DOS
SIEBRECHT
En el interior, la ciudadela de la Reiksguard aún era más formidable. A diferencia de lo que sucedía en la ciudad del exterior, donde las casas y tiendas habían crecido sin coherencia al intentar cada ocupante superar a su vecino, el hogar de la Orden de la Reiksguard era imponente por su diseño. Cada edificio estaba firmemente trabado con el siguiente, y cada esquina en la que giraban los novicios revelaba otra vista imponente. En cada patio se apiñaban monumentos y memoriales, y junto a cada entrada hacían guardia estatuas de los héroes del Imperio. Los muros estaban decorados con los escudos de la multitud de familias nobles que habían servido y, una vez cumplido el servicio, habían hecho donaciones de dinero a su antigua orden. Aún más grandiosos eran el Gran Salón de la orden y la Capilla del Guerrero Sigmar, y de una grandeza aún mayor, la torre de la casa capitular de la propia Orden de la Reiksguard, que se alzaba en el corazón de la ciudadela, blasonada en sus cuatro costados con el cráneo, la corona y la cruz de la orden, y que vigilaba a sus guerreros y a la ciudad que se extendía allende los muros.
Siebrecht von Matz intentó con ahínco no dejarse impresionar, y fracasó.
Menos impresionantes, sin embargo, eran los novicios compañeros de Siebrecht. El jinete entrometido, Delmar, había hecho deliberadamente caso omiso de Siebrecht después de entrar en la ciudadela, y éste le había devuelto el favor. «Vaya con los de Reikland», había murmurado Siebrecht. Juraba que para aquella gente el orgullo era más precioso que su propia vida. Siebrecht estaba seguro de su puntería; era el mejor tirador de Nuln, y no había habido peligro ninguno para nadie. Con que sólo el de Reikland, Delmar, no hubiera reaccionado desmesuradamente, todo habría ido bien.
El caballero mutilado que había salido a recibirlos, el hermano Verrakker, había obviado cualquier comentario al ver que estaban a punto de desenvainar el uno contra el otro. Se había limitado a pedirles que lo siguieran al interior, y los había conducido a un patio lateral donde estaban reunidos el resto de los aspirantes.
Apenas acababan de llegar los tres, cuando media docena de novicios se apiñaron en torno a Delmar para saludarlo ruidosamente. Le estrecharon la mano, le palmearon la espalda y se congratularon con entusiasmo por el privilegio de unirse a las santificadas filas de la orden.
—Vaya con los de Reikland —volvió a murmurar Siebrecht, sacudiendo la cabeza. Podía reconocerlos con facilidad; todos llevaban el pelo muy corto, y la ropa sencilla pero bien confeccionada de estilo militar que en ese momento estaba de moda en Altdorf. Seguían tan servilmente la moda que Siebrecht no sabía cómo podían distinguirse unos de otros.
Ya sabía con antelación que una gran parte de sus compañeros de noviciado procedería de la ciudad imperial y sus alrededores. Reikland se enorgullecía de tener al servicio del Emperador un número mayor de sus hijos que cualquier otra provincia. Para los vástagos de la aristocracia de Altdorf no había servicio más conveniente que una orden de caballería establecida dentro de sus propias murallas, y no había otra orden más prestigiosa que la guardia personal del Emperador para los nobles obsesionados con el estatus. Así que a Siebrecht no debería haberlo sorprendido que, una vez reunidos todos los novicios, la mitad de ellos fueran naturales de Reikland y se hubieran reunido en un grupo cerrado que excluía a todos los demás.
Siebrecht miró a los novicios restantes, los que quedaban de pie en la periferia del grupo de los de Reikland. Los «provincianos», como ya los llamaban los otros. Ninguno de ellos hablaba; se miraban unos a otros con desconfianza. Iban todos armados, y la mayoría mantenía la mano cerca del arma. Todos habían recorrido una larga distancia.
Uno de ellos, que llevaba un pequeño mazo además de la espada, procedía de Ostermark. Siebrecht lo supo por la más severa expresión de su rostro, así como por su piel más oscura. El siguiente era de Averland, con la ropa adornada por cintas amarillas y negras, los colores de su provincia. El más reconocible de todos era el de Nordland, media cabeza más alto incluso que el fornido nativo de Middenland, que estaba a su lado. Llevaba, no una, sino tres pesadas armas colgadas del cinturón, y tenía una rodela sujeta a la espalda.
Así que ésos iban a ser sus compañeros. Siebrecht suspiró. Salvajes y productos de la endogamia de todos los remotos rincones que poseía el Imperio. Que tal vez hallaría allí a algún otro de Nuln, a cualquiera que pudiera conocer de antes, había sido demasiado esperar. Sin embargo, mientras observaba a quienes lo rodeaban, uno de los otros provincianos se destacó porque observaba a los de Reikland exactamente con el mismo desprecio que sentía el propio Siebrecht. Era un punto de partida bastante bueno.
Siebrecht observó durante un momento al novicio mientras desplazaba su intensa mirada desde los de Reikland a los otros. Los ojos de Siebrecht se encontraron con los de él, y ambos guerreros se sostuvieron la mirada durante un momento. Uno de ellos tendría que hacer el primer movimiento, y en situaciones semejantes Siebrecht se preciaba siempre de que el primer movimiento fuera suyo.
