CINCO
Karl Franz
La rutina de los novicios se rompió cuando, después del servicio en el Gran Templo, Verrakker no los llevó de vuelta a sus barracones, sino al recinto del palacio. Los jardines en sí no eran enormes, como correspondía a una residencia que en su mayor parte había sido construida en una ciudad ya existente, pero eran hermosos. El verano aún no había llegado, y todas las plantas estaban floreciendo. Las de flor se encontraban agrupadas en torno a estatuas de héroes del Imperio, tanto antiguos como modernos, y habían sido cuidadosamente escogidas para representar algún aspecto del carácter o los logros de cada uno. Allende los cultivados jardines, los terrenos se extendían en una verde explanada bordeada por la fresca sombra de los árboles y setos vivos que suavizaban el ruido de la ciudad.
A pesar de esa belleza, había allí pocos que pudieran disfrutarla. Con el Emperador de campaña en el norte, acompañado de su ejército, el palacio estaba silencioso. Sin el Emperador, y sin los frenéticos suplicantes que habitualmente lo rodeaban, el personal tenía poco que hacer que no fuera mantener las habitaciones en orden. Los nobles que eran funcionarios de la corte habían partido casi todos con el Emperador, y los que se habían quedado preferían ejercer sus funciones oficiales desde su propia residencia, donde se encontraban más cómodos y podían dirigir sus asuntos personales lejos de ojos curiosos. Los administradores que quedaban en palacio estaban bastante ocupados en mantener el flujo de correspondencia entre la corte de campaña y la corte que quedaba en palacio, y tenían pocas razones para salir de sus dominios.
La única parte del recinto palaciego que continuaba siendo frecuentada era el Zoológico Imperial, y hacia allí llevó Verrakker a los novicios. Delmar lo había visto antes, hacía años. Todos los que acudían a la capital se aseguraban de visitarlo y contemplar con asombro las extrañas criaturas de la colección de fieras del Emperador. El zoológico era anterior al regreso de la capital imperial a Altdorf, y había expuesto centenares de diferentes animales de todo el Viejo Mundo y allende éste, aunque no todos sobrevivían una vez que los instalaban. Pero no eran los animales exóticos los que constituían la verdadera atracción del zoológico, sino más bien los monstruos. Eran disformes y aterrorizadores, y Delmar, al igual que hombres, mujeres y niños, había hecho cola pacientemente para tener la oportunidad de que criaturas como el Engendro de Hochland le dieran un susto de muerte.
Verrakker los llevó más allá de la cola que aguardaba en el exterior de la tienda que daba cobijo a la jaula del engendro, y de todos los otros recintos que radiaban del pabellón central. Los llevó hasta las zonas de trabajo del zoológico, donde las desagradables tareas de alimentar y limpiar a los animales se mantenían fuera de la vista del público, detrás de altos setos.
—Aquí lo tenemos —anunció Verrakker.
Los novicios habían sido conducidos hasta un conjunto de establos no muy diferentes de los que la propia Reiksguard tenía dentro de la ciudadela. Los caballos eran todos buenos ejemplares, todos caballos de guerra, y en su mayoría de cuadras de Averland, según advirtió Alptraum con orgullo, pero no había nada particularmente especial en ellos.
En la parte posterior, Delmar vio un caballo que sí era especial: un corcel de un blanco puro, aunque Delmar podía ver poco más que su cabeza por encima de la manada. Entonces se encabritó y desplegó un par de gigantescas alas de cisne.
—Éstas son las monturas del Emperador —susurró Delmar.
—Correcto, novicio Reinhardt —corroboró Verrakker.
Delmar miraba fijamente, boquiabierto, al pegaso que relinchaba y corcoveaba mientras los cuidadores intentaban calmarlo.
—Venid por aquí —dijo Verrakker—. Hay más que ver.
Allí, detrás de los establos, había una serie de corrales, cada uno ocupado por una bestia majestuosa: grifos, pegasos y más. Al mirar al interior de un corral enorme y oscuro no pudieron ver nada, pero Delmar sintió que una fría mirada caía sobre él.
Preguntó por qué los barrotes de los corrales tenían sólo tres metros de altura.
—Estas bestias pueden volar —dijo—; esos barrotes no las mantendrán dentro. ¿Por qué no hay techos?
—Esos barrotes no están destinados a mantenerlas dentro —replicó Verrakker—, ya que esas criaturas están aquí por su propia voluntad. Los barrotes son para mantener fuera a los necios inquisitivos.
En ese momento, todas las monturas del Emperador alzaron la cabeza a la vez y lanzaron un relincho ensordecedor. Los novicios se apartaron de los corrales de un salto, e incluso Verrakker retrocedió un paso. Entonces el relincho fue respondido desde lo alto. Delmar alzó la mirada hacia el cielo y vio que un grifo describía círculos y descendía en picado por encima del zoológico. Y sobre su lomo iba un jinete cuyo característico perfil era conocido en todo el territorio.
—¡El Emperador! —gritó alguien, y los cuidadores echaron a correr hacia el patio del establo donde iba a posarse el grifo. Los novicios corrieron con ellos.
Delmar fue el primero en llegar, a tiempo de ver cómo el fiero grifo Garra Mortal ralentizaba el vuelo batiendo hacia atrás sus poderosas alas, y se posaba en el suelo con sorprendente gracilidad. Los cuidadores cogieron las riendas del grifo y ayudaron al jinete a bajar de la silla. Y Delmar se dio cuenta de que allí, a no más de cuatro metros de sí, tenía al Emperador Karl Franz, príncipe de Altdorf, gran príncipe de Reikland, conde de la Marca Occidental. Se quedó mirándolo fijamente y, durante un breve instante, el Emperador le devolvió la mirada. Delmar se sintió impresionado por el cansancio que vio en sus ojos. Luego, uno de los criados distrajo al Emperador, que se volvió para frotarle cariñosamente a Garra Mortal la parte posterior de una oreja y el pico. Delmar se encontró con que le sorprendía ver a una figura legendaria como aquélla hacer un gesto tan corriente. Se dio cuenta de que el grifo sudaba y temblaba a causa del esfuerzo. Tenía que haber surgido alguna emergencia para que el Emperador hubiera regresado solo, por sorpresa, cuando el ejército aún se encontraba tan lejos.
Entonces llegó corriendo un destacamento de caballeros de la Reiksguard que estaban de servicio en el palacio, y formaron un protector círculo en torno al Emperador. Verrakker cogió a Delmar por un hombro, y los apartó a él y a los otros novicios del camino.
* * *
Los novicios fueron presa de una gran emoción, y sin embargo, les contaron poco de lo que había sucedido para acelerar el regreso del Emperador. Su entrenamiento se vio restringido porque la orden necesitaba que todos los caballeros disponibles hicieran turnos en el palacio hasta que regresaran los escuadrones de la Reiksguard. Talhoffer, Verrakker e incluso Ott volvieron a ponerse su antigua armadura ceremonial y se unieron a la guarnición regular. Los novicios tuvieron que continuar entrenando y haciendo los ejercicios bajo la supervisión de los sargentos. De los tutores, sólo se quedó el maestro Lehrer, y nunca lo habían visto salir de la biblioteca, ni siquiera de detrás del escritorio.
