UNO
Delmar
La hacienda Reinhardt,
Reikland Oriental
Primavera de 2522 IC
—¡Reinhardt! ¡A vuestra derecha!
Atento a la advertencia, Delmar von Reinhardt se agachó sobre el lomo del caballo. El torpe barrido del arma del hombre bestia pasó por encima de su cabeza. El joven noble respondió con un tajo que abrió la cabeza al hombre bestia. Por detrás de sus cuernos manó sangre negra mientras se tambaleaba y caía luego entre el sotobosque.
Delmar no se volvió a mirarlo. No se atrevía. Cabalgando a gran velocidad en una zona tan profunda del bosque, tenía muchas más probabilidades de ser desmontado por una rama baja o de estrellarse contra un hibisco, que de resultar herido por el arma de un enemigo. Tenía que continuar cabalgando, evitar que los exhaustos hombres bestia se adentraran más en el bosque para huir. No podía permitir que escapara ni uno sólo de ellos.
El bosque ardía con la luz roja del sol poniente, y Delmar vislumbró, por entre los árboles, que sus hombres perseguían a los supervivientes de la tribu de hombres bestia. Cada destacamento tocaba su corneta para señalar su posición, pero no les quedaba aliento para gritarles juramentos o maldiciones a los enemigos. También Delmar estaba cansado; su caballo, Heinrich, iba empapado en sudor, pero él lo obligaba a galopar aún más velozmente. Había que matar a todos aquellos asesinos. De lo contrario, otras aldeas pagarían el mismo precio que Edenburgo.
Otro hombre bestia salió precipitadamente de unos matorrales y se interpuso en el camino de Delmar. No había posibilidad de esquivarlo, y Heinrich continuó adelante, atropelló a la criatura y la derribó. Delmar sintió que Heinrich caía debajo de él y que lo lanzaba hacia delante, casi desarzonándolo. A Delmar se le subió el corazón a la garganta. Se lanzó con fuerza hacia el otro lado, y Heinrich logró recuperar el equilibrio y apoyar otra vez las cuatro patas.
Delmar tiró de las riendas para detener a Heinrich, y bajó de inmediato de la silla. Sentía las piernas como si fueran de agua, pero aún le obedecían. Con la espada desnuda en la mano, retrocedió con cuidado por encima de las enredaderas y troncos podridos hasta el lugar en que había caído el hombre bestia. No se había movido. Este era más pequeño que el resto, casi humano en apariencia. Tenía un aspecto pálido y delgado, con los ojos hundidos y el pelo muy fino. Su pecho era una masa de tajos de lanza. Aún estaba vivo, pero apenas. Su respiración era superficial, ronca, y le manaba sangre por las heridas. Parecía tener la muerte cerca, pero Delmar sabía que aquellas criaturas mutantes eran duras. Con la suerte de sus dioses impíos muy bien podía sanar, escapar y volver aún más fuerte para asesinar otra vez. Delmar no vaciló. Un solo tajo separó la cabeza de la bestia de su cuerpo. Los ojos muertos se salieron de las órbitas durante un momento, y luego quedaron inmóviles. Al volverse, Delmar vio que el edil de Edenburgo y su partida de caza llegaban a caballo tras él, con las jabalinas ensangrentadas.
—Os doy las gracias por la advertencia, edil. —La voz de Delmar conservaba la firmeza a pesar de la fatiga. Era una buena señal.
—Sólo desearía haber podido seguir mejor vuestro ritmo —respondió el edil—. Cabalgáis por estos bosques más velozmente de lo que yo podría hacerlo en terreno llano.
—Heinrich es un buen corcel —contestó Delmar mientras acariciaba el cuello del caballo para calmarlo.
Las cornetas volvieron a sonar en torno a ellos. Delmar apretó silenciosamente los dientes y volvió a montar.
—Mi señor —protestó el edil—, habéis estado cabalgando durante toda una noche y un día. El enemigo está vencido. Ya habéis hecho bastante.
Delmar se volvió a mirarlo. Sus ojos azules brillaban por el agotamiento, pero la determinación de su cara era la única respuesta que necesitaba el edil, pues reconoció la expresión; era la misma que había visto en el padre del joven.
Delmar tocó los flancos de Heinrich con los tacones, y, una vez más, los dos partieron tras las cornetas.
