CUATRO
Herrvon Matz
Los diez novicios restantes marcharon, completamente armados y acorazados, en apretada formación. A una orden de Talhoffer, se detuvieron, desenvainaron las espadas y comenzaron instantáneamente a practicar los movimientos que les había enseñado el maestro de lucha: estocadas altas, bajas, y tajos descendentes.
Talhoffer estudiaba a los novicios con ojo crítico. Sólo Krieglitz estaba a la altura de las exigencias del maestro; Gausser imprimía fuerza a sus golpes, pero éstos eran demasiado lentos; Bohdan y Alptraum eran lentos en el aprendizaje, especialmente Bohdan, puesto que era mayor que el resto y sus hábitos estaban más consolidados. Siebrecht, sin embargo, era rápido de espada y de ingenio, pero era perezoso y hacía sólo lo mínimo para evitar la censura del maestro de lucha.
El progreso de los de Reikland, no obstante, era mucho más aceptable. Talhoffer se daba cuenta de que ya habían luchado juntos. Atacaban al mismo tiempo, se cubrían unos a otros y respondían instantáneamente a las órdenes de Falkenhayn. Sobre todo Harver y Breigh, según había visto Talhoffer, luchaban el uno junto al otro como si lo hubieran hecho durante toda la vida.
Ninguno de los de Reikland contaba con la fuerza ni con la destreza innata que poseían un par de los provincianos; Proktor era demasiado ligero, y se notaba que Delmar adolecía de rabia en el manejo de la espada, pero luchaban mucho mejor como escuadrón, y era así como tendrían que luchar en la Reiksguard.
Si hubiera contado con el tiempo suficiente, Talhoffer sabía que habría podido llevar a los provincianos a ese nivel. Ése habría podido ser uno de los mejores escuadrones de novicios a los que había entrenado, pero Verrakker insistía en que no disponían del tiempo necesario. «Metedles prisa, metedles prisa —les había dicho a Lehrer y a los maestros de lucha—, que se pongan a la altura. Que pronto estén preparados».
Bien, pues Talhoffer le demostraría a Verrakker lo poco preparados que estaban. Les había asignado a los sargentos una misión especial, y en ese momento estaban sujetando algo con correas al muñeco de madera. Uno de ellos alzó una mano para indicar que habían acabado, y Talhoffer llamó a los novicios.
—Aunque formamos parte del más grande reino de los hombres, también hay hombres en las naciones que nos rodean —les anunció Talhoffer—. Bretonia y Estalia al oeste, Tilea y las tierras fronterizas al sur, Kislev y las tribus de los Norse al norte —los ojos de Talhoffer pasaron con rapidez sobre Gausser, porque Nordland estaba más vinculada a los Norse de lo que ellos admitirían jamás—, y los jinetes bandoleros al este. Está en nuestra naturaleza el marchar bajo estandartes diferentes y poner a prueba nuestra fuerza los unos contra los otros. Del mismo modo que nosotros tenemos nuestras órdenes de caballería, también ellos tienen sus paladines. ¡Mirad!
El muñeco de madera estaba revestido por una armadura completa, de tal modo que casi podría haber sido un hombre que estaba de pie allí. Pero no llevaba una armadura de la Reiksguard, sino una de forja tosca, pintada de negro.
—Así son los hombres del norte si bien algunos se cubren con poco más que pieles y cuero y se puede luchar con ellos como con hombres normales, otros van protegidos por armaduras tan gruesas como las bre-tonianas, incluso tan gruesas como las de los enanos. —Talhoffer caminaba lentamente en torno al muñeco.
—Martillos y mazas dirigidos a la cabeza. No tenéis necesidad de atravesarles la piel si podéis aplastarles los sesos —dijo mientras señalaba el yelmo—. Sin embargo, si sólo tenéis una espada, y muy probablemente así será… Novicio Reinhardt, novicio Gausser, un paso al frente.
Los dos novicios obedecieron, y un sargento le entregó a cada uno una larga espada metálica afilada. Talhoffer se apartó.
—Novicio Reinhardt —ordenó el maestro de lucha—, uno de vuestros tajos más potentes, por favor.
Delmar alzó el arma en una guardia muy alta y luego, tras respirar una vez, avanzó un paso y descargó la espada con toda su fuerza sobre la hombrera metálica. La hoja chocó contra el metal con un ruido ensordecedor, y el impacto estuvo a punto de arrancarle el arma de las manos. Con los novicios reunidos en torno, Delmar avanzó para comprobar el daño causado, y se sintió decepcionado al ver que sólo había una ligera abolladura.
—Atrás. Todos —los regañó Talhoffer—. Novicio Gausser, ¿podéis mejorarlo?
Gausser avanzó y apuntó a la hombrera del otro lado. Delmar vio cómo los descomunales músculos del hombro del novicio de Nordland se contraían, y luego se aflojaban al descargar la espada como si fuera una maza. El estruendo fue aún más potente esta vez, y Gausser avanzó con expresión satisfecha para examinar la hombrera. No obstante, su rostro se ensombreció al ver que la abolladura que había hecho era apenas más profunda que la otra. Ciertamente, no había atravesado la armadura.
—No os sintáis decepcionados, novicios. Se necesita una hoja de filo mágico para que un hombre pueda hender una armadura como ésa. Si sólo tenéis una espada con la que golpear a estos guerreros acorazados, he aquí lo que podríais hacer. Primero, el golpe asesino. —Se acercó un sargento que llevaba guanteletes, aferró con ambas manos el extremo de la espada larga de Gausser, y descargó la empuñadura sobre el yelmo. Al retroceder, dejó una abolladura considerable en la coronilla del yelmo, suficiente para haber matado a quien lo llevaba.
