De 8 a 12 años. Problemas de comportamiento y de convivencia (II parte)
Hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos como hermanos.
Martin Luther King
Recomendación
Le recomendamos que si tiene un hijo entre las edades comprendidas en este capítulo, lea también el anterior.
Este capítulo es una prolongación del anterior en el sentido de que los conflictos se manejan de la misma forma. El niño de 8 a 12 años puede hacer lo mismo que uno de 7 para solucionar sus conflictos. En este sentido, los conflictos se tratan y resuelven igual que hemos indicado en los pasos del capítulo anterior.
Pero los niños de 8 a 12 años tienen unos problemas y se interesan por unos temas distintos a los que suelen darse entre los 5 y los 7 años. Por eso en este capítulo vamos a ver aquellos problemas diferentes a los de edades anteriores, pero no los resolveremos porque eso puede hacerse con las instrucciones del apartado anterior.
A esta edad los niños (también las niñas) se convierten en verdaderos consumidores de pantallas. Este título, visto así, está exento de connotaciones negativas, y por eso me gusta emplearlo. En la consulta, los padres usan una expresión que ha hecho fortuna por lo simple que es: «Se pasa el día pegado a la Play». Y con esto ya está todo dicho. Con esta frase resumen un montón de quejas sobre lo que el niño deja de hacer por estar ocupado en algo que creen totalmente inútil, cuando no estúpido, como es jugar a los video juegos.
No es verdad que se pasen el día pegados a la pantalla de la videoconsola. Si están escolarizados, durante la semana sólo pueden jugar de 17.30 a 21.30, por poner unos límites amplios. Pero, además, en esta franja horaria tienen que merendar, realizar las actividades extraescolares, bañarse, cenar, hacer deberes, ver la televisión y más cosas que seguro que hacen. Por tanto, no son tantas horas pegados a la Play, ni es todo el santo día, como dicen muchos padres.
Vamos a desmitificar algunas ideas sobre los videojuegos antes de que piense que tiene un problema muy grave con su hijo.
La única razón de que los videojuegos enganchen es porque les gustan, pero por sí mismos no pueden hacerlo más de lo que lo hace una buena novela. Por cierto, el día en que se ponía a la venta la tercera entrega de una trilogía de misterio, superventas en todo el mundo, de un autor sueco ya fallecido, unos padres llegaron a la consulta tarde porque «habían tenido que parar a comprar el libro».
Visto todo lo anterior, queda claro que yo no pienso que los videojuegos sean malos. Es más, tampoco pienso que jugar mucho con ellos sea malo. Otra cosa es aceptar cualquier videojuego. Algunos son objetivamente inadecuados para los niños: con extrema violencia, situaciones de sexo explícito, lenguaje claramente inconveniente, etc. Es obvio que no recomiendo este tipo de juegos. Pero volvemos a lo de antes. La industria del videojuego se gasta millones en hacer artículos que puedan venderse, por lo que hay infinidad de juegos que pasarían nuestro filtro sin mayor problema. Como siempre, se trata de implicarse un poco, averiguar lo que gusta a nuestro hijo y valorar los pros y los contras teniendo en cuenta también su punto de vista.
Vivimos en el mundo que vivimos y esto tiene difícil arreglo. Si tiene miedo de que su hijo se pase el día enganchado a la Play, no sabe la que le espera. En la adolescencia siguen enganchados a las pantallas, pero ya no de videojuegos sino de redes sociales. Es parecido a lo anterior pero con el añadido de que ya no es un entorno seguro. Sería una postura inteligente acostumbrar a los hijos a compartir con la familia lo que sucede tras la pantalla y que los padres se impliquen más en lo que hacen los niños con su ordenador o su consola. Como siempre, nuestros hijos tenderán más a hacernos partícipes de sus peripecias en la red si hasta entonces les hemos demostrado que lo que nos explican nos intensa, aunque no dominemos el entorno del que están hablando.
Una última reflexión: muchos padres creen que los videojuegos actúan en detrimento de la lectura. No es así: en primer lugar, hay niños que hacen las dos cosas y, en segundo lugar, en muchos videojuegos las instrucciones son escritas y «obligan» a los niños a leerlas. Ángel Gabilondo, ministro de Educación, ya lo dejaba claro en unas declaraciones a Europa Press en noviembre de 2010: «Ya vaticinamos en su día el enorme peligro del ferrocarril, que iba a destruir los valores de Occidente. No vaticinemos que las nuevas tecnologías significarán el final de la lectura».