El edil no volvió a ver a Delmar hasta la mañana siguiente. En algún momento de la noche, Delmar había regresado a los restos de Edenburgo y se había desplomado junto a la muralla. El edil no lo habría visto, allí oculto, de no haber sido porque Heinrich había permanecido a su lado, haciendo guardia.
Delmar ni siquiera se había tumbado. Había dormido sentado, con la espalda contra la muralla, con la espada ennegrecida de sangre aún en la mano. El edil juzgó prudente despertarlo estando fuera de su alcance. Delmar abrió los ojos con dificultad; instintivamente trató de levantarse • y volvió a caer con estruendo. El edil le dio una calabaza llena de agua y se sentó a su lado.
—He enviado mensaje a vuestra madre y vuestro abuelo para decirles que estáis sano y salvo.
Delmar, aún soñoliento, asintió para darle las gracias mientras aceptaba la calabaza.
—Alabado sea Sigmar —dijo el edil—. Por Edenburgo.
Delmar bebió un sorbo, luego se echó el resto sobre la cara y se apartó el pelo castaño de los ojos. Parpadeó para quitarse el agua de los ojos, y luego miró fijamente las casas consumidas por el fuego.
—Alabado sea Sigmar, en efecto —respondió Delmar, cansado. Los aldeanos de Edenburgo ya estaban despiertos y rebuscaban entre los restos de sus hogares. A pesar de lo dura que había sido la batalla del día anterior, tendrían que trabajar aún más duramente durante la jornada presente si querían dormir bajo techo al caer el sol.
—Hace tiempo que aprendí —dijo el edil— que un pueblo no es sus moradas, sino sus gentes. Y a ésos los hemos salvado. Los habéis salvado vos, mi señor.
Ante ellos, la campana del pequeño templo de Sigmar que había en Edenburgo comenzó a sonar. Doblaba por los muertos.
La tribu de hombres bestia había descendido de las montañas en pleno invierno; había sido un golpe más para una provincia que, a causa de la mala cosecha del verano anterior, se hallaba al borde de la hambruna. Las tropas estatales habían sido retiradas hacia el norte para ocuparlas en la guerra, así que no había soldados para defender aquellas tierras de una fuerza enemiga. Los hombres bestia viajaban hacia el este y atacaban todo lo que hallaban a su paso, asesinaban a los adultos, se llevaban a los niños y robaban las preciosas reservas de ganado. Si los aldeanos resistían, eran asesinados, si huían, eran perseguidos, y si se ocultaban, la tribu los hacían salir con fuego de sus refugios. Los hombres bestia mataban por la comida y mataban para divertirse. Y entonces habían llegado a Edenburgo.
—Hemos sido afortunados —comentó Delmar—. Habría podido ser mucho peor.
Los hombres bestia habían atacado la noche anterior. Los habitantes de Edenburgo se habían encerrado dentro del templo de Sigmar y hecho sonar la campana para propagar la noticia de su angustiosa situación. Mientras algunos de los hombres bestia intentaban derribar la puerta, el resto recorrió las calles causando estragos. Poco uso podían darle al oro, pero se apoderaban de todo lo que podían comer. Su objetivo favorito eran siempre las posadas de los pueblos, por las despensas que tenían y por la bebida que siempre ansiaban aquellos degenerados.
Derribaron la puerta de la posada de Edenburgo con la esperanza de encontrar unos cuantos barriles de aguamiel y cerveza. Pero iban a llevarse una sorpresa. La bodega de la posada contenía barriles enteros de vino y estantes de licores que bastaban no ya para un pueblo, sino para toda una ciudad. La noticia del descubrimiento corrió con rapidez entre ellos, y las calles se vaciaron cuando los demás hombres bestia corrieron a apoderarse de su parte del tesoro.
—La fortuna, mi señor —amonestó el edil a Delmar con amabilidad—, ha sido de mucha ayuda en esta ocasión.
Dentro del templo, los aldeanos habían oído que los golpes contra la puerta menguaban y que luego cesaban por completo. Temerosos de que fuera una trampa, habían permanecido dentro hasta que saliera el sol y pudieran asegurarse mejor de que los hombres bestia se habían marchado. Pero no se habían marchado. Presas de un descontrol absoluto, se habían bebido en una sola noche todo lo que habían hallado. Los primeros aldeanos que habían salido del templo se habían encontrado con que Edenburgo estaba sembrado de aquellos monstruos, tumbados en las calles. Y a lo lejos, desde todas partes, llegaba la milicia, todos los hombres capaces de todas las poblaciones vecinas. Con ellos iba Delmar von Reinhardt. Delmar, que había ordenado que sacaran hasta la última botella de las bodegas de la hacienda Reinhardt y las pusieran en Edenburgo, y que ahora había cabalgado toda la noche de aldea en aldea para poner a la milicia en pie de guerra.
