TRES
Falkenhayn
—Soy el maestro Lehrer —anunció el caballero canoso desde su trono situado tras el sólido escritorio de roble que había en las profundidades de la biblioteca de la orden—. Ya habréis oído decir que antes de poder convertiros en hermanos de esta gran orden deberéis demostrar vuestra valía en tres disciplinas: fortaleza de cuerpo, fortaleza de mente y fortaleza de espíritu. De las tres, la fortaleza de la mente es la más importante, porque sin una mente fuerte y sin la capacidad para razonar, hasta el cuerpo más fuerte es fácilmente superado en ingenio o desconcertado. Eso es lo que aprenderéis de mí.
»En este lugar —continuó el maestro— aprenderéis el pleno significado del deber de caballero, para con el Emperador, para con su pueblo y para con vosotros mismos. También aprenderéis a tener juicio; porque si vais a ser caballeros, en lugar de meros soldados, tendréis que ser jueces, tanto de vuestras propias acciones como de las acciones de los otros. Porque no hay mejor juez que un caballero honorable que lleva la verdad en la palabra, el deber en el corazón y la espada en la mano.
Debajo de su poblada barba, la boca del viejo maestro se estiró en una lenta sonrisa. Delmar escuchaba con atención. Pensó en Griesmeyer. Sí, ése sería un caballero en quien Delmar confiaría como juez.
—Además de eso, también examinaremos las más grandes victorias del Imperio y sus más grandes derrotas, porque nuestra capacidad para razonar y aprender de nuestros errores es lo que nos diferencia de las bestias. Estudiaremos a los más exitosos generales del Imperio, y a sus más terribles enemigos. Hoy comenzaremos con el Emperador Wilhelm III.
Detrás de Delmar, en la retaguardia de los novicios, alguien soltó un sonido de befa.
—Novicio Matz —llamó el maestro Lehrer—. ¿Deseáis decir algo?
Delmar se volvió, al igual que todos los otros novicios, y miró fijamente a Siebrecht.
—No, maestro —replicó Siebrecht—. Sólo tosía.
Delmar se encontró, una vez más, con que aumentaba su enojo ante la falta de respeto que el de Nuln demostraba ante los maestros de la orden.
Pero el maestro Lehrer, que obtenía cierto placer malicioso en escarmentar a los novicios impertinentes, no iba a permitir que lo engañaran.
—Bien, novicio Matz, se os invita a hablar. Así que nos quedaremos en silencio hasta que compartáis vuestros pensamientos con nosotros.
Delmar observó mientras Siebrecht guardaba silencio durante un momento para poner a prueba la promesa del maestro, pero la divertida expresión de Lehrer era implacable.
—Mi único pensamiento, maestro —comenzó Siebrecht— era que podría haber emperadores más dignos de estudio que sean anteriores a los de tiempos recientes.
—¿Queréis decir anteriores a los emperadores de Reikland? —replicó Lehrer con sequedad—. Adelante, novicio, ¿cuál sugeriríais vos?
Delmar vio que la chulería de Siebrecht se volvía contra él mismo.
—Yo, por poner un ejemplo, maestro, he aprendido mucho del gran Emperador Magnus el Piadoso —dijo, y añadió—: que era de Nuln.
El maestro Lehrer permaneció sentado, con cara de satisfacción.
—Comprendo qué queréis decir, novicio. Yo prefiero comenzar con el Emperador Wilhelm porque es donde comienzan los registros de nuestra propia orden. El reinado del Emperador Magnus fue hace dos siglos, mucho antes de que se fundara nuestra orden, y apenas hay constancias escritas de sus grandes victorias.
—Maestro —intervino Falkenhayn, al tiempo que le dedicaba un guiño a Delmar—, creo que debo decir que eso es una gran desgracia. Porque si sólo vamos a estudiar los últimos cien años, me cuesta creer que vayamos a encontrar algún general de Nuln digno de mención.
Siebrecht volvió a soltar un bufido de burla.
—Poco puede sorprender, cuando los príncipes de Reikland permiten que pocos militares de provincias comanden los ejércitos del Imperio.
Al oír esto, Falkenhayn se picó.
—Lo que sorprende es que pueda dársele el mando a algún provinciano, cuando es Reikland la que debe aportar la mitad de los hombres de los ejércitos del Emperador, y todos sus oficiales.
—Eso es ridículo —le contestó Siebrecht.
—¿Lo es? Reikland es sólo una provincia entre diez y, sin embargo, los de Reikland somos la mitad de los novicios. ¡En verdad, se nos llama la Reiksguard por algún motivo! —Eso provocó una pequeña aclamación de apoyo de los otros novicios de Reikland, pero Delmar guardó silencio. Vio la expresión de inquietud en la cara de los novicios provincianos, y le tiró de la ropa a Falkenhayn para hacer que se sentara.
—Ah, pero si yo eso no lo discuto —contraatacó Siebrecht—. Sólo digo que es ridículo que los oficiales de Reikland prefieran y asciendan a los de su propia provincia más que a los otros.
Si Siebrecht esperaba que Falkenhayn lo negara, estaba en un error.
—¿Y por qué no iban a hacerlo? —le contestó Falkenhayn. La sala quedó en silencio—. ¿Por qué no iban a hacerlo cuando es sangre de Reikland la que se está derramando en todas las fronteras del Imperio? ¿Cuando son vidas de Reikland las que se pierden en la defensa de todas y cada una de las provincias? —Falkenhayn miró a los otros novicios.
»Somos una nación asediada —continuó—, atacada no sólo por la fuerza de las armas, sino también por la adoración de dioses oscuros y las trampas de culturas extranjeras. Hay lobos en el norte, príncipes belicosos en el sur, bárbaros en el este…
—Espero —lo interrumpió Krieglitz, al tiempo que se ponía de pie— que te refieras a los del otro lado de las fronteras del Imperio.
—Por supuesto, hermano —respondió Falkenhayn con rigidez—, a los del otro lado de las fronteras del verdadero Imperio, y a los que se hallan dentro de las fronteras y han abjurado de nuestras tradiciones y costumbres en favor de esas otras. Y con nuestro reino plagado de semejantes peligros, ¿podéis culpar a un general de Reikland por situar en primer término a los de su propia provincia, hombres que él sabe que ponen los intereses del Imperio por encima de cualquier otro…?
En la silenciosa biblioteca estalló un escándalo cuando los novicios provincianos se pusieron en pie de un salto a causa de la indignación, seguidos de inmediato por los de Reikland.
El maestro Lehrer golpeó el escritorio con un adorno de bronce en forma de cráneo, hasta que logró hacerse oír. Les gritó a todos que volvieran a sentarse y, finalmente, continuó hablando:
—¡Excelente! —dijo, riendo con satisfacción—. Presiento que podríamos tener aquí potencial para algunos animados debates. Comencemos, pues, no con Wilhelm, ni tampoco con Magnus, sino más bien con la gran victoria que definió el Imperio, la Primera Batalla del Paso del Fuego Negro, y, en particular, con la unificación de los doce pueblos del Imperio por parte de Sigmar. Confío en que todos vosotros captéis mi mensaje.
