6: Krieglitz

SEIS

Krieglitz

Mientras el Emperador había estado fuera, el palacio había permanecido en estado de hibernación; una vez que hubo regresado, el edificio despertó con un torrente de vitalidad. Los funcionarios imperiales regresaron y se establecieron en las salas que tenían asignadas, junto con sus ayudantes. Los sirvientes iban y venían entre las habitaciones, preparándolas con el fin de que, cualquiera que fuese la que el Emperador escogiera para entrar, hallara el camino preparado y bien perfumado para ocultar los olores de la ciudad que lo rodeaba. Los nobles volvieron en bandada para poder cosechar los favores del Emperador, y la Reiksguard triplicó el número de efectivos de servicio en el palacio para garantizar que ninguno de estos tres grupos entrara donde no debía.

—Como parte de la guardia del palacio —informó Verrakker a los jóvenes caballeros que acababan de ser admitidos—, deberéis permanecer vigilantes, preparados para impedir el ataque de un asesino o enemigo. Con lo que os encontraréis, sin embargo, es con que pasaréis la mayor parte del día diciéndole a un persistente petimetre cortesano perfumado que retroceda y respete la privacidad del Emperador.

»Depende de la voluntad del Emperador decidir cuándo quiere estar disponible y cuándo no. Y el deber de ellos es obedecer, no sustituir los deseos del Emperador por los suyos. No importa de quién se trate. Serán todos nobles y señores, nada habituados a que se les niegue algo. Puede que incluso haya algunos que intenten imponeros su rango. Si lo intentan, no deben conseguirlo.

Delmar, Siebrecht y los otros jóvenes caballeros rieron.

—Y, finalmente, quiero recordaros a todos una cosa: aunque raramente es una actividad gloriosa, hacer guardia en el palacio es uno de los más solemnes cometidos que existen dentro de la Reiksguard. Un descuido por parte de vosotros podría constituir el medio por el cual fuera asesinado nuestro Emperador, estallara la guerra civil y el Imperio se derrumbara en llamas. Así que considerad eso. Y luego considerad que cualquier negligencia, cualquier abandono del deber, cualquier acto temerario cometido durante este servicio se considera un acto de traición.

Y que ha habido, y continuará habiendo, guardias ejecutados por ese delito.

* * *

El problema de proteger al Emperador lo hacía aún más difícil el propio palacio imperial. Aunque los príncipes de Reikland habían sido elegidos para el trono hacía apenas cien años, el palacio se había construido mucho antes. Algunos incluso decían que una parte de la estructura databa de la primera vez que Altdorf había sido capital del Imperio, hacía siglos. El edificio había sido construido y reconstruido, ampliado y rediseñado según los diferentes usos que se le habían dado a lo largo de los años. Este ritmo de expansión no hizo más que incrementarse cuando los emperadores establecieron allí su corte y lo adaptaron como sede principal del gobierno. Se erigieron edificios independientes en las proximidades para estos propósitos, y, al ampliarse aún más el palacio, dichos edificios fueron conectados e integrados en la totalidad. Un antiguo arquitecto imperial había descrito el resultado como «una residencia donde los diferentes estilos arquitectónicos no estaban tanto reñidos entre sí como en abierto conflicto», y le había implorado al Emperador de su época que le concediera los fondos necesarios para construir un palacio nuevo partiendo de cero. Esos fondos, una vez reunidos, se gastaron en aquietar un levantamiento provincial, cosa que llevó al arquitecto a añadir al comentario anterior las palabras siguientes: «y, por tanto, el palacio es un símbolo del Imperio de lo más apropiado».

Simbolismos arquitectónicos aparte, esto hacía que el palacio tuviera áreas llenas de regios salones de recepción y elegantes aposentos, y otras que eran un laberinto de patios desordenados y pasillos serpenteantes, todo lo cual daba como resultado un lugar aún más difícil de vigilar. Explorar los edificios y memorizar las rutas de desplazamiento mantuvo a Siebrecht apartado de sus pensamientos durante los primeros días de guardia. Pero cuando la novedad se transformó en rutina, se encontró meditando una vez más acerca de los problemas de su amigo. Había poco más que pudiera distraerlo; los cortesanos, a pesar de todas las advertencias de Verrakker sobre su tenacidad, habían aprendido por amarga experiencia que discutir con los impasibles caballeros de la Reiksguard era un desperdicio de aliento en el mejor de los casos, y que en el peor acabaría con ellos exiliados de la corte tras una breve estancia en las celdas del palacio.

El propio Emperador había eliminado completamente de su programa las apariciones públicas, y le había dejado claro a todo el mundo que en su orden de prioridades se encontraba en primer, último y único lugar el curso actual de la guerra, y que no atendería ninguna solicitud personal. En cambio, su jornada estaba dominada por reuniones del Consejo de Estado; los miembros de ese consejo se convirtieron pronto en rostros familiares para Siebrecht y los otros jóvenes caballeros. Sin embargo, esto no hacía más que aumentar la frustración de Siebrecht; en la habitación contigua estaban los principales miembros del gobierno discutiendo el futuro del Imperio y, sin embargo, él estaba plantado ahí fuera para impedir que entraran los indeseados. Los miembros del consejo trataban a los caballeros como poco más que muebles, y hacían caso omiso de la presencia de Siebrecht, aun cuando se apartaba elegantemente a un lado para dejarlos pasar. Siebrecht alimentaba un silencioso resentimiento por ese tipo de trato; no era un sirviente, era un noble, y ahora caballero de la más grandiosa orden militar. Todo eso constituía un ejemplo aún más amplio de la arrogancia de los nativos de Reikland. No obstante, luego oyó por casualidad algo que desterró de su mente ese tipo de pensamiento insignificante.