Los hombres bestia habían despertado entonces e intentado regresar con paso tambaleante a la fresca sombra de sus bosques; la que en otros tiempos había sido una tribu temible se veía reducida ahora a una morralla lloriqueante. Los habían acorralado contra los riscos de Grotenfel y los habían aniquilado.
—Sé cuánto os ha costado, mi señor. Pero os juro por Verena qué os lo devolveremos.
Si el edil no hubiera hablado con tanta seriedad, Delmar habría podido echarse a reír. Aquellos vinos y licores habían sido todo lo que había en las bodegas de su familia. Habían hecho falta generaciones para reunir aquella colección, y, además de la hacienda en sí, había sido lo más valioso que le había legado su padre. Había sido su reserva, el último recurso con que mantener a su familia en caso de graves problemas económicos. Este edil de aldea no podía devolvérsela.
—Ahorraos vuestras monedas, edil. Con independencia del valor que otros le den, éste era su verdadero valor para mí. Nuestros aldeanos vuelven a estar a salvo, al menos durante unos años. ¿Y qué hay más valioso que eso?
—Hallaremos la manera, mi señor —replicó el edil con rigidez, porque, señor o no, ningún hombre podía dudar de que él cumpliría con su palabra.
De repente, los aldeanos comenzaron a salir de las cenizas que cubrían sus casas. Por un momento, Delmar pensó que los enemigos podrían haber regresado, pero los aldeanos estaban emocionados, no asustados. Se levantó para seguirlos.
En el pueblo había entrado otro jinete, pero no se trataba de un alto funcionario de la aldea, ni de un mensajero. Era un guerrero. Un caballero. Un caballero que llevaba ropa de color rojo y blanco, y que lucía el símbolo de un cráneo rodeado por una corona de laurel.
—¡Señor caballero! —lo llamó el edil—. ¡Si venís a batallar, me temo que llegáis con un día de retraso!
El edil miró a Delmar, y vio que en su cara se manifestaba abiertamente el asombro.
—¡Griesmeyer! —gritó Delmar con alegría.
* * *
Habían pasado ocho años desde que Delmar había visto por última vez al viejo compañero de armas de su padre. Por supuesto, ahora Griesmeyer parecía más viejo de lo que Delmar recordaba. Su pelo rojo oscuro, que llevaba muy corto, al estilo del joven, presentaba ahora hebras grises. Las líneas de expresión de la cara eran más profundas. Pero la diferencia principal no residía en el caballero, sino en él mismo. Había crecido, pasando de niño a hombre, y ahora era casi media cabeza más alto que el caballero, que solía ser enorme comparado con él. La sensación fue rara: no debería poder mirar desde arriba a un hombre tan grandioso como el señor Griesmeyer.
El momento de la llegada del caballero no podía ser una coincidencia. Aún no hacía dos meses que su abuelo, en uno de sus escasos momentos de lucidez, había escrito a la orden para recomendar que tomaran a Delmar a su servicio, y sin duda ahora Griesmeyer le llevaba la respuesta. Delmar ardía en deseos de preguntárselo, pero no le correspondía a él exigir respuestas de un caballero de la Reiksguard.
Griesmeyer había visitado a menudo la hacienda Reinhardt, aunque, dado que estaba al servicio del Emperador, nunca podía predecirse su llegada. No obstante, ocho años antes sus visitas habían cesado por completo. Cuando le había preguntado a su madre el porqué, ella no había respondido. Ni siquiera podía soportar oír mencionar el nombre de Griesmeyer, y Delmar la había complacido en sus deseos. Pero por entonces había sido apenas más que un niño; ahora era un hombre. Cuando los dos entraban a caballo en el patio de la hacienda, Delmar se juró que, cualquiera fuese su propósito, Griesmeyer no se marcharía tan precipitadamente esta vez.
—Por la lanza y el martillo, Delmar, estás tan cambiado… Y sin embargo, tu hacienda es exactamente la misma que era —exclamó Griesmeyer por encima del pataleo de los cascos de los caballos sobre el adoquinado.