Tres días después de la llegada del Emperador, los escuadrones de la Gran Orden de la Reiksguard entraron en la capital, con Kurt Helborg a la cabeza. Eran los primeros de los victoriosos regimientos del cerco de Middenheim que regresaban a la ciudad, y los novicios se unieron a los centenares de ciudadanos de Altdorf que soportaron el calor del verano para flanquear el camino y aclamar su regreso. Los caballeros, con las plateadas armaduras deslumbrantes bajo el sol, hicieron avanzar sus caballos de guerra en apretada formación por las calles hasta la casa capitular, tan estoicos ante las aclamaciones populares como antes frente al enemigo. Delmar y los otros novicios, contagiados por el júbilo, gritaron sus alabanzas. En la casa capitular, la gran puerta de Wilhelm se abrió para recibirlos de vuelta a casa.
Fue Siebrecht quien primero avistó el segundo grupo que llegaba. Habían aparecido en la casa capitular dentro de carretas cubiertas que habían entrado por la puerta blanca del lado de los barracones. Esa caravana transportaba a los caballeros heridos que habían sobrevivido, pero que no estaban en condiciones de entrar a caballo con la procesión principal. También transportaba las preciosas armaduras de los caballeros que no habían sido tan afortunados y habían sido enterrados en los campos de batalla de Middenland.
* * *
Delmar siguió la procesión de caballeros hasta los terrenos de los barracones y los establos. Cuando llegó, el patio estaba abarrotado de caballos sudorosos, irritados por el calor del sol de mediodía. Los mozos de establo iban de un lado a otro a la máxima velocidad para ayudar a los caballeros a desmontar y llevarse los corceles al siguiente compartimento desocupado.
Delmar se desplazó alrededor hasta ver a Griesmeyer, que llevaba el cabello pelirrojo apelmazado y oscurecido por el sudor. Aún estaba montado y esperaba pacientemente a que un mozo de establo lo ayudara.
—¡Señor Griesmeyer! —gritó Delmar, al pasar apretadamente entre dos caballos de guerra.
Griesmeyer se volvió hacia él, y en ese instante, antes de que lo reconociera, Delmar vio la tensión que rodeaba sus ojos, y los surcos de la frente. Luego apareció una sonrisa en su cara y los fantasmas desaparecieron.
—¡Delmar! —dijo—. Ya pensaba yo que no pasaría mucho antes de que te viera.
Delmar cogió respetuosamente las riendas de manos del caballero y acarició el cuello del corcel.
—Mi señor, ¿cómo ha ido la batalla?
—¡Por el aliento de Sigmar! Te lo contaré todo, pero dame un momento.
* * *
Griesmeyer cumplió su palabra con creces. Fue con Delmar a las dependencias de los novicios y respondió todas las preguntas que le formularon sobre el cerco. El caballero creó con su narración vividas imágenes de las rapaces hordas de salvajes guerreros nórdicos, de los horrendos mutantes y monstruos que mantenían cautivos para lanzarlos contra sus enemigos, de las demoníacas máquinas de guerra hechas con metal que palpitaba de vida y de los oscuros paladines que se paseaban entre las filas de guerreros, provistos de armas antiguas que tenían grabadas marcas arcanas ardientes de poder. Pero luego habló del ejército del Imperio, donde los más famosos regimientos formaban en una única línea de batalla: los Espadones de Carroburgo, los cañones de Nuln, la Guardia Escarlata de Stirland, la Calavera de Ostland, los fusileros de Hochland, y los alabarderos, lanceros, espadachines y arqueros de todas las provincias.
Al oír esto, los novicios se sintieron henchidos de orgullo, y aún más cuando Griesmeyer describió la carga final de la Reiksguard que acabó con la última resistencia del enemigo. Ninguno se sintió más orgulloso que Delmar, porque los otros novicios sabían que el caballero había ido a visitarlos por él. Y se dio cuenta de que también se sentía orgulloso de ver unidos a sus compañeros novicios.
Cuando acabaron, Griesmeyer le pidió a Delmar que lo acompañara hasta el otro lado del patio.
—¿Crees que les han gustado mis historias? —preguntó.
—Sí, mi señor —le aseguró Delmar—. Creo que lo único que lamentan es no haber podido estar allí para verlo por sí mismos antes de que todo acabara.
—Bien, porque la guerra no ha acabado ni remotamente.
—¿Perdón, mi señor? —Delmar no podía creer lo que acababa de decir el caballero.
—Esta guerra no podía ganarse en una sola batalla. Algunas de las hordas enemigas se han dispersado, pero muchas han permanecido juntas bajo el mando de uno de sus generales, y se han retirado a las montañas o los bosques. Es como el mordisco de una víbora; el colmillo se ha retirado pero el veneno ha quedado dentro de la herida. Estoy seguro de que pronto volveremos a marchar hacia el norte, a menos que el Emperador tenga otro cometido para nosotros, y, entonces, tus amigos tendrán su oportunidad. Suponiendo que se os haya considerado dignos de uniros a nosotros, por supuesto.
—Los maestros han dicho que el período de pruebas ha concluido, pero aún no nos han notificado su decisión. ¿Habéis oído decir que yo…?
—No he hablado con ellos —lo interrumpió Griesmeyer—, pero estoy seguro de que te has entrenado con ahínco y tu dedicación será recompensada. ¿Cuándo tendrá lugar vuestra vigilia?
—La noche de pasado mañana —replicó Delmar.
—Sin duda, lo sabréis antes de entonces —contestó el caballero, reacio a dar más explicaciones—. Me alegro de que hayan esperado hasta que pudiera regresar la orden.
—¿Por eso han demorado las cosas? —preguntó Delmar—. Porque nuestro período de prueba ha acabado… No sabemos qué deberíamos estar haciendo.
Al oír esto, Griesmeyer se detuvo en seco. Miró a Delmar a los ojos durante varios segundos, como si en ellos buscara algo.
—Mantén la guardia alta, novicio —dijo al fin—. El proceso no acaba hasta que tomas los votos.
—Lo haré, mi señor —murmuró Delmar, y entonces Griesmeyer lo despidió y se fue.
* * *
Delmar se sentó en silencio dentro de su celda e intentó rezar. Los novicios habían sido desplazados de los barracones por esa noche, y a cada uno se le había asignado una celda independiente dentro de la casa capitular. Se suponía que debía permitirles cierta privacidad y descanso antes de la vigilia de la noche siguiente. La vigilia sería la última prueba a la que serían sometidos como novicios. Si la superaban, se los convocaría para que tomaran los votos con el fin de convertirse en hermanos caballeros de pleno derecho de la Reiksguard. Durante toda la vigilia, ellos rezarían, y otros rezarían por ellos.
