Capítulo III

La infancia «normal»

Los niños no tienen pasado ni futuro, por eso gozan del presente, cosa que rara vez nos ocurre a nosotros.

Jean de la Bruyère

Imagine a unos padres que entran en la consulta diciendo: «Estamos desesperados porque Martina (de 6 meses) no come sola. Llevamos mucho tiempo enseñándole a coger la cuchara y a llevársela a la boca; y cuando quiere lo hace, pero la mayoría de las veces se tira la papilla por encima. Sabemos que nos toma el pelo porque si le das cualquier cosa sabe llevársela a la boca desde que tenía 4 meses, pero cuando debe hacerlo no quiere. Lo hemos probado todo: le pusimos un calendario y cada vez que la niña se llevaba la cuchara a la boca le poníamos un gomet (pegatina) de color verde y, si no, rojo. Pero no funcionó. Ahora, cada vez que no nos hace caso cuando le pedimos que coma sola, la dejamos reflexionar en su habitación sobre lo que nos hace y luego continuamos, pero tampoco funciona. La vecina nos ha dicho que lo mejor es un cachete a tiempo: que si se niega a hacerlo que le demos un cachete y ya veremos cómo cambia».

Estos imaginarios padres de Martina no saben que lo que hace su niña es normal a su edad, y por eso se preocupan. Pero nosotros sabemos que no se espera que los niños coman solos a los 6 meses y, si nos pasara lo que hemos explicado antes, no reñiríamos a Martina.

Pues bien, eso les sucede a muchos padres: que creen que sus hijos no quieren hacer una cosa cuando lo que ocurre en realidad es que aún no están preparados para ello. Son niños normales, pero se ven inmersos en terapias, en clases de refuerzo y en castigos y correcciones cuando lo único que hay que darles es tiempo.

Imagine que la profesora les dice: «Esta semana he enseñado a sumar a sus hijos; a partir de ahora, el que no lo haga bien es porque no quiere; que se espabile, que yo ya no le enseño más». Pues no le parecería bien. El proceso de aprendizaje puede ser más largo en algunos niños y hemos de insistir. El hecho de que un niño no haya aprendido a sumar en unas horas no quiere decir que tenga algún tipo de retraso o que deba recibir tratamiento. El tiempo y el niño ya dirán qué medidas educativas hay que poner en el futuro, pero no de manera inmediata.

Si usted sabe lo que es normal en la infancia, se evitará muchos disgustos con sus hijos. Debe trabajar para que cambien, pero en su justo momento y en la medida adecuada.

Los padres de Martina tienen el deber de educarla y enseñarle a comer, pero no a los 6 meses. Pueden empezar a esa edad, pero no deben exigirlo.

Los niños interrumpen

Hace un par de años una mujer acudió con su hijo a la consulta. Iván era un niño menudito, que iba a cumplir 5 años. En mi despacho hay una mesa para que los niños jueguen mientras hablo con sus madres, e Iván se puso a pintar.

La madre se sentó delante de mí y, muy molesta, empezó a contar que era imposible educar al niño, que se movía mucho, que no paraba en todo el día… Yo iba mirando de reojo al menor, que, calladito y sin apenas moverse, realizaba un dibujo. De hecho, llegué a pensar que eran dos gemelos y que se había traído al «otro», porque aquel niño no encajaba en la descripción. La madre continuaba su relato: que si no obedece, que si siempre está interrumpiendo, que si está molestando a todas horas… En aquel momento un lapicero rodó, cayó de la mesa y golpeó el suelo, por lo que tanto la madre como yo dirigimos la mirada hacia el niño. Iván vio que la punta del lapicero se había roto y, como se dio cuenta de que le mirábamos, me preguntó: «¿Tienes un sacapuntas?». En aquel momento su madre, colérica, protestó: «¿Lo ve? ¡Siempre interrumpiendo! ¡Siempre molestando!».

Iván era un niño normal, el problema es que su madre no lo sabía. De hecho, también me explicó que en casa era un diablillo, pero que en la escuela no tenían quejas de él. Y no me extraña, porque este mismo episodio de la consulta no habría llamado la atención de ninguna maestra.

Seguramente en muchos libros de educación infantil aconsejaban a la madre que el niño debía aprender a guardar turno, a contestar sólo cuando se le preguntase y otras normas de educación y convivencia muy respetables. Pero lo que no suelen decir estos libros es que estas cosas no puede asimilarlas un niño normal desde el primer día. Y que mientras las va adquiriendo hay que tener paciencia e insistir.

Para su madre, Iván había interrumpido la conversación sin pedir permiso, pero nadie más censuraría a un niño de 5 años por pedir un sacapuntas para su lápiz roto. Seguramente su madre le había educado para que pidiera permiso al hablar, pero a los 5 años es pronto para que lo hagan siempre. Normalmente hay que recordarles las cosas.