Una vez leí esto en un anuncio de una tienda de muebles. El publicista estuvo inspirado al entender que una causa de fricción entre los hermanos es la falta de espacio. Supongo que su análisis tampoco iba mucho más allá, pero la frase tiene cierta gracia. Está claro que todos tenemos nuestra necesidad de espacio. Los niños hasta los 7 años prefieren dormir con sus hermanos, y a partir de allí, tarde o temprano reclaman su espacio: una habitación para ellos. La edad en la que lo hacen puede variar mucho, por lo que los padres no tenemos que planificarlo para una fecha concreta, pero sí debemos saber que llegará un momento en que poder darles su espacio a cada uno de ellos facilitará mucho la convivencia. No hace falta decir que en las casas en las que no hay suficientes habitaciones, no hay más que hablar, pero si existe la posibilidad y los niños lo reclaman es una buena idea hacerles caso y que tengan su espacio.
Compartir es el verbo que los padres más conjugan en tercera persona del presente de imperativo. ¡Comparte! Para los padres, el niño tiene que compartir sus cosas y su habitación con sus hermanos, sus pertenencias con cualquiera que se las pida e incluso sus juguetes con otros niños del parque. Poco importa que los mayores no prediquen con el ejemplo. Cuando los niños llegan a cierta edad tienen conciencia de propiedad y pueden tener perfectamente claro qué es lo que les apetece compartir y qué no. Puede ser que los padres veamos como un valor a inculcar en nuestros hijos el de la generosidad, y por eso les pedimos que compartan sus cosas. Sin embargo, esto no se sostiene. Lo que le pedimos al niño es que acepte fastidiarse un rato y le deje algo suyo a otro niño.
Estamos tan acostumbrados a que cojan y suelten cosas de forma caprichosa cuando son pequeños que pensamos que el hecho de que prescindan puntualmente de las cosas que le interesan tiene muy poca importancia. Puede ser con niños muy pequeños, pero con niños mayores no. Respetarles también incluye reservar un espacio para ellos y dejarles potestad sobre las cosas que poseen. Como mínimo, hacer esto también sirve para que haya menos conflictos. Un truco sencillo es intentar duplicar los objetos de uso común que pueden generar conflicto (siempre que el precio y el espacio lo permitan). Otro es pactar una forma de compartir los objetos y el espacio. Días impares manda uno sobre la tele, días pares manda otro, por ejemplo. Con esto también aprenden a negociar las cosas que les interesan.
A esta edad, los niños y niñas ya tienen conciencia de sí mismos y se han formado unos gustos y una cierta opinión sobre cómo les gusta hacer las cosas. Ya no son meros receptores de nuestras decisiones, sino que opinan y esperan que sus opiniones sean tomadas en cuenta. Ellos tienen mucho que decir sobre su educación, sobre su modo de vida y sobre su futuro.
Y esto no se limita a que escojan el instrumento musical que quieren tocar (cuesta creer que muchos todavía no puedan hacer ni tan siquiera eso), sino a que puedan renunciar a estudiar música si no quieren. Esto exige un esfuerzo extra por parte de los padres para ponerse en lugar del niño. Muy a menudo, las razones por las que los niños difieren de los padres no son porque opinen diametralmente lo contrario, sino por detalles a los que los adultos no damos importancia.
Volviendo al ejemplo de las actividades extraescolares. Parece ser que es obligado que nuestros hijos estudien música y dominen un instrumento (lo cual no deja de ser curioso, ya que la mayoría de padres no quieren que sus hijos se dediquen profesionalmente a la música). Vi en una ocasión en la consulta una familia que discutía porque los padres querían que su hija hiciera música y ella, con 9 años, no quería de ninguna de las maneras. Las posiciones parecían totalmente opuestas, ya que los padres no querían transigir, pues pensaban que con el tiempo ella llegaría a apreciar el arte que se le enseñaba y que había que demostrarle que el esfuerzo puede ofrecer resultados de los que enorgullecerse. Ella seguía diciendo que no quería estudiar música. El problema para la niña es que tenía claro que no valía la pena discutir con sus padres, porque raramente le hacían caso. Al hablar con una profesional resultó que las razones por las que no quería estudiar música eran:
Visto desde la óptica de un adulto, estas razones pueden parecer estúpidas. Desde el punto de vista de una niña de 9 años, son lo suficientemente importantes como para decir NO a todo. A buen seguro valía la pena hablar con la niña, entenderla y cambiar estos detalles para conseguir que estudiara música, ya que ella en el fondo no se negaba a dar clases, sino a hacerlo en aquellas condiciones. Si se hubiera probado a cambiarlas, la niña habría estudiado música. Bien, la historia no tiene un final feliz. Los padres no tuvieron la suficiente cintura para revertir esta situación y a ella no le quedó más remedio que enrocarse en su postura. Al final no estudió música, puesto que nadie puede obligar a otro a aprender lo que no quiere. Vemos que, al final, las razones que tenía la niña para no estudiar no eran tan frágiles como parecía al principio, ya que los dos adultos no fueron capaces de vencerlas.