Entre los novicios corrían abundantes rumores de que las plegarias que rezaban los sacerdotes eran de exorcismo, y que en tiempos pasados había habido novicios en cuyo interior se habían descubierto demonios que los habían vuelto locos y hecho que atacaran a sus compañeros, y que estallaran espontáneamente en llamas. Griesmeyer se había mofado de esos cuentos disparatados, aunque recordaba un caso en que la intensidad de la ceremonia había sido tal que un novicio a quien su familia había sometido a una gran presión había estallado en carcajadas, y habían tenido que retirarlo y calmarlo.
El verdadero propósito del acontecimiento, había dicho Griesmeyer, era darle a cada novicio una última oportunidad para reconsiderar si podía hacer sinceramente los juramentos de lealtad que luego se les exigirían. El juramento que un hermano caballero hacía a la Reiksguard y al reglamento de la orden anulaba cualquier otro que el guerrero hubiera podido prestar, ya fuera a su familia, provincia, amigos o dioses, salvo los que le hubiera hecho al propio Emperador. Por extraño que pudiera parecerle a Delmar, Griesmeyer dijo que había habido ocasiones en las que durante la propia vigilia un novicio se había dado cuenta de que no podía jurarle lealtad exclusiva a la orden, y por tanto había tenido que retirarse. Los hermanos caballeros que concluyeran la vigilia juntos serían, a partir de entonces, testigos del hecho de que cada uno de ellos había tomado los votos de la Reiksguard con pleno conocimiento de lo que eso suponía.
Delmar no creía que esto fuera a plantearle ninguna dificultad. Conocía los votos, los había aprendido de memoria de su abuelo, diez años antes de poner los pies en la casa capitular como novicio. No se echaría atrás ahora que los prestaría en serio. A pesar de todo, no lograba concentrarse en la plegaria. A cada uno le habían dado un icono con la cruz, el cráneo y la corona de laurel, la insignia de un hermano caballero de pleno derecho, para que los ayudara. Se había sentido henchido de orgullo cuando le habían colgado el icono del cuello, pero no le resultaba de ninguna ayuda para rezar. En el exterior de la celda reinaba la calma, incluso la oscuridad; no se le ocurría ninguna razón para no estar en paz, y sin embargo, no lo estaba. Decepcionado consigo mismo, renunció a la plegaria y decidió que lo que necesitaba, era descansar. Se tumbó en el camastro y cerró los ojos. Sintió que su respiración se hacía más profunda, y al cabo de poco lo ganó el sueño.
Delmar despertó. Tenía un olor acre metido dentro de los senos nasales, y se frotó, soñoliento, el puente de la nariz. Todo continuaba en calma. Se volvió de costado para dormirse otra vez. No, no había calma, sino un silencio absoluto. En el recinto de la casa capitular no se oían ni croares, ni graznidos ni ningún grito de animal nocturno. Ni un solo murmullo de la siempre despierta ciudad que rodeaba sus muros. Delmar abrió los ojos. Por debajo de su puerta vio una luz parpadeante. Una linterna. En el exterior había algo, alguien.
El cerrojo de la puerta comenzó a deslizarse hacia atrás.
Delmar se levantó de un salto como si le corriera agua helada por las venas. Se lanzó al suelo desde la cama; no tenía la espada, pero su mano buscó un arma, cualquier arma. El intruso oyó el ruido y acabó de correr bruscamente el cerrojo. La puerta se abrió de golpe. En la entrada apareció un hombre silueteado por la luz de la linterna.
—¿Delmar? —preguntó el hombre. Su voz era grave, densa, pero no ronca.
Delmar lo miró con los ojos entrecerrados y aferró una pata del camastro, preparándose para lanzarle todo el mueble al atacante, en caso necesario.
—¿Quién es?
El hombre sostuvo la linterna ante sí, y su luz iluminó un rostro que Delmar sólo había visto en retratos, pero que a pesar de eso conocía mejor que el suyo propio.
—Delmar, hijo mío.
—¿Padre?
* * *
—¿Padre?
—Sí, hijo.
—Padre. —Delmar se puso de pie y estrechó la mano que le tendía, y que le devolvió el apretón. Era de carne. Era real.
—Padre —volvió a decir Delmar, y aferró un hombro de su progenitor. Era sólido.
—¿Sí, hijo? —Delmar miró los ojos, ligeramente más grises a causa de la edad.
Lo acercó más hacia sí, esperando que el cuerpo se evaporara como humo. No lo hizo, y entonces lo abrazó con todas sus fuerzas, incapaz de contener el júbilo.
—Está bien, hijo, está bien —oyó Delmar que le susurraba al oído.
Entonces, y sólo entonces, manaron atropelladamente las preguntas.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde has estado? Dijeron que habías muerto, padre. Le dijeron a mamá que habías muerto.
—Eran mentiras, Delmar. Todo lo que os contaron era mentira. Pero ven, rápido, no pueden encontrarme aquí.
* * *
Delmar lo siguió al exterior de la celda y por los corredores. Su padre vestía una larga capa de viaje, pero debajo su ropa estaba apelmazada y teñida de rojo oscuro.
—¿Eso es sangre? ¿Estás herido? —preguntó Delmar.
—No es mía —repuso el padre, y Delmar vio los cuerpos desplomados de unos sargentos ocultos en las sombras. Delmar apartó la mirada y su padre lo condujo fuera de los edificios y hacia los establos.
—¿Qué te ha sucedido? —preguntó Delmar, que apresuró el paso para no quedarse atrás.
—Muchas cosas, Delmar. Muchas cosas —dijo su padre, mientras avanzaba rápidamente entre los compartimentos de los caballos—. He visto maravillas. Experimentado prodigios. He tocado el límite de la existencia y mis ojos se han abierto.
»Aquí es —dijo el padre, que se detuvo ante el compartimento del caballo de Delmar—. Ensilla a Heinrich y marchémonos.
Delmar vaciló.
—¿Qué sucede? —preguntó el padre.
—¿Marcharnos por esta noche? ¿O para siempre? Yo… no puedo marcharme sin más.
Su padre lo miró durante un momento, y luego ensilló él mismo el caballo.
—Yo me marcho, Delmar. Quédate si quieres, pero, si lo haces, no volverás a verme.
—¡Espera! ¡Eso no es justo! —exclamó Delmar—. Por supuesto que quiero acompañarte. Pero he prestado juramentos…
—Entonces, lo único que has hecho ha sido mentirles a unos mentirosos. No te preocupes por los juramentos, porque ellos no lo hacen si no conviene a sus intereses.
Delmar metió una mano en una alforja.
—Al menos permíteme dejarle una nota al señor Griesmeyer. No le contaré nada, sólo le diré que me he marchado por propia decisión.
El padre montó sobre la silla.
—Deja la nota, entonces —dijo—, pero tu señor Griesmeyer no la leerá jamás.
Delmar volvió a alzar la mirada y vio otra vez la sangre en la ropa y las manos de su padre.
—No me juzgues, Delmar —dijo su padre—. Él te arrebató a tu padre. Me arrebató mi vida. Su fin ha sido más rápido de lo que él merecía.