Atravesó la distancia que los separaba. A diferencia del resto, el atuendo de este novicio era más discreto y no declaraba a gritos sus orígenes como los de otros, pero cuando Siebrecht le tendió la mano reparó en el destello dorado de un pequeño talismán que rodeaba el cuello del otro, en forma de cometa.
—Siebrecht von Matz —se presentó—. ¿Eres de Talabheim? —preguntó con tono seguro.
El novicio de Talabheim bajó la mirada hacia la mano que le tendía, y luego la volvió a levantar hacia la cara de Siebrecht. Si el cordial saludo lo había desconcertado, no lo demostró.
—Así es —replicó al estrechar la mano con la misma fuerza que Siebrecht—. Gunther von Krieglitz.
Los ojos de Krieglitz bajaron rápidamente por la ropa de Siebrecht.
—¿Qué tal el viaje desde Nuln?
Siebrecht le dedicó una sonrisa. Este Krieglitz era rápido.
—No ha sido lo bastante largo teniendo en cuenta que éste era el destino —repuso, y luego se le acercó más—. Cuando hayamos acabado aquí, necesitaré encontrar una taberna donde tomar una copa. ¿Me acompañas?
Siebrecht esperó, mostrando un aire de confianza que no sentía, mientras Krieglitz consideraba la oferta durante un momento. Estos primeros encuentros, las primeras alianzas que uno formaba dentro de un grupo nuevo, te marcaban para el resto de la vida. Dictaba los amigos que harías, las oportunidades que tendrías, el tipo de vida que podría ser la tuya.
—De acuerdo —replicó Krieglitz—, pero llevemos también al de Nordland con nosotros.
Krieglitz cogió a Siebrecht por un hombro y lo llevó hasta el corpulento septentrional.
—Nadie va a detenernos si lo llevamos a nuestro lado —concluyó Krieglitz.
Siebrecht volvió a sonreír. Aquel hombre ya le caía bien.
* * *
Krieglitz, de hecho, invitó también al resto de los provincianos.
—Es el estilo de la Reiksguard, ¿sabéis? Todo en grandes regimientos —dijo a Siebrecht.
Y los demás, que no deseaban que los dejaran con los de Reikland, aceptaron todos. El hermano Verrakker regresó para mostrarles dónde podían dejar sus pertenencias, y mientras cojeaba camino del lugar se disculpó por el hecho de que el caballero comandante no hubiera podido acudir a recibirlos. El comandante Sternberg, explicó, acababa de partir a reunirse con la orden en el camino que iba al norte, al igual que el propio mariscal Helborg.
Al oír eso, uno de los de Reikland habló.
—Si la orden marcha a la guerra, sin duda lo mismo deberíamos hacer nosotros. Ya hemos entrado antes en batalla.
—Ah, podéis ir en cuanto queráis, novicio Falkenhayn —replicó Verrakker—, pero si deseáis ir como miembro de la Reiksguard, tendréis que esperar hasta haber demostrado primero ante la orden que sois digno de ello.
A Siebrecht le cayó bien Verrakker. Era un guerrero mutilado cuyo único papel ahora consistía en hacer de niñera de arrogantes novicios, pero aún quedaba algo de acero en su persona.
Falkenhayn guardó silencio, de mal humor. Siebrecht se tomó un momento para inspeccionar al de Reikland. Sabía que Falkenhayn era el nombre de una poderosa familia, y resultaba obvio que este novicio disfrutaba con dicho poder. Incluso se había recortado en punta las patillas para que se parecieran a los dibujos de las plumas de un ave de presa.
Siebrecht reparó en que los otros de Reikland ya lo miraban como su cabecilla. Todos menos Delmar, que no parecía sentirse cómodo ni siquiera entre sus compatriotas.
Una vez guardadas las pertenencias de los novicios, Verrakker les mostró dónde estaban sus dormitorios, y luego los dejó solos. En cuanto se hubo marchado, los de Reikland se fueron como grupo a explorar la ciudadela. Siebrecht le hizo un gesto de asentimiento a Krieglitz, y los provincianos volvieron a la puerta blanca y salieron descaradamente a la ciudad.
* * *
El de Nordland se presentó como Theodericsson Gausser, momento en que Siebrecht y Krieglitz se dieron cuenta de que se les había unido el nieto del conde elector. A diferencia de Krieglitz, que era el hijo mayor de una rama joven de la familia noble de Talabheim, y del propio Siebrecht, cuya familia tenía poca influencia en los asuntos de Nuln, el abuelo de Gausser era uno de los hombres más poderosos del Imperio. Personalmente, Gausser era reacio a hablar de su parentesco y, en general, de cualquier otra cosa.
—Tu abuelo es un gran hombre —aventuró Siebrecht, pensando que el adjetivo «gran» significaba «rapaz ladrón de tierra para quien no bastaba extender su dominio sobre la mitad del Imperio».
Gausser se limitó a gruñir.
Siebrecht volvió a recorrer el entorno cuidadosamente con la mirada. Altdorf no tenía escasez de taberneros ni de tabernas, pero Siebrecht había alejado instintivamente a los novicios de los establecimientos más refinados para llevarlos hacia una zona más pobre. La taberna por la que se había decidido no era un antro, pero el ambiente era lo bastante rudo como para tener un poco de vida. Le recordaba los locales que su pandilla de aburridos hijos de nobles frecuentaba en Nuln. En cualquier caso, razonó Siebrecht, las espadas que los novicios llevaban colgadas del cinturón los mantenía a salvo de la ocasional violencia que pudiera desatarse entre los otros parroquianos. Allí se estaba mejor que en la calle, donde los habían asaltado legiones de mendigos; hombres y mujeres, ancianos y jóvenes cuya desesperación se imponía al miedo.