La literatura y actualmente el cine están llenos de ejemplos de criaturas con un final desgraciado. La moraleja (judeocristiana) es que cuando el hombre quiere emular a Dios creando seres a su imagen y semejanza, el resultado es nefasto. Véase desde Pinocho hasta Blade Runner, desde Frankenstein hasta Robocop. Cuando queremos imponer un destino a un ser al que le hemos dado la capacidad de pensar, el fracaso es inevitable. Lo entendemos claramente en el cine, pero nos cuesta más entenderlo en nuestra casa. Pensamos que nuestros hijos van a disfrutar haciendo tal cosa y luego no es así. Creemos que para su futuro será importante que hayan hecho algo determinado y ellos piensan lo contrario. No se trata tanto de que haya un muro infranqueable entre las dos ideas: la nuestra y la de ellos. Nos tenemos que poner a su nivel para intentar entender de dónde nace la disparidad. No tiene por qué estar en una visión totalmente distinta de la cuestión. A menudo se trata de pequeños detalles a los que ellos conceden mucha importancia y que para nosotros son cuestiones pequeñas fácilmente subsanables con un cambio de estrategia.
Es bueno hacer este ejercicio de intentar entender al otro, ya que conseguimos principalmente dos cosas: la primera es que el otro entienda que se le respeta, se le valora y se tienen en cuenta sus opiniones; la segunda es que haciéndolo así es más probable que consigamos que haga lo que pensamos que tiene que hacer, aunque sea adaptándolo un poco a su manera. Volviendo al ejemplo de la niña que no quería estudiar música: seguro que a los padres les faltó dedicar tiempo a hablar con ella y averiguar cuáles eran las razones de su oposición, ya que no lo hicieron en ningún momento. Pero probablemente también les faltó establecer unas prioridades sobre lo que querían que la niña hiciera. La cuestión era que estudiara música. Que lo hiciera necesariamente a la hora de la merienda, en un centro oscuro y con un instrumento no adecuado, probablemente eran cuestiones secundarias que podían cambiarse o pactarse. Pretender colocar todo el lote sin opción a regateo, pactos o discusión es lo que finalmente hizo que la postura de la niña fuera de intransigencia total. La idea final de los padres es que su hija era una caprichosa, e incluso una perezosa. En este caso, la falta de implicación de los padres termina ocasionando una visión negativa del niño.
Empiece por dejarles elegir parte de su ropa, peinado, decoración de la habitación. Usted no quiere un niño sumiso, sino alguien que sepa tomar buenas decisiones. Mejor que las empiece a tomar a su lado; más adelante lo hará pero sin usted. Ayúdele a tomar buenas elecciones, y eso sólo se consigue tomando decisiones.
Esto es así en buena parte porque lo que para nosotros es un cambio respecto a un estado anterior, para ellos es simplemente su realidad. No pueden echar en falta la época en que los niños podían jugar a canicas en la calle, porque para ellos eso nunca ha sido así. Lo mismo con los juegos, las actividades extraescolares, la relación con las abuelas y tantas otras cosas. No echan en falta el sabor de los tomates de antes porque para ellos sólo existen los actuales. Por eso ya piden tener un móvil a los 10 años. Si los móviles existen y nos permiten hablar con quien queramos y cuando queramos, ¿por qué no tenerlo? Nosotros podemos valorar lo bueno y lo malo que tienen los móviles, incluso compararlos con esa otra época en que a la familia la veíamos más a menudo y podíamos ir a casa de los amigos cuando queríamos. Pero esto ya no es así. Se ha demostrado que el móvil es la manera más eficaz para hablar con alguien cuando queramos. Además, es un aparato electrónico moderno y con diseño atractivo, ¿cómo no van a quererlo? De nuevo, el móvil es tan sólo un aparato. Neutro. Ni bueno ni malo en sí mismo. El uso que hagamos de él es lo que marcará la diferencia. Está claro que los padres pueden esgrimir un montón de excusas para no comprarlo, pero ¿qué razones pueden ofrecer? Probablemente haya más motivos para tenerlo que para no tenerlo. Otra vez tenemos que replantear la situación, establecer nuestras prioridades y ver con el niño si realmente es una buena idea o no el acceder a su petición, ya sea de un móvil, como de un ordenador, como de ir (¡o no ir!) una semana de acampada. Muchas de las cosas que queremos que nuestro hijo haga o no haga, tenga o no tenga, se basan en nuestra experiencia, y los tiempos han cambiado y la realidad de nuestros hijos es otra totalmente distinta. En absoluto digo que haya que acceder a todas sus peticiones, pero sí pienso que es importante valorar en cada caso el porqué de nuestra respuesta.