Delmar retrocedió un paso y luego se apoyó en el caballo para recuperar el equilibrio.
—Si te sirve de consuelo —continuó su padre—, ha muerto con honor. Con el honor que le quedaba.
»Dame la mano, Delmar. —El padre extendió un brazo—. Dame la mano. Debemos marcharnos. Debemos marcharnos ya.
Delmar alzó la mirada hacia su padre. Su héroe. Su medida de la nobleza. Miró la mano ensangrentada que le tendía. Que Sigmar lo perdonara, porque la cogió.
* * *
La puerta blanca estaba sin barrar y abierta. Delmar no vio ni rastro de los sargentos que deberían haber estado apostados allí. En cambio, cuando la atravesaban, captó de reojo unas sombras que se movían. Se volvió, pero el movimiento había desaparecido. Su padre no hizo ni caso y guio a Heinrich a través de las silenciosas calles hacia las casas de vecinos del barrio pobre. Las ventanas de las casas estaban todas reforzadas con listones y cerradas; los refugiados que se habían quedado en la ciudad yacían apiñados en los bordes de las calles, y no alzaron la mirada al pasar el caballo solitario. Había comenzado a propagarse la sífilis entre los más pobres de Altdorf, y corría la voz de que los culpables eran los refugiados.
Mientras avanzaban, su padre hizo que Delmar le contara detalles de su vida, de la hacienda, de su abuelo y su madre. Delmar le relató todo lo que podía recordar, y luego le preguntó cómo había vuelto con ellos. Su padre comenzó a hablar con voz queda; le habló de la época que había vivido como cautivo de los skaelings, le contó que lo habían vendido como esclavo a otra tribu de más al norte, le narró sus fallidos intentos de fuga y, finalmente, cómo le había prestado a su amo un servicio tan grande que le había valido la libertad.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Delmar Su padre tenía aspecto de estar fuerte y en forma, no de acabar de alejarse del látigo del capataz de esclavos.
—Hace ya cinco años.
—¿Cinco años? —exclamó Delmar, con voz ahogada—. Permaneciste lejos de nosotros durante tanto tiempo…
—Se me concedió la libertad, Delmar, pero no era libre. Tenía obligaciones que cumplir y deudas que pagar. Si las hubiera dejado pendientes, bueno, no quería que vieras regresar a tu padre sólo para que volvieran a arrebatártelo.
—Pero ¿ahora has acabado? ¿Eres libre?
—No. Pero tenía que volver ahora. Tenía que hacerlo por ti, Delmar. Me has decepcionado.
Delmar sintió que se le abría un agujero en el pecho al oír las palabras de su padre.
—¿Decepcionado? ¿Cómo?
—Cuando me enteré de que habías ingresado en la orden, cuando me enteré de que habías dejado atrás a tu madre y tu abuelo para perseguir tu egoísta ambición.
—¿Qué? —exclamó Delmar con voz ahogada—. No fue por nada parecido. Ellos querían que yo viniera aquí.
—¿Querían que los dejaras solos? ¿Vulnerables? ¿Viviendo a duras penas de lo poco que queda de la fortuna familiar, hasta que pase por ahí algún bárbaro y les quite incluso eso?
Delmar no podía creerlo. Durante toda su vida había deseado que su padre regresara, lo había soñado, pero nunca había concebido que regresaría para esto.
—No lo entiendo, pensaba que era mi deber. Pensaba que debía asumir tu deber, seguir tu camino.
—Ya aprenderás, Delmar, que uno comete errores que no puede corregir. Sólo puedes rezar para que tu hijo no cometa esos mismos errores. —Su padre continuaba cabalgando con calma—. Ahora sé que mis plegarias han sido en vano.
»Aquí. —El padre detuvo a Heinrich en un pequeño patio amurallado que había en medio de las casas de vecinos—. Pasaremos aquí el resto de la noche.
Desmontó, ató al caballo y cerró la verja tras ellos.
—¿Y qué haremos mañana? —preguntó Delmar, mientras seguía a su padre al interior de la casa.
—Mañana —replicó su padre, mientras bajaba por una escalera hacia la bodega—, te llevaremos de vuelta a casa. Donde debes estar.
—¿A casa? —dijo Delmar—. No puedo irme a casa sin más. He prestado juramento a la orden, me necesitan.
—¿Te necesitan? ¿Te necesitan más que tu familia? —replicó su padre, y miró a Delmar—. Ah, ahora lo entiendo. Pensabas que la orden estaba esperando con ansiedad a que tú llegaras a su puerta. ¿Que te alabarían y elogiarían porque eres especial? ¿Qué te darían una espada mágica y te enviarían a Middenheim, donde te enfrentarías con las hordas del Caos junto a Helborg y Karl Franz, y que ellos esperarían que tú salvaras la ciudad? Vives en un mundo de fantasía, Delmar. No, si te quedas, servirás y morirás, y serás poco más que una nota a pie de página. Igual que lo fui yo. Tú no escoges tu destino dentro de la Reiksguard, sino que lo escogen otros por ti.
Delmar bajó la mirada, confundido. Sí, tenía sueños. ¿Qué joven no los tenía? Pero estaban los sueños, y estaba el deber. Volvió a alzar los ojos hacia su padre.
—Si el servicio es lo único que la orden puede ofrecerme, entonces es lo único que le pido. Y la única espada que me dieron, padre —Delmar tendió una mano hacia atrás y desenvainó el arma—, es tuya.
—La única espada que es mía, Delmar, es la que llevo encima. —El padre alzó la mano ensangrentada y, con un golpe de sombra, la mano y el antebrazo se aplanaron y decoloraron para transformarse en una hoja ensangrentada. Trazó una espiral en el aire con la punta, y allá donde tocó, absorbió todo color.
—Verás, Delmar, la Reiksguard no es nada. Los juramentos que les hiciste no son nada. Renuncia a ellos y vente a casa conmigo.
—No —dijo Delmar. El brazo espada del padre trazó un círculo a los pies de Delmar y el suelo estalló en llama gris.
—No vuelvas a decepcionarme —ordenó el padre. Hizo otro gesto y la espada de Delmar se le fundió entre las manos.
—¡No! —bramó Delmar, y el olor penetrante volvió a irrumpir en sus senos nasales.
* * *
El resplandor gris que rodeaba al ilusionista se extinguió, y un sargento abrió la cortinilla de la linterna. Verrakker comprobó el estado de Delmar, pero el novicio ya había vuelto a caer en un sueño natural.
—Aquí ya hemos acabado —anunció—. Id a preparar al siguiente. —Le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza al sargento, que condujo al ilusionista fuera de la celda.
Sólo permaneció allí una segunda figura. Una mujer, una vieja encorvada que se atareaba en torno a la cama donde yacía Delmar.
—Si ya no se hubiera extinguido en mí —dijo la vieja— el último sentimiento maternal, casi podría sentir pena por el muchacho.