No obstante, una vez que se hubieron sentado, Siebrecht se encontró con que la conversación fácil entre los novicios no abundaba. El de Averland, Alptraum, lo observaba todo pero tenía poco que decir; y el de Middenland, Straber, se había marchado a la barra junto con el de Ostermark, Bohdan, para presentar una protesta por la bebida. Weisshuber al menos se ofreció a invitarlos a la ronda, aunque lo miraba todo fijamente como si fuera un recién nacido.
—¿Estás seguro de que hemos hecho bien en marcharnos? —preguntó el de Stirland, Weisshuber, con los ojos muy abiertos—. Nadie dijo que pudiéramos salir.
—Tampoco dijo nadie que tuviéramos que quedarnos —replicó Siebrecht alegremente.
—Si tan preocupado estás, Weisshuber —dijo Krieglitz—, vuélvete.
—No nos precipitemos, Gunther —intervino Siebrecht—. Mientras nuestro nuevo amigo desee disfrutar de la ciudad, y tenga dinero y espíritu generoso, debería quedarse. No nos echarán de menos antes del servicio de la noche.
—Es una ciudad maravillosa —continuó Weisshuber—. Nunca había visto la capital antes de ahora. Está tan animada…
Siebrecht y Krieglitz intercambiaron una mirada.
—Animada como un nido de ratas. —Siebrecht hizo un sonido despectivo—. No es nada comparada con Nuln. Si queréis ver belleza, id a ver Nuln, amigo mío. No olvidéis que Nuln fue la capital del Imperio durante más de un siglo, antes que Altdorf.
—Y Talabheim antes de eso —dijo Krieglitz. Siebrecht miró a su compañero con una escéptica ceja alzada—. A su manera —admitió Krieglitz.
—Talabheim es una gran ciudad —concedió Siebrecht.
—Es fuerte —declaró Gausser—. Eso es buena cosa.
—Murallas gruesas —murmuró Alptraum, que miraba fijamente por la ventana los campanarios de Altdorf—, pero llena de papel y abogados.
Krieglitz frunció el ceño.
—Al menos nosotros tenemos ley. ¿Hay alguna ley en Averland en nuestros tiempos?
—Tenemos abogados —dijo Alptraum—. Una vez vi uno.
—¿Sólo uno?
—Habrían sido más… pero el resto de ellos escapó.
El extraño comentario del de Averland flotó sobre la mesa durante un momento.
—Por los dientes de Taal —dijo Krieglitz, incrédulo—. Jamás habría esperado conocer a alguien como tú aquí. —Siebrecht rio entre dientes, y derramó un poco de vino. Krieglitz continuó—: Ni tampoco como tú, novicio Matz. —Esta vez, se manifestó con claridad en su voz un toque de preocupación.
—Te diré, amigo mío —replicó Siebrecht, mientras se limpiaba con una manga el vino que se había derramado sobre la cara—, que tampoco yo esperaba encontrarme aquí.
* * *
—No esperaba verte aquí, viejo amigo —dijo Falkenhayn a Delmar—. ¿Cuántos años han pasado?
—Unos cuantos —replicó Delmar—. No podía venir a la ciudad…
—… y a mí nunca me verás en el campo. —Falkenhayn rio y abrió la marcha. Parecía estar bastante familiarizado con la casa capitular, y Delmar recordó que el padre de Falkenhayn también había sido caballero de la Reiksguard.
Falkenhayn les había enseñado primero el Gran Salón que, como su nombre indicaba, era verdaderamente grandioso. A lo largo de él se extendían mesas en torno a las cuales podían sentarse un centenar de comensales por vez. Arcos de piedra se entrecruzaban en el techo. Flaces de luz entraban por las ventanas y entibiaban las paredes revestidas de oscuros paneles de madera de roble. En ese momento también estaba completamente desierto. Aparte de los novicios, apenas había media docena de caballeros cenando.
—Esperad, mis hermanos, hasta que lo veáis lleno con toda la orden —dijo Falkenhayn a los otros—. Es un espectáculo digno de contemplar.
La mayoría de los caballeros presentes iban acompañados por uno de los sargentos de la orden que los servían. A Delmar lo sorprendió verlos allí, sirviendo a los mutilados, pero al parecer sus cometidos iban mucho más allá de la mera protección de las murallas de la casa capitular. Los caballeros mismos tenían una gran necesidad de ayuda, ya que presentaban una variedad tan diversa de lesiones que más parecían pacientes del hospital de Shallya.
Estaban reunidos cerca del otro extremo de la pared, en las inmediaciones de la mesa elevada donde ya había sitios reservados para el mariscal del Reik y los otros oficiales veteranos. Detrás de la mesa elevada se exhibía un tapiz en el que se veía a Sigmar otorgando las tierras del Imperio a los jefes tribales que se convertirían en los primeros condes imperiales. Y por encima de éste colgaban los escudos de armas personales de cada uno de los grandes maestres que la orden había tenido hasta ese momento. Delmar vio que el escudo del propio Kurt Helborg ocupaba la octava posición.
