Hacia una educación sin castigos
Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.
Albert Einstein
Hay personas que creen que si no castigamos estamos abocados al caos porque nuestra juventud está cada día peor. Muchos nostálgicos creen que los valores de antes se han perdido y dicen frases como: «En nuestros tiempos esto no pasaba».
Bien, lea estas frases:
Llevamos miles de años castigando a nuestros hijos y parece que el panorama no ha cambiado demasiado. ¿Y si probamos a cambiar de táctica? Quizás nos cueste como sociedad, al fin y al cabo dicen que el hombre es animal de costumbres y tendemos a perseverar en el error, pero el que cueste no quiere decir que no se pueda.
Hace más de doscientos años que Cesare Beccaria, jurista y criminólogo, dijo: «La falla que el niño nunca pierde es aquella por la cual es más castigado que por ninguna otra».
El castigo es un fracaso del educador: si el educador, mediante explicaciones, razonamientos, etc., consigue educar o cambiar una conducta, es que tiene éxito. Cuando no lo consigue es cuando debe recurrir al castigo. Si los padres y educadores fueran mejores en su «trabajo» y supieran conseguir con otras técnicas lo que se proponen, seguramente no deberían castigar.
En un trabajo realizado en el año 2009, Iglesias de Ussel y colaboradore[9] concluían que el 85 por ciento de las parejas españolas estaba de acuerdo en que, si explicaban las cosas, cualquier niño entendía las razones de su padre o de su madre. Y eso es lo que pretendemos enseñar: a ser mejores educadores para poder conseguir lo mismo sin castigar.
Y es justamente por eso, porque el castigo es un fracaso de la educación, con el que mucha gente se siente mal cuando lo aplica, porque inconscientemente (o conscientemente) se da cuenta de su incapacidad para gestionar la situación.
En otros casos, no es que los padres hayan fracasado en su intento de educar por otras vías, sino que ni siquiera lo han intentado. Saben que es lo más rápido y cómodo y no les interesa nada más. Defienden el castigo como una posición de privilegio para disimular su falta de recursos con los que educar con frases como: «Los niños deben aprender a hacer siempre lo que les dicen sus padres, ¡faltaría más!»; «Debes hacer lo que yo te digo, porque yo te lo digo, y punto».
¡Menos mal que los grandes artistas de la historia siguieron su propio camino y no asumieron los aburridos trabajos y estudios que les proponían sus padres! ¿Sabe que el padre del pintor Miguel Ángel quería forzarlo a que estudiara gramática porque no le gustaba que fuera artista? Después de muchas discusiones, un Miguel Ángel de unos 10 años convenció a su padre. A los 12 su padre ya lo había matriculado en una escuela de escultura gracias a su insistencia.
Y es que los padres también nos podemos equivocar. Los niños no deben hacer lo que los padres dicen, así, sin más.
Debemos enseñarles a ser críticos con aquello que se les mande, por lo que si queremos que nos hagan caso les deberemos argumentar nuestras razones.
Lo que sucede en algunos padres es que la falta de legitimidad de lo que proponen tienen que sostenerla con una defensa sin fisuras, a ultranza, de lo que dicen. Y si el niño le pide una explicación (porque hay cosas que no se sostienen), el padre sólo puede replicar: «¡No me lleves la contraria! ¡Castigado sin ver la tele!».
Imagine que el padre de Miguel Angel hubiera contestado algo similar cuando su hijo le dijo que no quería estudiar gramática: «¡Vas a hacer lo que yo digo porque es lo mejor, y punto!».
El castigo es un fracaso del educador. Si conseguimos educadores más competentes, los castigos disminuirán.
Ningún padre feliz ha castigado a un niño. Ningún niño feliz ha requerido ser castigado.
Alexander Sutherland Neill
Muchos son los autores, como Neill, que se han dado cuenta de cómo la ausencia de castigos influye en nuestra felicidad, estado de ánimo y humor en las relaciones sociales.