—Soy el hermano Verrakker. Ya habéis oído decir muchas veces que para poder convertiros en hermanos de esta gran orden, deberéis demostrar vuestra valía en tres disciplinas: fortaleza de cuerpo, fortaleza de mente y fortaleza de espíritu. De esas tres, la fortaleza del espíritu es la más importante, porque sin un espíritu fuerte podríais desviaros del camino verdadero. Y la fuerza y la mente de un hombre podrían ser manipuladas para que traicionaran todo aquello que antes defendía. La fortaleza de espíritu no se aprende, y yo no seré vuestro maestro. Sólo vuestro juez.
* * *
—Esto es el Imperio —declaró Talhoffer.
Uno de sus sargentos se encontraba de pie, preparado, en medio de cuatro novicios de Reikland. Cada uno empuñaba una espada de madera envuelta en tela. La tela estaba empapada en tinta roja para marcar el golpe que se diera.
—El Imperio está rodeado por sus enemigos, todos los cuales, tanto si lo admiten como si no, desean vernos caer de rodillas.
Los novicios miraban al sargento con prevención mientras avanzaban hacia él. Hasta el momento no había hecho nada más que cambiar relajadamente de posición para controlar a sus oponentes. Sujetaba la espada descuidadamente a un lado. Desde el otro lado del círculo, Delmar vio que Falkenhayn le hacía un gesto para que atacara. Delmar avanzó un paso, alzó velozmente su arma y descargó un tajo descendente.
—Rodeados como estamos, no podemos darles a nuestros enemigos la oportunidad de atacar todos a la vez.
Cuando Delmar blandió la espada, el sargento se movió para deslizarse dentro del arco trazado por el arma y usar el plano de la hoja de la suya para desviar el tajo.
—Así pues, debemos permanecer en guardia con el fin de mantener firmes las defensas.
El sargento se lanzó hacia delante sin interrumpir el contacto con el arma de Delmar, mientras éste retrocedía por instinto, para mantenerla fuera de la línea de combate de ambos.
—Cada defensa debe contener un ataque. Y cada ataque debe contener una defensa.
El sargento descargó un golpe que resbaló hacia abajo por la espada de Delmar e impactó sobre su hombro, y a continuación, sin pausa, descendió por su pecho y vientre. Delmar bajó los ojos y vio el espeluznante tajo rojo que le había dejado en el cuerpo. El sargento no se detuvo, sino que aferró a Delmar con la mano libre y pivotó para situarse detrás de él y empujarlo hacia delante. La violenta acometida de Falkenhayn, destinada a herir al sargento por detrás, golpeó a Delmar. El sargento continuó girando sin dejar de usar el cuerpo de Delmar como escudo, y le atizó un pesado golpe a Falkenhayn en un costado.
—Reinhardt, Falkenhayn, abandonad —ordenó Talhoffer. Los frustrados novicios se apartaron a regañadientes, y el sargento se cuadró ante los dos restantes. Nadie dudaba del cuál sería el resultado.
—Ataque y defensa son lo mismo. Ese es nuestro principio fundamental. Luchamos como lucha el Imperio. Hombre y nación, no existe distinción ninguna. Si un enemigo intenta golpearnos, lo primero que debemos hacer es esquivar el golpe. Si no podemos, debemos controlarlo de modo que no nos golpee con toda su fuerza. Y ese acto de desviarlo debe dar lugar a la estocada de respuesta. Sólo con un principio semejante puede nuestro Imperio mantenerse en pie contra la miríada de enemigos que nos rodean.
* * *
—Eso es ridículo —protestó Falkenhayn, más tarde, cuando él y sus compañeros sufrían en el lavadero, donde frotaban la ropa para quitarle la tinta roja—. En cualquier batalla habríamos llevado armadura. Ese tajo jamás nos habría atravesado la armadura, y por tanto yo no debería haber abandonado el combate. No ha sido una prueba justa de nuestra destreza marcial.
—Entonces es una prueba de vuestra destreza como lavanderos —dijo Gausser, desde la otra pila. Falkenhayn hizo caso omiso de la pulla, ya que no se atrevía a encararse con el de Nordland.
—Ya mejoraremos, hermano —dijo Delmar con calma.
Falkenhayn volvió a la carga:
—Si vamos a llevar armadura para ir a la batalla, deberíamos practicar con armadura. Es obvio.
—Gracias, hermano. Ya tenemos lo que querías —dijo Hardenburg con amargura, mientras luchaba para ponerse de pie. Los novicios se encontraban en la armería, todos metidos dentro de un traje de pesada chapa metálica de color gris.
—¡Es tan pesada como una matrona de Stirland! Perdona mis palabras, Weisshuber —rio Hardenburg.
—Ésta no es una verdadera armadura. —Falkenhayn aún continuaba quejándose—. Son sólo trozos de chapa sujetos con correas; ni siquiera encajan adecuadamente entre sí.
—Es para que puedan ajustarse —respondió Delmar, aunque Falkenhayn no había formulado pregunta alguna.
—De ese modo —dijo Siebrecht a Krieglitz, en el otro lado de la armería— puede pasar la cabeza de Falkenhayn.
—Aunque ahí abajo tiene espacio de sobras. —Krieglitz se golpeó la entrepierna protegida con un acorazado puño. El choque de metal contra metal atrajo la atención de los novicios de Reikland.
Hardenburg decidió unirse a la broma de los provincianos.
—Ésta es una pieza que me alegro de tener —dijo. Él y los provincianos rieron juntos, hasta que Falkenhayn posó una mano sobre un hombro de Hardenburg.
—Déjalos estar, Tomás —ordenó.
Hardenburg volvió a mirarlos, pero el momento de unidad había desaparecido y la anterior división entre los novicios había regresado.
* * *
Además de la espada larga, Talhoffer hizo demostraciones con las otras armas de los ejércitos del Imperio: lanzas y alabardas, las cuales le permitían al caballero mantener una mayor distancia cuando se trataba de enemigos peligrosos, y, cuando luchaba a pie, mantener a distancia a los caballos enemigos; el espadón, pesada arma a dos manos temida por muchos de los enemigos del Imperio; mazas y martillos de guerra, que podían partir extremidades y cráneos de un solo golpe; incluso la daga, aunque con semejante gama de armas a su disposición los novicios apenas podían imaginar cuándo podrían necesitar una tan corta.
Aunque Ott había sido presentado junto con el hermano Talhoffer, no se había implicado en ninguna de las enseñanzas de éste. El maestro de lucha era todo un misterio para los novicios. Apenas si salía de él algún sonido, y ciertamente no hacía ningún intento de hablar. Y Siebrecht había visto que llevaba en torno al cuello el símbolo de la pacífica Shallya, la sanadora, similar al que había junto a la puerta blanca. Era una diosa extraña para que la venerara un guerrero. Durante los entrenamientos se limitaba a permanecer detrás de Talhoffer, con los ojos cerrados, y escuchar. Delmar lo había visto hacer algún gesto sutil al otro maestro de lucha, los mismos que le había visto hacer a una aldeana sorda para comunicarse con sus padres, pero Talhoffer nunca se los devolvía, le respondía con palabras.