En el extremo opuesto, por donde habían entrado los novicios, había más escudos. Aunque eran mucho más pequeños, porque los había por docenas, por centenares. Era una pared de recordatorios, comprendió Delmar, y allí, a unos treinta centímetros por encima de su cabeza, colgaba el escudo de su padre.
—Vamos, hermano, sigamos adelante —dijo Falkenhayn a Delmar en voz baja, y comenzó a llevárselo al exterior.
—Vamos, Proktor —dijo Falkenhayn, en voz más alta, al otro novicio de Reikland que se había quedado atrás, con la mirada fija en la pared.
Una vez fuera, Delmar dejó escapar la respiración. Ya no era un adolescente; había luchado, matado, llevado a otros a la batalla. Su padre había desaparecido de esta vida hacía tiempo, y Delmar pensaba que se había reconciliado con esa pérdida. Sin embargo, le resultaba extraño estar caminando por estos mismos corredores que había recorrido su padre, ver los rastros de su existencia que aún permanecían en el lugar.
El patio que había allende el Gran Salón se abría sobre una extensión de terreno vacío. Después de haber visto tantos edificios apiñados unos sobre otros, a Delmar le sorprendió ver un espacio abierto.
—Es el campo de prácticas —respondió Falkenhayn—. Donde entrenan los novicios, y también los caballeros cuando están aquí. —El tono de Falkenhayn estaba teñido de decepción por el hecho de que la orden hubiera marchado sin ellos.
Los otros novicios naturales de Reikland se pusieron a estirar las piernas por el terreno. Los acontecimientos del día y la expectativa de la iniciación formal del día siguiente les había encendido la sangre, y comenzaron a practicar esgrima.
—Parece que ya sois todos amigos —dijo.
—Lo somos —replicó Falkenhayn—. Todos hemos estado sirviendo en el cuerpo de pistoleros durante el año pasado.
—Por supuesto —replicó Delmar en voz baja.
—Proktor, el de allí… ¿recuerdas a Proktor? —continuó Falkenhayn, al tiempo que señalaba al novicio menos corpulento—. Él y yo nos alistamos juntos.
Delmar asintió con la cabeza. La familia de Proktor y la de Falkenhayn estaban emparentadas, y, durante toda la juventud que habían pasado juntos, el primero había sido la sombra del segundo.
—Harver y Breigh ya estaban allí —dijo Falkenhayn, que señaló a los dos jóvenes que luchaban entre sí—. Y Hardenburg llegó unos meses después. Tú no tienes hermanas, ¿verdad, Reinhardt? Si las tienes, deberías mantenerlas alejadas de Hardenburg.
Delmar miró al joven de agradable rostro que hacía las veces de árbitro del combate de los otros novicios.
—No, ni hermanas ni hermanos.
—Ah, Reinhardt —dijo Falkenhayn—, no dudes de que ahora tienes hermanos. —Falkenhayn miró a los otros novicios—. ¿No es cierto, Halcones?
Los otros de Reikland, ocupados en sus combates, alzaron entonces la mirada.
—¡Halcones! —gritaron a modo de respuesta.
—¿Qué es eso? —preguntó Delmar.
—Sólo el nombre que nos daban en el cuerpo de pistoleros. A los otros les gusta mucho.
—¿Halcones? —dijo Delmar—. ¿Por ti?
Falkenhayn se encogió de hombros.
—Es una lástima que por entonces no estuvieras con nosotros. Nos habría venido bien tu fuerza. Pero, ven, recuperemos el tiempo perdido. —Falkenhayn lo llevó a reunirse con los otros—. ¡Y esperemos que la guerra continúe durante el tiempo suficiente como para que podamos demostrarles a los enemigos del Emperador cómo luchan los hijos de Reikland!
* * *
Siebrecht y los otros provincianos recorrieron con lentitud pero sin detenerse el camino de vuelta a la casa capitular. Siebrecht y Krieglitz caminaban lado a lado, Bohdan y Straber se daban apoyo mutuamente, Alptraum caminaba en solitario, y Gausser llevaba sobre los hombros al inconsciente Weisshuber.
El vino había aislado agradablemente a Siebrecht del frío de la noche y de la miseria humana de las calles que lo rodeaban. Se sentía más feliz ahora con alguna copa de más. Se encontró cantando una antigua nana, escrita en un libro de poesía destinada a la enseñanza de los niños plebeyos de las provincias del Imperio. Cuando Siebrecht entonó el primer verso, Krieglitz y Gausser, ambos de extremos opuestos del Imperio y que nunca antes se habían encontrado, se unieron a él y cantaron juntos.
Una voz procedente de una ventana de lo alto les hizo a los novicios una breve y punzante crítica de sus habilidades trovadorescas. A modo de respuesta, Siebrecht se lanzó a la segunda estrofa con más brío. Krieglitz le tapó la boca con una mano muy firme.
—Callaos, idiota, o nos meteréis en más problemas aún.
Siebrecht se debatió pero no pudo escapar de la presa del de Talabheim.
—¡Talabec! ¡Talabec! —Una mendiga avanzó hacia Krieglitz, dando traspiés—. ¿Sois de Talabecland?
—¿Y qué si lo soy? —preguntó Krieglitz, mientras empujaba a Siebrecht para apartarlo y se llevaba una mano a la espada. La mendiga vio el movimiento y retrocedió, encogida de miedo.