Verrakker no respondió. No disfrutaba con esta prueba, pero sabía mejor que nadie lo necesaria que era. Había escuchado a hurtadillas a los novicios y sus conversaciones; ellos habían pensado que la prueba del espíritu sería una de simple valor. Enfrentarse con un monstruo, quizá. Tenían poca idea de lo que eran capaces de hacer los enemigos del Imperio. Los magos oscuros y los demonios que susurraban dentro de la mente de los hombres para acosarlos con sus terrores más personales o tentarlos con sueños de gloria que los corrompían. Demasiados hombres fuertes se habían perdido, no por el miedo, sino por el orgullo, por la creencia de que ellos eran más grandiosos que sus juramentos, que sus ambiciones estaban por encima de las ambiciones de la orden. Demasiados habían caído y vuelto su espada contra su propio hogar. Verdaderamente, los más acérrimos enemigos de los hombres procedían de sus propias filas.
La vieja continuaba con su inspección.
—Pero eso del padre —chasqueó la lengua para censurar— es demasiado predecible. Todos esos muchachos, impelidos por sus padres hacia un lado u otro… Nunca un pensamiento para sus madres. No.
—Hemos acabado —la interrumpió Verrakker—. Continuemos.
—Ah, pero yo no tengo ninguna prisa —continuó la vieja—. Me dejáis salir tan poco a menudo de mi agujero que no podéis reprocharme que saboree el momento. —Pasó suavemente las uñas astilladas por el rostro del dormido Delmar.
—¡No lo toques! —le ordenó Verrakker, y le aferró la mano para apartársela. La vieja se volvió violentamente mientras su mano libre iba hacia el cuello de Verrakker, el cual la atrapó, y le sujetó ambas muñecas con una sola mano.
La vieja, con las manos juntas, alzó la cara para sonreírle. Sus ojos ciegos iban de un lado a otro.
—No necesito mi talento para conocer el destino de este muchacho. Prueba, aceptación, servicio, un poquitín de gloria, muerte y memorial modesto, luego olvido. Igual que su padre. El vuestro, sin embargo…
La vieja extendió el dedo meñique de una mano, y lo apoyó contra la muñeca de Verrakker, por debajo del guante.
—Vuestro destino es mucho más interesante, maestro Verrakker.
—No pienses que puedes captar mi debilidad con tanta facilidad como la de este muchacho. Soy miembro del círculo interno, y me he enfrentado con cosas mucho peores que tú —replicó Verrakker con voz serena y una compostura sólida como el acero—. Por lo que respecta a mi destino, me reconcilié con él hace mucho tiempo.
La vieja intentó escupirle, pero a la cara de Verrakker no llegó nada más que aire seco. Apretó más la mano con que rodeaba las muñecas, a modo de advertencia.
—Rompedlas, si así lo deseáis —declaró la vieja—. No puedo hacer nada para impedíroslo. Pero sé que no lo haréis. Porque el primer destino que aprendemos a leer es el nuestro.
Verrakker hizo una pausa momentánea, y luego apartó a la vieja de un empujón. Ella se frotó las muñecas.
—Me resulta muy divertido —dijo la vieja, mientras se pasaba las manos por el cuero cabelludo afeitado y reunía los últimos vestigios de pelo en una trenza.
—¿Qué?
—Que me saquéis para valeros precisamente del don por el que me mantenéis dentro de la jaula.
—Tu «don» no era lo que nos preocupaba, aunque hay cazadores de brujas y templarios suficientes para quemarte sólo por eso. No me habría importado si hubieras pasado la vida donde estabas, leyendo la suerte de los plebeyos. Pero ¿intentar leer el destino de un Emperador? ¿Conocer sus terrores y tentaciones? Eso sí que me importaba muchísimo.
—¿Un Emperador que murió apenas unos pocos años después? ¿No pensáis nunca, Verrakker, que si la Reiksguard me hubiera permitido leer su destino, tal vez habría podido salvarse? ¿No os preguntáis por qué lo hice, sabiendo que estaba destinada a fracasar? No contestéis. Veo claramente que os lo habéis preguntado, sí.
—Por tanto sirves a tu propósito, y sólo eso te ha mantenido con vida durante todos estos años.
La vieja rio entre dientes.
—Cuando amenazáis la vida de alguien que conocía su destino aun antes de saber hablar, Verrakker, parecéis un necio.
—Andando —ordenó Verrakker, con un tono de voz que no admitía más demoras—. Ya nos has retrasado bastante. Pasemos al siguiente.
—Sí, andando —convino la vieja—. Veamos qué tenéis a continuación para el viejo «Hermano Pureza».
* * *
Dos de los novicios no regresaron tras la prueba del espíritu.
Los novicios fueron excusados de los servicios y se los reunió en el Gran Salón para el desayuno. Siebrecht fue el primero en llegar. Aún estaba tembloroso, pero los detalles del vivido sueño que había tenido durante la noche ya estaban desvaneciéndose. Cuando vio la expresión atormentada de la cara de los primeros novicios que se reunieron con él, supo que todo aquello se había debido a alguna maquinación de Verrakker.
Siebrecht observó mientras Delmar, Falkenhayn, Proktor, Hardenburg, Gausser, Bohdan y, finalmente, Alptraum, entraron en el Gran Salón y ocuparon sus asientos. Ninguno de ellos podía explicar qué le había sucedido, pero Siebrecht podía imaginarlo. Proktor dijo que había visto que se llevaban las pertenencias de Harver, y ninguno de los novicios tenía la más leve duda de que, cualquiera que fuese la prueba con la que se había enfrentado, no la había superado.
Siebrecht suponía el porqué. El accidente con Breigh lo había afectado enormemente. Al cargar con una culpabilidad semejante, el espíritu de cualquier hombre podía ser quebrantado. A diferencia de Breigh, a Harver jamás se le permitiría regresar. Pero no era Harver la principal preocupación de Siebrecht. La cara que más esperaba ver, la que más quería ver, no apareció.
—Mi señor, mi señor Verrakker —abordó Siebrecht al caballero cuando éste entró en el Gran Salón.
—Matz, ¿qué estáis haciendo? Los novicios no deben hablar durante las comidas.
—¿Dónde está Gunther? —La expresión decidida de Siebrecht convenció a Verrakker de que era mejor no intentar hacerlo callar allí, dentro del salón que estaba llenándose rápidamente de caballeros hambrientos, así que lo condujo al exterior.
—Mostrad un poco de cortesía —regañó al novicio mientras salían—. Si no podéis contener las preguntas hasta el momento apropiado, al menos tened una lengua respetuosa. —Pero a Siebrecht no le importaban las censuras de Verrakker, sino sólo las respuestas que pudiera darle.
—¿Dónde está Gunther? —volvió a preguntar.
—¿Os referís al novicio Krieglitz?
—Sí, sí —replicó Siebrecht con tono de exigencia—. Anoche no regresó. No puede haber fallado; lo conozco demasiado bien, mi señor. Si yo he superado la prueba, también tiene que haberla superado él, porque tiene el doble de valor que yo.
—No puedo hablar de eso —dijo Verrakker, pero Siebrecht detectó una nota de vacilación en su voz.
