Capítulo XI

Límites, normas, hábitos y rutinas

El ejercicio responsable del rol adulto hacia la infancia no consiste en fabricar la persona ideal que queremos que sea mañana ni tampoco de abandonarlo a su suerte frente a estímulos y vivencias que aún no le corresponden vivir.

Jesús Vilar[49]

Poniendo límite a la palabra «LÍMITE»

No debemos limitar a los niños. Al menos no deberíamos usar la palabra «límite» para definir la acción de educar a un niño o de enseñarle unas normas de convivencia. Confundimos palabras y conceptos.

Los niños no necesitan límites. No son animales peligrosos a los que haya que ponerles una cerca. Son personas que pueden tener conductas no deseables, es cierto, pero eso no se arregla poniendo límites, sino dando normas de convivencia, valores y modelos.

No me gusta la palabra «límite». Si mañana usted ve un cartel anunciando una conferencia con el título «Cómo poner límites», dará por supuesto, como todo el mundo, que trata sobre educación infantil. A nadie se le ocurre pensar que pueda ser sobre las restricciones de velocidad en la entrada de las grandes ciudades. Y es que los adultos no nos limitamos: actualmente la palabra «límite» sólo se utiliza en niños y en animales (y en estos últimos ya se pone en entredicho).

Nadie en su sano juicio va diciendo que «limita» a su pareja, y si lo dice, la que queda mal es esa misma persona, a la que el resto tachará de dictatorial. Es cierto que en las parejas tenemos normas de convivencia (no límites) y, como nos queremos, intentamos no saltárnoslas. Lo que hace que una pareja sobrepase el límite suele ser la falta de amor, no que uno de los cónyuges sea más duro o menos. En las empresas no está bien visto que un jefe diga que limita a sus empleados, pero seguramente hay unas normas y deberes que cumplir.

Hoy en día los niños parecen una «sociedad limitada» porque sólo a ellos se les aplica la palabra «límite». Y a los niños no se les debería imponer límites. Usted no quiere un hijo limitado, sino alguien que aprenda a convivir y sepa comportarse con las normas que se establezcan en una casa o en la sociedad.

Deberíamos erradicar la palabra «límite» del vocabulario de la pedagogía infantil. En primer lugar porque no se ajusta a lo que se pretende decir. Según la Real Academia Española, el límite es un fin, un término. En realidad hay más definiciones, pero la que se ajusta de alguna forma a la educación es esta. No hay más; en ningún lugar pone: forma de educar en la que los niños deben aprender a comportarse.

No, no hay nada de esto. Utilizamos una palabra que significa una cosa para explicar otra.

En segundo lugar, aunque la acepción de la palabra fuera la correcta, debemos evitar un vocablo que sólo se utiliza con niños y que tiene una clara carga peyorativa. Hace unos años la psicología aceptó la palabra «histérico/a» para designar un tipo de personas. Pero la palabra era peyorativa para las mujeres («histeria» viene del griego «útero»), y ahora eso ha cambiado. Quizás podamos hablar de lo mismo, pero con unas palabras más amables hacia cierto colectivo.

Lo mismo sucede con «límite». Alguien me dirá que «límite» y «norma» pueden ser lo mismo. Seguramente, pero hay una diferencia de cara al niño: cuando decimos: «Este niño no tiene límites», el que queda mal es el niño. Cuando decimos: «Este niño no tiene normas de comportamiento», los que quedan mal son los padres. Y, claro, eso no nos gusta a los adultos.

El hecho de utilizar una palabra u otra supone una gran diferencia a nivel semántico. Quizás podamos estar hablando de lo mismo, del mismo concepto, pero la palabra no es la adecuada.

Además, la actitud de poner límites no es educativa. Imagine por un momento que un niño roba en clase e insulta a sus compañeros. Alguien dirá: «No tiene límites, hay que ponerle unos límites claros». Pues no. Lo que no tiene el niño es el valor de la honradez y del respeto hacia sus compañeros, y tampoco las normas de comportamiento y de convivencia adecuadas. Si creemos en esto, trabajaremos para que aprenda estas enseñanzas. Y si las aprende es difícil que se las salte.