—Pero si llegara a preguntar por Karak-Angazhar, no sabría qué decir…

El que hablaba era el barón von Stirgau, chambelán del Sello y consejero diplomático del Emperador. Karak-Angazhar era el nombre de la fortaleza de los enanos que su tío había mencionado semanas antes. Siebrecht le había dedicado poca atención en su momento y, sin embargo, ahora se encontraba con que se hablaba de ella en los círculos más elevados. El barón von Stirgau interrumpió la conversación antes de entrar en la cámara del consejo, pero no le había importado hablar delante de Siebrecht, que se encontraba inmóvil junto a la entrada. Tal vez era una ventaja que lo trataran a uno como parte del mobiliario, después de todo. Las reuniones del consejo se celebraban a solas con el Emperador, y ni siquiera los caballeros de la Reiksguard tenían conocimiento de lo que en ellas se hablaba; sin embargo, Siebrecht podría reunir bastante información a partir de lo que los consejeros se decían privadamente los unos a los otros antes de entrar y cuando salían.

—… retirado a las Montañas Centrales, las minas que tenemos allí se han perdido…

—… siguen sin llegar noticias del conde Feuerbach, y ahora este escándalo en una familia noble. Talabheim está al borde…

—… la última vez que los vimos fue en Krudenwald, pero un ejército como ése no puede desaparecer sin más…

—… otra docena de cuerpos colgados de árboles, y no es que sienta congoja por la pérdida de semejante escoria, pero era una escoria humana mejor que la que ahora la reemplaza…

—… ¿quién está en el poder ahí abajo? ¿Hay alguien?

—… el Culto de Sigmar tiene sus propios problemas, en este momento. Yo los dejaría estar…

Siebrecht lo absorbía todo, deducía y especulaba cuanto podía. Le faltaban muchos datos concretos, pero podía deducir los desesperados aprietos en que se encontraba el Imperio: tres de sus grandes provincias devastadas por la guerra del norte; otras dos sin un gobierno definido; sus recientes aliados cada vez más distraídos por sus propios problemas; cerca de su corazón se había dejado con vida un cáncer, derrotado pero no destruido; y el dinero.

—… pensáis que los regimientos serán desmovilizados dentro de poco. Estáis muy equivocado…

—… no puede permitirse hacerlo, no puede permitirse hacerlo… —… no creo eso ni por un momento…

—… pero ¿de dónde va a salir el dinero?

Dinero necesario para las tropas; dinero necesario para reconstruir murallas, caminos, ciudades, granjas; y por la amarga expresión de la cara de la canciller Hochsvoll y el modo en que jugaba inquietamente con los anillos que llevaba en sus codiciosos dedos, era un dinero que el Imperio no tenía.

Pero Siebrecht no volvió a oír mencionar Karak-Angazhar hasta una cálida noche de canícula. Se encontraba apostado justo fuera de la cámara del consejo; las reuniones solían ser formales y tranquilas, pero esta vez se alzaron voces y Siebrecht pudo oírlas.

—Conozco las tremendas dificultades de nuestra situación en el norte, cosa que sólo hace que resulte aún más imperativo que aseguremos también nuestra frontera sur. —Siebrecht reconoció la voz del conde von Walfen, canciller de Reikland y, según se decía, espía personal del Emperador.

—No entiendo por qué los enanos no pueden apañarse por su cuenta —replicó la canciller Hochsvoll con tono gélido incluso en aquel calor.

El barón von Stirgau intentó explicarlo con su distinguida entonación:

—El embajador del Alto Rey ha sido muy sincero a este respecto. Tanto la fortaleza de Barak-Varr como la de Karak-Hirn han sido asediadas; los atacantes han sido rechazados, pero a costa de un precio tan alto que no pueden enviar una expedición fuera para liberar Karak-Angazhar.

—Si a ellos no les importa lo suficiente como para defenderla, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros?

—Debido a su emplazamiento, canciller —repitió Walfen—. Se encuentra en la cabecera del Alto Reik, y a no más de unos pocos días de marcha del paso del Fuego Negro. Si cayera, sería la escala perfecta para toda clase de ataques contra el interior de Averland, y todas las defensas que tuviéramos en el paso serían rodeadas y se transformarían en inútiles, momento en que quedaríamos por siempre más bajo la amenaza de ataques lanzados desde el propio curso del río Reik. Los enanos sobrevivirían a eso, pero nosotros no. Nuestra cuerda de salvamento podría verse cortada.

—Queréis decir que quedarían interrumpidas las rutas comerciales —le contestó Hochsvoll—. No penséis que no estoy al tanto de los intereses que tenéis en la zona.

—¿Os referís a los intereses del Imperio? ¿O acaso consideráis que el mantenimiento de unas rutas comerciales sanas, beneficiosas y, por encima de todo, gravables, es algo carente de interés para las arcas imperiales?

—Las rentas futuras están muy bien, pero ¿quién va a pagar ahora por ellas? —contraatacó la canciller Hochsvoll.

—No es el dinero lo que constituye el problema —interrumpió la voz de bajo del mariscal del Reik, Kurt Helborg—, sino los hombres. El ejército aún es necesario en el norte. A pesar de lo que se le pueda oír decir a la gente por las calles, la guerra aún está librándose.

—¿No podéis, simplemente, separar unos pocos regimientos? —preguntó el barón Stirgau.

—No. —El tono de voz del mariscal del Reik no admitía discusiones.

—Bueno, ¿y qué me decís de los ejércitos mercenarios? —continuó Stirgau.

—¿Y quién los pagará? —comenzó Hochsvoll otra vez.

—En Averland aún quedan tropas, mariscal del Reik —intervino Walfen.

—Los regimientos de Averland marcharon hacia el norte, igual que los de Wisseland.

—Yo me refería a las guarniciones de Reikland que hemos mantenido en Averland durante estos últimos dos años. Desde la desafortunada muerte del conde elector Leitdorf.