—Acercaos a mirar ahora —dijo Talhoffer a los novicios—. Como veréis, la guarda en forma de cruz funciona como un martillo rudimentario. También puede usársela para trabar el arma del oponente y arrebatársela de las manos en caso de que deseéis derribarlo. Segundo, estocada con la media espada. Es mejor cuando el enemigo está en el suelo, pero según exijan las circunstancias. Novicio Reinhardt, una estocada, pero a través de la rendija de la armadura. Usad la mano libre para aferrar la hoja por la mitad de su largo, y estocad así el objetivo. Aquí lo que importa es la precisión, no la velocidad.
Delmar buscó una hendedura y giró la hoja de modo que apuntara a la articulación de la axila. Ahora que estaba cerca oía un leve sonido zumbante que procedía del interior. Tras dirigirle una rápida mirada al maestro de lucha para asegurarse de que debía continuar, Delmar deslizó la hoja con firmeza a través de la juntura. Dentro se produjo un segundo de resistencia, pero luego el arma se deslizó con facilidad.
—Bien hecho, novicio Reinhardt. —Talhoffer sonrió con frialdad.
De repente, Delmar tosió y sufrió una arcada. De la armadura manó un hedor repugnante, y los otros novicios que se habían acercado a observar retrocedieron con paso tambaleante, farfullando.
—Esa es la última lección de la lucha contra este tipo de envoltura —les advirtió el maestro de lucha—. ¡Cuando al fin conseguís rajarla, no sabéis lo que vais a encontrar dentro!
Talhoffer arrancó la visera del yelmo para dejar a la vista un rostro inhumano, completamente podrido, con la mandíbula colgando en un gesto de aparente sorpresa. De la boca salió un enjambre de moscas que habían estado alimentándose en el interior, y a las que había alarmado el golpe en la cabeza. Los novicios retrocedieron precipitadamente para situarse a una buena distancia.
Los sargentos rieron a carcajadas. No había sido fácil llevar el cerdo muerto a pulso hasta allí, con la primera luz del día, pero había valido la pena para ver las caras de sus pupilos.
Sin embargo, Talhoffer no rio. Si Verrakker los creía preparados para la prueba del espíritu, estaba gravemente equivocado.
—¡Novicios! —gritó Talhoffer, para llamarlos de vuelta al orden, pero la instrucción estaba destinada a no continuar.
—¡Hermano Talhoffer! ¡Hermano Ott! —gritó un caballero desde los escalones de la casa capitular. Talhoffer, Ott y Verrakker se acercaron y reunieron en apretado grupo, intercambiaron unas cuantas palabras, y luego entraron apresuradamente, juntos, en la casa capitular.
—¿Lo percibís, hermanos? —preguntó Krieglitz a los otros.
—No —replicó Siebrecht.
—La tensión —intervino Alptraum—, la preocupación que tienen. No nos cuentan a la hora de los servicios; no les importa si susurramos durante las comidas. Ninguno de ellos alza ya la voz. Es como si tuvieran que guardar silencio para oír lo que pueda venir.
—Tanto mejor para nosotros —bromeó Siebrecht, pero ni siquiera él pudo convencerse a sí mismo de que disfrutaba en aquella atmósfera opresiva. Le recordaba demasiado a su hogar, donde su padre estaba siempre esperando a que cayera sobre ellos el siguiente desastre.
El viento arreció. Alptraum se detuvo y se volvió de cara a él.
—Viene del norte —declaró el de Averland, con los ojos cerrados.
—Hay olor a sangre en él. —Las grandes fosas nasales de Gausser se dilataron, como si fuera una ballena que olfateara el mar.
Siebrecht miró a Krieglitz con desconcierto ante el extraño comportamiento de sus amigos, pero Krieglitz miraba en la misma dirección, igual que ellos.
Fuera, en la ciudad, comenzó a sonar una campana. Era una de las campanas del Gran Templo, y tocaba una nota lúgubre, triste. Entonces sonó una segunda campana; ésta de sonido más ligero. Luego fue una tercera, y una cuarta y una quinta. Y ahora sonaban por toda la ciudad.
—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Se ha levantado el cerco! ¡Los enemigos están en fuga! —El grito se elevó de la casa capitular. Victoria. Victoria. La palabra resonó con tanta fuerza dentro de la cabeza de los novicios que ya no oyeron las campanas. ¡Victoria! Gausser lanzó un gigantesco grito de alegría. Krieglitz aferró con un manotazo la mano de Siebrecht y se la estrechó con alegría.
—¡Victoria! —gritó Delmar a los de Reikland, y ni siquiera Falkenhayn pudo evitar sonreír de alivio.
Delmar vio que Talhoffer salía de la casa capitular.
—¡Maestro! —le gritó—. ¡La guerra ha terminado!
Talhoffer se le acercó a paso rápido.
—Hemos acabado por hoy —ordenó a los novicios—. Regresad mañana con la primera luz. Tenemos que recuperar el tiempo que hemos perdido.
—Maestro, ¿ha acabado la guerra? —preguntó Delmar.
—Tenemos una victoria, novicio Reinhardt, eso es todo. Mañana, con la primera luz, quiero veros a todos vosotros.
* * *
Pero la ciudad no compartía la adusta valoración del maestro de lucha. Habían soportado un invierno de hambre y una primavera de miedo. La noticia de la victoria en torno a Middenheim era el primer atisbo de esperanza que tenían, y estaban dispuestos a sacarle el máximo provecho.
Mientras el entrenamiento se intensificaba para los novicios, lo único que éstos pudieron oír, procedente del otro lado de la muralla de la casa capitular, fueron los sonidos de la ciudad que celebraba con todo lo que podía. Los mendigos de las calles y los refugiados de otras provincias que habían sido despreciados como parásitos que arrastraban a Altdorf hacia el abismo, eran tratados una vez más como súbditos compatriotas. Los refugiados sabían que el odio de los ciudadanos de Altdorf se volvería una vez más contra ellos, así que los más optimistas partieron de la ciudad para viajar de vuelta a su territorio de origen, aunque ninguno de ellos sabía qué encontraría.