Existen varios estudios que relacionan la cantidad y dureza de los castigos que reciben los niños con la felicidad que disfrutan los padres. A padres más felices corresponden niños menos castigados. En uno de estos último[10]. se relacionan los hogares con más tensión con una mayor frecuencia de castigos (sobre todo físicos). En el estudio se dice textualmente: «Los resultados de los análisis son inequívocos. En los hogares en los que se producen estas situaciones de tensión vinculadas con la falta de tiempo y desacuerdos en el cuidado de los niños, la propensión a este tipo de castigos es más elevada[11].
Y es que gran parte de la infelicidad de los padres de hoy es por esos dos motivos: la falta de tiempo y los problemas en torno al cuidado de los niños. No hacen falta grandes estadísticas para comprobarlo. Si usted habla con padres y les pregunta sobre los principales problemas que tienen desde que han sido padres, verá cómo la falta de tiempo y el cuidado de los niños les afectan más que el recibo de la hipoteca.
Vea la siguiente gráfica, que es la que ilustra el estudio antes citado:
Probabilidad de haber recibido un bofetón en la última semana según la existencia de situaciones de tensión en el hogar causadas por motivos diversos.
La idea principal de este capítulo es: cuanto más felices y menos estresados estén los padres, menos castigos recibirán los niños.
Llegados a este punto, correspondería dar la receta para la felicidad, pero esto ya sabemos que es imposible. Tampoco sirve copiar los distintos trucos para ser más feliz, algo así como hacer un destilado de los libros de autoayuda.
Me niego a eso, entre otras cosas y principalmente, porque no creo en ello. Sin embargo, sí creo que puede ser de ayuda mencionar algunos detalles, y que cada uno saque sus propias conclusiones. Como el estudio en cuestión dice que los problemas se producen básicamente por falta de tiempo y por el cuidado de los niños, nos hemos limitado a dar pistas para estos temas:
Cuando estamos estresados somos menos tolerantes con todo. Esto es lógico. El estrés es nuestra respuesta para controlar nuestro entorno: nos hace estar preparados para actuar en cualquier momento, para responder a un entorno hostil con rapidez, para evitar que nos hagamos daño. Es una respuesta primaria de nuestro organismo ante situaciones potencialmente peligrosas. Y las personas sometidas a estrés tienden a responder con agresividad. La agresividad con los niños adopta la forma de gritos y castigos (incluso de tipo físico).
¿No le ha pasado nunca que, cuando está muy nervioso o estresado, todo se lo toma peor? ¿No conoce a alguien que cuando está muy nervioso es mejor no decirle nada porque salta a la primera? Seguro que ha visto alguna película en la que el empleado va a pedirle aumento de sueldo al jefe y la secretaria le dice: «Ven mañana, que hoy está muy nervioso». Esa secretaria sabe que cuando su jefe está estresado es menos proclive a ver las cosas positivas en los demás y todo le molestará más.
Para evitar que el estrés interfiera en nuestra relación con los hijos, podemos adoptar los tres pasos de seguridad: primero, evitar que el estrés nos desborde en la vida diaria; segundo, si no conseguimos lo anterior, evitar llevarnos el estrés a casa; tercero y último, si tampoco lo conseguimos, evitar que nuestra situación de estrés afecte a nuestro trato con los niños. Esto es fácil de decir y a menudo difícil de hacer. Una práctica que no es tan difícil es identificar nuestro estado de ánimo cuando estamos en casa. Interesa reconocer cuándo estamos alterados para no dejarnos llevar por lo visceral. Sólo el hecho de activar la etiqueta mental «Estoy que muerdo» puede aportarnos un plus de paciencia en un momento en que lo más fácil sería responder con agresividad a cualquier estímulo molesto.