—Aquí no ha cambiado nada. Ni en los últimos ocho años, ni en los últimos veinte. —Delmar bajó de un salto del caballo, olvidada la fatiga.
—Venid —continuó Delmar, mientras llamaba a un sirviente de la familia para que acudiera—. Descansad con nosotros. Dejad que me haga cargo de vuestra silla y entrad.
Griesmeyer pareció a punto de aceptar, pero miró hacia lo alto, por encima de la cabeza de Delmar.
—No, mi muchacho. He tomado habitación en Schroderhof. Pasaré allí la noche y regresaré mañana.
—¿En Schroderhof? —Delmar quedó desconcertado—. Tenemos espacio más que suficiente para los viejos amigos de mi padre. Os alojaréis aquí.
Griesmeyer volvió a mirar hacia lo alto, y esta vez Delmar se volvió a medias para ver qué le había llamado la atención. Su madre se encontraba ante la ventana de la habitación de los niños, y los miraba fijamente.
El tono de la voz de Griesmeyer se volvió serio.
—Tu padre, que Morr le conceda el descanso, te habría aconsejado no contradecir a tus mayores.
El caballero metió una mano en una alforja, sacó un pergamino sellado y se lo entregó a Delmar.
—Toma. Mi misión de hoy consiste únicamente en entregarte esto.
Necesitarás el día de hoy para descansar de tus esfuerzos, y luego despedirte. Así pues, te dejo hasta mañana.
Delmar miró el pergamino; apenas podía respirar de emoción. El sello era el del mariscal del Reik, capitán de la Reiksguard, el mismísimo Kurt Helborg. La carta tenía que ser lo que Delmar esperaba; no podía tratarse de nada más.
—Y hay una cosa más… —Griesmeyer volvió a meter la mano dentro de la alforja, y sacó una espada cuya vaina estaba marcada con los colores de la Reiksguard.
—¿Vuestra espada? —preguntó Delmar.
—Mi espada no —contestó Griesmeyer, al tiempo que hacía girar el caballo—. La de tu padre. Y ahora la tuya. Mantenía bien afilada, joven Delmar von Reinhardt, porque la Reiksguard la necesitará, junto contigo, antes de que pase mucho tiempo.
* * *
A pesar de que Griesmeyer había intentado tranquilizarlo, Delmar se sentía descontento por el hecho de que el caballero pensara que no era bien recibido en la hacienda. Mas, con todo, estaba agradecido por la diplomática retirada de Griesmeyer. Cuando en la casa se enteraron de que la Gran Orden de la Reiksguard había recibido la recomendación de su abuelo y estaba dispuesta a tomarlo en consideración, se produjo tal torrente de emoción por parte de familiares, amigos y servidores, que Delmar se habría sentido mortificado si Griesmeyer hubiera estado allí para presenciarlo.
Había mucho que hacer, aunque en verdad menos de lo que preveía Delmar. Su madre había estado preparándose durante años para el día en que su único hijo seguiría los pasos del padre. El mayordomo de la hacienda era un hombre sensato y experimentado, y gozaba de confianza en la localidad. Le aconsejó a Delmar que convocara un conclave inmediato de los ediles de los pueblos vecinos. Se reunieron con rapidez y aplaudieron el éxito de Delmar. Los hijos de muchos de ellos ya se habían marchado a la guerra. Ahora que había desaparecido la amenaza de los hombres bestia, los enorgullecía el hecho de que su señor marchara al frente con ellos. Los ediles se reafirmaron de inmediato en sus votos de lealtad para con la familia Reinhardt, del mismo modo que Delmar se reafirmó en los votos de su familia para con ellos.
Cuando Griesmeyer regresó a primera hora de la mañana siguiente, encontró a Delmar esperándolo, con el equipaje hecho, el caballo ensillado y el deber cumplido.
—Ayer me llevé una sorpresa, mi señor —dijo Delmar, mientras iban a caballo, al paso, hacia el camino de Altdorf—. Había esperado… quiero decir, había abrigado la esperanza de que llegara un mensajero. Pero nunca habría podido ni soñar con que el mensaje lo trajera personalmente un caballero.
Griesmeyer cabalgaba lentamente, con la cabeza descubierta, disfrutando del sol. Delmar observaba como el caballero disfrutaba de la suave campiña por la que pasaban,'de la eclosión de los árboles y las brillantes flores primaverales de los campos.