En semejante momento de bienaventuranza, Siebrecht no pudo resistir la tentación de salir furtivamente a la ciudad para disfrutar del júbilo. Pensaba que había cubierto bien su rastro, pero no se arrepintió de nada cuando los sargentos fueron a buscarlo otra vez.
Siebrecht, preparado para lo peor, fue escoltado hasta el presidio que había junto a la puerta blanca. Allí, no obstante, se dio cuenta de que, por una vez, no era él quien se encontraba metido en un lío.
—Ah, ahí estás, Siebrecht —lo saludó una voz familiar—. Sé buen chico y explícales a estos suspicaces caballeros que no soy ningún espía ni un ratero.
Allí sentado había un hombre a quien Siebrecht reconoció al instante. Tenía la frente más despejada, el pelo canoso, la piel un poco descolgada sobre los característicos pómulos, pero el parecido de familia era evidente.
—¿Podéis dar testimonio de la identidad de este hombre? —preguntó un sargento.
—Es mi tío —dijo Siebrecht.
—Pareces sorprendido —le dijo su tío—. ¿No recibiste mi carta? Difícilmente podía pasar por esta gran ciudad sin hacerle una visita a mi sobrino más querido.
—Lo descubrimos escondido dentro de un carro de mercancías —dijo otro sargento, cuya postura dejaba claro su deseo de sacar a rastras al cautivo con los pies por delante.
—No estaba escondido, y me ofende la insinuación —dijo Herr von Matz con tono agraviado—. Estaba inspeccionando las marcas gremiales que había en los sellos. Mi buen hermano, el barón von Matz, ha confiado a su hijo mayor al cuidado de vuestra orden, y yo le informaré del dudoso origen y de la más dudosa calidad de la comida que servís aquí. Estoy seguro de que apelará con gran prontitud ante vuestro comandante por el trato que dais a su hijo y por la rudeza con que me habéis tratado a mí.
—¡Tío! —lo amonestó Siebrecht—. Sargento, puedo dar fe, sin duda, de la identidad de mi tío, aunque no así de su naturaleza. ¿Deseáis retenerlo por más tiempo?
—No deseo retenerlo, ni volver a verlo.
—Los deseos, sargento… —comenzó el tío, pero Siebrecht le lanzó una mirada severa y lo hizo callar.
—Vamos, tío.
—Si se me puede permitir hablar, me gustaría pedir que me devolvieran el sombrero —dijo con tono mordaz, mirando al sargento, que cogió desdeñosamente el sombrero de ridículo plumaje y se lo devolvió.
—Novicio Matz —dijo el sargento, mientras los acompañaba al exterior—. Herr Matz.
—Herr von Matz —lo corrigió el tío, con acritud, y el sargento le cerró la puerta en la cara.
En la abarrotada calle del exterior, Siebrecht vio cómo su tío se despojaba de la fingida indignación de un hombre insignificante y se erguía para encarnar el papel de respetable hombre de buena posición. Herr von Matz condujo a su sobrino por el corto trecho de calles abarrotadas que los separaba de su alojamiento, sin hacer el menor caso de los intentos que Siebrecht hacía de interrogarlo por el camino. Finalmente, Siebrecht renunció y siguió en silencio a su tío, que entró en una casa anodina, saludó con un gesto de la cabeza al casero y se sentó en una habitación privada donde ya se había dispuesto la comida.
Herr von Matz sacó una pequeña caja de madera con delicadas incrustaciones de hueso tallado. Extrajo de ella un cuchillo y un tenedor y se sentó a comer. Al ver la oportunidad, Siebrecht se hizo con el control de la conversación.
—Y bien, tío mío, ¿vuestro único propósito aquí es azorarme ante mi orden?
—¿Azorarte? —Herr von Matz se detuvo a medio cortar—. Me he tomado molestias considerables para garantizar que sólo me causaría azoramiento a mí mismo.
—¿Qué?
—Tú, mientras tanto, has representado soberbiamente el papel del pariente mortificado y razonable. Puedo asegurarte que la próxima vez que esos sargentos te vean no pensarán en lo excesivamente arrogante que eres, sino que más bien reflexionarán sobre la mejora que supones respecto a la generación anterior.
Siebrecht no podía creer lo descarado que era su tío.
—¿Estáis diciendo que has provocado todo eso con el fin de que yo les pareciera menos irritante a unos sargentos plebeyos?
Herr von Matz agitó el tenedor hacia su sobrino.
—No seas despreciativo con tus inferiores, mi muchacho. Un Emperador puede darte títulos, pero jamás te limpiará las botas. Esos sargentos de ahí, estoy seguro de que gobiernan la casa capitular, ¿no es cierto? Tienen las llaves de todas las cerraduras y un oído en cada puerta, ¿no? Muy útil.
Siebrecht derrochó desprecio en la réplica.
—Así que te escondiste dentro del carro para que yo pudiera tener la oportunidad de trabar amistad con ellos.
—Por supuesto que no. Fue una mera oportunidad fortuita.
—¿Y qué estabas haciendo, entonces?
—Intentaba ver los sellos, las marcas de los gremios, como ya he dicho.
—¿Te preocupa de verdad que la comida sea fresca?
—¿Por qué iba a preocuparme? Yo no me la voy a comer, ¿verdad? Si yo quisiera comerciar con comida, la compraría en casa, o en Averland, y la enviaría al norte. Pero es demasiado peligroso, y el coste de una escolta resultaría prohibitivo. Y en esta época es demasiada poca la gente que tiene dinero para pagar.
—¿Y qué te interesaba, entonces?