Una vez que los novicios fueron equipados con la armadura, no obstante, comenzaron en serio las sesiones de lucha cuerpo a cuerpo bajo la dirección de Ott. Aunque Talhoffer nunca luchaba directamente con los novicios, y dejaba que fueran sus bien entrenados sargentos quieres se encargaran de demostrar lo que él dictaba, con el maestro de lucha Ott era diferente. Ott obraba de modo contrario, pues sólo hablaba a través de sus sargentos, y luchaba directamente para demostrar en persona, sobre los novicios, su asombroso repertorio de forcejeos, llaves, golpes destinados a fracturar extremidades, lanzamientos y lucha. Luchaban en combates de práctica, a menudo con pequeñas estacas romas que simulaban dagas. Contra un caballero con armadura que se encontraba de pie y con capacidad de movimiento, una daga constituía poca amenaza; no obstante, si ese mismo caballero podía ser derribado al suelo o inmovilizado en el sitio, la pequeña hoja del arma se volvía mortífera porque podía meterse por las aberturas y articulaciones de la armadura.
Delmar había sido uno de los primeros en enfrentarse al maestro Ott en un combate de práctica. Aunque Delmar no esperaba ganar, pensaba que ofrecería un buen espectáculo, al igual que Siebrecht durante el primer día de duelo. Delmar contaba con la ventaja tanto en altura como en alcance, y su destreza de jinete le había proporcionado un buen sentido del equilibrio. Cuando Delmar se había cuadrado ante Ott, el maestro apenas si había abierto los ojos; sus párpados se abrieron apenas una rendija, y los ojos en sí habían quedado ocultos en la sombra. Delmar hizo con facilidad la primera presa en Ott, y con la misma facilidad Ott se zafó de ella y se llevó el brazo de Delmar consigo. El maestro retorció a la vez que se desplazaba, y, Delmar se encontró con que lo obligaba a descender hasta el suelo; o lo hacía o el maestro le arrancaba el brazo a la altura del hombro. La daga del maestro le dio un pinchacito en la base del cuello y el combate acabó.
Cuando Ott hubo evaluado la destreza de cada uno de los novicios y les hubo hecho morder el polvo hasta atragantarse, comenzó la educación. Les enseñó los movimientos a todos, y luego los hizo practicar por parejas, acabando cada sesión con un combate de práctica en toda regla.
Contra los otros novicios, Delmar lo hacía mucho mejor y ganaba la mayoría de los enfrentamientos. El novicio que más sobresalía era, por supuesto, Gausser. No sólo era mucho más corpulento y fuerte que los otros, sino que Nordland tenía la triste fama de arreglar las disputas mediante combates.
El entrenamiento no transcurrió sin incidentes. Era casi el fin de una de las sesiones. La mayoría de los novicios, exhaustos, preferían descansar fingiendo un cuerpo a cuerpo, apoyándose uno en otro, antes que continuar intentando derribar al oponente mediante una zancadilla o una llave. Sin embargo, en medio de aquella amigable letargia estalló una violenta discusión.
—¿Es que no me oyes, provinciano? ¿Es que nada va a entrar en esa cabezota que tienes como no sea a golpes?
—No lo has dicho, Falkenhayn. Si lo hubieras dicho, lo habría oído.
Ott había puesto a Falkenhayn a luchar con Gausser. Pero antes de que acabara el combate, Falkenhayn había gritado y acusado a Gausser de no hacer caso de sus intentos de concederle la victoria.
—¡Lo he dicho una y otra vez, y no has hecho caso! Juro que me ha roto el brazo. —Falkenhayn le presentó el brazo al sargento que tenía a su lado.
Delmar y los otros novicios se apiñaron en torno a ellos. Proktor cogió delicadamente el brazo de Falkenhayn, pero éste se lo arrebató de repente y volvió a gritar de dolor.
Entonces, Gausser también se volvió hacia el sargento; comenzaba a sentirse incómodo por tener que defenderse.
—Si no se hubiera retorcido tanto, no habría tenido que sujetarlo con tanta fuerza.
—¡Entonces lo admites! —exclamó Falkenhayn—. Estabas sujetándome con más fuerza de la debida para lesionarme.
—No tenía intención de lesionarte —respondió Gausser, pero sin convicción. Era bien conocido el desagrado que le inspiraban los novicios de Reikland, y Falkenhayn en particular.
—Pero no te detuviste cuando dije que me daba por vencido.
—No te lo oí decir —declaró Gausser, cuyo acento se hacía más marcado cuanto más nervioso se ponía. No estaba habituado a aquel tipo de duelo verbal.
—¡Qué conveniente te resulta pasar por alto las reglas cuando te place!
Esa acusación, que a efectos prácticos equivalía a llamar tramposo al de Nordland, hizo que Gausser perdiera los estribos.
—No, no, no —bramó Gausser, al tiempo que avanzaba un paso amenazadoramente. Siebrecht y Krieglitz corrieron a flanquearlo para impedir que fuera más lejos, a la vez que Delmar y Proktor hacían retroceder a Falkenhayn para situarlo detrás de sí y protegerlo—. Rechazo tus refinadas palabras de mentiroso. Yo lucho limpiamente. Tú no dijiste que te dabas por vencido. Continuaste luchando y ahora te quejas. ¡Sois vosotros, los de Reikland, quienes no hacéis caso de las reglas cuando os place! ¡O retiras lo que has dicho o vuelves a luchar! ¡Aquí! Para demostrar quién está en lo cierto. —Gausser retrocedió unos pasos para librarse de la presa de sus amigos y comenzó a quitarse la coraza de prácticas.
—No haces más que demostrar todo lo que acabo de decir. ¿Es que no me has oído, a través de ese grueso cráneo que tienes? —le gritó Falkenhayn, a salvo detrás de los otros novicios de Reikland—. ¡Me has roto el brazo! Si tú también tuvieras el brazo roto, sí que sería una lucha limpia.
—Entonces, escoge a tu paladín —gruñó Gausser, al tiempo que se quitaba el peto—. Si puedes encontrar un hombre honorable que sea capaz de ocupar el sitio de una indigna babosa mentirosa como vos.
—Ese bárbaro —murmuró Falkenhayn a sus paisanos de Reikland—. Ha insultado mi honor. No me queda más elección que luchar contra él.
—No, Franz, no —le pidió Proktor con tono apremiante—, tu brazo. No tendrías la más mínima posibilidad. Déjame luchar por ti.
—Eres un buen hermano y un buen primo, Laurentz, pero incluso con un brazo roto tengo más posibilidades que tú en un combate contra él.
—Lo haré yo —dijo Delmar.
La cara de Falkenhayn se animó.
—Mi agradecimiento y mi honor son tuyos, Delmar.
»He aquí mi paladín —gritó Falkenhayn a Gausser.