—También están con el ejército.

—No todas ellas.

Esta refutación directa provocó a Helborg, ya acalorado y cansado.

—No cuestionéis mi conocimiento del emplazamiento de las tropas del Imperio.

—No cuestiono vuestro conocimiento —replicó Walfen, haciendo un leve pero detectable hincapié en la última palabra—; de hecho, confío en él. Sé que tenéis una sensata mente estratégica, y que por tanto no despojaríais completamente de defensas a nuestras provincias meridionales. Y también sé que es allí donde continuáis enviando la soldada. Así pues, ¿podemos proceder sobre la base de que aún hay hombres en esas guarniciones?

Pero Kurt Helborg no iba a dejarse rodear por el flanco con tanta facilidad.

—Allí quedan hombres, pero muy pocos. Sólo los suficientes para garantizar que cuando acabe la crisis actual aún tendremos en el sitio defensas que garanticen esa frontera. Esos hombres no van a ser desperdiciados en una misión mal evaluada.

—No serían necesarios para luchar, mariscal del Reik, sino meramente para que ayuden a reclutar.

—¿Reclutar a quién?

—Aún quedan hombres en Averland. Hombres capaces de empuñar una alabarda y marchar al compás de los tambores. Las tropas regulares están con el ejército, eso es cierto, pero aún quedan hombres capacitados para luchar.

—Sí, en caso de invasión. En caso de que sean amenazadas sus ciudades y hogares.

—Si Karak-Angazhar no es liberada, eso es exactamente lo que sucederá.

—Puede que nos convenzáis aquí de eso —respondió Helborg—, pero las palabras no convencerán a los ediles de Averheim, Streissen o Heideck para que nos permitan reclutar a sus milicias, y en Averland no hay un conde elector que pueda ayudaros.

Walfen estaba preparado para jugar sus cartas.

—Y ése es el motivo por el que va a ser necesario enviar un regimiento, pero sólo uno. No obstante, tiene que ser un regimiento cuya mera presencia provoque que se formen las milicias, que convenza a los ediles de las poblaciones de Averland de la gran importancia que reviste para el Imperio esta expedición, de que los ojos del propio Emperador los observan. Y tiene que ser un regimiento que no se necesite en el norte, y que de hecho ya ha regresado a la ciudad.

Lo que quería decir estaba claro incluso para Siebrecht.

—Os referís a los caballeros de la Reiksguard —dijo Helborg.

—Sí, así es.

—Apenas acaban de regresar.

—Estoy seguro de que no se mostrarán reacios a cumplir con su deber y marchar nuevamente a la guerra.

—Los soldados siempre deberían ser reacios a marchar a la guerra, barón. Son los aficionados quienes están ansiosos por hacerlo.

Siebrecht tuvo que imaginarse la mirada de disgusto y desprecio que Helborg le dedicó a Walfen en ese momento. Luego, alguien se puso a hablar, pero con voz queda, y no pudo identificar su voz. Comprendió que tenía que tratarse del Emperador, que daba el veredicto final sobre el asunto.

—Como vos ordenéis, mi señor —dijo Helborg finalmente—. Me aseguraré de que se lleven a cabo las disposiciones necesarias lo antes posible.

* * *

Al graf von Falkenhayn no le interesaban en absoluto los bailes de celebración; en sus años mozos había usado el salón de baile de su familia para instruirse en esgrima, y para las recreaciones que hacía con soldados de plomo de las batallas épicas del Imperio. Este uso, no obstante, había cambiado cuando se casó; a su esposa, la gravina von Falkenhayn, le gustaban mucho los bailes. Y él la quería mucho. Así que por la puerta salieron las espadas, la armadura, las miniaturas y los escenarios, y la gravina se puso a trabajar para convertir la estancia en un espacio adecuado para que ella y el graf celebraran los acontecimientos de la temporada. Su salón de baile no podía competir en tamaño con el salón de baile del palacio imperial, pero eso no impidió que ella desafiara a su rival en todos los otros aspectos. Las paredes estaban festoneadas por adornos dorados y plateados espejos. En el techo se veía un mural épico de la fundación de Altdorf, y en una arcada de cada dos había un halcón dorado con las alas desplegadas. Convirtió la estancia en algo muy adecuado, en efecto, y esa noche habían acudido varios centenares de los más íntimos amigos de la gravina para admirarla. Porque Franz, su hijo, había sido aceptado en la Reiksguard, y ni uno sólo de sus amigos debía perderse la oportunidad de felicitarla en persona.

Con independencia de hacia dónde mirara Siebrecht, veía muchachas y muchachos nobles conversando, bailando, bebiendo y divirtiéndose. Estaban por todas partes menos a su lado.

—No entiendo por qué hemos venido. —La desafección hacía que el fuerte acento de Ostermark que tenía Bohdan se hiciera aún más marcado.

Junto a ellos, Gausser gruñó. Tenía la atención fija en la delicada copa Pompadour llena de vino que sujetaba con sus enormes dedos e intentaba no partir en dos.

—Es un baile. Nos invitaron —les recordó Siebrecht a ambos, con tono alegre para intentar levantarles el ánimo, pero falló.

—Y me pregunto qué relación tenemos nosotros con la gravina para que nos invitara. —Bohdan desconfiaba de cualquier gran reunión de nobles. En Ostermark había demasiadas historias de veladas parecidas en las que, en el punto culminante de las celebraciones, se cerraban con llave las puertas que daban al exterior, y los anfitriones, demonios con forma humana, comenzaban un banquete mucho más sangriento. Aún no había visto a la esposa del graf von Falkenhayn, pero no pensaba bajar la guardia ni por un instante.