—El mineral, por supuesto. El mineral, el carbón, la tela. Cualquier cosa que pueda transportarse. Si ves el sello, sabes quién es el proveedor.
—¿Quieres ser proveedor de la Reiksguard? ¿Es eso, entonces?
—Tal vez. Tal vez haya algunos proveedores que están obteniendo demasiados beneficios, o que tienen un intermediario de más que puede esquivarse. El valor del buen mineral está alto ahora debido a la guerra; hay escasez de carbón por lo peligrosos que se han vuelto los bosques; se necesita muchísima tela para todos los uniformes de los ejércitos del Emperador; pero, cuando acabe la guerra, ¿los precios continuarán estando altos? ¿O las guerras no terminarán nunca?
—¿Acaso no has oído las campanas, tío? La guerra acaba de terminar.
Herr von Matz soltó una corta risilla que resumía totalmente la opinión que le merecía la candidez de su sobrino.
—No puede haber una nueva campaña —dijo Siebrecht—. Aún no.
Herr von Matz estudió a su sobrino.
—Descubrirás, joven Siebrecht, que los comienzos y los finales de las guerras son determinados por los historiadores. No por quienes aún las están librando mucho tiempo después de que algún hombre de letras haya declarado que se ha obtenido una victoria. Voy a darte una información. A ver qué provecho le sacas. ¿Has oído hablar alguna vez de una fortaleza de enanos llamada Karak-Angazhar?
—No. ¿Debería?
—No un joven en tu posición, cuyo único interés reside en la siguiente botella, no.
Siebrecht se tragó una respuesta hiriente.
—¿Qué hay que saber, pues?
—Está asediada, desde hace ya varios meses, por las tribus goblins de las Montañas Negras.
—Enanos y goblins luchando. Palabra, tío, que me traes unas noticias de lo más asombrosas —replicó Siebrecht, que apenas si intentó disimular el sarcasmo de su voz—. Estoy verdaderamente estupefacto.
Herr von Matz le dio a su sobrino una colleja.
—Ah, había olvidado lo listo que eres. Muy bien, entonces, sólo te diré lo siguiente: Karak-Angazhar no es una de las grandes fortalezas de los enanos, no es comparable a Karaz-a-Karak o Barak-Varr, y, sin embargo, antes de que acabe este mes los soldados del Imperio marcharán desde Altdorf para ir a rescatarla. Y muy probablemente la Reiksguard irá en cabeza.
—¿Qué? ¿Por qué íbamos a hacer eso? La vieja alianza es fuerte, últimamente, pero estamos al límite. Y si la alternativa es los enanos o nuestro propio territorio, sé muy bien qué deberíamos defender.
—Eso dejaré que lo descubras tú. Y cuando la Reiksguard se ponga en marcha, será mejor que te hayas asegurado de estar con ellos. Y en condiciones de hacer un buen papel. —Cogió deliberadamente la copa de Siebrecht y la dejó al otro lado de la mesa, fuera de su alcance—. No sería buena cosa que la orden tuviera una mala opinión de ti.
Siebrecht soltó un bufido.
—No me importaría si así fuera.
—Decídete respecto a tus opiniones, Siebrecht —se burló el tío—. Primero te avergüenza que te haya azorado ante tus hermanos, y ahora dices que no te importa lo que piensen.
»Permíteme que me asegure de que comprendes correctamente tus verdaderas circunstancias. —Herr von Matz clavó en Siebrecht una mirada feroz—. La Reiksguard no estaba muy dispuesta a tomar en consideración tu solicitud, simplemente debido a tu apellido. Tu apellido, nuestro apellido, ya no tiene mucho de recomendable. No, la consideración de la Reiksguard fue comprada; sí, con el mismo dinero que tú despilfarras con tanta rapidez.
—¿Sobornaste a la Reiksguard para que me aceptara? —Siebrecht no podía creerlo.
Herr von Matz suspiró hondo. Con la indolente crianza dada por su hermano, Siebrecht obviamente había conocido mucho del mundo, pero nunca lo había entendido.
—No —dijo con tono paciente—. Ni siquiera lo habría intentado. Los hombres de honor son demasiado caros para lo que pueden dar a cambio.
Y en cuanto aceptan, pierden lo único que los hacía valiosos. ¡Su honor! No se soborna a los hombres de honor. Se soborna a los hombres fáciles detentar en los que confían los hombres de honor. Tú necesitabas recomendaciones, y hay nobles de alta posición en Wisseland, y por todo el Imperio, que están dispuestos, no, ansiosos, por tener influencia. Algunos casi me arrancaron la mano a causa de lo ansiosos que estaban por coger la propina.
—¿Cuál fue el propósito, entonces? —Siebrecht se apartó violentamente de la mesa y se puso a dar vueltas por la habitación—. ¿Con qué propósito se me envió aquí, lejos de mi familia, lejos de mis amigos, lejos de mi vida? ¿Para ser maltratado por los militares de Reikland? ¿Para que me insultaran los paletos de Reikland? ¿Para que muriera defendiendo a un príncipe de Reikland?
Herr von Matz respondió con la calma al acalorado estallido de su sobrino. Continuó comiendo sin alzar siquiera la mirada. Siebrecht se sentía frustrado, y no estaba dispuesto a renunciar a su enojo. Así pues, avanzó con pesados pasos hasta los postigos y los abrió de golpe. Los sonidos de la ciudad entraron como una catarata, y Siebrecht se inclinó hacia la calle e inspiró aire.
—Cuando hayas acabado —comentó Herr von Matz entre bocados—, cierra esos postigos y siéntate.
Siebrecht continuó testarudamente en su posición ante la ventana durante un minuto más, pero luego hizo lo que le decía su tío.
—¿Qué opinas del novicio Gausser? —le preguntó Herr von Matz cuando se sentó.