—¿Señor Griesmeyer?
El caballero se volvió a mirarlo.
—Perdona, Delmar. Ha sido un largo y duro invierno. Me alegro de que me recuerden que en el Imperio aún quedan sitios de paz y belleza.
Delmar pensó brevemente en la sangre que se había derramado hacía menos de dos días, pero nada dijo. Lo que para él había sido una gran batalla, era poco más que una escaramuza cuando se lo comparaba con los grandes choques de ejércitos que se producían en el norte.
—La orden no enviaría normalmente a un caballero a una misión semejante, no —continuó Griesmeyer—. Yo lo solicité. Hace ya años que estoy buscando una excusa para volver aquí, pero el deber me lo ha impedido. Sin embargo, cuando me enteré de esto, de que había surgido la oportunidad de recibir en la Reiksguard a la siguiente generación de Reinhardt, ¿cómo podía dejarla escapar?
Delmar sintió que su pecho se hinchaba de orgullo, pero eso no lo desvió de su propósito.
—¿Ha sido vuestro deber, entonces, lo que os ha impedido volver a visitarnos?
—Sí —replicó Griesmeyer—. Juro que debo haber viajado a todas las provincias, comido en todas las poblaciones y dormido en todos los campos, siguiendo a nuestro Emperador. ¡La gente dirá que aflojará la marcha a medida que se haga mayor, y yo digo que creo que el sol aflojará la marcha en el cielo antes que lo haga nuestro Emperador Karl Franz!
—No lo dudo —asintió Delmar.
—Me ha alegrado también ver que tu abuelo está tan bien, porque oí decir que se había puesto muy enfermo el invierno pasado.
—Ya se ha recuperado. Su cuerpo, al menos.
—¿Y qué me dices de su otro problema? ¿Ha mejorado? —preguntó Griesmeyer.
Delmar recordó cómo estaba su abuelo la velada anterior. Se había mostrado feliz, pero había sido la felicidad de un niño. No entendía lo que sucedía a su alrededor; se limitaba a contemplar con asombro las celebraciones. Delmar había intentado hablar con él, había intentado despedirse, había esperado que su partida tal vez encendería una chispa del gran hombre que una vez había morado dentro de aquel cuerpo, pero se llevó una decepción. Delmar había asentido con la cabeza y sonreído, y su abuelo le había devuelto el asentimiento y la sonrisa. Ahora se preguntaba si se daría cuenta siquiera de que su nieto se había marchado.
—Me temo que no, mi señor. Durante los primeros años tuvimos la esperanza de que su mente pudiera recobrarse, pero ahora nos hemos reconciliado con la idea de que nunca regresará realmente con nosotros.
—Es una gran desgracia —dijo Griesmeyer—. Nunca tuve el honor de luchar a su lado, pero siempre que hablamos de aquellos días, se lo menciona con los más grandes elogios. Al igual que a su hijo, y sin duda como sucederá con su nieto.
Entonces Delmar deseó preguntarle por su padre. Habían pasado ocho años desde la última vez que había oído a Griesmeyer contar historias del tiempo que habían pasado juntos en la orden. Pero después de ocho años de silencio, Delmar se encontró con que vacilaba a la hora de preguntar.
Así pues, cabalgaron durante dos días hablando de todo menos de su padre. Griesmeyer preguntó por todos los acontecimientos de la vida de Delmar que él se había perdido, y, a cambio, el caballero le narró historias de los ocho años de guerras del Imperio. No fue hasta que tuvieron a la vista la propia ciudad de Altdorf que Delmar se atrevió a preguntar sobre la última campaña de su padre. Griesmeyer guardó silencio durante unos momentos, y por primera vez se le cayó la máscara de contento, cosa que le permitió a Delmar ver la expresión de tristeza que había debajo.
El tono del viejo caballero se volvió sombrío. Lo describió todo con gran detalle: la discusión entre el conde elector y Helborg, el ataque fallido de Nordland, la carga y dispersión de la Reiksguard por la pendiente, y luego el necio ataque del joven noble. El padre de Delmar, el hermano Reinhardt, era el que estaba más cerca. Sin vacilar, se había lanzado dentro de la horda de skaelings y levantado al joven del suelo. Griesmeyer había visto que el caballo de Reinhardt escapaba con el hijo de Nordland, inconsciente, atravesado en la silla. Él y sus hermanos caballeros se habían abierto paso a través de los skaelings para intentar llegar al lugar en que aún luchaba Reinhardt, pero su esfuerzo no había bastado. Reinhardt había desaparecido bajo una masa de guerreros salvajes, y los caballeros apenas habían podido dar media vuelta y escapar ellos mismos.