Los niños y el desorden van juntos. Es inevitable. Pretender que mantengan la casa en perfecto orden y apenas toquen nada es una quimera, pero, por otro lado, permitir un completo desorden día tras día afecta a la salud de los adultos que comparten el techo. A partir de los 3-4 años podemos pactar con ellos unas horas o unos espacios en los que se permita una cierta transgresión (desorden, ruido, golpes, música, etc.). Con niños más pequeños, una buena solución es intentar controlar su desorden. Es decir, es mejor que nos desordenen algo fácil de ordenar de nuevo, a que nos pongan patas arriba algo que nos va a costar mucho arreglar. Es un clásico dejar que el niño vacíe los cajones de los cacharros de la cocina mientras preparamos la cena. Volver a ponerlos en su sitio lleva menos de dos minutos y tenemos a la criatura a la vista todo el tiempo. La opción de no dejar hacer nada para no tener que arreglar nada no es viable con los niños. Pretenderlo es buscar un conflicto, y se supone que los adultos quieren evitarlos, no generarlos.
Recuerde que procurarse felicidad para usted revierte en una vida familiar más tranquila. Búsquese un tiempo para poderlo dedicar a una actividad que le sea agradable, que le llene y que le haga aumentar la autoestima. Cuando lo consiga verá que tiene efectos inmediatos y sorprendentes sobre su relación con los demás. Ahora bien, sea realista con este tiempo que se dedica a usted. Los niños también tienen un plan de trabajo apretado: ir a la escuela, volver a casa, hacer actividades extraescolares o jugar, estar con sus padres, cenar y acostarse. Les encanta jugar y estar con sus padres, y generalmente sólo pueden hacerlo por la tarde-noche. Si programamos nuestro ocio en esta franja horaria, el resultado será un desastre. También si lo programamos inmediatamente después de acostarlos, cualquier cambio en su horario (y esto es inevitable con niños) hará que retrasemos o perdamos nuestro ocio. Esta es una situación desagradable y que fácilmente puede causarnos malestar. Por tanto, lo mejor es planear nuestro ocio de forma segura y evitar que entre en conflicto con los horarios de los niños.
Como los días sólo tienen veinticuatro horas, la cuestión de la organización del tiempo es importante, y hacerlo bien facilita mucho la convivencia familiar. Aparte de la logística propia de la familia, interesa que todos los miembros puedan relajarse al final de la jornada y disfrutar de la convivencia, sin estrés. Algunos trucos que pueden ayudar en este sentido son:
La cena. A no ser que cocinar le relaje, intente evitar cocinar en exceso por la noche y así ahorrará tiempo y esfuerzo que puede invertir en sus hijos o en descansar viendo la televisión. Tenga preparada la cena. Cocinar lleva tiempo, trabajo y no necesariamente gusta a todo el mundo.
El baño. Si el momento del baño de su hijo es un momento de relax, disfrútelo. Si por el contrario es un momento pesado del día, simplifíquelo. No está grabado en piedra que cada noche haya que sumergir al bebé en agua templada, bañarlo con jabón, hacer espuma y pompas y jugar con el barquito de plástico. Ni siquiera el Tribunal Constitucional se pronuncia al respecto.
Actividades infantiles y aburrimiento. Los niños toleran muy mal el aburrimiento. Pretender que como son niños y les gusta jugar tienen que encontrar por sí solos la manera de divertirse no es muy realista. Es una buena práctica tener previsto algo que les guste cuando llegan a casa.
División de tareas. A pesar de que en los anuncios de televisión las familias hacen todas lo mismo al mismo tiempo (incluso lavarse los dientes), lo más práctico es dividir las tareas siempre que se pueda. Así, en los casos en que hay más de un adulto en la casa, mientras uno se encarga de la higiene del bebé, el otro se encarga de la cena, por ejemplo. El trabajo se reparte y así todos están menos estresados (niños incluidos).
Generalmente, debido a nuestro trabajo y a su escuela, sólo tenemos la tarde para estar con los niños. En esta franja horaria es cuando tenemos que estar con ellos para disfrutarlos y para educarles; por ejemplo, enseñarles a vestirse, ponerse el pijama, recoger la habitación, etc.
Estas tareas suelen ser enojosas para los niños y pueden provocar que estos momentos no sean todo lo agradables que deberían ser. Así que:
No digas: «Es imposible». Di: «No lo he hecho todavía».