—¡Nada, noble señor! No pretendía causaros ningún mal. Sed generoso y perdonad a una compatriota.
Krieglitz dejó caer la espada dentro de la vaina.
—Habrías obrado mejor si te hubieras quedado en casa.
—Nuestras casas fueron quemadas, noble señor. Fueron los hombres bestia de los bosques.
Krieglitz le lanzó a regañadientes una moneda que ella atrapó y ocultó al instante dentro de su ropa.
—Es la última que me queda. No envíes a tus amigas tras de mí en busca de más.
»Más problemas —murmuró Krieglitz para sí, mientras continuaba conduciendo a los provincianos hacia la casa capitular.
—Te preocupas demasiado —dijo Siebrecht, ahora mucho más sobrio que unos minutos antes—. No tendremos problemas.
—Eso lo dudo.
—Apostaría por ello.
—¿Qué?
—Vamos, te lo demostraré —le contestó Siebrecht—. Una corona de oro a que no nos han echado de menos.
—Eres ridículo, Siebrecht.
—Piensa en ello como simple prudencia, Gunther. ¿Pagarías una corona para garantizar que no hubiera problemas?
—Tal vez —admitió Krieglitz.
—En ese caso, si no nos han echado de menos puedes dar ese dinero por bien empleado. Y si nos han echado de menos, tendrás otra corona para consolaros de la pérdida. Yo diría que es prudente. ¿Acaso los de Talabheim no sois conocidos por vuestra prudencia?
Krieglitz negó con la cabeza.
—Muy bien —dijo, no obstante.
—Hecho. Vamos, Gausser, llevemos al joven de Stirland a su cama.
—No puedo creerlo, Siebrecht —dijo Krieglitz—. Me has enredado.
Siebrecht se rio de su amigo.
—Y es sólo el primer día. ¡Imagínate lo que pasará mañana!
—¿Estás despierto, novicio Matz? —preguntó el hermano Verrakker con amabilidad.
Siebrecht, aturdido, levantó apenas un párpado. Aún estaba oscuro. Lo volvió a bajar.
—Bien —dijo Verrakker—. Lleváoslo.
* * *
Siebrecht estaba muy despierto cuando los sargentos lo arrojaron dentro de la profunda piscina de agua negra situada debajo de la casa capitular. Lanzó una exclamación ahogada debido a la conmoción que le causó la gélida agua, y salió rápidamente a la superficie para luego volver a sumergirse por instinto cuando los otros provincianos fueron arrojados tras él, pataleando. Todos salieron fuera del agua, barbotando protestas.
El único de ellos que aún estaba seco era Gausser, que luchaba en el borde de la piscina con tres sargentos que intentaban dominarlo. Uno de ellos perdió la presa, y Gausser lo arrojó dentro de la piscina. Los sargentos que habían lanzado al agua a los otros novicios se miraron entre sí, para luego lanzarse sobre el beligerante novicio de Nordland.
—¡Basta! —gritó Verrakker, y los sargentos lo soltaron con precaución—. Novicios, limpiaréis esta piscina. La vaciaréis de agua, frotaréis las paredes, las lavaréis hasta que queden limpias, y volveréis a llenarla.
Un pie de Siebrecht se esforzaba por llegar al fondo a la vez que mantenía la cabeza en la superficie; descubrió que podía apoyarlo siempre que se mantuviera de puntillas. Intentó gritarle una respuesta a Verrakker, pero aún no había recobrado el aliento.
—Novicio Gausser —continuó Verrakker, y el de Nordland se sacudió las manos de los otros de encima—. Podéis marcharos con nosotros, o quedaros con vuestros hermanos. La decisión es vuestra.
Gausser se quedó durante un momento junto a la piscina, y luego, mientras miraba fijamente a Verrakker con expresión de tozudo desafío, se metió lentamente en el agua.
—Es lo que pensaba —concluyó Verrakker—. Volveremos cuando hayáis acabado. Y aquí tenéis algo para ayudaros…
Verrakker arrastró un cubo por dentro del agua y lo alzó. El agua comenzó a caer por el fondo perforado.
—¡No podéis dejarnos! ¡Podríamos enfermar mortalmente aquí dentro! —logró jadear Siebrecht, por fin.
—Tenemos excelentes sanadores, novicio Matz —replicó Verrakker, mientras él y los sargentos salían. El sargento al que Gausser había puesto en remojo le lanzó a éste una mirada malintencionada al salir.
—Y si los sanadores fracasan… —continuó Verrakker—, bueno, no seréis los primeros.
* * *
Continuaron con el frío metido dentro de los huesos durante el resto del día, y Siebrecht pasó temblando o bostezando la mayor parte de la iniciación que tuvo lugar en la casa capitular. Había esperado que los otros provincianos le echaran una parte de la culpa por aquella desafortunada experiencia. No obstante, Weisshuber se lo tomó con ecuanimidad; Alptraum actuaba como si no hubiese ocurrido nada; Gausser lo aceptó con su habitual estoicismo impenetrable; y Bohdan y Straber pensaban que había sido un mal sueño.
Sólo Krieglitz parecía estar resentido. Siebrecht decidió sacarlo de ese estado anímico. Aquella noche, cuando los novicios fueron enviados de vuelta a sus dependencias, se le acercó y le lanzó una moneda de oro.