A una edad muy parecida a la de Iván yo había intentado educar a mis hijos para que dieran las gracias cuando alguien les regalaba alguna cosa. Me acuerdo de que una vez en el quiosco les regalaron una piruleta y tuve que recordarles: «¿Qué se dice?». Es normal que con estas edades (¡y con una piruleta delante!) se les olviden las normas de educación. Ahora ya son mayores y no se olvidan.

Está bien que la madre de Iván quiera enseñarle buenos modales, pero no que se los pretenda exigir a los 5 años o que piense que debe recibir una terapia a esa edad. Yo intentaba imaginarme las situaciones por las que habrían pasado madre e hijo en casa y aquello debía de ser desesperante. ¡Cuántas «rabietas» y cuántas «desobediencias» se habrían podido evitar sabiendo lo que era normal!

Los niños prefieren jugar

La madre de Óscar me llama por teléfono preocupada porque su hijo, que tiene 10 años, siempre prefiere jugar en lugar de hacer los deberes. Me pregunta:

—¿Será un vago de mayor?

Y yo le replico:

—¿Pero los hace o no?

—¡Claro que los hace! —me responde—, pero nunca los hace a gusto, siempre hay que recordarle que los tiene que hacer. No veo que disfrute haciendo los deberes.

La tolerancia hacia el niño normal ha ido eliminándose en los últimos tiempos, y la mayoría de la gente considera censurables cosas que son habituales (y saludables) en la infancia. Si su hijo de 10 años quiere jugar en vez de hacer los deberes, es normal. Una cosa es educarle para que aprenda una responsabilidad o para que se ponga a estudiar… pero que prefiera jugar no es censurable a los 10 años. Y si repasa el apartado dedicado al juego, verá que este es muchas veces más beneficioso que ciertos deberes.

En una encuesta realizada entre mis vecinos y amigos, prácticamente el cien por cien prefiere practicar un hobby o estar con su familia en lugar de hacer las tareas domésticas. Es normal. Otra cosa es que nunca las hagan y tengan la casa como una pocilga, pero entendemos que prefieran eso, ¿verdad? Seguramente la madre de Óscar también se queja a veces de tener que realizar las tareas domésticas y no disfruta mucho haciéndolas, pero no por eso la vamos a llamar vaga.

Si un niño acudiera a mi consulta porque quiere hacer deberes todo el día, me preocuparía más que si prefiere jugar. No castigue a su hijo por ello, ayúdele en lo que pueda y, según se vaya haciendo mayor, es probable que vaya cumpliendo con sus tareas sin rechistar si le hemos inculcado el valor del estudio, pero nunca le gustará realizarlas si se lo hacemos aborrecer.

Los niños no tienen noción del tiempo

Carlos, de 2 años, le pide a su madre que le alcance un juguete de la estantería. Su madre, que está terminando de hablar con una amiga por teléfono, le pide que se espere un momento. Al cabo de medio minuto Carlos reclama otra vez el juguete y su madre le dice que se espere un minutito, que ya se están despidiendo. A los pocos segundos Carlos estalla en una pataleta.

Los niños pequeños no tienen noción del tiempo. Para ellos la idea de que el tiempo es relativo es más cierta que para el resto. Si se lo están pasando muy bien, diez minutos son un suspiro, y si lo están pasando mal, el mismo lapso de tiempo es un largo suplicio. Si su hijo está jugando y usted le dice que le deja diez minutitos para que termine de jugar, cuando vaya al cabo de ese rato su hijo le dirá que ha pasado muy poco tiempo. Por eso, mientras son pequeños y no tienen la noción del tiempo, mejor sírvase de un reloj de arena, cronómetro o temporizador de cocina para que vean cómo pasa el tiempo extra que usted les ha dado.

En el caso de Carlos, su madre podría haberle puesto un reloj de arena y decirle: «Espera hasta que se vacíe y te lo doy». La espera habría sido más efectiva.

Hace unos años hice un cursillo para guiar y acompañar a personas ciegas. Como muchos ya saben, me dedico a la psicología en casos de emergencia, y las personas con algún déficit visual también son susceptibles de ser víctimas. Pues bien, lo primero que nos dijeron es que para estas personas el tiempo de espera en las salas de los hospitales es más duro que para los que podemos ver, ya que al no poder hacer nada (el sitio es desconocido, no pueden leer ni entretenerse…) se les hace muy larga la espera. Por eso, cuando se trata tanto de personas invidentes como de niños, intento ser muy puntual y no hacerles esperar.