También es acertado saber qué hacen los compañeros de clase de su hijo, porque a lo mejor con lo que usted le niega a su hijo le está convirtiendo en el «raro» de la clase.
Por mi parte yo no estoy a favor de los deberes; es más, estoy en contra. Como todo en la vida, tienen su parte buena y su parte mala. Sin embargo, pienso que lo que tienen de bueno puede conseguirse por otros medios.
Vea esta anécdota personal: «Cuando mi hijo mayor tenía unos 8 años (en tercero), su profesora mandó unos cuadernitos de deberes para el verano. Como era amiga mía fui a hablar con ella y le pregunté por qué mi hijo debía hacer deberes en verano si había superado todas las materias. “Es para que no pierdan el hábito de trabajo; con una horita al día tienen bastante”, me contestó. “¡Ah, claro! —le respondí—. Tienes razón. ¿Y vendrás tú a casa o te lo llevo yo a la tuya? Es que no me gustaría que perdieras tu hábito de trabajo en vacaciones, ya sabes que cuando los maestros volvéis en septiembre estáis un poco despistados”. Sonrió y me dijo: “Vale, que no haga los deberes”».
Pienso que hacer los deberes es una costumbre que arrastramos de épocas anteriores y que aplicamos sin más. Cuando surge la duda de si son necesarios o no, adecuados o no, aparece quien recuerda que el trabajo nos hace fuertes mentalmente y que la repetición consolida los aprendizajes, con lo que se zanja la cuestión. Pero hay muchos otros aspectos a tener en cuenta. El primero y más obvio es: ¿es verdad que hacer trabajar a un niño en casa, fuera del horario escolar, le va a hacer un adulto responsable? Permítame dudarlo.
Hay una cosa que yo valoro mucho en las personas, que es su capacidad para poner atención en lo que están haciendo. O lo que es lo mismo, su capacidad para desconectar. Me gusta estar con gente que cuando trabaja va al grano y que cuando descansa disfruta de su tiempo libre y no está pensando en el trabajo. Me irritan las reuniones de trabajo que se prolongan innecesariamente porque los asistentes divagan y me molestan las cenas con amigos en las que la conversación no avanza porque los interlocutores están «ausentes». ¿Qué fomentamos con los deberes: adultos responsables o adictos al trabajo? Quien quiera responder que lo haga, yo ya tengo una opinión formada. Por otro lado y volviendo al gran argumento: la repetición consolida el aprendizaje. Es verdad. También la repetición consolida el aburrimiento. Se les pide a los niños que sean eficaces, que sean listos, que sean pulcros. Luego se les manda deberes repetitivos, aburridos y a menudo sin ninguna creatividad. Por mi parte, necesitaría ejercer todo mi autocontrol para mantener la misma caligrafía al copiar el enunciado del décimo problema, una hora después de empezar los deberes en casa.
Eso sí, los deberes son totalmente transversales, quiero decir igualitarios. Los tienen que hacer todos los niños por igual, tanto los que necesitarían un refuerzo real en clase para seguir el ritmo de sus compañeros, como los superdotados que van por delante de los demás y para quienes hacer tareas repetitivas es poco menos que un martirio. Iba a decir que son democráticos, pero no es así, porque no se han decidido entre todos sino que los establece el profesor. A menudo también son injustos. Los pone el profesor como represalia porque algunos se han portado mal; los pone indiscriminadamente, para los que lo necesitan y para los que no. También en ocasiones los dicta el profesor con la mejor de las intenciones, no lo dudo.