Krieglitz la atrapó, malhumorado.
—La verdad es que no te importa, ¿estoy en lo cierto?
—La verdad es que no. —Y no le importaba. La Reiksguard no había sido elección suya. Durante toda su infancia, su padre, el viejo barón, no había hecho otra cosa que culpar a los emperadores de Reikland de todos los males del mundo. Y su amargura era su único solaz mientras ponía ciegamente de rodillas a la familia Matz. Permitía que se encendieran velas sólo de vez en cuando porque decía que no podía permitírselas. Detestaba cualquier risa o señal de alegría, así que Siebrecht y sus hermanos andaban furtivamente como ratones por la casa. El barón había convertido el hogar familiar en la tumba familiar.
De todos ellos, sólo el hermano menor del barón, el tío de Siebrecht, había escapado al veneno de la familia. Y una vez que se marchó, el barón jamás le permitió volver. El tío había entrado en la marina mercante, y regresaba una vez cada varios años, cargado de regalos. Y aun así, la madre tenía que llevar a Siebrecht y sus hermanos a Nuln para que lo vieran, porque el barón se negaba a permitir que su hermano pusiera los pies en sus tierras.
Al crecer, Siebrecht también se había mantenido tan lejos como había podido, dedicado al juego y la bebida; él y sus amigos incluso se habían alistado en el cuerpo de pistoleros al llegar la guerra, y habían vivido toda la emoción posible durante las tediosas patrullas y las breves alarmas. Siebrecht había esperado que pudieran permanecer juntos y alistarse en los regimientos de la ciudad. Le habría quedado realmente bien el uniforme negro, y la condesa de Nuln era famosa por su afición a que jóvenes oficiales la divirtieran en los grandes bailes que ofrecía.
En cambio, su familia lo había enviado allí, lejos de sus amigos y sus ambiciones, para proteger la vida del mismísimo hombre que le habían enseñado a detestar desde pequeño. Así pues, no, no le importaba.
—Comprendedme, Siebrecht —dijo Krieglitz, recalcando las palabras—. Puede que esto no sea importante para vos, pero lo es para mí. Para mi familia. Así que seré vuestro camarada, seré vuestro amigo, pero no os permitiré que seáis mi perdición. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Siebrecht, y se estrecharon la mano para sellar el pacto—. No seré vuestra perdición, Gunther. Apostaría una corona por eso.
—Claro que la apostaríais. —Krieglitz negó con la cabeza.
* * *
Verrakker llamó a los novicios al campo de prácticas, y los hizo formar un amplio semicírculo en un extremo. Todos vestían sus túnicas de tela sencilla, y les habían dado un arma, una espada de madera.
Allí se reunieron con ellos varios de los sargentos de la orden y dos de los maestros de lucha de la Reiksguard. El primero de los maestros estaba en formal posición de descanso, con los pies separados a la distancia del ancho de los hombros, las manos a la espalda. O, para ser más preciso, la mano, en singular, porque el brazo izquierdo del maestro de lucha acababa a poco más de un par de centímetros por debajo del codo. Sin embargo, el caballero mantenía el brazo inclinado en el ángulo perfecto, como si las manos aún se sujetaran entre sí. El segundo caballero se encontraba un paso por detrás de él. A diferencia del primero, tenía el rostro bajo, los ojos vendados y la cabeza completamente calva, sin un solo pelo, ni en el cuero cabelludo, ni encima de los ojos, ni en el mentón. Posaba una mano en un hombro del maestro de lucha que se encontraba delante de él.
Verrakker presentó a sus hermanos caballeros.
—Estos son el hermano Talhoffer y el hermano Ott —dijo, indicando primero al caballero manco y luego al otro—. Mientras seáis novicios, no os dirigiréis a ellos con ese tratamiento. Hasta que podáis demostrar vuestra valía y convertiros en hermanos de pleno derecho, os dirigiréis a ellos como «maestro de lucha Talhoffer» y «maestro de lucha Ott», o simplemente como «maestro».
Verrakker les hizo una reverencia deferente a los maestros de lucha, y se alejó cojeando. Mientras los demás novicios desviaban la atención hacia los maestros, Siebrecht, pensativo, observaba marchar a Verrakker.
—Éste es un afortunado encuentro, nobles hijos —declaró el maestro de lucha Talhoffer—. Veo en vosotros la ardiente necesidad de servir a vuestro Imperio, y puedo deciros desde ya que el Imperio tiene una gran necesidad de ese servicio. Ya habréis oído decir que antes de convertiros en hermanos de esta gran orden, deberéis demostrar vuestra valía en tres disciplinas: fortaleza de cuerpo, fortaleza de mente y fortaleza de espíritu. De estas tres, la fortaleza de cuerpo es la más importante, porque sin un cuerpo fuerte no podréis proteger al Emperador de quienes intenten causarle daño. La fortaleza del cuerpo es lo que aprenderéis de mí.
Se produjo algún movimiento entre los novicios. Algunos de los provincianos y de los naturales de Reikland no se sintieron impresionados. No eran niños a los que hiciera falta impartirles entrenamiento básico.