—¿Gausser? —A Siebrecht lo tomó por sorpresa el cambio de tema—. Bueno… es fuerte como un buey, y casi igual de inteligente.
—¿Crees que es bueno con sus amigos?
—Supongo que sí.
—Podría ser Emperador un día, ¿sabes?
Siebrecht rio al oír eso.
—¿Es ésa otra predicción certera de las tuyas? Te aceptaré una apuesta sobre ésa.
—¿Por qué no? —replicó con calma Herr von Matz—. Es el nieto de un conde elector; si hereda eso, lo único que necesitará será que lo elijan. ¿Alptraum?
—¡Un pirado!
—Su familia tiene en el bolsillo a los gremios y mercaderes de Averland. ¿Falkenhayn?
—¡Un pozo negro del Territorio de la Asamblea!
—Heredará calles enteras aquí, en Altdorf. Por ejemplo, la del exterior de esta mismísima casa.
—¡Por las pelotas de Ranald, tío! ¿Es que conoces a todos los otros novicios? ¿Es que has tenido a tus espías sobre mí desde que llegué?
—¿Espías? ¿Quién necesita un espía para eso? Tú y tus fantasías, Siebrecht. ¿Piensas que no iba a preguntar con quién estabas entrenando? No es ningún secreto. Si una familia tiene a su hijo en la Reiksguard, lo proclama desde los tejados.
—¡Excelente, entonces! Ahora que me has demostrado que ellos son ricos y yo soy humilde, experimento una alegría totalmente nueva por estar internado con ellos.
—Lo que importa, Siebrecht, es que ellos son ricos y tú estás con ellos. Los hombres a los que has despreciado con tanta rapidez, cada uno de ellos es diez veces más relevante que tus compañeros de copas de Nuln. Estás aquí para que, en los años por venir, mucho después de que hayas marchado de la Reiksguard, puedas entrar en la corte de cualquier provincia del Imperio y ser recibido por su gobernante como un viejo y muy querido amigo. El dinero tiene menos relevancia de la que tú supones, y el tratamiento que me dieron hoy esos sargentos es una prueba más que suficiente de ello. Mira a Reinhardt. ¿Conoces a Reinhardt?
—Ah, sí, he conocido al novicio Reinhardt.
Herr von Matz pasó por alto el rencor de la voz de Siebrecht.
—Los Reinhardt tienen poco dinero, aparte de su hacienda. Pero su bisabuelo fue uno de los primeros caballeros de la Reiksguard. Su abuelo también sirvió como caballero. Su padre murió en batalla. ¿Piensas que tuvo que comprar las recomendaciones de pequeños nobles para que la orden tomara en consideración su solicitud? Ningún dinero puede comprar la influencia que su nombre tiene dentro de la orden y, a través de ella, en la mitad de los gobernantes de este territorio. Los privilegios fluirán hacia él como la miel. Lo único que quiero para ti es que tengas la posibilidad de saborearlos. Ésta es una oportunidad que no tendrás en ninguna otra época de tu vida.
—Una oportunidad para ti, querrás decir —contestó Siebrecht—, para decir que tu familia tiene un hijo en la muy prestigiosa guardia del Emperador.
—Te proporcionará dinero, si lo quieres. Títulos, si los pretendes. Y no dudes de que ambas cosas atraen a las mujeres, si ellas son tu único deseo. Perdóname, pues, por trazar un plan que satisfará las ambiciones de ambos.
—Tenemos dinero. Tenemos títulos. Haces que parezcamos muy desesperados, tío.
—¿Crees que hay dinero en la baronía? —preguntó Herr von Matz, mientras se servía otra copa—. Hace ya generaciones que su riqueza ha estado mermando. Tu padre heredó la baronía y luego se sentó a disfrutarla, como una gallina confundida que se echa sobre una piedra y espera que eclosione. Ve que su estilo de vida se le escapa de las manos pero no sabe cómo impedirlo. Se ha vuelto muy solícito conmigo en estos últimos meses, ¿lo sabías? ¿Por qué crees que lo ha hecho? ¿Por amor fraternal? Ni remotamente. Es a mi dinero al que recibe de buena gana, no a su hermano. No, Siebrecht, es bueno que ahora lo sepas: en la baronía no hay riqueza ninguna. Y eso significa que tienes que ser un gran barón von Matz, o serás el último.
Siebrecht permaneció sentado, silenciado por lo que su tío acababa de admitir francamente.
—Será sólo durante unos años —continuó Herr von Matz con un tono más conciliador—. Presta un buen servicio. Hazte un nombre. Resiste el impulso de lanzarte a pecho descubierto contra la espada del enemigo. Luego regresa a tu vida, aunque te hago la predicción de que no la enfocarás como antes. Ayudarás a tu padre a dirigir la hacienda, y tendrás el privilegio de recuperar la fortuna familiar.
—Sólo durante unos años.
—Tres como máximo. Lo suficiente como para consolidar tu nombre, darte a conocer por algo más que por la bebida, la impertinencia y las apuestas descabelladas. No tiene sentido que te expongas a riesgos innecesarios. —Herr von Matz le dedicó una sonrisa sincera—. Tú y yo, Siebrecht, somos las dos personas de las que depende el nombre de la familia.
Siebrecht no dijo nada. Se había quedado alicaído, con la vista fija en la textura de la madera de la mesa, sin querer mirar a los ojos de su tío. Sabía que el hermano de su padre tenía razón; lo había sabido durante años. Era algo que sabía pero que era incapaz de admitir.
Herr von Matz estaba satisfecho con la impresión que le había causado a su sobrino. Se recostó en el respaldo de la silla y se limpió la boca.
