha ido a parar mi espada? Dame esa arma, Gausser. No necesito que te pongas delante de mí…

Gausser se volvió con gracilidad y le dio un puñetazo en el estómago. A Siebrecht se le salieron los ojos de las órbitas, y se enroscó lentamente en forma de bola sobre el suelo, respirando con dificultad.

Delmar los miraba fijamente, incrédulo.

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué ha hecho por ti para que lo protejas tanto?

Gausser negó lentamente con la cabeza.

—No lo entiendes. Matz es mi amigo, sí. Mi hermano. No quiero que sufra daño. Pero esto no lo hago por él. Lo hago por ti, Reinhardt. Hago esto para honrar a tu padre, y para honrar al mío. Tú no lo sabes, ya lo veo. Tú no lo sabes, pero eres el mejor de nosotros. No eres el más fuerte; no eres el más rápido; pero eres el más valiente. Antes, te enfrentaste conmigo por tu amigo, a sabiendas de que lo más probable era que fueras vencido. Te mantienes firme en tus convicciones contra aquellos que intentan apartarte del verdadero camino del caballero. Te he visto con tu familia, y tú eres la piedra sobre la que ellos están erigidos.

»Pero esto… —continuó Gausser, abarcando con un gesto las espadas, a Siebrecht y todo aquello que los rodeaba—, esto no es valentía. Este camarada tuyo, tu hermano, está herido, no en su cuerpo, sino en su mente, en su espíritu. Puedes herirlo más si así lo deseas; puedes matarlo con facilidad. Pero ¿es ése un acto de valor? ¿Es lo que hace un hombre valiente por el hermano necesitado? Esto lo hago por ti, Reinhardt. Lucharemos nosotros. Descargarás tu enojo en mí, como una vez me permitiste hacer contigo. Lucharemos hasta caer. Luego volveremos a ser amigos. Y te marcharás de este lugar sin la herida que le infligirías a tu alma si lucharas aquí contra tu pobre hermano. Y luego, cuando veas por ti mismo lo que yo veo, aún tendrás una oportunidad para transformarte en el caballero que debes ser.

Nadie habló. Nadie había pensado nunca que Gausser pudiera hablar durante tanto rato ni con tanta fuerza.

—Theodericsson Gausser —comenzó, finalmente, Delmar, con voz repentinamente débil—, me has avergonzado. Tus palabras me han… No… Yo me he avergonzado a mí mismo. No puedo luchar contra ti. Y si no te apartas, tampoco puedo luchar contra él. Y en esta circunstancia, me encuentro con que mi enojo se ha disuelto ya. Lo único que ha dejado tras de sí es la lección que hoy me has dado aquí.

Delmar envainó la espada. Con la cabeza gacha, salió del bosque. Falkenhayn miró por un momento los firmes ojos de Gausser, y luego corrió tras Delmar, y Proktor tras él.

—Esto no puede ser —exclamó Falkenhayn—. ¿El salvaje y el calumniador están ahí mismo, y tú simplemente vas a huir como un cobarde? —Falkenhayn aferró a Delmar por un hombro para detenerlo.

Delmar se detuvo. Falkenhayn, a su pesar, se apartó ligeramente. Delmar lo miró al fondo de los ojos, y habló con tono terminante:

—No vuelvas a tocarme.

Dicho esto, salió de debajo de los árboles y se adentró en el sol.

* * *

La puerta de Wilhelm de la ciudadela se abrió, y una vez más salió por ella la Gran Orden de la Reiksguard. La multitud había acudido a verlos partir, pero guardaba silencio y se mostraba muy respetuosa, ya que los caballeros marchaban de campaña. Habían dejado el camino despejado para ellos, así que atravesaron la ciudad sin interferencias, pasando ante el palacio imperial, y bajaron hasta el río. Con la primera luz del día se habían comenzado a cargar en barcas las provisiones que iban a necesitar; viajarían aún más rápidamente de lo que podían hacerlo los caballeros por tierra, de modo que estarían preparadas para recibirlos cuando se detuvieran a pasar la noche.

Cuando cruzaban el puente, Siebrecht, que tenía un verdugón en una mejilla, sacó diestramente una corona de oro de su cinturón y la lanzó volando por el aire al agua. Gausser miró de reojo aquel extraño comportamiento.

—Pago una apuesta —replicó Siebrecht.

Gausser, que entendía cuándo eran necesarias las palabras y cuándo no, decidió no indagar más. En cambio, aumentó en una fracción la distancia que lo separaba del caballero que cabalgaba ante él, y devolvió la atención al magnífico espectáculo que ofrecía la Gran Orden de la Reiksguard, que marchaba a la guerra.