Delmar tenía muy vagos recuerdos de su padre. Lo único que recordaba era un juguete que su padre le había regalado, y un caballero que atendía a su madre cuando estaba en cama. Ni siquiera conocería la cara de su padre, si su madre no hubiera conservado un retrato. Aun así, Delmar se sentía orgulloso del heroísmo de su padre, y su única tristeza era no haber tenido la oportunidad de conocerlo.
* * *
El camino de Altdorf corría hasta la margen occidental del Reik, y desde allí reseguía el río hasta llegar a la gran ciudad imperial. La corriente estaba atestada de barcas, comerciantes que viajaban de aquí para allá entre la capital y Marienburgo, pero también transbordadores y barcos de transporte, cualquier cosa que pudiera flotar, abarrotados de personas que remontaban el río en dirección a Altdorf. Delmar las miraba desde la orilla; no eran viajeros por propia elección; se trataba de granjeros, tramperos, aldeanos. Eran refugiados.
—Sin duda —dijo a Griesmeyer—, la guerra no puede haber llegado hasta tan lejos como para que el Reik esté amenazado.
—No lo sé —repuso Griesmeyer, cuya voz era como un eco de la preocupación de Delmar—. Tal vez se han producido novedades en los últimos días. Los grandes ejércitos enemigos están en nuestra frontera septentrional, es cierto, pero el Imperio está plagado de aliados y seguidores. Los hombres bestia en los bosques, los pieles verdes en las montañas, las hordas nórdicas que pueden cabalgar por donde les plazca, ahora que nuestros ejércitos están en otra parte. Esta es una época en la que cualquier hombre sensato busca una muralla gruesa tras la cual cobijarse.
Dejaron atrás las lentas barcas y se aproximaron a Altdorf. Cuando más se acercaban, más contaminado estaba el río. Para los habitantes de Altdorf, el Reik no sólo era la arteria vital del comercio, sino también su cloaca, y el agua depositaba en las orillas los desperdicios que arrojaban. En este punto, Griesmeyer se apartó del río y se dirigió hacia el camino principal, que iba hasta la puerta occidental. Una hora de recorrido por una pista forestal, y finalmente llegaron.
Delmar había estado antes en la capital, pero sólo cuando era niño. Se había preguntado si, al igual que Griesmeyer, la ciudad podría parecerle menos impresionante ahora que era un hombre.
No fue así.
La ciudad de Altdorf se alzaba muy por encima del bosque, como si un dios hubiera elevado los pueblos de toda una provincia y los hubiera amontonado todos uno encima de otro. En torno se había erigido una grandiosa muralla para defenderla, pero los edificios del interior hacía mucho que superaban la altura de la muralla. Se había construido sobre cada trocito de terreno, por poco prometedor que fuera, y cuando se había agotado la tierra del interior, Altdorf había comenzado a construir sobre sí misma.
Se aproximaron a la puerta occidental, sólidamente fortificada y flanqueada por dos estatuas de piedra de grifos vigilantes armados con martillos. La puerta estaba atascada de carretas, además de, también aquí, algunos comerciantes y refugiados que vociferaban para entrar en la ciudad; pero una mirada a la insignia y el uniforme de Griesmeyer bastaron para que los guardias los dejaran entrar sin más. Una vez dentro, Delmar se vio sumido en una oscuridad aún mayor que la hallada dentro de los bosques. El cielo desapareció entre los altísimos edificios. Las multitudes, el ruido, el hedor de la urbe eran abrumadores, debido a la enorme cantidad de gente que había allí, apiñada. Los pueblos que rodeaban la hacienda Reinhardt habían capeado la hambruna, pero otros no habían podido hacerlo. Cuando las cosechas se habían malogrado durante el verano anterior, los hombres se habían llevado a sus familias del hambriento campo a las ciudades, en busca de cualquier trabajo que pudieran encontrar. Altdorf, la gloriosa capital del grandioso Imperio, se había convertido en un nido abarrotado de desesperados y agonizantes.