—Respecto al Emperador Wilhelm —comenzó—, por mucho que deba detestarlo cualquier buen hombre de Nuln, debo admitir que la creación de la Reiksguard por su parte fue un golpe magistral. Ya había habido otros emperadores que habían fundado órdenes de caballería, pero ninguno de ellos había llegado a ver el verdadero potencial que tenían. Hay otras órdenes… —Herr von Matz agitó una mano despectivamente—. La orden del Oso Negro quiere a los más fuertes, los Caballeros de la Sangre de Sigmar quieren a los más eruditos, e incluso nuestro propio gran Emperador Magnus, cuando fundó la orden de los Caballeros del Grifo, pidió sólo los más devotos.
»El Emperador Wilhelm fue el único que pidió sólo a los primogénitos. Los herederos. Más que ninguno de los otros, Wilhelm miró hacia el futuro; porque pasados diez o veinte años, cuando los padres morían, los herederos eran los que adquirían el título nobiliario. Y a cada uno se le había enseñado y entrenado para que fuera totalmente leal al Emperador. Para que dejara el gobierno del Imperio en sus manos. ¡Para rehuir completamente la política! Todo el mundo sabe que la Reiksguard ha jurado no intervenir nunca en el mundo de la política. Lealtad en primer lugar, en último y siempre, ¿no es así? Y un punto y final también para las guerras civiles, porque resulta mucho más difícil derramar la sangre de alguien a quien has llamado «hermano».
Herr von Matz hizo una pausa para recuperar el aliento, porque las antiguas artimañas de un Emperador muerto hacía mucho lo emocionaban más que cualquiera de sus propias estratagemas.
—Sí, Siebrecht, el Emperador Wilhelm fue un hombre muy inteligente. —Acabada la comida, limpió los cubiertos con la servilleta y los devolvió a la caja—. Y los hombres inteligentes como Wilhelm, tú y yo, no sólo deben conocer el mundo, sino también entender cómo funciona. Existen razones explícitas, y existen razones implícitas. Y las razones implícitas son, con mucho, las más valiosas.
Herr von Matz se puso de pie, dando por finalizada la entrevista. Siebrecht se sintió de lo más aliviado por poder marcharse. Su tío, sin embargo, insistió en acompañarlo hasta los barracones. Una vez allí, Siebrecht pensó que se marcharía. Sin embargo, se encaminó alegremente hacia el presidio del que había sido tan rudamente expulsado una hora antes. El sargento se mostró menos que complacido al verlo regresar, pero Herr von Matz puso en escena una actuación tan espectacular en la que alternó las más profusas disculpas por su conducta anterior con los más sublimes elogios por la gran atención que los guardias habían dedicado a garantizar la seguridad de su sobrino, que ni siquiera el más duro de ellos pudo evitar suavizarse un poco.
Cuando finalmente se despidió de ellos, pidió tanto a Siebrecht como al sargento que lo acompañaran hasta la calle, donde los entretuvo con unos cuantos minutos más de animada conversación bonachona, de modo que para cualquiera que pasara por allí podrían haber sido los más íntimos amigos. Luego, Herr von Matz se había despedido amistosamente de ellos y cruzado la plaza camino de su siguiente reunión: con un proveedor de madera que, impresionado por las ostentosas conexiones de Herr von Matz con la Reiksguard, se sintió inclinado a hacerle un descuento aún mayor del que había pensado en un principio.
* * *
—Esto, novicios, son Las Calles.
El maestro Talhoffer había llevado a los novicios, ataviados con la incómoda armadura, hasta el otro extremo del campo de prácticas. Allí había unos gruesos postes de madera, cada uno de un metro ochenta de altura, dispuestos en ordenadas filas, aproximadamente a un paso de distancia. Los novicios habían supuesto que los postes habían sido colocados allí para construir algo o rodear un cultivo. Se equivocaban.
—Se os ha enseñado a marchar en formación. Algunos de vosotros incluso lográis no tropezar mientras lo hacéis. Se os ha enseñado qué movimientos utilizar para no herir a los hermanos que tenéis a vuestro lado. Pero practicar movimientos es muy diferente a enfrentarse con un hombre en el apiñamiento del combate.
»Podríamos, simplemente, apretujaros y dejar que os acometierais los unos a los otros, como os veo hacer cada día con las espadas de madera, pero entonces inundaríamos el sanatorio con novicios inconscientes a causa de golpes en la cabeza asestados por sus compañeros. Así pues, tenemos esto. Las Calles. Cada una es un corredor que tiene aproximadamente el ancho equivalente al espacio del que dispondréis para luchar en una batalla. Comenzaremos aquí, y cuando todos hayáis dominado por fin el arte de no atizarle con la espada a un poste de madera, se os dará por fin la oportunidad de clavarla en el cráneo de uno de vuestros compañeros.
»Dividíos en dos grupos, con un hombre en el extremo de cada uno de los corredores. Cuando diga «comenzad», entraréis todos en vuestro corredor; el primero que salga por el otro extremo será el vencedor. ¿Entendido?
Los novicios se dividieron, una vez más en provincianos y naturales de Reikland. Esta vez, no obstante, eso significaba que, en lugar de practicar entre sí, como solían hacer, se enfrentarían unos contra otros.
—Reinhardt —susurró Falkenhayn a Delmar—, ven, permanezcamos juntos y luchemos lado a lado.