—Por favor —pidió y, desesperado, añadió—: ¿hermano?
Verrakker cedió.
—Anoche recibió una noticia que lo ha obligado a retrasar el proceso.
—¿Qué noticia?
—No puedo y no deseo decíroslo. Y no obtendréis más información de mí.
—Pero ¿aún se encuentra aquí? ¿No se ha marchado?
—Sí, está en una habitación de los corredores superiores, pero no se lo puede ver ni hablar con él. ¿Me habéis entendido, Siebrecht?
* * *
—Tal vez la próxima vez reconoceréis una orden cuando os la dé, novicio Matz.
El hermano Verrakker estaba seriamente disgustado. Lo habían llamado desde el presidio, y allí había hallado al desdichado novicio en un rincón de una celda, bajo la vigilante custodia de un sargento.
Incluso apretujado contra el rincón, Siebrecht mantuvo la compostura.
—En mi defensa, mi señor, debo decir que no he visto al novicio Krieglitz ni he hablado con él.
—Sólo porque el sargento os vio escalar sobre el tejado de la antecapilla.
—Lo habría conseguido de todos modos —murmuró Siebrecht.
—¡Silencio! —le espetó Verrakker, y descargó un golpe con la mano sana contra la puerta de la celda. Siebrecht se llevó un sobresalto de muerte.
—Supera todo lo creíble, novicio —Verrakker no gritaba ni bramaba, su voz era queda, pero no resultaba menos escalofriante por eso—, que a pesar de todos vuestros intentos de abnegada devoción, continuéis teniendo este aire de superioridad. Que creáis que vuestras opiniones, que vos mismo, sois, de algún modo, más grandiosos que esta orden. Que vos tenéis más razón que vuestros superiores, y que, por lo tanto, podéis obedecer o rechazar sus instrucciones según os parezca. Esta orden no es un pasatiempo, ni constituye una pandilla de indolentes aristócratas que juegan a ser soldados. Es un deber sagrado y nadie es más grandioso que la orden, ni vos, ni yo, ni siquiera el mismísimo mariscal del Reik.
—Lo lamento, mi señor. De verdad que… —murmuró Siebrecht.
—Lo dudo —lo interrumpió el caballero—. Y con eso no bastará, en cualquier caso. Ahora me doy cuenta de que no podéis evitar saludar con una mano mientras os mordéis el pulgar de la otra.
Siebrecht se esforzó por hallar algo que decir, pero no se le ocurrió nada.
Verrakker volvió a hablar, esta vez con un tono más calmo.
—Pero respondedme a esto: ¿por qué lo habéis hecho?
Siebrecht se quedó con la mente en blanco durante un momento, y luego afluyeron a sus pensamientos todas las posibles razones que podría haber tenido. La perversa diversión que obtenía al desafiar las órdenes; el hecho de que si había un secreto, él quería desesperadamente saber más al respecto; lo mucho que deseaba que Krieglitz regresara para que lo ayudara a soportar a los insufribles nativos de Reikland.
—¿Y bien, novicio?
Siebrecht revolvió entre sus propios pensamientos, y entre ellos halló la verdadera razón.
—Porque es mi hermano —replicó Siebrecht, mientras se erguía y ponía de pie—, y porque un caballero de la Reiksguard no debe permitir que su hermano sienta que lo han abandonado. Ni siquiera en el último momento.
Verrakker sostuvo la mirada de Siebrecht durante un largo momento para ponerlo a prueba, antes de hablar finalmente.
—Bien expresado. El maestro Lehrer se sentirá orgulloso de vos.
—No es ninguna retórica, mi señor.
—No, ya me he dado cuenta.
El silencio se prolongó entre ambos, mientras los nudillos de Verrakker se estremecían al tamborilear sobre la mesa.
—Disponéis de un día, novicio Matz, para reconsiderar vuestra posición dentro de esta orden. Mañana por la noche tendrá lugar la vigilia de los novicios, y luego prestaréis juramento. Hasta entonces, no os quiero dentro de la ciudadela. Vuestro tío ha accedido a tomaros bajo su custodia durante ese tiempo. Si después de ese período decidís no regresar, lo entenderé.
Siebrecht asintió con la cabeza. Verrakker hizo una pausa, tomó una decisión, y luego continuó.
—Supongo que os dais cuenta de que habéis causado una gran conmoción. Os garantizo que no habrá nadie dentro de la casa capitular, ni siquiera los que se encuentran en los corredores de la planta superior, que se quede sin conocer vuestras acciones ni el motivo por el cual las emprendisteis.
Siebrecht comprendió el significado de las palabras del caballero.
—Os lo agradezco, mi señor.
—¿Me lo agradecéis? No tenéis nada que agradecerme.
—Os agradezco el juicio de caballero.
Por un momento, Verrakker pareció genuinamente conmovido, pero luego se burló del halago y lo dejó solo.
* * *
—Si lo que querías era información —le regaño Herr von Matz a su sobrino cuando lo recogió—, no entiendo por qué no me la pediste a mí, sencillamente. Sí, el joven novicio Krieglitz es un caso triste, en efecto.
—¿De qué se trata? —preguntó Siebrecht—. ¿Qué le sucede?
—A él no le sucede nada, sino a su padre, el barón von Krieglitz. Ha sido acusado de tener tratos con poderes oscuros.
—¿Qué? —Siebrecht no podía creer lo que oía.
—Es una manera un poco melodramática de expresarlo, lo sé, pero no es una acusación que pueda tomarse a la ligera.
—¿Puede ser cierto eso, tío? No puedo creer que sea verdad.
—¿Quién sabe? Ahora mismo, en Talabecland abunda la intriga. Desde su pequeño golpe de Estado interno, todas las familias nobles están maniobrando para situarse en posición, cada una intentando minar y rodear por el flanco a todas las otras. Las acusaciones legales escandalosas siempre han sido las armas favoritas de las familias de Talabecland. El padre de Krieglitz tiene poca importancia en sí mismo, pero las relaciones de su familia llegan hasta la propia condesa.
—Así que esto es sólo politiqueo. Talabheim logrará aclarar las cosas y Gunther estará bien.
—Eso sería verdad en el caso de cualquier acusación ordinaria, pero ésta ha sido lanzada por la Orden de Sigmar. Ahora la investigación la llevan ellos.
—¿Los cazadores de brujas? —exclamó Siebrecht con voz ahogada.
—En efecto —repuso Herr von Matz—. ¿Has visto alguna vez a los cazadores de brujas en acción cuando han descubierto a su presa? Yo sí… Una familia plebeya a la que conocía ligeramente… No fue tanto el castigo lo que me heló la sangre, como la dedicación con que lo aplicaban los cazadores de brujas, su minuciosidad. Se denunció a la mujer por estar contaminada, mortalmente corrompida; los persiguieron a ella y su familia y los hicieron huir de su hogar. Atraparon al marido en la casa, pero se negó a denunciarla, así que lo quemaron. Los cazadores de brujas y sus templarios persiguieron al resto hasta las montañas, pero con eso no les bastó y siguieron persiguiéndolos y persiguiéndolos, hasta que finalmente las presas quedaron agotadas y se tumbaron a morir. Los vi cuando llegaron con los cuerpos, que tenían la ropa cortada para dejar a la vista las marcas de corrupción. Recuerdo que pensé en lo pequeñas que eran esas marcas y, sin embargo, en la importancia que se les daba.