—Escucha —volvió a explicarle Siebrecht—. Falkenhayn quería que asistieran sus preciosos Halcones, por supuesto, pero dado que los miembros de la delegación de Averland son los invitados de honor, la gravina quería que asistiera Alptraum, y Alptraum quería que lo acompañáramos nosotros, sus compañeros hermanos de vigilia, para no tener que pasar toda la velada con los nativos de Reikland.

Alptraum no tenía necesidad de preocuparse, reflexionó Siebrecht, porque en cuanto el joven caballero había llegado, lo habían rodeado los nobles de Averland, todos ansiosos por ponerlo al día con las noticias de las últimas maniobras políticas que se habían llevado a cabo en la provincia, y por intentar enrolarlo para alguna de las causas. Entre las bambalinas de aquella provincia sin cabeza visible, las familias luchaban con uñas y dientes por cualquier ventaja que pudieran lograr, y ahora que Alptraum era un caballero de la Reiksguard, se había convertido en una pieza significativa del tablero de juego.

Gausser volvió a gruñir. Bohdan estaba mirando con suspicacia a una vieja baronesa de pálida piel arrugada y mejillas hundidas que se encontraba sentada cerca de ellos. Le clavó una mirada feroz hasta que ella, bastante trastornada, se puso temblorosamente de pie y se alejó.

Siebrecht puso los ojos en blanco ante el comportamiento de su camarada, y, a pesar de su intención original, decidió que sería mejor que se separaran durante el resto de la velada. Cuando pasó en torno a ellos el siguiente grupo de celebrantes, se escabulló y se marchó al otro extremo del salón de baile. Se pavoneó en torno a los danzarines del centro de la estancia, evaluando la celebración con ojo experto. La simplicidad ostentosa era la moda de la temporada, como reconocimiento por parte de la alta sociedad de Altdorf de las privaciones que sufrían todos los otros habitantes del Imperio. Las damas iban todas ataviadas con vestidos de líneas sencillas que eran aún más costosos de hacer, mientras que los señores llevaban uniforme militar, al menos todos los que tenían derecho a llevar uno. Los demás se conformaban con prendas de corte marcial. A pesar de la miríada de regimientos exhibidos, Siebrecht se sintió complacido por el hecho de que su propio uniforme de la Reiksguard continuara captando las miradas de muchas jóvenes damas que esperaban a que un joven señor les pidiera un baile.

Jóvenes señores, añadió su mente traicionera, que habrían estado allí presentes de no haber sido dejados atrás en las llanuras de Middenland. Siebrecht aplastó el pensamiento al instante; había tenido muy escasas oportunidades de disfrutar de ese tipo de fiesta desde su llegada a Altdorf, y no iba a estropear ésta con inútiles lamentaciones.

Se tomó un momento de descanso despreocupado junto a la escultura de un halcón a punto de levantar el vuelo. Durante el recorrido había localizado a los de Reikland: Falkenhayn se había convertido en un centro de atención como siempre que encontraba a alguien dispuesto a escucharlo; su fiel Proktor estaba junto a él, dispuesto a confirmar todas sus jactancias; Delmar tenía aspecto incómodo y desmañado, y el cara bonita de Hardenburg estaba muy ocupado con una ristra de muchachas que lo miraban con ojos de carnero degollado. Hardenburg, decidió Siebrecht, era el que aprovechaba mejor el tiempo, y ya estaba a punto de presentarse a una prometedora muchacha noble que daba vueltas ociosamente cerca de él, cuando otro rostro familiar hizo que olvidara completamente este propósito.

—¿Tío?

Herr von Matz se volvió, con una copa en la mano.

—¡Siebrecht, mi muchacho! —exclamó.

Se excusó de la conversación que estaba manteniendo, y avanzó con paso algo vacilante hasta su sobrino.

—¿Tío? —preguntó Siebrecht—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Herr von Matz lo miró con ojos algo turbios.

—Es una fiesta, ¿verdad? ¡Así que me muestro festivo! —replicó, y bebió otro sorbo de la copa.

—No puedo creerlo. ¿Estás borracho?

Con la mano libre, el tío lo cogió por un hombro y se inclinó hacia él. Siebrecht, que no era precisamente un abstemio, casi retrocedió a causa del hedor a vino.

—En absoluto, mi querido muchacho —susurró Herr von Matz, con palabras rápidas y bien pronunciadas, desaparecido todo rastro de embriaguez—. Pero he descubierto que los bebedores y los borrachos sueltan más la lengua cuando están entre los de su propia calaña que ante los que muestran una disposición sobria, así que me veo obligado, ¡ay!, a adoptar todo el comportamiento del borracho sin obtener ni una pizca del placer.

—El hedor es ciertamente convincente —murmuró Siebrecht, que intentaba no respirar por la nariz.

—Ah, un mal necesario, y la lavandería un gasto necesario. Pero ¿qué me dices de ti? Deberías estar divirtiéndote, como cualquier joven guerrero a punto de partir hacia la guerra y demás.

—¿Has tenido noticia de eso? ¡Nosotros nos enteramos hoy!

—¿Tenido noticia? Yo lo predije, ¿o no? ¡Karak-Angazhar!

—Sí, tío, es verdad —reconoció Siebrecht—. ¿Acaso tu red de informadores se extiende hasta el punto de saber qué piensa el Emperador antes de que lo sepa él mismo?

Herr von Matz rio entre dientes.

—Nada parecido, Siebrecht. Hay algunos que están en el ajo, sí, pero el resto no fue más que fruto del pensamiento y de la comprensión de las razones implícitas.

Siebrecht apartó la mirada al oír eso.