—¡Nada de duelos! —gritó Weisshuber en medio de ellos—. ¿No lo recordáis? Nada de duelos.
—Esto no es ningún duelo —le contestó Siebrecht—. ¡Esto es un entrenamiento!
—¡Novicios! ¡Separaos! —chilló el sargento. Obedientes, lo hicieron, con mucha lentitud, pero con los ojos aún fijos en el grupo contrario.
El maestro Ott se interpuso entre ellos. Volvió la cabeza de un lado a otro, como si inspeccionara a los dos grupos de novicios con los ojos cerrados. El sargento se situó a su lado para interpretar sus gestos.
—El maestro Ott dice —declaró el sargento— que no es privilegio de los novicios cambiar el orden que él establece. Sin embargo, si dos novicios quieren entrenarse, que lo hagan. Pero que se entrenen bien, de acuerdo con lo que se les ha enseñado. A solas, sin ayuda de ningún otro, con coraza y dagas, y con estos sargentos a su lado para asegurar que se cumplan las reglas.
Delmar no sabía cómo las cosas habían llegado a esto. No le parecía correcto y, sin embargo, estaba defendiendo el honor de su camarada; ¿cómo podía ser eso un error? Falkenhayn le había dirigido una mirada tan implorante que ¿qué podía hacer él, aparte de ofrecerle su ayuda? Y sin embargo, sabía que no podía ganar. Lo había hecho bien en las prácticas, pero Gausser medía quince centímetros más que él y tenía la constitución de un cañón grande. Había derrotado a todos los otros novicios, y Delmar no había sido ninguna excepción. Gausser esperaría que en los primeros momentos cada uno pusiera a prueba al otro. Si atacaba velozmente, podría pillarlo con la guardia baja. Puede que su única posibilidad fuera derribar a Gausser en los primeros segundos.
El sargento les dio la señal para que empezaran, y Delmar cargó, al igual que Gausser. En cuanto vio que el de Nordland también corría hacia él, Delmar intentó detenerse, dar un paso a un lado y ponerle la zancadilla. Gausser se limitó a apartar la pierna de su camino de una patada, y se estrelló contra Delmar. Este logró pivotar en lugar de caer, y se desplazó, girando, hasta el otro lado del círculo, aprovechando el momento de respiro para recuperarse. Los dos volvieron a lanzarse el uno contra el otro, esta vez con mayor precaución. Delmar repasó las técnicas que les había enseñado Ott. Se lanzó para intentar atenazar un brazo de Gausser, pero el otro novicio lo mantuvo pegado al cuerpo y luego golpeó a Delmar en el pecho y lo derribó de espaldas. Delmar sintió que perdía el equilibrio y se apartó rodando. Gausser fue tras él y lo aferró por el torso. Delmar se mantuvo inclinado, atrapó una rodilla de Gausser y luego se lanzó hacia su estómago con todas sus fuerzas. Sorprendido, Gausser retrocedió medio paso para recuperar el equilibrio, y Delmar arremetió con más fuerza aún. Pero con eso no bastó. La pierna de Gausser era como un tronco, y se negó a moverse. De repente, Delmar se vio aplastado contra el suelo cuando Gausser se desplomó intencionadamente hacia delante. Ambos cayeron boca abajo, pero Gausser estaba encima, y tras un breve forcejeo Delmar sintió que la daga de madera se metía a través de una rendija de la armadura. El sargento cantó el punto y Gausser dejó que Delmar se levantara.
Comenzaron otra vez. Delmar intentó desesperadamente rodear el cuello de Gausser con un brazo, pero el de Nordland simplemente le permitió hacerlo y luego alzó a Delmar del suelo y le golpeó las piernas para derribarlo. Delmar volvió a caer, acompañado por los gemidos de los novicios de Reikland. Otro punto contra él.
Delmar se dio cuenta de que Gausser estaba confiándose, y tenía buenas razones para hacerlo. Aunque Gausser no poseía la técnica del maestro Ott, su experiencia, su peso y su alcance eran más que suficientes. Delmar tendría que sorprenderlo. Gausser lo acometió otra vez, y Delmar le aferró un brazo y rotó hacia él, dispuesto a hacer pasar al de Nordland por encima de un hombro. Gausser lo había previsto, había afianzado bien los pies y estaba a punto de usar su fuerza para tirar del brazo hacia atrás y rodear el cuello de Delmar. No obstante, éste continuó rotando por debajo del brazo de Gausser, y salió por el otro lado. Con un giro de las manos, Delmar trabó el brazo de Gausser, que quedó sin fuerza. Delmar se llevó una mano al cinturón para sacar la daga con el fin de ponerla contra la nuca de Gausser y ganar el punto, cuando el de Nordland rotó sobre sí y avanzó contra el cuerpo de Delmar al tiempo que le daba un puñetazo en el estómago. La placa metálica protegió a Delmar de lo peor del golpe, pero tuvo que soltarle el brazo, y Gausser lo levantó en el aire y lo dejó caer al suelo una vez más.
—Quédate allí esta vez, hombre de Reikland —dijo Gausser, mientras le concedían un punto más. Con tres puntos contra él, el resultado parecía concluyente—. ¡Gano yo! —anunció Gausser—. Los dioses me han dado la razón, Falkenhayn. También ellos piensan que eres una babosa.
Gausser se volvió para recibir las felicitaciones de sus compañeros, pero todos miraban más allá de él.
—Mi paladín aún está de pie —le gritó Falkenhayn. Gausser se volvió, y allí, en efecto, estaba Delmar que había vuelto a levantarse y se disponía a luchar.
Gausser sacudió la cabeza con perplejidad.
—¿Qué estás haciendo? ¿No has tenido bastante?
Delmar no confiaba en poder hablar, en abrir la boca y ser capaz de pronunciar palabras. Tenía las piernas como si fueran de agua. Le parecía que tenía la cabeza inundada de niebla y le resonaban los oídos. Su equilibrio era precario. Pero se había levantado dispuesto a luchar, y los de Reikland lanzaron grandes aclamaciones.
Gausser volvió a derribarlo con facilidad y entonces lo sujetó contra el suelo.
—No abrigo enojo contra ti, Reinhardt —le susurró—. Date por vencido. Tu honor no está en juego.
—Pero —jadeó Delmar— lo está el honor de mi hermano. Y no me daré por vencido —fue cuanto pudo decir.
El sargento le asignó el punto a Gausser, que se apartó de él con precaución. Percibía que el tono de la lucha había cambiado. Los provincianos ya no aclamaban su éxito. En cambio, eran los de Reikland los que vitoreaban cada vez que Delmar volvía a ponerse de pie. Cuantos más puntos ganaba y más veces volvía a levantarse Delmar, más frustrado se sentía Gausser y más aclamaban los de Reikland.
—¿Por qué continuáis asignando puntos? Ya no significan nada —regañó Gausser al sargento, y arrojó la daga al suelo.
—¡Novicio Gausser! —le advirtió el sargento por encima del vocerío.
—¡No! ¡No! Si es así como lo desea, así será.