»Ella me había pedido que declarara como testigo a favor de su carácter durante el juicio. Me negué porque no quería atraer la atención de esa gente hacia mí. Y me alegro de haberlo hecho. Por ese motivo, a partir de aquel día he puesto buen cuidado en exhibir mi adoración por Sigmar, Ulric, Taal y Rhyna, Morr, Myrmidia, Manann (a pesar de que odio el mar), Shallya y Verena. Con el fin de que, independientemente del tipo de templarios que puedan derribar mi puerta y sacarme a rastras, descubran que soy un modelo de devoción hacia cualquier dios que adoren ellos.
»Teme a los hombres malvados, Siebrecht, porque se apoderarán de todo lo que tienes y destruirán todo lo que eres. Pero teme aún más a los buenos hombres que tengan una causa justa, porque harán lo mismo y te convencerán de que obran bien al hacerlo.
* * *
El sueño que había tenido con su padre había inquietado a Delmar, que había vuelto a visitar la biblioteca del maestro Lehrer. Después de haber leído acerca de Talhoffer y Ott, había regresado con frecuencia para averiguar más en los anales de la Reiksguard. Había descubierto qué había sucedido con Lehrer, el cual, en la primera campaña después de tomar los votos, había perdido ambas piernas cuando un carro provisto de guadañas se las había cortado durante una batalla en las Tierras del Sur.
No obstante, los registros favoritos de Delmar habían sido los que incluían a su padre. Al retroceder por los anales, Delmar había encontrado su nombre mencionado en varias anotaciones anteriores a Karl Franz. Incluso había encontrado el listado de los caballeros que habían compartido la vigilia con su padre, y en ella había visto su nombre junto al de Griesmeyer. Delmar había leído acerca de las primeras batallas de su padre, pero luego no había habido mención alguna de él durante un año. Pensó, y se dio cuenta de que eso se debía a que era el año en que había nacido él, Delmar. Heinrich von Reinhardt había regresado a su hacienda para quedarse junto a su esposa.
Un año después volvía a aparecer su nombre: una breve anotación donde figuraba entre los que habían sido asignados como escolta del Gran Patriarca en una expedición a Ostermark. Después de eso su nombre volvía a desaparecer. Había resultado herido en aquella expedición, y tardado largo tiempo en sanar. Luego había resmas de notas del período de la elección de Karl Franz. La Reiksguard se preciaba de mantenerse por encima de los asuntos políticos, pero como guardia del Emperador no podía permitirse ignorarlos, en especial en un momento de tanta incertidumbre.
Después, cuando Karl Franz encabezó su primera campaña contra los Norses que hostigaban las costas del mar de las Garras, volvía a aparecer Heinrich von Reinhardt. Delmar había leído todo lo posible sobre su padre y, sin embargo, había un libro que aún no había tenido el valor de abrir.
—Ah… —replicó Lehrer—. Me preguntaba cuándo lo pediríais.
Lehrer metió una mano debajo del escritorio y sacó el tomo.
—He marcado los pasajes que os interesa leer.
Era una relación breve, dado que la Reiksguard no había considerado que la batalla contra los supervivientes de la tribu de los skaelings revistiera mucha importancia. A fin de cuentas, la guerra ya estaba ganada; el hecho de que la lucha aún continuara carecía de significado para los cronistas. Más aún, sólo estuvieron implicados unos pocos escuadrones de caballeros de la Reiksguard, y sólo los habían dejado atrás para aplacar al conde Theoderic Gausser mientras los restantes regimientos del ejército regresaban a casa. La anotación se limitaba a dar cuenta de los hechos desnudos: el desastroso ataque del conde de Nordland, la carga de Helborg; luego se especificaba que los caballeros se habían dispersado para cubrir la retirada del ejército. Y a continuación, Delmar no podía creerlo, allí estaba: la muerte de Heinrich von Reinhardt era una nota a pie de página, situada debajo del texto que daba cuenta de la batalla.
Delmar leyó la línea una docena de veces, como si quisiera que apareciera más texto.
—¿Esto es todo? —preguntó a Lehrer.
—No es lo que esperabais, ¿verdad?
—Esto no puede ser todo.
—Decídmelo vos, novicio Reinhardt. Sois vos quien supuestamente debía poner atención cuando yo hablaba del funcionamiento interno de nuestra orden.
—¿Qué más…? Esperad —dijo Delmar al darse cuenta—, su nombre figura en el muro del recuerdo. Y antes de que el nombre de un caballero sea añadido a la lista, dijisteis que se celebraba una audiencia para garantizar que el caballero no había muerto por falta de valentía.
—Correcto. Y en su caso tiene que haberse celebrado una audiencia, debido a las circunstancias.
—¿Qué circunstancias?
—El hermano Heinrich von Reinhardt murió porque desobedeció las órdenes de su preceptor —explicó Lehrer—. Se separó de las filas de su escuadrón y cabalgó hacia el corazón de la formación enemiga. Lo hizo por la más noble de las razones, de eso no cabe duda, pero ser un caballero de la Reiksguard implica renunciar a la propia voluntad y someterse a la voluntad de otro. Tuvo que celebrarse una deliberación. Pero, ¡ay!…
Sin embargo, Delmar ya estaba moviéndose entre los anaqueles hacia las profundidades de la biblioteca. Regresó pocos minutos más tarde, con una carpeta abierta en las manos.
—Está vacía.
—Ay —continuó Lehrer—, nos confiscaron los documentos de esa deliberación. Yo estaba aquí por entonces. Recuerdo que, en su momento, el maestro bibliotecario se sintió bastante ofendido por ese hecho.
—¿Quién se los llevó?
—La orden llegó del círculo interno. Pero el caballero que se los llevó fue…
—Griesmeyer. —El nombre afloró inesperadamente a los labios de Delmar.
—Sí.
Lehrer cogió la carpeta de manos del novicio y la cerró.
—No debéis considerarlo algo inusitado. El hermano Griesmeyer era el único que estaba con vuestro padre en su último momento. Las deliberaciones se basaron casi enteramente en su declaración. Y eran grandes amigos.
—Eso me han dicho.
—Me sentí aliviado, en un sentido, al saber que estaban juntos cuando vuestro padre falleció. Espero de verdad que, antes del final, tuvieran tiempo de zanjar sus diferencias.
Delmar aún estaba pensando en cómo podría recuperar esos documentos, cuando las palabras de Lehrer penetraron en su consciencia.
—¿Zanjar qué? No sabía que se hubiera producido ninguna discusión entre ellos. ¿Qué diferencias eran ésas?