Los niños se mueven

Stuart Brown, en su libro A jugar, recoge la siguiente historia sobre la vida de la bailarina Gillian Lynne, coreógrafa de las comedias musicales Cats y El fantasma de la ópera, entre otras. Esta historia es el resumen de una entrevista que mantuvo con sir Ken Robinson:

Lynne le contó que creció en Gran Bretaña en la década de 1930 y que era una estudiante terrible porque no se estaba quieta en la silla un segundo ni prestaba atención en las clases. «Supongo que ahora afirmarían que tenía TDAH, pero en aquella época este trastorno no se conocía», dice Robinson irónicamente.

El personal docente del colegio les dijo a los padres de Lynne que su hija tenía una discapacidad mental. Lynne y su madre fueron a ver a un especialista, que le preguntó a Gillian cosas sobre el colegio mientras ella se sentaba en la silla sobre sus manos para mantenerse quieta.

Veinte minutos más tarde el médico le dijo a la madre de Lynne que quería hablar con ella a solas en el pasillo. Antes de salir de la consulta, encendió la radio y cerró la puerta tras él. Desde el pasillo el médico exclamó: «¡Mire!», señalándole la ventana de la consulta para que viera lo que su hija estaba haciendo.

Gillian se había levantado y empezado a moverse al compás de la música. «Señora Lynne, su hija no está enferma, lo que ocurre es que es una bailarina», le aseguró él.

El médico le aconsejó que la inscribiera en una escuela de danza.

Cuando Gillian fue por primera vez a la escuela, se quedó encantada al descubrir una sala llena de jóvenes como ella, «unas personas que tenían que moverse para pensar», tal como Lynne lo describió. Siguió estudiando danza y llegó a ser la bailarina principal del Royal Ballet, y más tarde fundó su propia compañía de danza y acabó trabajando con Andrew Lloyd Webber y otros productores.

«He aquí a una mujer que ha contribuido a crear una de las producciones musicales más exitosas de la historia, que ha hecho que millones de personas se lo pasen la mar de bien y que además es multimillonaria», afirma Robinson. «Naturalmente, si ahora fuera una niña», añade, «seguramente le habrían recetado fármacos para calmarla».

El relato de Robinson acerca de Lynne trata sobre la fuerza y la belleza de vivir de acuerdo con quien es ella, esto es, de vivir una vida de movimiento y música. Si sus padres y profesores hubieran intentando que fuera ingeniera, Lynne habría sido infeliz y habría fracasado en la vida[8].

Los niños se mueven y necesitan moverse para aprender. Se ha comprobado que los niños que han sufrido largas hospitalizaciones o que han estado en orfanatos privados de movimiento presentan retrasos en diversas áreas de su desarrollo.

Pero los espacios hoy en día son reducidos, las casas son pequeñas, los parques para niños están vallados y ellos necesitan moverse.

Muchos padres me comentan que van cada tarde al parque y que, por lo tanto, sus hijos ya tienen espacio para moverse. Pero el parque está vallado; en algunos casos los metros cuadrados reservados para los niños son muy limitados.

Otros comentan que los fines de semana van al campo En primer lugar, los fines de semana sólo son dos días de siete a la semana. Y en segundo lugar, he visto muchas «excursiones» en las que se pronuncian palabras como: «Juanito, no corras», «Cuidado, que te vas a caer», «No te separes de papá y mamá, que esto es peligroso», «No subas al árbol»… Cada vez que vamos reduciendo el espacio tenemos niños más movidos. Curioso, ¿no?

Hoy en día los niños se ven obligados a pasar horas «sentados» en la escuela, y luego tienen que hacer deberes «sentados», y cuando juegan deben hacerlo sin mucho alboroto (no pueden correr por casa, mejor que hagan puzles…). Todo eso va a estallar algún día, porque el niño necesita explorar y moverse.

No hablamos en este apartado de los niños que presentan una hiperactividad exagerada, sino tan sólo de aquello a los que se les pide que no se muevan o que se «estén quietos». El crear y querer ese tipo de comportamiento en su hijo va a ser fuente de muchas rabietas y problemas de conducta.

Los niños «gritan»

El ser humano grita por muchas causas: miedo, alegría, enfado… Los niños también, y por los mismos motivos. Pero no nos referimos a eso, sino a que los niños tienen una voz más aguda que los adultos, y en cuanto hablan, juegan o hacen cualquier cosa, ese timbre suele machacar las cabezas adultas: «Baja la voz», «No grites», «¿Es que no puedes hablar normal?»… Pues no, los niños tienen ese timbre más agudo y «chillón» que enseguida se dispara más. Ya aprenderán a controlar la voz (y en la adolescencia se les cambia, quieran o no), pero exigirle a su hijo que no levante la voz o castigarle porque molesta por ello es una tarea inútil. Pídaselo si quiere, y a lo mejor lo consigue aunque sea sólo durante unos instantes, pero el hecho incuestionable es que los niños hacen ruido y hablan más alto de lo normal.