En cambio, si pensamos que es un problema de límite, tan sólo castigaremos o censuraremos su comportamiento. Puede que con esto el niño deje de robar o de insultar, pero no porque haya aprendido unos valores, sino porque tiene miedo al castigo y a las consecuencias. En cuanto no tenga miedo o se sienta seguro, lo volverá a hacer.

Por eso, en este capítulo no utilizaremos la palabra «límite», sino que vamos a cambiarla por otras que sí tienen ese significado realmente, que no hacen quedar mal a nadie y que ayudan a educar. Mucho mejor, ¿verdad?

Actitudes, valores y normas

Educar a un niño no es hacerte aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía.

John Ruskin

Hace ya unos cuantos años, en las escuelas españolas —al igual que en muchas otras en todo el mundo— se dieron cuenta de que era bueno valorar no sólo los conocimientos de los niños sino también «las actitudes, valores y normas». Si se fija, no pusieron la palabra «límite» en ninguna parte: no se valora si el niño tiene límites o no, sino si tiene adquiridas unas normas, unos valores… Y esa es la clave. Por eso este apartado lo hemos titulado así.

Creo que lo primero que habría que hacer es definir cada concepto:

Bien, una vez explicada la nomenclatura, hay que recordar que el trabajo con niños consiste en inculcarles valores y normas de comportamiento o de convivencia (no límites) y que el modelo de actuación de los padres y sus actitudes ayudan mucho a que los niños los capten adecuadamente.

Yo no robo, no porque mis padres me impusieran un límite, sino porque me inculcaron el valor de la honradez y porque ellos siempre tuvieron una actitud honrada, y a través de ese modelo yo aprendí.

Yo no bebo (alcohol, se entiende). No fue porque mis padres me pusieran un límite o me castigaran si alguna vez de joven llegué con una copita de más, sino porque me enseñaron el valor de una vida sana, y con sus actitudes hacia la bebida (mis padres no bebían) y su modelo entendí que yo no debía beber porque no era bueno.

Los niños necesitan que sus padres les ofrezcan y enseñen buenas actitudes, valores y normas.

Hábitos y rutinas

Si atendemos a su definición, existe poca diferencia entre las dos palabras. Según la Real Academia Española, rutina es un hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas. Y hábito es un modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por conductas instintivas. Si nos fijamos, ambos términos se definen como maneras de comportarse (costumbre o modo especial de proceder o conducirse) que se adquieren por repetición y práctica.

En pedagogía y psicología infantil añadimos mayor contenido a las definiciones: hábito es un acto en concreto (el hábito de leer, el hábito de estudiar…) y rutina es cuando se siguen unos pasos pautados para hacerlo (hay gente que cada mañana sigue la misma rutina: primero se levanta, luego va al baño, después se ducha, se viste, hace el café…; es su rutina para empezar el día). No decimos: «Tengo la rutina de leer», porque no siempre lo hacemos de la misma forma (a veces leemos en la cama, otras en el sofá…), y lo mismo sucede con el estudio. En cambio, a los pasos que seguimos para acostar a los niños (bañarlos, darles de cenar, contarles un cuento, etc.) se les llama rutinas porque se siguen los mismos más o menos cada día.

¿Son buenos los hábitos? ¿Para qué sirven?

Hay hábitos buenos, como lavarse los dientes después de comer, y hábitos malos, como morderse las uñas o fumar. Los malos deben erradicarse y los buenos fomentarse.

¿Para qué sirve un hábito? Pues para que lleguemos a hacer las cosas desagradables que son beneficiosas y que, si no fuera de esta manera, no las realizaríamos.

En 1847 el doctor Semmelweis descubrió que las muertes de las parturientas debidas a infecciones (fiebre puerperal) bajaban en picado si los médicos, antes de atenderlas, se lavaban las manos, cosa que en aquella época no se hacía con frecuencia (por lo que contagiaban a sus pacientes en cuanto las tocaban). Pidió a sus compañeros que lo cumplieran durante un tiempo y, aunque la medida se probó como eficaz, lo dejaron de hacer porque «era muy pesado».