Pero lo que nadie sabe es que los deberes pueden atentar contra los derechos del niño: «Los Estados Partes reconocen el derecho del niño al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes» (artículo 31 de la Convención de los Derechos del Niño).
Un niño que va a la escuela, que sale a las cinco de la tarde pero que no llega a casa hasta las ocho porque hace actividades extraescolares, no debería hacer deberes porque no tiene tiempo de ejercer su derecho al descanso y al juego. En ningún sitio está escrito que los niños deban hacer los deberes y sí que tienen que tener tiempo para emplearlo libremente en lo que les dé la gana.
Así, vemos que los deberes tienen todos los componentes para no gustar a los niños. Son pesados, repetitivos, suponen un esfuerzo y tienen un coste de oportunidad en tiempo importante (el tiempo que deben dedicarles y que no pueden aprovechar en otras cosas). Si los deberes no les gustan y tienen que hacerlos, van a ser una fuente de conflictos, obviamente. Una parte de la solución pasa por darles razones para que entiendan que los tienen que hacer (si pensamos que los tienen que hacer). También podemos ayudarles facilitándoles al máximo el poder hacerlos. Como nos pasa a los mayores, a veces dan más pereza todos los preparativos previos que el trabajo concreto en sí. Si les dedicamos un tiempo y les ayudamos a vaciar la cartera, mirar en la agenda qué tienen que hacer, preparar la mesa en la que trabajar, resumir qué es exactamente lo que hay que hacer, asegurarnos de que lo entienden y dejarlo todo preparado para que finalmente sólo quede por hacer lo que es la tarea escolar propiamente dicha, el esfuerzo que tienen que hacer los niños es muchísimo menor y, por el contrario, el trabajo académico es exactamente el mismo. Probablemente consigamos que los deberes se hagan con un coste en conflictos familiares mucho menor.
También se puede hacer un pacto con ellos para que los hagan más a gusto. Una amiga mía me contó que había instaurado el día de libre disposición del alumno: un día al trimestre les dejaba elegir faltar al colegio para hacer aquello que no podían hacer de ninguna otra forma (visitar el trabajo de papá o de mamá, ir de visita a la guardería a la que habían ido de pequeños, etc.) a cambio de hacer los otros días los deberes sin rechistar. Los niños estaban encantados y ella feliz de no perseguir a sus hijos para que hicieran los deberes. ¡Ah!, y ese día tenían la tarde libre porque, como no habían ido a la escuela, no tenían deberes.
Este libro habla de resolución de conflictos. De cómo hacer para tener una convivencia agradable con los hijos, de cómo evitar que tengan rabietas, de cómo darles más opciones y, en definitiva, de qué podemos hacer los padres para que no opten por la solución violenta que es la rabieta cuando son pequeños y otros actos cuando son mayores. Se ha puesto especial énfasis en lo que podemos hacer los padres y los educadores, ya que entiendo que la decisión de castigar o no es del cuidador. No creo en el «no me dejas otra opción» y en el «me duele más que a ti». Cuando existe un conflicto entre un niño de 3 años y un adulto, no podemos culpar al niño por no tener soluciones imaginativas. No soy de la opinión de que haya que culpar a alguien, pero sí podemos exigir al adulto que busque soluciones, aunque estas a menudo le supongan un cambio de planteamiento y una mayor dedicación, tanto en tiempo como en preparación.
En ocasiones discuto de esto con otros psicólogos, pedagogos, maestros o simplemente opinadores que están a favor del castigo (no físico… ¿o sí?) y de la mano dura. Desgraciadamente me da la impresión de que son mayoría. Entonces invariablemente aparece la cuestión de qué hacer con el rebelde malo, malísimo. La pregunta vendría a ser así: «Ya, ya, ¿y qué haces con ese chaval de 15 años que no escucha en clase, que le da igual ocho que ochenta, que consume porros, se pega con sus compañeros, amenaza a sus padres, que ya le han expulsado tropecientas veces del instituto y que le da igual todo lo que le puedas decir y todas las amenazas que le puedas hacer? ¿Eh?». Bien, el panorama no es muy alentador. Sin embargo, desde el punto de vista de resolución de conflictos es bastante sencillo. ¿Por qué Colón descubrió América? Muy fácil. Como no le dejaban ir a la India por el este, probó a llegar a la India por el oeste. El camino era inexplorado y arriesgado, de acuerdo, pero lo que sabía con seguridad es que el único camino probado era inviable.