—Ah, veo que tu mente también ha comenzado a funcionar de ese modo —continuó Herr von Matz—. No es una senda agradable. En ella no encontrarás ni héroes ni villanos, sino solamente colegas viajeros como yo. ¡Volviendo a Karak-Angazhar! Marcharéis pasado mañana, e imagino que seguiréis por la orilla del río Reik, a contracorriente, a la máxima velocidad que permitan vuestros corceles. Vuestros suministros serán transportados en barco. Reclutaréis toda la milicia posible a lo largo del camino y luego os adentraréis en las montañas.

—¡Por los dientes de Taal, tío! ¿Acaso tenías un espía dentro de la casa capitular hoy? —Lo que su tío acababa de decirle era exactamente igual, hasta en el último detalle, a lo que el mariscal del Reik les había dictado a los caballeros de la orden.

—Sí, por supuesto —replicó el tío, perplejo.

—¿Quién?

—¡Tú!

Siebrecht quedó desconcertado.

—¿Yo? Yo no te he contado nada de nada.

—¡Eso se debe a que no eres un espía muy bueno! De momento, al menos —se mofó Herr von Matz—. ¿Crees que necesito tener un espía dentro de la casa capitular para saber que la Reiksguard está preparándose para partir? ¡Eso puede deducirse con sólo observar a través de la puerta! ¿Acaso piensas que el repentino estallido de febril actividad que precede a la partida de la orden es algo que pase inadvertido? ¿Qué vuestros proveedores pueden llevar sus mercancías por arte de magia hasta vuestros almacenes, sin enviar mensajes urgentes por toda la ciudad para reunir todo el material que puedan?

Otro hecho encajó en su sitio dentro de la mente de Siebrecht.

—Los proveedores. ¿Las marcas de los gremios?

Herr von Matz sonrió alentadoramente a su sobrino como otro lo haría con un cachorrito que acabara de aprender su primer truco.

—Eso podría indicarte que vamos a partir, tal vez incluso cuándo partiremos, pero no la ruta que seguiremos, ni que vamos a reclutar soldados a lo largo del camino.

—Ambas cosas son fácilmente deducibles, muchacho. Pero admitiré que he contado con ayuda en el asunto. El mariscal del Reik os ha dicho que se unirían a vosotros los dignatarios de Averland que habían llegado a la ciudad, y que os acompañarían para colaborar en el reclutamiento de tropas.

—Sí, en cuanto se supo la noticia la gravina los buscó y convirtió a todos ellos en los huéspedes de honor de la fiesta de esta noche —respondió inocentemente Siebrecht, pero sus pensamientos comenzaban a encajar las piezas.

—¿Y bien? ¿Me has preguntado qué estoy haciendo aquí? —Herr von Matz se metió una mano dentro de la chaqueta y sacó una pluma teñida de amarillo y negro, los colores de Averland.

—¿Formas parte de la delegación de Averland? —Siebrecht estaba atónito.

—Correcto, y se nos informó de la ruta de vuestra marcha, quiero decir nuestra marcha, al mismo tiempo que a vosotros.

—¿Qué razón podrían tener para…? Ni siquiera eres de Averland.

Herr von Matz se mostró ofendido.

—Has de saber que soy muy conocido en Averland.

—Imagino que eres muy conocido en muchos sitios. —Siebrecht reprimió el tono de sarcasmo.

—En efecto —replicó el tío, tan complacido consigo mismo como con su sobrino—. Será agradable pasar más tiempo contigo —continuó Herr von Matz—. Y ahora que ha quedado establecido nuestro próximo encuentro, te dejaré continuar disfrutando de la velada.

Siebrecht se limitó a asentir mientras su tío daba media vuelta.

—Una última cosa —dijo Herr von Matz, que se volvió hacia él—. Una pregunta que tal vez debería haberte formulado antes. Karak-Angazhar.

—¿Sí?

—¿Por qué vas a ir?

—El mariscal del Reik dijo… —rememoró Siebrecht— que se trataba de una vieja alianza. Barak-Varr y Karak-Hirn son atacadas, y después de habernos ayudado en el norte no pueden montar una expedición propia.

—Hmmm… eso os han dicho. ¿Por qué piensas tú que vais allí?

Siebrecht lo meditó.

—Las rutas comerciales. Si Karak-Angazhar cayera, lo mismo sucedería con el paso del Fuego Negro y se cortarían nuestras rutas comerciales con el Alto Rey. Unas rutas comerciales que necesitamos desesperadamente si queremos reconstruir cuando acabe esta guerra.

—Bien… pero permíteme que te lo pregunte otra vez. ¿Por qué vas a ir tú?

Entonces, Siebrecht comprendió adonde quería llegar su tío.

—Para servir bien. Para consolidar mi nombre. Para poder tener el privilegio de restablecer la fortuna familiar.

—¿Y…? —lo instó Herr von Matz—. Resistir el impulso de lanzarte a pecho descubierto contra la espada del enemigo.

—Sí —replicó Siebrecht, de buen humor.

—No lo olvides.

Siebrecht entró con paso despreocupado por la puerta blanca. Los sargentos lo miraron con desconfianza, y él los saludó alegremente con una mano. Esa noche no lo molestarían, no cuando regresaba del ilustre baile de la gravina Yon Falkenhayn, y partiría de campaña pasado mañana. Siebrecht tenía alegre el corazón. A pesar de la aparición de su tío, se había divertido inmensamente y estaba alegre, con una copa de más. Desde su llegada a Altdorf había echado amargamente de menos esas veladas.

Se encaminó hacia los edificios y recorrió los corredores durante varios minutos, antes de darse cuenta de que estaba regresando al dormitorio de los novicios. Desde que él y sus hermanos se habían convertido en caballeros de pleno derecho, sus pertenencias habían sido trasladadas desde las dependencias de los novicios al ala opuesta. Dio media vuelta e intentó hallar el camino hasta su cama.