Delmar ya no podía hablar, y apenas podía pensar. Toda su energía estaba concentrada en mantenerse de pie. Se había reducido su campo visual y sólo podía ver directamente ante sí. Vio que Gausser volvía a acometerlo, y desganadamente extendió un brazo para forcejear con él. El de Nordland lo bloqueó con facilidad, le golpeó las piernas para derribarlo y volvió a tirarlo al suelo. Delmar sintió que lo derribaban de espaldas, y luego que un codo de Gausser le presionaba la garganta.
—¡Date por vencido, Reinhardt, date por vencido! —exigió Gausser con un tono a la vez atemorizador y asustado. Delmar luchaba para respirar.
—Ya basta, novicio Gausser —intervino el sargento. Gausser, consciente de que todos los ojos estaban sobre él, lo soltó de inmediato.
—Ya ves —murmuró mientras se ponía de pie—, estos de Reikland son testarudos hasta el final.
El sargento observó los gestos del maestro Ott.
—Sí —dijo, en nombre del maestro de lucha—. Habéis luchado bien, novicio Gausser. Es una lección para todos vosotros que cuando un enemigo no se da por vencido vuestra única medida segura es su destrucción. Pero hoy sólo estamos entrenando, así que no os pediré que hagáis una demostración de eso.
Gausser asintió con la cabeza y luego se retiró de vuelta al grupo de novicios provincianos, mientras los de Reikland atendían a Delmar. Ninguno de los dos bandos dijo nada al otro, pero se intercambiaron muchas miradas, y ninguna de ellas fue fraternal.
A partir de ese día, Falkenhayn se negó en redondo a entrenar con Gausser. Y éste replicó negándose a entrenar con Falkenhayn, Proktor y Delmar. Los de Reikland juraron que no volverían a entrenar con Gausser, y los provincianos les devolvieron el favor negándose a entrenar con los de Reikland.
* * *
Ott ordenó a Delmar que pasara un día en el sanatorio de la orden para que se recuperara del brutal tratamiento que le había administrado Gausser. Delmar pasó la mañana sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre la división que imperaba entre los novicios. Falkenhayn lo había tratado bien; él y los otros de Reikland lo habían aceptado como hermano. Era casi más de lo que había esperado. No obstante, al mantener juntos a los Halcones, Falkenhayn había abierto una brecha entre los novicios. Brecha que, ahora se daba cuenta, él mismo había iniciado. Siebrecht continuaba mostrando sólo desprecio hacia la Reiksguard y su instrucción, pero él no debería haber permitido que la actitud de ese único novicio contaminara la suya para con el resto de los provincianos.
Mientras daba mentalmente vueltas a estos pensamientos, se vio felizmente sorprendido por la visita de Griesmeyer. El caballero había regresado, procedente del ejército principal, con correspondencia del mariscal del Reik. Aún llevaba encima el polvo del camino.
—Quería presentarte mis disculpas por no haber podido acompañarte hasta aquí el primer día —dijo Griesmeyer, mientras se sentaba sobre el borde de la cama de Delmar.
—Todo fue bien, mi señor. Encontré el camino sin problema. —Delmar hizo una ligera mueca al hablar, ya que aún tenía dolorida la garganta—. ¿Qué tal va la guerra? ¿Nos ha invadido el enemigo?
—Sí, ha caído Kislev. Sus ejércitos están dentro del Imperio, en Ostland. También se están produciendo ataques por el este, que penetran en Ostermark. Y por todas partes, procedentes de todos los bosques, llegan informes de que hay tribus de hombres bestia y hordas de bárbaros en marcha.
—¿Hacia dónde?
—Hochland, sin duda. Desde allí, tal vez hacia Talabheim, quizá Middenheim, aunque serían unos estúpidos si sitiaran cualquiera de esas ciudades. Tal vez incluso tienen intención de atacar aquí.
—¿Podréis detenerlos?
—El Emperador está convocando a nuestros aliados. Estamos reuniendo una hueste poderosa. Los detendremos. —Griesmeyer parecía seguro—. Pero dejemos ese tema por el momento. Ahora cuéntame qué tal te ha ido con la orden, de momento.
—Ha sido… un honor.
Griesmeyer miró a Delmar con escepticismo.
—Contenida respuesta para alguien que yo pensaba que estaría lleno de entusiasmo.
—Lo siento, mi señor.
—No me interesan tus disculpas, quiero que me des una respuesta —insistió Griesmeyer.
Delmar vaciló, pero no se le ocurrió otro camino que el de la verdad.
—No todo es… como había esperado que fuese.
—¿A qué te refieres? Vamos, novicio, la claridad de pensamiento es lo que nos esforzamos por alcanzar aquí. ¿Qué esperabas?
—¡Sólo… más! Cuando pienso en cómo había imaginado los barracones de la Reiksguard antes de venir aquí…
—¿Sí? ¿Cómo las habías imaginado?
—Más llenos. Llenos de gente: caballeros entrenando, yendo y viviendo del palacio imperial para estar junto al Emperador. Historias de viejas campañas, conversaciones sobre las nuevas, el mariscal del Reik en la casa capitular convocando reuniones de la orden donde se discutirían y decidirían asuntos concernientes a la defensa del Imperio. Algo lleno de vida, en lugar de silencioso como una tumba. Sólo estamos nosotros, los sargentos que se muestran muy reservados, y los tutores…
Delmar se sentía azorado por su propio estallido.
—Y ninguno de ellos encaja con la imagen que tú tenías de un caballero de la Reiksguard, ¿verdad?
—Os pido disculpas, mi señor. Mi intención no era faltarles al respeto. Sé, porque me lo han contado, que fueron todos guerreros formidables antes de…
—Antes de que los mutilaran, sí. No, no pensaba que tuvieras intención de faltarles. Te conozco lo bastante bien como para saber eso. —Griesmeyer se puso de pie y se acercó a la ventana del sanatorio que daba al campo de práctica—. Te entiendo mejor de lo que imaginas. Cuando he venido aquí estando ausentes los escuadrones, este sitio se ha parecido más a una enfermería de Shallya que a una orden de caballería. Pero debemos encontrar un cometido para todos ellos.
Griesmeyer se volvió a mirarlo otra vez.
—Tienes que entender, Delmar, que estos hombres han dedicado su vida a la orden, y muchos de ellos no tienen otro lugar al que ir. Sus tierras se han perdido o están en manos de otros, parientes a los que apenas conocen y que hallarían poca utilidad para un guerrero que no puede luchar. Tanto como ellos le han entregado a la orden, así la orden debe proveer para ellos. En ese sentido, tus tutores son los afortunados; pueden desarrollar una actividad marcial, cuando otros sólo pueden contribuir de modos diferentes.
—Por supuesto que lo entiendo, mi señor —replicó Delmar, cuya vergüenza era cada vez más honda. Griesmeyer vio la contrición del novicio y cambió de tema.
—¿Qué piensas de ellos? ¿De tus tutores?