Delmar calmaba constantemente a Heinrich mientras avanzaban entre halconeros, obreros, vendedores ambulantes y mendigos. Se mantenía tan cerca como podía de Griesmeyer, que avanzaba ante él y conducía con calma su propio corcel. No estaban lejos de la casa capitular de la Reiksguard, cuando ante ellos sonó una trompeta. La masa de gente se dividió y apretó contra los edificios. Había aparecido un escuadrón de caballería de la Reiksguard que corría atronadoramente por las calles. Delmar se apartó a un lado, pero Griesmeyer los saludó, y el que iba al mando detuvo a los otros.
—Hermano Griesmeyer —declaró el caballero que iba en cabeza—. Habéis regresado a tiempo. La invasión ha comenzado y el Emperador necesita nuestras espadas.
—Sí, mariscal, acudiremos de inmediato.
¿Mariscal?, estuvo a punto de exclamar Delmar. ¡Era el mariscal del Reik! Tenía delante al mismísimo Kurt Helborg. Se quedó mirando fijamente al caballero que iba montado sobre un temible corcel gris. El hombre era de constitución poderosa, mucho más que el más delgado Griesmeyer. Sus ojos eran severos, inflexibles, pero el rasgo más distintivo de su cara era el enorme bigote. Era grueso como un penacho y tenía un largo de casi el doble del ancho de su cara, retorcido con precisión a ambos lados. Se trataba de un monstruo que sin duda asustaba a cualquier oponente tanto como cualquier arma que empuñara.
—¿Quién es éste? —exigió saber Helborg con voz severa.
—Este es Delmar von Reinhardt, que ingresará en nuestro noviciado.
Delmar creyó ver en Helborg un destello de reconocimiento cuando Griesmeyer pronunció el nombre de Reinhardt, pero si de verdad se había producido, se había desvanecido con rapidez en el ceño fruncido del mariscal.
—Éste es un asunto para el círculo interno, hermano Griesmeyer. Indicadle al novicio el camino.
—¿Sabes dónde está la casa capitular? —preguntó Griesmeyer, y Delmar asintió con la cabeza—. Bien. Dales tu nombre. Te están esperando.
Con eso, Griesmeyer partió tras ellos y la multitud volvió al centro de la umbría calle, mientras Delmar continuaba avanzando.
La casa capitular de la Gran Orden de la Reiksguard no era difícil de encontrar. Conformaba una ciudadela separada dentro de Altdorf, rodeada por sus propias muralla y defensas, de tal modo que un centenar de guerreros entrenados pudieran defenderla en caso de que cayera el resto de la ciudad; se habían mantenido bajas las casas que rodeaban esa muralla: sólo tenían un par de plantas, y ninguna era más alta que la propia defensa. Restrictivas ordenanzas municipales estipulaban estas limitaciones, y cuando estas ordenanzas eran desobedecidas, las hacía respetar la fuerza de la Reiksguard.
Delmar había encontrado los grandes portones negros de la casa capitular imponentemente cerrados y barrados. Desde arriba le dieron el alto. Delmar alzó la mirada y vio a un guardia apostado junto al friso de la coronación del Emperador Wilhelm III que formaba un arco por encima de los portones.
—Tengo una carta. Debo ingresar en la orden.
—¿De verdad? Ya veremos —replicó el guardia, con una risa entre dientes—. Continuad rodeando el edificio. Tenéis que ir al portón blanco, el siguiente.
Delmar le dio las gracias a pesar de sus malos modales y continuó. La puerta siguiente era más pequeña, decorada sólo con una pequeña estatua de Shallya, pero no estaba menos cerrada. El guardia que había allí también le dio el alto. Delmar le gritó por encima de los ruidosos bramidos de los vendedores ambulantes.
—Soy Delmar von Reinhardt. Uno de los novicios.
—Aguardad, señor Reinhardt —le respondió el guardia—. Ya viene alguien hacia aquí.
Delmar asintió con la cabeza e hizo que Heinrich se desplazara hacia un lado para apartarlo del medio de la calle.
—¡Eh, vos! ¡El del caballo! ¡No os mováis!
Delmar miró hacia arriba, pero el grito no había llegado desde lo alto de las murallas. Giró la cabeza, y allí, en medio de un nudo de la multitud, vio que un pistolero lo apuntaba.
—¡No os mováis! —volvió a gritar el pistolero, y disparó.