—Ah —dijo Lehrer, mientras se llevaba los dedos índices a las sienes como si eso pudiera ayudarlo a recordar—. Bueno, sucedió todo hace mucho tiempo. No creo que yo lo haya sabido nunca. Ciertamente, eran grandes amigos durante el noviciado, y después… Pero fue… —Lehrer se echó atrás en la silla.
»Sí, ya lo recuerdo, fue cuando vuestro padre regresó de la expedición del Gran Patriarca a Ostermark. De hecho, ésa fue la ocasión en que os conocí a vos. Vuestro abuelo os trajo aquí con vuestra madre. Pensábamos que vuestro padre sanaría con rapidez una vez que estuviera de regreso, pero no fue así. En lugar de daros alojamiento a vos y a vuestra madre en Altdorf, él decidió regresar a su hacienda para pasar allí la convalecencia.
En ese entonces, estoy seguro de que él y el hermano Griesmeyer eran tan buenos amigos como siempre.
»Vuestro padre regresó después de la elección, así que tiene que haber sido no más de un año después, pero ambos estaban muy cambiados. Antes habían sido inseparables, pero por entonces nunca se los veía juntos en público. Corrían historias sobre algunas terribles discusiones entre ellos dos, en privado. Yo nunca hablé con ellos sobre el tema, pero era algo bien sabido por entonces. Sin embargo, cuando el nuevo Emperador dio la orden de marchar hacia el norte, ambos acudieron. Tal vez el hecho de estar juntos en campaña otra vez cambiara las cosas. Realmente espero que así fuera.
—Sí —murmuró Delmar.
—¿Y qué me decís vos, novicio? ¿Tenéis algún recuerdo de esa época?
—Unos pocos —replicó Delmar, evocando—. Mi madre llorando en la habitación de los niños. Por mi padre, creo. Pero luego, a veces, cuando recuerdo ese momento, lo veo también a él allí, o al menos la forma de un hombre. Un caballero, definitivamente es un caballero. Así que tal vez es un recuerdo de antes de que él falleciera, pero en ese caso ella no debería de haber estado tan afectada. No lo sé.
—O tal vez es que tenéis varios recuerdos fundidos en uno solo —reflexionó Lehrer—. La memoria es un registro incierto cuando se la compara con la tinta y el pergamino. He descubierto que mucha gente es capaz de jurar con total honradez que recuerdan que lo rojo era azul, o que lo blanco era negro. No permitáis que eso os inquiete. Conservad las riendas en la mano, novicio Reinhardt.
* * *
La vigilia comenzó al anochecer y tuvo lugar en la capilla de la Reiksguard, situada en un lateral de la cámara principal de la casa capitular. Los ocho novicios que quedaban habían entrado en procesión, ataviados con un sencillo hábito blanco. Cada uno de ellos fue antes entrevistado por dos caballeros, hermanos a los que ninguno de ellos había visto antes, e interrogado sobre sus creencias, su fe y su familia; también se les había preguntado si había alguna dolencia o corrupción física oculta que pudiera impedirles servir a la orden. Cuando esto quedó satisfactoriamente cumplido, se les recordaron los juramentos que tendrían que prestar, así como las reglas y regulaciones de la orden, para luego dejarlos a solas con el fin de que rezaran.
Dentro de la capilla había poco que ver. El interior estaba iluminado sólo por unas velas regularmente espaciadas, y al no haber sol en el exterior estaban a oscuras las gloriosas escenas representadas en los vitrales de colores.
Siebrecht se arrodilló. Los pensamientos le daban vueltas y más vueltas por la cabeza. Se dijo a sí mismo que, aunque no sabía lo suficiente, en ese momento no tenía manera de hallar las respuestas, y por tanto debía concentrarse en estar en paz. Calmó sus pensamientos por el momento, pero entonces, pasado un minuto, volvió a sentir la ausencia de Krieglitz y los pensamientos comenzaron a dar vueltas otra vez por su mente.
Delmar se arrodilló e intentó no pensar. Intentó no pensar en que su padre y Griesmeyer se habían arrodillado juntos en aquel preciso lugar, veinticinco años antes, durante su propia vigilia. Intentó no pensar en el antiguo recuerdo de su madre acongojada, mientras otro caballero estaba presente. Intentó no pensar en la gelidez de la voz de su madre cuando hablaba de Griesmeyer, ni en la expresión de sus ojos cuando veía a su hijo con él. Intentó no pensar en el sueño en el que había visto a su padre ni en las dudas que había engendrado en su mente. Por encima de todo, intentó no pensar en aquella batalla en la que su padre había rendido el último servicio, ni en el hecho de que el último testigo de sus últimos minutos de vida había sido Griesmeyer. Delmar intentó no pensar. Intentó rezar, pero no le sirvió de nada. O los dioses no lo oían, o eran ellos mismos quienes le habían enviado esos pensamientos.
Los novicios permanecieron allí hasta el amanecer, cuando la luz del sol naciente atravesó los vitrales y ante ellos florecieron las imágenes de Sigmar Triunfante. Los llevaron desde la capilla a la casa capitular, donde se habían reunido todos los hermanos de la orden que no estaban de guardia. Los novicios reconocieron a algunos de los caballeros, sus tutores: Talhoffer, Ott, Verrakker, e incluso Lehrer estaba allí, sentado en su silla, con una capa que le cubría los muñones de las piernas. En el centro se encontraba sentado el gran maestre, el mariscal del Reik, el mismísimo Kurt Helborg, con los oficiales de la orden a su lado, y junto a ellos Delmar vio a Griesmeyer, que tenía una sonrisa de orgullo en los labios. Ante la orden reunida, los novicios prestaron los solemnes juramentos de la hermandad y, uno a uno, los llamaron por su nombre para que la orden diera su aprobación.
—Hermanos de la Gran Orden de la Reiksguard, aquí, ante vosotros, se encuentran los que se unirán a nuestras filas. Cada uno es el hijo mayor de una de las más nobles familias, y está capacitado para empuñar las armas. Todos han demostrado tener la suficiente fuerza de cuerpo, mente y espíritu. Han jurado cumplir con nuestro deber, sin condiciones, sin límites. ¿Los llamaréis «hermanos»?
Los ocho, cuatro nativos de Reikland y cuatro provincianos, formaban en un solo escuadrón. Cada uno avanzó un paso al oír que pronunciaban su nombre, y, al ser confirmado por la orden, les pusieron sobre los hombros el distintivo de la Reiksguard.
Delmar escuchaba mientras los caballeros aclamaban a cada novicio por turno: Alptraum de Averland, Bohdan de Ostermark, Falkenhayn, Gausser de Nordland, Hardenburg y Siebrecht von Matz. Cuando llegaron a Proktor, el grito de los caballeros fue tan potente que casi hizo estremecer los cristales de las ventanas. Luego llegó su turno.
—¿Delmar von Reinhardt? —gritó el oficial.
—¡Sí! —bramaron los caballeros, y luego aclamaron a los nuevos hermanos.
Y con esto, se convirtieron en miembros de la Reiksguard.