Falkenhayn le indicó la calle de su derecha, y Delmar ocupó posición en su extremo. Al mirar hacia el fondo, se dio cuenta de que Falkenhayn había vuelto a situarlo ante Gausser. Comprobó las calles que tenía a su lado: el propio Falkenhayn se encontraba ante Siebrecht, que, aun a pesar del comportamiento desplegado por el caballero durante el primer día, no lograba impresionar a Delmar. El entrenamiento era un desperdicio en su caso; realmente no le apetecía estar allí, y raras veces se molestaba en entrar de verdad en acción, ni siquiera durante los entrenamientos. Se dejaría caer sin problemas si eso entrañara menos esfuerzo que luchar. Sin duda, Falkenhayn lo tendría fácil contra él. Más allá, Proktor se enfrentaba con Krieglitz. Ése, consideraba Delmar, era un buen luchador. Constituía un orgullo para su provincia, aunque, como decía Falkenhayn, no debía juzgarse a un hombre sólo por su destreza y valentía, sino también por las compañías que escogía, y Delmar consideraba que la amistad de Krieglitz con Siebrecht había perjudicado sin duda al de Talabheim.
Talhoffer les gritó que se prepararan, y Delmar se concentró una vez más en su propia calle y en el corpulento novicio de Nordland que se encontraba en el otro extremo. Talhoffer les ordenó que comenzaran, y los novicios entraron en las calles. Delmar vio que Falkenhayn se lanzaba a la carrera por su izquierda, y cargaba hacia Siebrecht. Él había decidido acercarse a Gausser con mayor cautela. Había cargado la última vez que habían luchado, y de poco le había servido. Gausser era más lento que él, pero la armadura lastraba a Delmar mucho más que al novicio de Nordland. Los dos guerreros avanzaron caminando el uno hacia el otro hasta que se encontraron en el centro. Delmar ya oía el estruendo de los cuerpos acorazados que chocaban unos con otros, y los gritos de éxito de los que ya habían salido. Hizo caso omiso de todo eso y mantuvo la concentración.
Él y Gausser intercambiaron unas cuantas estocadas para probar la guardia del otro. No obstante, Delmar comprendió con rapidez que en los espacios reducidos unos golpes tan ligeros contra un oponente armado resultaban insignificantes. Allí contaban la fuerza y el peso, y en ambas cosas lo superaría Gausser. Resultaba evidente que Gausser había llegado a la misma conclusión, porque le dio la vuelta a la espada de madera y la blandió en un golpe asesino dirigido a la cabeza de Delmar.
Instintivamente, Delmar retrocedió; normalmente se habría desviado a derecha o izquierda, pero en las calles no se podía ir hacia ninguna parte que no fuera atrás. Alzó su propia espada con ambas manos y bloqueó el golpe asesino. A Gausser no le daban ningún miedo las posibles represalias de Delmar y no pensaba ceder, así que volvió a golpear para abrirse paso a través de la guardia de Delmar y obligarlo a retroceder hasta salir del corredor. Delmar dejó que el de Nordland se estrellara una vez más contra su espada, pero con el tercer golpe retrocedió aún más y permitió que el golpe le arrancara el arma de las manos. Gausser había esperado encontrarse con una sólida resistencia, así que por un segundo perdió el equilibrio al extender demasiado el golpe. Delmar aferró la empuñadura de la espada de Gausser y tiró con fuerza de él, hacia delante y abajo. Gausser se negó a soltar la espada, así que cuando Delmar tiró, él la siguió.
Retrocedieron juntos unos cuantos pasos tambaleantes, y Delmar casi hizo tropezar a Gausser, pero el de Nordland giró el cuerpo y frenó su impulso al chocar con un hombro contra un poste. Delmar estaba preparado para eso. Cuando Gausser se echó atrás para estabilizarse, Delmar se dejó caer, rodeó las rodillas de Gausser con ambos brazos y las sujetó con fuerza en un abrazo de oso. Gausser era sólido, pero en el fango ni siquiera él era lo bastante fuerte para mantener la postura. Delmar le juntó las piernas y empujó contra ellas con todas sus fuerzas, en el punto más bajo posible. Al no poder inclinarse para aferrar al de Reikland sin caer él mismo, Gausser se sujetó con fuerza a la cerca de postes, pero con un último empujón Delmar logró desplazarle las piernas. Gausser se fue al suelo con toda la majestad de un roble talado en un bosque. Delmar corrió hacia la salida y no se volvió a mirar atrás hasta que estuvo fuera. Sólo entonces dio media vuelta. Gausser todavía estaba levantándose. Delmar se acercó a Falkenhayn, que estaba junto a él, para felicitarlo también, pero el amigo tenía una expresión colérica.
—Fue un truco, Reinhardt, me ganó con un estúpido truco de Nuln —despotricó. Falkenhayn había cargado, como había visto Delmar, y Siebrecht, el eterno insolente, se había apartado de su camino en lugar de molestarse en practicar el ejercicio. Falkenhayn había aprovechado la ocasión; saldría de los corredores antes que ningún otro. Pero cuando pasaba, Siebrecht había extendido un pie, y Falkenhayn había perdido el equilibrio y se había golpeado un costado de la cabeza contra un poste.
Había sido un truco, decidió Delmar, pero había sido un truco justo, ya que había logrado su objetivo debido a la errónea suposición de Falkenhayn. También Proktor, como era previsible, había perdido contra Krieglitz, y los dos victoriosos novicios provincianos se encontraban al otro extremo de las calles, compadeciendo a Gausser por haber recibido su merecido.
Delmar levantó una mano para saludarlos.
—¿Qué estás haciendo, Delmar? —preguntó Falkenhayn, irritado—. Baja esa mano.
Delmar dejó que su amigo le bajara el brazo. Los provincianos habían visto el saludo, pero no se lo habían devuelto.
* * *
Ese día fue sólo el primero de práctica en Las Calles. Continuaron entrenando cada día, a veces con sargentos armados con largas lanzas o picas, a veces con tres, cinco e incluso diez novicios apretujados en cada calle. Los novicios aprendieron a ayudar a que el luchador de vanguardia ganara el combate; incluso situados en retaguardia, mientras que los de vanguardia aprendían a mantener la presión sobre el enemigo, derribar a los oponentes y luego pasar por encima para dejar que los de detrás acabaran con ellos. Todos aprendieron lo peligroso que era caer en medio de una refriega, y Delmar no fue el único de ellos que sufrió la indignidad de ser pateado de un lado a otro por el suelo, durante varios minutos, antes de poder apartarse gateando.