La bala pasó zumbando en línea recta por encima de la cabeza de Heinrich, y Delmar se inclinó hacia atrás por instinto. Heinrich, asustado al percibir la angustia de su jinete, se encabritó. Al levantarse Heinrich, Delmar sintió que comenzaba a perder el equilibrio y lanzó el peso hacia delante con el fin de permanecer sobre la silla de montar. Los ciudadanos que se encontraban cerca se apartaron de los pataleantes cascos del caballo. Las patas de Heinrich volvieron a caer al suelo, y, antes de que el animal pudiera volver a levantarlas, Delmar tiró de las riendas hacia un lado para obligarlo a girar e impedir que pudiera equilibrarse bien sobre las patas posteriores para encabritarse una segunda vez. Delmar aferró las riendas y bajó de un salto al suelo, en busca del atacante.
El pistolero continuaba allí, pero no volvía a cargar el arma ni intentaba siquiera escapar. ¡Él y las mujeres que lo rodeaban estaban riendo!
Enfurecido, Delmar tiró de Heinrich hacia delante y se abrió paso a empujones entre la pandilla. Las mujeres, busconas interesadas únicamente en distracciones pasajeras, se apartaron y dejaron solo al indolente pistolero. De manera automática, Delmar midió al oponente. Aquél no era ningún insignificante degollador de Altdorf: llevaba ropa negra, pero de costosa factura, acuchilladas para mostrar la tela roja de debajo. Iba con la cabeza descubierta porque le había regalado el sombrero, como señal de favor, a la más bonita de las busconas, quien a su vez tenía intención de cambiarlo por licor a la primera oportunidad. Su cara, más acostumbrada a una presumida sonrisa seductora, tenía el ceño fruncido de irritación.
—¡Eh! —exclamó el pistolero cuando Delmar lo cogió por el cuello.
—¿Quién sois? —exigió saber Delmar—. En el nombre de Sigmar, ¿qué estabais haciendo?
—¿Que qué estaba haciendo? —El pistolero se debatió en la presa de Delmar—. ¿Qué hacíais vos, metiéndoos delante de mi blanco?
—¿Vuestro blanco?
El pistolero señaló allende la cabeza de Delmar. Al volver la cabeza, éste vio que la veleta de lo alto de la cancillería, situada detrás de él, aún giraba por haber recibido el impacto de la bala del pistolero.
—Creedme —le espetó el pistolero— que si hubiera estado apuntándoos a vos, ya estaríais muerto. El único daño que he causado es el que intentaba…
El pistolero se soltó de la presa de Delmar, giró sobre sí, le arrebató el sombrero de la mano a la buscona que se escabullía, y se echó bruscamente atrás la capa para dejar a la vista la espada que le colgaba junto a la cadera.
—… y no intentaba causaros ninguno a vos. Si hubierais sido mejor jinete, no habríais tenido el más mínimo problema.
Delmar soltó las riendas de Heinrich y desplazó la mano hacia la empuñadura de su propia espada.
—Quiero saber vuestro nombre, señor.
La mano del pistolero se desplazó un poco más hacia el estoque.
Soy Siebrecht von Matz. Y si sois un necio tan grande como para pensar que podéis vencerme con una espada —Siebrecht alzó la mano izquierda, con el meñique estirado, y le enseñó el anillo que lucía el escudo de armas de su familia—, podéis besar mi sello.
Siebrecht le dedicó una mordaz sonrisa satisfecha, pero Delmar ya rodeaba con la mano la empuñadura de la espada. Con la misma rapidez, Siebrecht cogió la suya. Antes de que pudieran desenvainar, fueron interrumpidos por un estruendo cuando las puertas que tenían a su lado se abrieron de golpe, y un segundo escuadrón de caballeros pasó al galope. La multitud huyó de los caballos y separó a ambos contendientes. Delmar fue empujado hacia atrás, pero luego se abrió paso a través del apiñamiento de cuerpos, tras su oponente. Avistó a Siebrecht, pero entonces otro caballero le bloqueó el paso. O lo que quedaba de otro caballero, al menos, porque tenía uno de los ojos cubierto por un parche, una de sus piernas era una pata de palo, y en la mano derecha no tenía dedos.
—¿Delmar von Reinhardt? ¿Siebrecht von Matz?
Apartando cautelosamente la mano de la espada, Delmar y Siebrecht respondieron al unísono.
—Sí.
—Entrad, novicios. Soy el hermano Verrakker. Bienvenidos a la Reiksguard.