Con estos chicos sucede lo mismo. Con la mayoría pasa que la única interacción que han tenido con la autoridad ha sido a base de gritos, castigos, amenazas e incluso golpes. Se ha hecho mal con ellos desde el principio y se ha insistido en el error. Llevado ya al extremo, cualquiera que haya tratado con delincuentes nos podrá explicar que los insultos, las amenazas y los castigos apenas obtienen alguna recompensa, no logran ningún cambio en la actitud. Muchos niños aprenden a lo largo de su vida que ante una disparidad de criterios manda el que es más fuerte, el que grita más o el que puede imponer su idea, sin tener que pasar por el complicado paso de la negociación. Esto se les ha enseñado cuando se ha cortado su disidencia de un bofetón («Me duele más que a ti») o se les ha privado de algo agradable por haber hecho algo mal («No me dejas más remedio»).
Al hilo de esto, recuerdo siempre una tertulia de la radio en la que se comentaba el caso aquel en que unos chicos de clase alta rociaron con gasolina a una indigente en un cajero automático y le prendieron fuego. El caso es espeluznante y lógicamente se habló de ello durante mucho tiempo. El horror de un suceso así, como seres humanos que somos, nos mueve a buscar una explicación razonable. Y más en este caso en el que los atacantes era «niños bien». Como decía, escuchaba una tertulia de la radio y un periodista ya mayor, de reconocido prestigio, dijo que este caso se había producido porque estos chicos no habían oído nunca la palabra «no». Nunca se les había negado nada en casa. La reproducción no es textual, pero casi. Lo que me llamó la atención no fue lo superficial del análisis, ya que es lo habitual en las tertulias, sino que alguien a quien se le supone un cierto bagaje intelectual suelte sin más una teoría tan simple y tan falsa. No habían oído nunca un «no» por respuesta. ¿Pues de dónde venían? ¿Es que eran marcianos recién adoptados? Es imposible que alguien no oiga «no» en su vida, que le digan sí a todo. Aun en el caso de la familia más complaciente, el niño también convive con sus maestros, con los niños de su clase y con niños de otras clases y otros cursos superiores. Pretender que tres chicos de clase alta son capaces de cometer un asesinato porque nunca han sido frustrados en sus caprichos es un insulto a la inteligencia. Por mi parte, no tengo más información sobre el caso, pero no me extrañaría que detrás de todo hubiera una historia de soledad y desarraigo en la infancia y probablemente de falta de cariño, y estoy convencida de que es mucho más complicado que eso.
La forma en que tratamos a los niños influye en cómo crecen y en lo que se convierten. En esto estamos todos de acuerdo. Sin embargo, los trastornos psicológicos existen. Por eso haríamos bien en identificar en cada caso qué es lo que le pasa al niño que tenemos delante. Los trastornos del comportamiento a menudo no son más que trastornos adaptativos (una respuesta inadecuada a una situación dada, por decirlo de una manera clara y concisa). Así, un chico que responde con violencia a una frustración puede ser alguien que ha aprendido mal lo que debe hacer ante una circunstancia de ese upo. Allí donde el entorno ve maldad solamente hay una respuesta inadecuada a una situación complicada. Esta situación puede cambiarse porque todos los aprendizajes pueden revertirse. Un buen comienzo es no añadir más leña al fuego por nuestra parte e iniciar un acercamiento en los términos que se han barajado en el libro. Si parece que es demasiado tarde o no se consiguen resultados, una buena idea es acudir a un profesional, pero recuerde que hay que convencer al chico para que vaya a la consulta. Llevarlo de la oreja tampoco sirve de mucho.
Existen otros trastornos psicológicos que se manifiestan con alteraciones del comportamiento, algunos menores como la cleptomanía y los trastornos adaptativos que comentábamos y algunos más importantes como la búsqueda de sensaciones, los trastornos de personalidad, la psicopatía, etc. En estos casos el consejo de un profesional es muy importante, porque las soluciones son mucho más complejas, cuando las hay. Sin embargo, estos trastornos psicológicos son poco frecuentes y generalmente lo que vemos los psicólogos son conductas desadaptativas a causa de déficits familiares.
Cornelius, Helena y Faire, Shoshana, Tú ganas, yo gano. Cómo resolver conflictos creativamente y disfrutar con las soluciones, Editorial Gala, Buenos Aires, 1995.
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