Proverbio japonés
Está claro que dependiendo del estilo educativo de los padres, la formación puede ser más punitiva o menos. Por lo tanto, es cuestión de ver cómo son y actúan esas familias.
En nuestro caso, para una crianza sin castigos, vamos a dividir estas en función del apoyo que dan a sus hijos o el control que ejercen sobre ellos. Así pues, tendríamos tres tipos de familias:
Hay gente que piensa que los padres que no castigar son padres «dejados». A veces peyorativamente se les acusa de «modernos», «hippies», «blandos»… Nada más falso: son los que más apoyo dan a sus hijos y los que invierten más tiempo en su educación (que no en su vigilancia).
En el apartado «Padres más felices, hijos menos castigados» ya hemos anticipado cómo el clima familiar influye en los castigos. Trabaje para que el clima emocional de su hogar sea tranquilo y podrá eliminar los castigos.
Cuando a uno le piden ideas para un proyecto, se implica más que cuando se lo dan hecho. Lo mismo sucede con nuestros hijos: si les pedimos su ayuda para elaborar aquellas normas de convivencia que consideramos imprescindibles para nuestro hogar, es más fácil que las cumplan. Al fin y al cabo, son suyas también.
Si posibilitamos su participación en la construcción del modelo de familia y de persona que queremos, estamos facilitando educarles sin utilizar métodos punitivos.
Para ello es importante conseguir que haya un marco afectivo adecuado, que los hijos puedan expresar libremente sus opiniones y que toda la familia pueda participar activamente en los procesos de toma de decisiones que les incumben.
Quizás pensemos que somos muy generosos dándoles ese poder a nuestros hijos, cuando la verdad es que es un derecho que tienen y que casi nadie cumple, como queda reflejado en el artículo n° 12 de la Convención de los Derechos del Niño (véase más arriba).
Nadie es perfecto ni se pretende que lo sea. Los adultos en general y los padres en particular también pueden equivocarse y no pasa nada: se pide perdón y se intenta mejorar. ¡Cuántas veces habremos metido la pata con los compañeros de trabajo! ¡Cuántas veces nos hemos enfadado con un amigo o con un familiar! Pues eso, pedimos perdón e intentamos que no pase más. Ya sabe, rectificar es de sabios.
Los niños también pueden equivocarse y para eso les vamos a ayudar a que sepan pedir perdón y a mejorar.
El error debe ser visto como una oportunidad de mejorar y de aprender. Mientras veamos el error como un fallo intencionado de nuestros hijos o lo vivamos como un fallo de nuestra pedagogía, será muy difícil educar desde el respeto.
Los padres deben predicar con el ejemplo. Si no hay una coherencia de las normas impuestas con el estilo de vida de los padres, la cosa no funciona.
Puede que un padre opine una cosa y otro otra, pero no pasa nada porque los niños están acostumbrados a que las opiniones de todos se tomen en cuenta y sepan que su familia es democrática y que pueden expresar cada uno su parecer. El que el padre y la madre piensen diferente puede ser enriquecedor si entre todos se valoran cada una de las opiniones. Eso no es falta de coherencia.
El problema es cuando el padre le pide a su hijo que no fume cuando él tiene un cigarro en la mano, o que le grite por levantar la voz.
No obstante, si alguna de esas cosas se da, tal y como hemos dicho en el apartado anterior, hay que saber decir: «Me equivoqué y voy a intentar enmendarlo».
La legitimidad se da cuando los hijos e hijas otorgan a sus padres la autoridad para realizar su función. Es importante que ellos vean que los padres son los más capaces o los que más experiencia tienen para poder ejercer ese papel. Si su hijo piensa que usted no está legitimado para el cargo de padre-madre, debería trabajar ese tema (más adelante daremos consejos prácticos). Antes de intentar ejercer una autoridad, debemos conseguir que nuestros hijos nos otorguen legítimamente ese derecho. Eso se gana día a día demostrando que uno es el más indicado. Si somos los primeros que no cumplimos con las normas propuestas, ¿cómo van a legitimarnos?