—El maestro Lehrer es un buen profesor. Me cae bien, aunque a veces me resulta difícil entender cómo se relacionan con el deber de caballero algunos de los temas de los que habla. El maestro Talhoffer puede ser… duro con nosotros, a veces, pero lo que enseña tiene un gran valor. El maestro Ott…
—¿Sí?
—No lo sé. Resulta difícil saber qué pensar de él.
—Hmmm… Si conoces bien al maestro Lehrer, ¿por qué no hablas con él acerca de Ott? Puede que descubras que lo entiendes mejor. ¿Y qué me dices del maestro Verrakker?
—¿Maestro? Dijo que era solamente un hermano.
—¿Ah, sí? —Griesmeyer se quedó pensativo—. Bueno, ¿quién puede saberlo mejor que él? ¿Qué te ha parecido?
—Tiene una misión desagradecida.
—Eso es cierto, en efecto. Esta mañana he hablado con el hermano Verrakker. ¿La paz y el silencio son las únicas cosas que te preocupan? Mencionó que había algunas disputas entre los novicios. ¿Estás involucrado en ellas?
Delmar no respondió de inmediato. Griesmeyer había sido muy bueno con él, pero si Delmar le hacía confidencias, ¿emprendería acciones formales? Eso sólo ahondaría la división existente entre ambos grupos.
—Si lo estoy —replicó Delmar—, ésas son disputas que tendré que resolver yo solo.
—¡Ah! —rio Griesmeyer—. El viejo orgullo de los Reinhardt. Lo recuerdo bien de tu padre. No obstante, ¿crees que los maestros están ciegos? En mis tiempos era igual. Aún más, porque yo fui novicio antes de que eligieran a Karl Franz. El viejo Emperador comenzaba a decaer, se le notaba la edad, y de lo único que hablaban mis compañeros novicios era de la sucesión.
»Estaba con novicios de todas las provincias —continuó Griesmeyer—, cada uno de los cuales pensaba que su gobernante era el único candidato concebible. Sólo Sigmar sabe qué habría sucedido con la Reiksguard, si un nuevo Emperador hubiera decidido trasladar su capital a otra ciudad, a Middenheim o Talabheim. ¿Puedes imaginarte a los Lobos Blancos, los Panteras y nosotros, alojados todos en los mismos barracones? No podría moverse uno por las calles a causa de los duelos a caballo.
Delmar sonrió ante la imagen.
—Según resultaron las cosas, el trono se quedó en Reikland y fue para Karl Franz, que ha hecho un buen trabajo aunque se ha enfrentado con tiempos bastante duros. Sin embargo, las discusiones que los novicios teníamos por entonces…
Griesmeyer cortó el pensamiento con un gesto brusco.
—Recuerdo cuándo, al aprender nuestra Historia, oí hablar por primera vez de las guerras civiles de la Época de los Tres Emperadores. Recuerdo que no podía creer que hubiera tanta gente que considerara honradamente que era mejor desgarrar la nación en pedazos. No obstante, a medida que han pasado los años, he viajado y conocido a centenares de compatriotas… cada vez me sorprende más encontrarme con los que desean mantenerla unida.
Griesmeyer apartó de sí el recuerdo.
—Te dejaré que resuelvas solo tus disputas, Delmar, pero te diré una cosa: No olvides que no tienes por qué seguir el mismo camino que sigan otros. Tú eres el responsable de tu propia conducta, y nadie más.
»Y ten presente esto, Delmar: Son los políticos quienes vencen mediante la división. Y ya sabes la poca consideración que la política le merece a la Reiksguard. No, son los líderes quienes unen y gobiernan.
Delmar pensó en ello.
—¿Lo mismo es aplicable al Emperador?
Griesmeyer le dedicó su media sonrisa de diversión.
—No le corresponde a la Reiksguard juzgar a su Emperador. Los condes electores están más que dispuestos a cargar con ese cometido.
—¿Lo habéis visto?
—¿Al Emperador? A menudo. No podría darme el nombre de guardia suyo si no fuera así.
—¿Cómo es?
Griesmeyer estaba a punto de responder, pero cambió de opinión.
—Lo descubrirás muy pronto, cuando regrese.
—Si regresa —susurró Delmar—. No todos regresan del norte.
El tono de Griesmeyer se suavizó.
—No voy a engañarte, Delmar. Ha habido épocas en que nuestro territorio ha corrido un peligro aún mayor, pero nunca durante mi vida. No obstante, yo soy sólo un hombre, y nuestra nación ha tenido siempre su valor puesto a prueba por aquellos que nos odian. Ellos derraman nuestra sangre y nosotros la de ellos. Durante siglos, desde hace ya decenas de siglos. ¿Me gusta eso? No. ¿Daría mi vida a cambio de que fueran desterrados para siempre? Sin dudarlo ni un instante. Pero ¿temo su llegada? Nunca. Nunca más.
»Debo regresar al norte —concluyó Griesmeyer, mientras se levantaba de la cama, donde había estado sentado—, y es cierto, puede que no regrese. Pero el Imperio no puede ser asesinado como si fuera un hombre. El Imperio continuará vivo.
—Deberíamos ir con vos —declaró Delmar, de repente—. Cuando partáis, los novicios deberíamos cabalgar con vos. Aquí no servimos para nada. Permitid que os acompañemos y luchemos por el Emperador.
Griesmeyer adoptó un aire de superioridad.
—¿Piensas que vuestra docena de espadas pueda cambiar las cosas?
—Tal vez —aventuró Delmar.
—Bueno, pues yo no. Y tampoco lo piensa el mariscal. Os quedaréis aquí hasta que estéis preparados, aunque puedes creerme que los tutores os están apremiando tanto como podéis aguantar.
Griesmeyer bajó los ojos hacia el único hijo de su amigo.
—No te preocupes, Delmar, pensando que todo podría acabar antes de que llegues al servicio activo. Se está librando una guerra mucho más grande que esta única campaña, y tiene a todo el Imperio. Créeme, no nos veremos libres de ella en muchos años.
* * *
Delmar, una vez recuperado, regresó con los novicios. Los dos grupos mantenían las distancias en el campo de prácticas: los de Reikland se estaban entrenando con el muñeco, mientras que los provincianos practicaban la lucha cuerpo a cuerpo bajo la supervisión de un sargento. Falkenhayn estaba atacando al muñeco de madera con furia, mientras que Harver y Beigh tenían expresiones tormentosas en la cara; Hardenburg simplemente yacía sobre la hierba y se cubría el rostro.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Delmar.
—Han llegado noticias del norte —replicó Proktor.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha caído Ostland?
—¡Ostland! —gritó Falkenhayn desde el muñeco, con una voz lo bastante potente como para que lo oyeran los provincianos—. Ostland no ha sido más que un bache en el camino del enemigo. Se trata de Middenheim.
Proktor sacudió la cabeza.
—Está cercada, y por una horda tan enorme que… el ejército tiene escasas esperanzas de victoria.
Delmar pensó de inmediato en Griesmeyer, que cabalgaba a toda velocidad de vuelta al norte. Miró hacia los provincianos, pero no vio al novicio de Middenland.
—¿Dónde está Straber?