Otras características

Hay muchas más características que presentan los niños «normales» y que son motivo frecuente de consulta pediátrica y psicológica, pero que no revisten más importancia que la molestia que están causando a los padres. No me agrada que los padres no disfruten de la crianza de sus hijos por estas molestias, pero actuando éticamente no puedo poner en «tratamiento» a un niño normal.

El objetivo de este libro y de los capítulos siguientes no es hacer que su hijo haga lo que usted quiera y cuando quiera, sino evitar rabietas y conflictos mientras le educa.

Algunas preguntas: un caso para reflexionar

A diferencia de otros capítulos, en este apartado voy a exponer un caso que da pie a reflexionar sobre muchos temas, y no sólo sobre el que le respondí a la madre.

Estaba en casa de una conocida mía cuando esta me preguntó: «Oye, Rosa, tú que eres psicóloga [esto me lo suelen decir muchas madres cuando quieren algún consejo sobre sus hijos], ¿qué puedo hacer para que Jordi (12 años) acuda a la primera cuando le llamo?». Y acto seguido llama a su hijo: «¡Jordi! ¡Ven a la cocina!». A lo que el niño responde: «¡Un momento, mamá!». Al cabo de un momento su madre vuelve a insistir: «Jordi, ven a la cocina, que ya ha pasado un momento». Y Jordi contesta: «Sí, ya te oí, es que estoy acabando una cosa, un momento». Al cabo de otro momento, otra intentona de su madre, y el niño le responde de nuevo: «Ya voy, en dos minutos». Pasados los dos minutos, su madre me mira y me dice: «¿Qué te parece? Ahora debería castigarle, ¿no?».

No voy a empezar por los consejos que le di a la madre, sino con un par de reflexiones.

En primer lugar, muchos niños hacen lo que han visto. Yo estoy cansada de ver a esta vecina haciendo esperar a su hijo desde que este era pequeño. «Mira, mamá, ven a ver lo que he hecho»; «Un momento, hijo, que acabo de hacer las camas». «Mamá, mira cómo salto»; «Espera un momento, que estoy hablando por teléfono»; «Mamá, ven a ayudarme a pintar»; «Ahora no puedo, que estoy recogiendo la cocina»…

Muchos niños aprenden que cuando uno está haciendo algo, los demás deben esperar; por lo tanto, cuando ellos tengan algo que hacer, los adultos deben aguardar un rato.

El hecho de que esperemos a que alguien termine de hacer algo para que nos atienda no me parece censurable; el problema es que no les enseñamos a que eso no es aplicable cuando lo que se nos pide es importante. Para un niño es más importante pintar que hacer las camas, recoger la cocina o hablar por teléfono; por lo tanto, la idea de «importancia» no queda reflejada en él. Y de más mayor va a permitir que todo lo demás vaya por detrás de su «ocupación».

Cuando eduque a su hijo, explíquele lo que se espera de él y por qué. A veces, el ejemplo que damos a nuestros hijos al acudir cuando nos llaman mientras son pequeños favorece que ellos también lo hagan cuando sean mayores. Con el tiempo ya aprenderán que hay momentos en que se debe esperar, dependiendo de la prioridad del asunto.

En segundo lugar, hay que explicar que estos comportamientos son típicos en aquellos niños cuyos padres manifiestan una gran hiperactividad (trabajan mucho y muchas horas) y muestran un déficit de atención hacia sus hijos. Los hemos visto a nuestro alrededor en conocidos, en series televisivas y en la gran pantalla: son padres ocupadíiiiiiiiiisimos que casi no ven a sus hijos y que, cuando se encuentran con ellos, están más pendientes de otras cosas que de su familia. Dé tiempo a sus hijos y recibirá tiempo. Dé atención y recibirá atención.

Pero usted me preguntará: «Bueno, ¿y qué le dijo a la madre de Jordi?».

En primer lugar, lo mismo que le diría si hubiera llamado a su marido o a mí misma si estuviera en otra habitación de la casa: las cosas se piden por favor. En segundo lugar, hay que explicar el motivo por el que se llama a alguien y se le interrumpe. Y en tercer lugar, si es algo que le interesa a ella, debe ir a pedirlo ella; al fin y al cabo, hay tanta distancia desde la habitación de su hijo a la cocina como desde la cocina a la habitación de su hijo.

Veamos la aplicación práctica de todo esto:

Para saber más

Faber, A. y Mazlish, E., Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y cómo escuchar para que sus hijos le hablen, Medid, Barcelona, 1997.

Ginott, H. G., Entre padres e hijos, Medici, Barcelona, 2005.

Honoré, C., Bajo presión, RBA, Barcelona, 2008.

Juul, J., Su hijo, una persona competente, Herder, Barcelona, 2005.

Merieu, P., El Frankenstein educador, Alertes, Barcelona, 2003.

Resumen