En su deambular pasó ante la armería, y una luz que vio en el interior atrajo su atención. La llama de una sola vela iluminaba a la figura que estaba en el interior. Era Krieglitz. El novicio estaba poniéndose una armadura. No era la coraza ceremonial que llevaban cuando estaban apostados como centinelas en el palacio, sino la armadura completa. La que un Reiksguard llevaba para ir a la guerra.

—¿Gunther?

Krieglitz alzó la mirada.

—Ah, eres tú. Ayúdame con esto, Siebrecht, ¿quieres?

—¿Qué estás haciendo?

Krieglitz levantó un codal a medio sujetar.

—¿Qué te parece que hago?

Su sonrisa estaba allí, pero no era la expresión generosa con la que Siebrecht estaba familiarizado. Era dura. Amarga.

—Gunther —repitió más lentamente—, ¿qué estás haciendo?

Krieglitz percibió la dureza de la voz de Siebrecht y dejó de intentar ponerse las piezas de la armadura.

—¿Qué estás diciendo, Siebrecht? No puedes estar pensando que yo…

—No sé qué pensar —le espetó Siebrecht, cuya mente había recobrado rápidamente la sobriedad—. Desapareces durante días. No te ve nadie. Luego están todas esas historias…

—¿Historias? —Krieglitz rio entre dientes—. Yo habría dicho que el mentecato y corpulento Gausser era el crédulo, no tú, amigo mío.

—Entonces, cuéntame, ¿cuál es la verdad? —Siebrecht cogió a su hermano por un brazo—. De lo único que oigo hablar es de acusaciones y juicios.

—Sí, mi familia tiene dificultades. —Krieglitz lo apartó con suavidad—. Pero esas alegaciones son todas políticas. ¿Cómo puede ser que un hijo de Nuln, precisamente, no reconozca unas maniobras políticas?

—Pero están implicados los cazadores de brujas, Gunther. Si están implicados los cazadores de brujas, esto está por encima de la política.

—Ah, con el suficiente dinero se puede influir en el juicio de un cazador de brujas tanto como en el de cualquier otro hombre —contestó, como quitando importancia al asunto, pero sin convicción—. Ha venido otro esta mañana.

—¿Y qué ha dicho?

—Ha dicho —replicó Krieglitz con tono de burla— que hay pruebas de que mi familia… mi padre… está contaminado. —Escupió la última palabra.

Siebrecht sintió que se le caía el alma a los pies. Los cazadores de brujas eran unos hombres extraños cuya presencia raras veces era querida y que no gustaban nunca a nadie, pero investigaban sin freno cualquier indicio de corrupción.

Ninguno de los dos habló durante un largo momento. Los ojos de Krieglitz estaban fijos en la vela que se consumía con lentitud.

—¿Qué ha dicho el condestable? —preguntó Siebrecht al fin.

—Le dijo al cazador de brujas… que la orden tiene jurisdicción sobre los asuntos de la orden. Pero como yo aún no soy un hermano de la orden… —La voz de Krieglitz se apagó. Luego apartó los ojos de la vela para mirar directamente a Siebrecht—. Debo regresar a casa, y compartir allí el destino de mi familia.

—Estoy seguro de que defenderás tu nombre. Esos cargos no pueden tener fundamento ninguno, son sólo humo.

—Sí, humo, sí. —La voz de Krieglitz volvió a apagarse. Siebrecht vio que su amigo necesitaba ayuda.

—¿No deberías estar haciendo el equipaje, entonces? —Quería sacar a Krieglitz de aquel lugar oscuro.

—Se están ocupando de todo. Me han dicho que no tengo por qué preocuparme. —Krieglitz volvió a mirar el codal—. Yo bajé aquí… quería saber cómo era llevarla toda puesta. Quería sentir cómo era… antes de marcharme.

—Volverás pronto —dijo Siebrecht, sabedor de que sólo podía ofrecer un frío consuelo—. Una de mis coronas dice que estarás de vuelta antes de que acabe el mes.

—¡Ja! Acepto esa apuesta. A pesar de todo, me gustaría saberlo ahora.

—Ayúdame con esto, amigo mío. —Siebrecht lo hizo, y al cabo de poco Krieglitz lucía todo el atuendo de un caballero de la Reiksguard.

—¿Qué tal te sientes? —preguntó Siebrecht.

—Bien. Es ligera. Los de Reikland tenían razón: es más ligera que la coraza de prácticas. —Krieglitz se inspeccionó—. ¿Recuerdas, Siebrecht, cuando el maestro Lehrer nos enseñó el significado de cada una de las piezas de esta armadura?

Krieglitz alzó la hombrera derecha un par de centímetros.

—¿Recuerdas qué significaba ésta?

Siebrecht lo recordaba.

—Hermandad.

«Porque los caballeros resisten hombro con hombro con sus hermanos —recitó Krieglitz—. Como una hombrera defiende al caballero de los golpes más graves, así un caballero es defendido por sus hermanos, y sin ellos se halla en peligro de muerte».

Krieglitz hizo una breve pausa, y luego continuó:

—¿Cómo me siento? Me siento fuerte. Me siento conectado. Como un auténtico hermano.

—Te ayudaré a quitártela —ofreció Siebrecht.

—Espera, me gustaría dar una vuelta con ella. Me gustaría caminar un poco y sentir cómo es moverse dentro de ella.

Krieglitz abrió la marcha por los corredores. Siebrecht había esperado que la armadura hiciera un ruido espantoso, pero era silenciosa, tan bien construida y mantenida que las placas se deslizaban unas sobre otras con facilidad.

—¿Has oído hablar del círculo interno? —preguntó Krieglitz mientras caminaban.

—He oído mencionarlo. Son algunos de los caballeros de más edad, ¿no?