—Todos habéis servido antes —continuó Talhoffer—. Todos habéis luchado. Todos prometéis, ya que de otro modo jamás se os hubiera admitido aquí. Pero la promesa no basta. No les confiamos la vida de nuestro Emperador a aquellos que sólo prometen, sino sólo a aquellos que han demostrado su destreza. Y no sólo para luchar, sino para luchar como debe hacerlo un caballero de la Reiksguard. Os entrenaremos para luchar y os pondremos a prueba. Puede que penséis que ya sois grandes guerreros, pero si no podéis o no queréis aprender lo que tenemos para enseñaros, no hay lugar para vosotros aquí.
Talhoffer prolongó la pausa, esperando a que hablara uno de los novicios más orgullosos, sabedor de que ninguno de ellos lo haría. Los novicios guardaron silencio.
—Os enseñaremos a luchar como un miembro de la Reiksguard en todas las circunstancias, a caballo, a pie, en la acometida de un regimiento, en combate singular, contra un solo oponente y contra muchos. Porque debemos estar preparados para servir del modo que exija el Emperador.
Talhoffer le hizo un gesto a uno de los sargentos que estaban a su disposición, y que le entregó una alabarda.
—También debéis haceros diestros con todas las armas del Imperio. —Talhoffer equilibró fácilmente la pesada arma con su única mano—. No basta con ser diestro con la lanza y la espada; debéis estar preparados para valeros de cualquier arma que tengáis a mano.
»Aunque combatiréis unos con otros para aprender y practicar, el propósito de vuestro entrenamiento es luchar contra los enemigos del Imperio. No los unos contra los otros. Estoy seguro de que algunos de vosotros habéis desenvainado la espada con enojo contra un camarada a causa de una ofensa al honor. Eso se acaba aquí. Están estrictamente prohibidos los duelos de cualquier tipo entre miembros de la orden. Porque somos una hermandad, y a partir de este instante debéis ser hermanos los unos para los otros.
Siebrecht le dirigió una mirada disimulada a Delmar, pero él y el resto de los de Reikland se limitaban a mirar al frente.
—Ahora llamaré a cada uno de vosotros por turno para determinar lo que ya habéis aprendido, o, más bien, cuánto trabajo tendré que emplear en deshacer los malos hábitos que ya han instilado en vosotros las enseñanzas deficientes.
Les dijo a los novicios que se sentaran y ordenó a Harver que avanzara. Siebrecht había esperado que hiera el propio Talhoffer quien combatiera con él, pero en cambio lo hizo uno de los sargentos. Esto constituyó una sorpresa; los sargentos eran todos plebeyos, y mientras los nobles aprendían a usar la espada desde la infancia, pocos plebeyos disponían del dinero o el tiempo necesarios para ello.
El combate concluyó con unos cuantos golpes, y Harver tendido de espaldas en el suelo.
Siebrecht abandonó la pose de desinterés y observó atentamente los combates. Se había sentido secretamente seguro de sí, porque en Nuln los duelos eran un pasatiempo constante para su pandilla de libertinos. Había tenido que defenderse no sólo en combates singulares, sino también en las repentinas y mortíferas peleas de calle que estallaban entre pandillas diferentes por las cosas importantes de la vida: apuestas, mujeres y honor. Pero estos sargentos estaban bien enseñados.
Novicio tras novicio avanzaban, y, con independencia de su experiencia, cada uno era derrotado. Siebrecht se permitió una pequeña sonrisa cuando a Delmar le arrancaron la espada de la mano de un golpe.
—Novicio Matz, es vuestro turno —ordenó Talhoffer—. Veamos si los de Nuln sois tan ansiosos con la espada como lo sois con la pistola.
Se produjo cierta agitación entre los de Reikland: la noticia de la rencilla del primer día entre Delmar y Siebrecht había corrido rápidamente.
—Una corona a que lo marcaré —susurró Siebrecht a Krieglitz, al levantarse.
Se puso de pie y avanzó con su pavoneo típico. Ocupó su posición y se puso en guardia, preparado para el ataque del sargento.
—¡Novicios! —interrumpió Talhoffer, antes de que pudiera comenzar el combate—. ¡No me dijisteis que la Reiksguard hubiera aceptado a un tileano!
Siebrecht necesitó un momento para darse cuenta de que el maestro de lucha estaba hablando de él.
—No entiendo qué queréis decir, maestro. Yo no soy tileano.
—Si no sois tileano, novicio Matz, ¿por qué adoptáis la pose de un tileano?
Confundido, Siebrecht bajó la mirada hacia sus pies.
—Adoptad una adecuada posición de guardia, novicio; no queremos ninguna de las «artes» tileanas, aquí. Sólo son buenas para mujeres.
Los otros novicios, al comprender el chiste del maestro de lucha, rieron a carcajadas, en especial los de Reikland. Azorado, Siebrecht cambió a la aproximación que había adoptado el sargento, con la espada sujeta a la altura de la cintura, apuntando al oponente. Siebrecht maldijo por lo bajo. Todos los instructores de duelistas de Nuln enseñaban el estilo tileano, no había nada malo en él, y ahora había permitido que lo obligaran a adoptar un estilo con el que se sentía menos cómodo.