Proktor miró a Falkenhayn, pero los otros novicios se volvieron hacia el muñeco.
—¿Qué sucede? —preguntó Delmar.
—Llegó un mensaje para él —explicó Proktor en voz baja—. Sus haciendas han ardido. Encontraron el cuerpo de su padre. Las mujeres están desaparecidas. Se piensa que también están muertas. Al menos… eso esperan. La muerte sería una bendición, comparada con ser capturado por esos monstruos. Se ha marchado a casa.
—Como lo harán todos. —Falkenhayn se les acercó, sudoroso—. Es como yo he dicho siempre, Reinhardt. No puede uno fiarse de ellos. Seremos los de Reikland quienes mantendremos el Imperio.
—Hermano —replicó Delmar—, el hogar de Straber está en peligro. Su padre ha muerto. Eso significa que ahora es el señor de esas tierras. Por supuesto que tiene que regresar a defenderlas.
—Y cuando caiga Middenheim y se vea amenazada Nordland, ¿entonces se marchará Gausser? ¿Y a continuación volverán Bohdan a Ostermark, Krieglitz a Talabheim? —Falkenhayn agitó la espada como si apartara a esos novicios—. ¿Tal vez, Delmar, cada hombre debería defender sólo el trozo de suelo sobre el que pone los pies? ¿Es así como debemos defender nuestro Imperio?
—Cálmate, hermano —dijo Delmar.
—No, hermano, no me calmaré —gritó Falkenhayn—. Respóndeme, ¿es así como debemos defender nuestro Imperio?
Delmar miró a los otros, pero no vio ninguna señal de apoyo ni en Harver ni en Breigh; Hardenburg continuaba tumbado, con la cara cubierta; Proktor era la viva imagen del misterio.
—No —concedió Delmar—. No lo es.
—Gracias, hermano —le espetó Falkenhayn, y volvió a acometer al muñeco con la espada.
Tendría que pasar todo un día antes de que Falkenhayn se calmara lo suficiente como para hacer las paces con Delmar. Era frustrante; todos sentían lo mismo. Encontrarse encerrados en la casa capitular mientras la Reiksguard luchaba contra los enemigos del Imperio, era intolerable; pero no había nada que se pudiera hacer, salvo abandonar la orden como había hecho Straber, y ninguno de los de Reikland quería hacer eso. Cuando la noticia del asedio de Middenheim corrió por la ciudad, causó una desesperación aún mayor entre las masas de famélicos refugiados. Si Middenheim podía caer, ¿dónde habría seguridad dentro del Imperio? Los funcionarios de Altdorf comenzaron a almacenar alimentos por si una desgracia similar le acontecía a la capital. Los mercaderes, sacerdotes y tenderos siguieron su ejemplo. Se interrumpió el suministro de comida que se había puesto a disposición de los refugiados de la calle. Los funcionarios proclamaron que todos los habitantes de la ciudad tenían que ajustarse el cinturón. Pero había algunos cuyo cinturón ya no podía ajustarse más, y la desesperación los empujó a mayores actos de violencia.
Mientras la tensión aumentaba en las calles, lo mismo sucedía entre los novicios. Para lograr paz, Delmar decidió seguir el consejo de Griesmeyer e interrogar al maestro Lehrer sobre el maestro Ott. Lehrer lo dirigió a una sección de los anuarios de la Reiksguard. El pasaje era aún relativamente nuevo, lo habían escrito hacía pocos años.
Había habido una batalla, pero Delmar no sabía dónde, ya que, a diferencia de los otros casos, no se especificaba. De todos modos, tuvo que suceder durante la noche, porque había repetidas referencias a la oscuridad en la que se habían ocultado los enemigos, y en la que se había librado la batalla. No había ninguna mención específica del enemigo en este caso, sino que sólo se hablaba de las emboscadas y trampas que le había tendido a la Reiksguard mientras avanzaba. No obstante, se mencionaba al hermano Ott.
Durante uno de los ataques, un proyectil inmundo había estallado sobre él. Había quedado envuelto por un humo maligno que le había quemado la piel e inundado los pulmones de veneno. Había sido el hermano Talhoffer quien se había cubierto con la capa y se había atrevido a lanzase dentro de la nube de gas. Al salir, arrastraba al inconsciente Ott con una mano, y en la otra aún empuñaba la espada. Talhoffer acababa de gritar para pedir ayuda, cuando una de las frenéticas criaturas había cargado contra él. Ambos habían golpeado al mismo tiempo, el caballero atravesando a la criatura con su espada, la criatura cercenando con un espadón de filo dentado el otro brazo del caballero, con el cual sujetaba a su hermano. Al parecer, al perder el brazo Talhoffer había apartado de una patada el cadáver de la criatura, luego había soltado la espada y recogido a Ott con la mano restante, para continuar arrastrándolo hasta que llegaron otros hermanos.
—Es una noble historia —comentó el maestro Lehrer desde detrás del escritorio, cuando Delmar hubo acabado de leer—. Nuestros sanadores se pusieron a trabajar con los dos en cuanto el ejército salió de aquel infierno. Talhoffer se recuperó al cabo de pocos días aunque, por supuesto, su brazo quedó atrás. El hermano Ott, sin embargo, languideció durante semanas. Sólo cuando lo hubieron traído de vuelta aquí, envuelto en vendas como un recién nacido, y fue tratado por la suma sacerdotisa de Shallya en persona, despertó finalmente. El humo demoníaco lo había dejado sin voz, y le había quemado los ojos de tal modo que la luz del día le causaba un gran dolor; aunque su cuerpo tardó tiempo en sanar, hasta donde pudo, más tardó en sanar su espíritu hasta el punto de poder hallar nuevamente un propósito útil.
—Ya lo creo que lo ha hallado, maestro —dijo Delmar con seriedad.
—Pero os pido que tratéis ese conocimiento con discreción, novicio. El momento de una herida semejante señala el fin de la capacidad de un caballero para servir en batalla. Para los hombres orgullosos como Talhoffer y Ott es una especie de muerte. Pero creo que debéis saberlo para que os ayude a entender. Son hombres de experiencia, y los novicios tenéis el deber de aprender de ellos todo lo que podáis. Son todos caballeros honorables, cada uno con su propia historia.
—¿Tenéis vos una historia, maestro? —preguntó Delmar—. ¿Se encuentra en estos anaqueles?
—Sí, una historia corta —replicó Lehrer misteriosamente—, pero ésa tendréis que descubrirla vos solo. En eso no os ayudaré.
* * *
Dentro de la casa capitular, la inquietud no se limitaba a los novicios. Talhoffer se mostraba cada vez más crítico con ellos a medida que pasaban los días del asedio. Expulsó a Weisshuber de sus filas con una desconsideración casi absoluta. Los novicios descubrieron que sus posesiones habían desaparecido de los barracones; fue así de brutal. Lo lamentaron, aunque no les sorprendió; el cordial joven de Stirland no tenía la capacidad de violencia necesaria para ser un caballero.
Sin embargo, Talhoffer reservaba sus palabras más mordaces para su blanco favorito, Siebrecht von Matz.