Una educación sin castigos debe basarse en el respeto mutuo de todos sus miembros. Nadie tiene derecho a menospreciar o a faltar al otro. Si ello sucede, toda la familia debe activar las herramientas educativas que crea necesarias: consejo de familia, informar de las normas establecidas, uso del perdón, etc. El niño está aprendiendo, está construyéndose como adulto y como persona, y si falta el respeto a alguien puede que todavía no tenga adquirido ese valor. No tiene derecho a hacerlo, pero podemos comprender que todavía es pequeño y perdonar (si un niño de un año le dice «tonta» a la abuela, no lo vamos a tolerar, pero podemos entender que es demasiado pequeño como para saber el alcance de sus palabras). Pero los padres no deberíamos fallar en este aspecto, pues se supone que es un aprendizaje que ya tenemos hecho.
No obstante, si fallamos, no sólo hemos de saber pedir perdón, sino entender que nuestros hijos también pueden fallar con más frecuencia que nosotros. Si no, ¿cómo podemos castigarles por algo que nosotros hacemos más veces?
La empatía puede definirse como la capacidad de ponernos en el lugar de otro, intuir lo que puede pensar o sentir y actuar con la comprensión y la sensibilidad que eso requiere. Todo esto nos lleva a la idea de que no podemos juzgar las acciones de un niño sin saber las razones que le han llevado a realizarlas.
Todos los niños tienen una razón para obrar, aunque puede que sea equivocada. Si la adivina y ve que la razón es errónea, podrá educar a su hijo haciéndole ver que aquello es equivocado. En otros casos descubrirá que quizás su hijo tiene razón.
Empatía no es sinónimo de simpatía, pero tienen puntos en común.
Se puede educar sin castigar y lo cierto es que es muy fácil y menos cansado que estar imponiendo castigos y vigilando que se cumplan. Miles de familias en cada ciudad lo demuestran cada día sin grandes esfuerzos, incluso la mayoría explican cuán fácil les fue: esperaban que fuera algo difícil de conseguir y en poco tiempo lo lograron.
Nada mejor que las palabras de Jordan Riak para explicar esta sensación:
Lo ideal es que el niño nunca sea castigado por ninguna razón. Esto es lo que los padres pueden buscar y puede lograrse tan rápidamente que se sorprenderán de su poder parental. Los escépticos deberían saber que este ideal ya ha sido probado y demostrado en el «mundo real» y que puede ser logrado por cualquiera que comprenda lo suficiente y que tenga unas cuantas habilidades y un cierto cambio en actitudes con respecto al trabajo adecuado de niños y padres. Todo padre puede empezar hoy mismo a dar los pasos que lleven a ese ideal[12].
Sí, se puede educar sin castigar, y por lo tanto se debe, puesto que la balanza de las ventajas frente a las desventajas está totalmente inclinada hacia las primeras.
Creo que es malo educar sin castigar. Al fin y al cabo la sociedad es dura y mis hijos van a tener que vivir en ella. ¿No es mejor irles preparando para el mundo real, más agresivo y competitivo?
En primer lugar, se puede preparar para vivir en un mundo difícil sin tener que usar el castigo con los niños, de la misma forma que puede hacerles comprender el hecho de morirse sin matarlos. No hace falta experimentar algo para aprenderlo: entiendo lo duro que puede ser pasar por un cáncer y puedo ayudar a las personas que sufren en ese momento, pero gracias a Dios nunca he sufrido ninguno. Enséñele a su hijo cómo es el mundo real, sus normas; explíqueselas conforme tenga edad de saberlas y entenderlas.
En segundo lugar, quizás el mundo actual sea agresivo o poco tolerante, pero usted no sabe cómo será el que le toque vivir a su hijo. Mi madre (79 años) nunca pensó vivir en un mundo con tanta tecnología y tanto reciclaje. No la prepararon de pequeña para eso porque era impensable. A lo mejor a su hijo le toca un mundo de colaboración y mayor tolerancia, para el cual no le habrá preparado.