Antes de que Siebrecht pudiera reconsiderar su situación, el sargento tomó la iniciativa y avanzó, alzando la espada en una guardia alta, con la empuñadura junto al hombro y la punta dirigida directamente hacia delante. Anticipándose al tajo descendente, Siebrecht acercó el arma hacia sí, y cuando llegó el golpe estaba preparado para alzarla en respuesta. El arma del sargento cayó sobre la de él con toda su fuerza; Siebrecht sintió que su codo cedía y aferró la empuñadura también con la mano libre para impedir que su guardia se derrumbara. Oyó que el maestro de lucha chasqueaba la lengua, con desaprobación. Siebrecht había tenido la intención de apartar la espada del sargento y hacer girar la suya para responder con un tajo, pero apenas había podido mantener el arma del oponente alejada de su cuello. El sargento echó el arma atrás en preparación de otro golpe, y Siebrecht aprovechó la oportunidad para retroceder con rapidez y ganar unos pocos segundos preciosos para recuperarse.
El sargento volvió a avanzar, pero esta vez fue Siebrecht quien atacó con una estocada fulminante, no dirigida al pecho del oponente sino a uno de sus muslos. Siebrecht sabía que la esgrima no consistía en palabras ni trucos, sino simplemente en ser más rápido que cualquier oponente, y en eso él destacaba. El sargento corrigió el golpe y bajó el arma antes de lo que pretendía para poder desviar la estocada de Siebrecht. Éste estaba preparado para dicha reacción, y, justo antes de que las espadas entraran en contacto, giró la muñeca para pasar la punta de la hoja por encima de la empuñadura del arma del sargento y adelantarla hasta su pecho. Era un movimiento diseñado para armas más ligeras y finas que la engorrosa espada de prácticas que empuñaba, y los músculos de su muñeca protestaron por semejante tratamiento. Pero el sargento se vio sorprendido y tuvo que echar atrás el cuerpo con el fin de esquivar la punta de la espada. Siebrecht volvió a estocar para aprovechar la ventaja, pero el sargento recobró el equilibrio y logró retroceder un tambaleante paso antes de desviar finalmente la espada de Siebrecht con un barrido desesperado.
Se produjo otra pausa mientras ambos oponentes volvían a medirse el uno al otro con la mirada. Siebrecht se daba cuenta de que sus compañeros estaban impresionados; ninguno de ellos había logrado siquiera incomodar al sargento, mucho menos hacerlo retroceder. Pero también sabía que el sargento se había mostrado demasiado confiado; no se dejaría sorprender tan fácilmente otra vez. Sin embargo, el sargento no parecía haber aprendido nada del último ataque, y avanzó una vez más con una guardia alta, exactamente como había hecho la primera vez. Era, obviamente, una trampa; resultaba evidente que el sargento tenía la esperanza de que Siebrecht acercara otra vez la espada hacia sí para bloquearlo, cosa que le permitiría a él acortar distancia e incluso transformar la guardia en una estocada descendente. Siebrecht hizo lo contrario y se lanzó adelante, esta vez con una estocada directa dirigida al pecho del sargento, confiando en su tremenda velocidad para triunfar sin trucos.
En cuanto Siebrecht se movió, el sargento saltó hacia delante y mantuvo la espada en alto, pero se contorsionó para evitar la punta del arma del novicio. La hoja de Siebrecht pasó de largo por un costado del sargento, así que se apresuró a retroceder para apartarse. Demasiado tarde. El brazo libre del sargento asestó un golpe descendente y atrapó la hoja de la espada de Siebrecht entre el brazo y el pecho. Desesperado, el novicio intentó rotar el arma para herirlo y que la soltara, pero el sargento ya había pasado el brazo en torno a la espada de Siebrecht y lo había sujetado por el codo. El sargento dejó caer su espada, aferró al novicio por el hombro y dejó caer todo su peso, arrastrando a su contrincante. Ambos se fueron al suelo, pero el sargento cayó sobre Siebrecht, sin soltarlo. En cuestión de momentos, el joven se encontró boca abajo, con una rodilla del sargento sobre la cintura.
A una orden de Talhoffer, el sargento le soltó el brazo y desapareció la presión de su rodilla. Siebrecht, humillado, se levantó trabajosamente.
—Al menos aún tenéis la espada en la mano, novicio Matz, aunque os habría servido de muy poco en la posición en que estabais.
Consciente de las miradas burlonas de los otros novicios que estaban disfrutando de su derrota, Siebrecht no dijo lo que tenía ganas de decir, y se conformó con mascullar algo entre dientes.
—¿Qué habéis dicho, novicio Matz?
Ah, al demonio, pensó Siebrecht; tenía un agravio legítimo por el que quejarse.
—Pensaba que esto era un combate de esgrima, maestro, no de lucha. —Si hubiera sabido que iba a tener que defenderse también contra llaves de lucha, no lo habrían pillado con la guardia baja.
Talhoffer estudió al novicio de Nuln.
—¿He dicho yo en algún momento que esto fuera un combate de esgrima, novicio Matz?
No, no lo había hecho, recordó Siebrecht. Simplemente, lo habían supuesto todos.
—No, maestro —admitió.
—¿Sólo porque os dieron una espada pensasteis que la espada sería la única arma con la que podríais luchar?
Siebrecht no habló, pero respondió con un medio asentimiento de cabeza.
—Aunque es cierto que conmigo aprenderéis a combatir con la espada, y que aprenderéis a luchar con el maestro Ott, no establecemos distinción alguna entre ambas cosas en combate. Luchamos con la totalidad de nuestro cuerpo, novicio Matz. Con todos los recursos que tenemos a nuestra disposición.