—Si os quedáis ahí parado, con la espada tendida ante vos, novicio Matz, esperando a que os la aparten a un lado de un golpe, vuestro oponente os complacerá.
»Las posiciones en guardia tienen que ser momentos de transición, novicio Matz, no poses para vuestro heroico memorial. No dejéis de moveros. Si insistís en asestar los tajos desde la muñeca en lugar de hacerlo desde el codo, novicio Matz, el brazo se os caerá. Os lo garantizo.
—Ah, así que fue eso lo que os sucedió a vos —murmuró amargamente Siebrecht, escocido e irritado. Ya había tenido suficiente.
* * *
—Es rápido —comentó Verrakker— y diestro. Hay que reconocerle eso al novicio Matz.
—Sí, tiene algunas destrezas, hermano Ott —dijo Talhoffer con los dientes apretados, intentando no moverse—. ¿Y qué?
Los dos caballeros se encontraban de pie con el hermano Ott en lo alto de la torre de la casa capitular. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para tener privacidad. Toda Altdorf se extendía debajo de ellos; el palacio imperial, el Gran Templo, y los edificios, tantos edificios abarrotados de gente…
Talhoffer había encargado un retrato y juzgado que ése era el fondo perfecto. Puede que lo hubiera reconsiderado si hubiera sabido el lío que iba a organizar el artista al subir el lienzo y el caballete por la estrecha escalera de caracol.
—Por favor, mantened la pose, mi señor. —El artista, ya airado y retrasado en su trabajo, intentaba que el tono de reprensión no aflorara a su voz.
—Yo esperaba que estuvierais exigiéndole aún más a Matz porque reconocíais su potencial y deseabais impedir que se volviera complaciente. Sin embargo, despreciáis esa destreza con demasiada facilidad, hermano —dijo Verrakker—. ¿No es uno de los luchadores más capaces entre todos los novicios que habéis sometido a prueba?
Talhoffer se tomó su tiempo para pensarlo.
—A pie, tal vez. A caballo, tiene poco que lo distinga del resto.
—Entonces, ¿por qué la habéis tomado con él?
Talhoffer se volvió hacia su compañero. El pintor soltó un pequeño gruñido de irritación, y Talhoffer se volvió contra él.
—¡Por favor! Pintad el fondo, hombre, y concedednos unos momentos de paz.
El artista volvió a concentrarse obedientemente en el cuadro, y Talhoffer se encaminó al otro extremo del tejado, con Verrakker.
—¿Existe alguna razón para que os toméis un interés particular en el bienestar de ese novicio, hermano?
—Ésa es precisamente la pregunta que intento formularos.
Talhoffer hizo caso omiso de las palabras de Verrakker y continuó con su línea de pensamiento.
—Vos y él sois ambos de Nuln, ¿no es cierto? ¿Hay en eso alguna antigua lealtad, quizá?
—Decídmelo vos, hermano. ¿Es su origen el motivo por el que os cae tan mal?
—¡Por favor! —se mofó Talhoffer—. Los despreciables prejuicios provincianos están por debajo de quien ha enseñado a condes y reyes, hermano.
—Eso había pensado yo.
Irritado por la insinuación de Verrakker, Talhoffer abandonó su habitual aire de superioridad.
—No tengo causa ninguna contra su destreza ni contra la ciudad en que nació, hermano. Es su actitud lo que me ofende.
—¿Qué le pasa?
—Que él no desea estar aquí. Hasta Ott puede ver eso. Los otros novicios, por muy carentes de destreza y refinamiento que puedan ser, por insufribles que resulten, muestran todos el entusiasmo inherente a la comprensión del gran privilegio que se les ha concedido. Por lo que respecta a Matz, cuanto antes reúna la valentía para marcharse, mejor. Para todos.
—No os corresponde a vos juzgar su entusiasmo, hermano, sino a mí, cosa que sabéis perfectamente.
—Ah, sí, a vos y al hermano Pureza.
—¿Dónde habéis oído ese nombre? —le espetó Verrakker con un tono tan cortante que hirió a Talhoffer en lo vivo.
Al caballero se le trabó la lengua de sorpresa y luego volvió a empezar.
—No sois vos el único que conoce algunos de los secretos de la orden, hermano —dijo.
—Ése es un asunto para el círculo interno. Y a menos que os hayáis elevado hasta esas dignidades no debéis volver a mencionar ese nombre. Juradlo, Talhoffer.
Talhoffer cedió y Verrakker se alegró por ello. No le gustaba tener que hacer valer su autoridad ante el maestro de lucha. Desde que él había sido admitido en el círculo interno de la orden y Talhoffer no, ese hecho había sido un punto de fricción entre ellos. Evidentemente, el asunto aún le escocía al maestro de lucha.
—Vos y vuestros secretos —volvió a empezar Talhoffer—. Incluso vuestro pequeño fingimiento ante los novicios de que sois una especie de inválido enclenque…
Verrakker vio que el maestro de lucha estaba intentando salvar un poco de su propia dignidad, así que adoptó un tono más conciliador.
—Se aprende mucho de un hombre viendo cómo trata a sus inferiores.
Talhoffer soltó una breve carcajada sonora.
—Al igual que sucede con la espada, Verrakker, los que viven por los secretos mueren por ellos.
—Ya tengo bastante gente que me habla de mi destino, hermano —dijo Verrakker, cosa que señaló el final de la conversación—. Deberíamos concentrarnos en los novicios y en la tarea que tenemos entre manos.
—Muy bien, pues —declaró Talhoffer, que una vez más se rodeaba de altivez—. Juzgaré al novicio Matz solamente por su destreza, y dejaré las cuestiones del espíritu para vos y… vuestro juicio. Que caiga sobre vuestras cabezas —el maestro de lucha rio entre dientes su propio chiste—, si a este mozalbete de voluntad débil se le permite alguna vez llamarse a sí mismo caballero de la Reiksguard.
—Gracias, hermano —replicó Verrakker, pero Talhoffer no había acabado.
—Y ahora, dado que he respondido a vuestra pregunta, hermano, ¿me concederéis el privilegio de responder a la mía? ¿Por qué os tomáis un interés particular en ese novicio?
—Me tomo un interés particular en todos mis pupilos, y creo de verdad que en las semanas próximas vamos a necesitar la espada de todos y cada uno de ellos.
—¿Habéis tenido más noticias sobre el asedio?
Verrakker asintió con la cabeza.
—Nuestro ejército está convergiendo sobre las líneas de los sitiadores. Está a punto de comenzar una batalla, una gran batalla. Nuestros exploradores tienen un cálculo del tamaño del ejército enemigo. Y no creo que podamos vencer.
Los dos caballeros se volvieron y miraron fijamente por encima de las almenas, por encima de la ciudad, por encima de las multitudes enloquecidas, por encima del río y los bosques. Aunque estaba demasiado lejos para que pudieran verlo, ambos miraban hacia el gran bastión del norte: Middenheim, donde estaba decidiéndose el destino del Imperio.