Y en tercer lugar, ¿no es mejor preparar a las nuevas generaciones para que cambien el mundo? ¿Por qué hacerles ser parte de un mundo con unos valores que no nos gustan? ¿Acaso le gusta la agresividad de este mundo? Pues eduque a sus hijos para que cambien el mundo. Creo que queda muy bien explicado en este pensamiento: «Desde que soy madre, escucho de continuo que no educo a mis hijos para defenderse en el mundo real, que es muy duro. Ante esta acusación sólo puedo declararme culpable; es cierto, educo a mis hijos para que sean constructores de nuevas realidades, más amables» (Carmen Ibarlucea).
Yo no castigo a mis hijos, pero a veces les digo alguna mentira pequeña para no tener que castigarlos y que se olviden del tema. Por ejemplo, este fin de semana le prometí a mi hijo (10 años) que iríamos al cine el sábado, pero por la tarde llegaron unos familiares a tomar café. Cuando mi hijo me dijo que debíamos ir al cine le contesté que me había enterado de que no estrenaban la película hasta mañana (domingo) y que ya iríamos entonces. Me pareció que era una forma de evitar complicaciones mayores. El problema fue que el domingo por la mañana, al ir a jugar su partido de fútbol, se enteró por un compañero de que ya la habían estrenado y ¡me montó una!
Ya ve que a veces es peor el remedio que la enfermedad. No hay que mentir a los niños. El refranero está cuajado de ejemplos: «Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo». Tarde o temprano se darán cuenta la mayor parte de las veces. Y si el niño es muy pequeño, que además capta la comunicación no verbal, o es usted muy bueno mintiendo o le va a pillar a la primera. A veces un padre habla y el niño le contesta: «¡Mentiroso!». Y el padre se ofende cuando lo que le estaba diciendo era un engaño.
Esto a la larga deteriora la confianza del niño y de sus padres, así como la confianza hacia el resto de personas. Piensan: «En un momento dado todo el mundo me puede engañar». Los niños que han sido lastimados de esa forma tienden a ver todas las relaciones como un negocio en el que, si puedo, te engaño para conseguir la mejor parte, y ven la honestidad y sinceridad de los otros como una debilidad que se puede explotar, tal y como ellos sufrieron.
Además, recuerde que los niños y los ancianos nunca olvidan una promesa. Si se compromete con ellos, cúmplalo o dígales la verdad.
En este caso, por ejemplo, se podría solucionar diciendo: «Cariño, habíamos quedado en ir al cine, pero han venido tío Pepe y tía Pepa a vernos. ¿Dejas que te cambie el día para mañana? Es que así me haces un favor a mí y otro a tus tíos». A veces, pidiéndoles las cosas por favor ya tienen bastante los niños de estas edades. Si no es suficiente, dígale que entiende su frustración y que buscará alguna forma de recompensarle su esfuerzo (o que él le ayude a pensar una forma). En nuestra sociedad el esfuerzo se compensa (no hace falta que sea algo monetario con los niños); por eso a los trabajadores que han hecho horas extras se las pagan; por eso si le hago un favor a mi vecina me regala un pastel… ¿Por qué no recompensar a su hijo por lo que está haciendo?
Barudy, J. y Dantagnan, M., Los buenos tratos a la infancia. Parentalidad, apego y resiliencia, Gedisa, Barcelona, 2005.
Cornelius, Helena y Faire, Shoshana, Tú ganas, yo gano. Cómo resolver conflictos creativamente y disfrutar con las soluciones, Editorial Gala, Buenos Aires, 1995.
González, C., Bésame mucho. Cómo criar a tus hijos con amor, Temas de Hoy, Madrid, 2003.
Jové, R., La crianza feliz. Cómo cuidar y entender a tu hijo de 0 a 6 años, La Esfera de los Libros, Madrid, 2009.
Juul, J., Su hijo, una persona competente, Herder, Barcelona, 2004.
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Unicef, Manual de aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño, segunda edición enteramente revisada (incluye un análisis detallado de la jurisprudencia del Comité de los Derechos del Niño), UNICEF, 2002.