—Ah, sí que lo son. Pero son mucho más que eso. Ya sabes el poder que tiene un solo caballero de la Reiksguard. Imagina el poder que tienen los que dirigen las acciones de centenares de caballeros. Caballeros que sirven junto al Emperador, que guardan sus dependencias en el palacio. Caballeros que salen de campaña con cada general imperial.

—Me resulta fácil creerlo. ¿Qué pasa con ellos?

—Tengo una misión que me encomendaron. No puedo decir nada más, ni siquiera a ti.

Salieron del edificio. En la oscuridad de lo alto brillaban las estrellas y las lunas.

—Voy a ir un poco más lejos —anunció Krieglitz.

—Gunther, no.

—Sólo una vez en torno a la muralla.

—Entonces te acompañaré.

—No, Siebrecht. Eres tú quien siempre me arrastra a cometer desmanes, ¿recuerdas?

—Vas a meterte en problemas, Gunther.

Krieglitz rio.

—Difícilmente pueden hacerme algo más. Vete. Vuelve atrás. Causarás un escándalo y nos descubrirán a ambos. Sólo necesito tomar el aire.

Siebrecht vaciló; pensó en insistir, pero si a su amigo le molestaba su compañía, eso podría hacerlo ir aún más lejos. Si se quedaba dentro de los muros, poco daño podría causar; y había bastantes centinelas para hacer que resultara difícil salir de la ciudadela, aun sin llevar la armadura completa.

—No te marcharás sin despedirte.

—Tienes mi palabra de caballero de la Reiksguard —replicó Krieglitz alegremente.

—Preferiría tu apuesta. Creo que las valoras más.

—Si eso fuera verdad, sería un caballero realmente lamentable. —Krieglitz tendió una mano para que Siebrecht se la estrechara—. Tengo que demostrarte lo contrario, y por tanto prometo no cobrar jamás la corona que tan precipitadamente acabas de perder.

Siebrecht le estrechó la mano y sonrió.

—¿De cuánto es la apuesta?

—Una corona, por supuesto.

* * *

—Y eso fue lo último que hablasteis con él.

—Sí, condestable. Ése fue el final de la conversación. Él se marchó y yo regresé al dormitorio —volvió a declarar Siebrecht, pero el escriba volvió a anotarlo. El condestable se retrepó en la silla y clavó en Siebrecht una dura mirada, como si pudiera desnudarlo de falsedades y mentiras simplemente mirándolo. A Siebrecht no le importaba cómo lo mirase. Unas pocas horas antes habría fingido valentía para ocultar el miedo, ejercitado el ingenio para demostrar que no estaba asustado, pero ahora sencillamente no había miedo que pudiera sentir. Nada de nada.

La búsqueda de Krieglitz había comenzado poco después de la primera luz, cuando el sargento había acudido para escoltarlo a las plegarias matutinas y descubierto que no había regresado. El condestable había enviado a sus ayudantes a las calles para que buscaran su pista. Antes del almuerzo habían regresado con un empleado de un transbordador que tenía una historia que contar. Al llegar la tarde, los nadadores más fuertes de la orden se zambullían en las aguas del Reik desde el puente. Antes de que el sol se pusiera, habían sacado del río el cuerpo del pobre Krieglitz.

No habían tenido que ir a buscarlo muy lejos. La pesada armadura de la Reiksguard lo había arrastrado directamente al fondo y lo había anclado al lecho fangoso. Una vez que sacaron el cuerpo a la orilla, la orden le quitó la armadura. La habían recogido unos sargentos pertenecientes al personal de la casa del mariscal, que la habían devuelto a la ciudadela para que la limpiaran, aceitaran y pusieran nuevamente en uso. Como su tío le había recordado a Siebrecht con frecuencia, una buena armadura era muy costosa y no se la podía desechar a la ligera. El cuerpo en sí, sin embargo, no fue devuelto a la casa capitular. En el jardín de Morr de la Reiksguard no había sitio para un espíritu rebelde. Fueron a buscar a un sacerdote que murmuró unas cuantas palabras sobre el cuerpo, que luego envolvieron en un sudario para transportarlo.

—No visteis a nadie más cuando regresabais a vuestros aposentos.

—No.

—¿Y no hubo nada más que ocurriera esa noche, que comentarais? Pensadlo por última vez, por favor, hermano Matz.

Ya les había contado todo, todo menos que Krieglitz había mencionado el círculo interno. Por desolado que estuviera, Siebrecht percibía que esa revelación haría que se doblara la intensidad del interrogatorio. Sólo quería marcharse, hallar un rincón, una bebida.

Sintió que comenzaba a temblar y vio que el condestable intercambiaba una mirada con el otro caballero: Griesmeyer. Siebrecht conocía su nombre. Era el que Delmar había llevado al dormitorio para presumir ante el resto de los novicios aquel día.

Griesmeyer se inclinó hacia delante e intervino en la conversación por primera vez.

—No estamos intentando hacer que otros carguen con la vergüenza, Matz. El novicio Krieglitz se la ha llevado toda consigo. Vos no deberíais haberlo ayudado con la armadura, pero no podéis culparos por su muerte.

Siebrecht alzó la mirada al oír eso.

—¡Yo no me culpo! Culpo a los perjuros y los fanáticos que presentaron unas acusaciones tan infundadas sin más motivo que su propio beneficio. ¡Rumores y mentiras, ésas son las armas que blandieron para matar a mi amigo!

Siebrecht sentía que la cólera ardía en su interior, y el condestable y Griesmeyer intercambiaron otra mirada. Griesmeyer asintió y luego despidió al escriba, que dejó la pluma y se marchó. El condestable lo siguió al exterior, y Griesmeyer se volvió a mirar a Siebrecht.