En el combate con armadura, Gausser continuaba dominando, aunque Delmar dio buena prueba de sus capacidades al derrotar regularmente a los otros novicios. Sin embargo, cuando los sargentos practicaban con vellos intencionadamente sin armadura, Delmar reparó en que era Siebrecht, con su nueva determinación, quien comenzaba a demostrar que era el más capaz. Su técnica aún incluía algunos remanentes de la instrucción tileana recibida, pero ahora que estaba habituado al mayor peso de las espadas de la Reiksguard, su destreza se hizo evidente. Su tremenda velocidad, en particular, hacía que obtuviera resultados mucho mejores que los demás novicios en los ejercicios en que un solo luchador quedaba enfrentado con múltiples oponentes. Aunque Talhoffer no llegaba al extremo de elogiar a Siebrecht por haber mejorado, el maestro de lucha ya no se mostraba tan crítico como antes.
Cuando no estaban practicando ejercicios de lucha cuerpo a cuerpo a pie, los novicios lo hacían a caballo. En éstos, Alptraum era el más competente. Averland era famosa por sus caballos y sus jinetes, y de hecho la mayoría de las monturas de la Reiksguard llevaban marcas de Averland.
Delmar, no obstante, lo superaba incluso a él. Al menos, rezaba Delmar con agradecimiento, después de haber sido vencido en todas las otras disciplinas, había al menos una en la que podía sentirse orgulloso. Una disciplina en la que podía ser el que ayudara a los demás.
La equitación era un arte inherente a las clases nobles. Todos habían aprendido a montar cuando eran niños, pero cabalgar a tan corta distancia como para estar estribo con estribo con el hermano que tenías al lado, mientras empuñabas una pesada lanza y un escudo y controlabas a la montura con las rodillas, era algo que exigía mucha más experiencia. Aquellos nobles urbanitas que iban a los establos dos veces por semana para visitar a sus caballos y sacarlos de excursión fuera de las murallas de la ciudad, simplemente no habían desarrollado la misma familiaridad que Delmar en su hacienda rural, donde montaba a Heinrich cada día para ir de un pueblo a otro, y era responsable de todos los aspectos del cuidado de su caballo.
A Delmar no le habían permitido montar a Heinrich durante los entrenamientos de la Reiksguard. Talhoffer le había dicho que un caballero de la orden tenía que ser capaz de controlar cualquier montura que fuera propiedad de la orden, todas las cuales estaban especialmente entrenadas para llevar el peso de un hombre con armadura completa. Por duras que las batallas fueran para los hombres, lo eran mucho más para los caballos, y un caballero podía encontrarse con que tenía que cambiar de montura hasta seis veces; su control no podía depender de la comunicación personal con el corcel. Por lo tanto, a los novicios se les asignaba un caballo diferente para cada ejercicio, y era personalmente responsable si su montura mordía o pateaba a otra cuando caminaba o practicaba las cargas. Una patada, si golpeaba mal al otro animal, tenía el potencial de lisiarle la pata y dejar inútil un caballo de guerra tremendamente costoso, así que todos los amigos de Delmar estaban ansiosos por aprender a reconocer los signos de peligro de un corcel agitado, y qué medidas preventivas debían tomar.
El peligro no amenazaba sólo a los caballos. En una carga de formación cerrada, el caballo de Harver pisó en falso. Al intentar enderezar el rumbo del caballo, Harver chocó contra Breigh, que corría a su lado. Ambos caballos cayeron; Harver salió volando de la silla y quedó contuso, mientras que Breigh quedó trabado sobre su montura, el caballo cayó de lado y le partió una pierna a Breigh.
Éste pasó una noche de terrible dolor mientras los sanadores de la orden lo curaban; Falkenhayn y el angustiado Harver permanecieron a su lado. Breigh fue enviado a casa al día siguiente, tras haber perdonado a Harver en todos los tonos, y haberle prometido a Falkenhayn que regresaría en cuanto pudiera volver a andar.
* * *
Una vez más, el sargento se encontraba en guardia entre cuatro novicios. Delmar miró a los ojos a Hardenburg, luego a Bohdan, y luego a Siebrecht. Gritaron y cargaron como un solo hombre. El sargento no se contuvo. Delmar apenas vio la espada del sargento cuando penetró su guardia y lo golpeó con el plano en la cabeza antes de continuar.
—Reinhardt, fuera. Hardenburg, fuera. —Talhoffer hizo una pausa—. Sargento, ya podéis retiraros.
El sargento volvió a ponerse de pie, con la ropa cubierta de manchas rojas dejadas por los dos novicios restantes. Miró a Delmar con el ceño fruncido y se alejó.
—Han vuelto a mataros, novicio Reinhardt —le dijo Talhoffer después.
—Sí, maestro. —Al menos, esta vez había recibido el golpe en la cabeza y no tardaría tanto en quitar la mancha de tinta de la ropa.
—No tenéis una gran destreza con la espada.
—Mejoraré, maestro.
—Aun así, no me gustaría ser vos en una batalla.
—No, maestro —replicó Delmar, incapaz de impedir que a su voz aflorara un ligero tono de fracaso.
Nunca sería un gran espadachín. Talhoffer se daba cuenta. Pero a pesar de todo había encabezado la carga contra un oponente superior, sabedor de que pagaría por ello pero confiado en que sus hermanos en conjunto salieran victoriosos. Y había estado en lo cierto.
—No, novicio Reinhardt —matizó Talhoffer—. No me gustaría ser vos en una batalla, pero me gustaría estar a vuestro lado.