—Rumores y mentiras puede que hayan sido, pero las acusaciones eran ciertas —declaró Griesmeyer sin rodeos—. El barón von Krieglitz ha sido juzgado y condenado; había pruebas incuestionables de su corrupción física. En su casa se descubrieron amuletos cargados con poder oscuro, para curarlo, según afirmaron. Uno de sus camareros ha sido denunciado como practicante ilegal de la magia y quemado en la hoguera. La condesa de Talabheim ha denunciado a esa rama de su familia y permitido que la Orden de Sigmar se apodere de la hacienda y posesiones del barón. El propio barón ha desaparecido, al igual que uno de sus hijos. No puede haber ninguna duda. Ésa es la noticia que le dimos al novicio Krieglitz anoche, antes de que vos lo vierais.

Siebrecht sentía vértigo. Todo el comportamiento exhibido por Krieglitz la noche antes, las afirmaciones de que podría haber esperanza, había sido fingimiento. Por improbable que pudiera ser, Siebrecht no había renunciado en ningún momento a la creencia de que podría haber otra explicación para lo que le había sucedido a su amigo; que podría haber habido algún juego sucio o haberse producido un accidente que lo había hecho caer al río. Pero si ya le habían dicho que la contaminación de su padre estaba confirmada, si el círculo interno ya lo sabía… En un instante, Siebrecht vio el hilo que conectaba las discrepancias que había observado durante el último día. La admonición de su tío resonó dentro de su cabeza: «Comprende las razones implícitas».

—Es todo una gran tragedia. —Siebrecht se irguió; ahora le resultaba fácil controlarse—. Pero no una tragedia tan grande como lo habría sido si la vergüenza de mi desdichado amigo hubiera manchado a esta muy noble orden. Como vos habéis dicho, se la ha llevado toda consigo.

Griesmeyer, al advertir la nueva compostura del joven caballero, asintió con cautela.

—Es una gran tragedia.

—Es, a su manera, una suerte que las acciones del novicio Krieglitz hayan permitido cortar tan rápidamente los vínculos de la orden con esa familia. Que pudiera escapar de su encierro la pasada noche y luego, vestido con armadura, pudiera escalar nuestros muros y escabullirse entre nuestros centinelas de agudos ojos sin provocar la alarma. Pero ¿podemos adjudicarlo todo a la suerte? Porque, ciertamente, no hay modo de contener a un hombre que está decidido a hallar su fin.

Griesmeyer le dedicó a Siebrecht una mirada extraña.

—El novicio Krieglitz no estuvo nunca encerrado aquí. Era libre de marcharse cuando quisiera. Al igual que todos. Y, como bien decís, un hombre que ansia su muerte encuentra el modo de lograrla.

Siebrecht vio que una sombra se posaba por un momento sobre el rostro de Griesmeyer, como si estuviera perdido en los recuerdos. Luego se puso de pie para marcharse, pero había una pregunta más que Siebrecht quería que respondiera.

—Mi señor Griesmeyer, si se me permite preguntarlo, ¿sois un caballero del círculo interno?

—Lo soy —replicó—. ¿Por qué os interesa?

—Sólo para conocer mejor a vuestra señoría.

—Aquí hay pocos secretos, hermano Matz, aunque las mentes activas quieren percibirlos donde no existen. Si para superar vuestra congoja tenéis necesidad de crear villanos, es asunto vuestro; pero no arrastréis a vuestros compañeros al pozo. Porque si lo hacéis, ya no será asunto vuestro, será nuestro.

* * *

—Eso es ridículo, Siebrecht —repitió Gausser.

—Tú no estabas allí. Lo llevaba escrito en la cara.

Se encontraban en el campo de prácticas, observando cómo Bohdan derrotaba a Hardenburg con la alabarda. Se hallaban separados de los de Reikland, o tal vez eran éstos los que estaban separados de ellos. Hacía sólo un día que se había encontrado el cuerpo de Krieglitz, y ninguna de las dos facciones se mostraba ansiosa por estar en compañía de la otra.

—¿Ese Griesmeyer lo tenía escrito en la cara? —preguntó Gausser—. ¿O lo tenías tú escrito por dentro de los ojos?

Siebrecht no estaba de humor para que dudaran de él.

—Por los dientes de Ulric, hermano, ¿recuerdas siquiera a Krieglitz? Hace apenas unas semanas estaba aquí mismo, con nosotros. Haz memoria; ¿alguno de nosotros se mostraba menos dispuesto que él al suicidio? ¡Ahí tienes a Bohdan, siempre tan tenso como la cuerda de un arco; a Falkenhayn, tan paranoico que te reta a duelo al más leve indicio de falta de respeto; y Reinhardt, que está tan morbosamente obsesionado con su padre muerto que ha bautizado al caballo con su nombre!

—Te estoy oyendo, y también oigo tu voz contándome lo cambiado que estaba nuestro hermano cuando lo encontraste esa noche.

—Pero ¿es que no lo ves? Eso fue después de que la emprendieran con él. Vertieron su veneno en los oídos de Krieglitz, y lo empujaron a tomar una resolución diseñada para conveniencia de ellos.

—Sólo los dioses pueden conocer las almas de los hombres, Siebrecht.

—En ese caso, tal vez aquí hay algunos hombres que creen ser iguales a los dioses. Mira, allí está. —Siebrecht hizo un gesto hacia un lado. Era Griesmeyer, que iba a caballo hacia la puerta blanca. Se detuvo junto al contingente de nativos de Reikland e intercambió saludos con los caballeros. Delmar avanzó, y los dos mantuvieron una cordial conversación de camaradería, aunque Siebrecht no pudo oír lo que decían.

—Por supuesto —escupió Siebrecht. Gausser gruñó sin hacer comentarios, y Siebrecht continuó—: Esta noche no puedo quedarme confinado aquí dentro. Voy a saltar el muro. ¿Me acompañarás, hermano?

Gausser lo pensó durante un momento.

—Sí, aunque sólo sea para garantizar que vuelvas.