Y es que lavarse las manos tantas veces es algo que a mucha gente le cuesta (a no ser que seas un obseso compulsivo de la limpieza). Por eso, como es una cosa buena pero resulta «desagradable» de cumplir, se debe instaurar como un hábito, tal y como hicieron los médicos más tarde. De hecho, tengo un amigo médico que un día festivo entró un momento en su consultorio para buscar un libro y antes de salir se lavó las manos. Se puso a reír y me dijo: «Estoy tan acostumbrado a lavarme las manos cada vez que hago algo en el consultorio que ahora sin pensar he hecho lo mismo». Bien, eso es un hábito.

El problema de los hábitos es que se hacen sin pensar y no dan ningún placer, con lo cual aprender las cosas de esa forma me parece muy aburrido. ¿No cree que es mejor enseñarle primero a su hijo el amor por el estudio, antes de instaurarlo como un hábito? Si consigue que a su hijo le guste estudiar, seguramente continuará estudiando más allá de lo obligatorio, pero si lo instaura como un hábito nunca disfrutará mientras aprende.

Mis padres no me inculcaron la higiene como un hábito, sino como un placer: el gusto de ir limpio. De esta manera, la mayor parte de los días disfruto cuando me arreglo y aseo para salir, cosa que mucha gente hace a desgana porque lo tiene como un hábito: algo que hay que hacer, sin saber bien por qué, y por eso no le encuentran la gracia.

Para las cosas «desagradables» pero que son beneficiosas para nosotros, intente que su hijo las vea como algo positivo y fomente su amor por ellas. No lo instaure como un hábito si puede hacerlo de otra forma.

Hay dos cosas que nunca deberían ser instauradas como un hábito:

A veces los padres fuerzan a sus hijos a que se acostumbren a ir por la calle atados a una sillita de paseo cuando el niño lo que quiere es salir. Y cuando de mayor quiere ir en sillita, le riñen porque debe ir andando. Siempre que vaya a instaurar un hábito pregúntese antes: ¿esto lo hacemos normalmente los adultos? Porque a lo mejor no vale la pena obcecarse demasiado en el tema.

¿Son buenas las rutinas? ¿Para qué sirven?

Las rutinas son una buena forma de hacer las cosas sin olvidarse de algún paso importante. El otro día observé lo que hacía la cajera del súper cuando le pagué con la tarjeta. La pasó por la máquina, se la guardó en su mano izquierda mientras que con la derecha acababa de teclear algo y, cuando sacó el comprobante de la visa, cogió el tique de la compra y lo puso encima de la visa y me lo devolvió todo junto. Al día siguiente igual. Y al tercero le pregunté: «¿Por qué no me devuelves la visa, una vez pasada, en lugar de guardártela en la mano?». Y me dijo que su rutina era esa; siempre lo hacía así y de esta forma se aseguraba de que no se olvidaba de darme ninguna de las tres cosas: tarjeta, comprobante y tique. Bueno, pues para eso sirven las rutinas, para evitar los olvidos o hacer las cosas en un determinado orden que nos va mejor.

¿Hay que inculcar rutinas para dormir? No para dormir, sino para que no nos olvidemos nada a la hora de dormir. En mi caso, una vez puesto el camisón, me lavo los dientes y me limpio (o desmaquillo) la cara, pero mi amiga suele lavarse los dientes cuando aún está vestida (para no salpicarse el camisón) y luego se pone el camisón para dormir. Hacerlo así no nos ayuda a dormir antes ni mejor, sino sólo a no olvidarnos de hacer algo.

También nos anticipan lo que va a venir. Es decir, yo ya sé que cuando mi cajera tiene la visa en la mano me la va a devolver, pero si un día veo que hace algo raro (guardarla en su bolsillo) me extrañaré y le preguntaré por qué lo hace, ya que no sé qué final va a tener aquello.

Cuando a su hijo le inculca una rutina para dormir, pregúntese en primer lugar si aquello tiene mucho sentido y si las personas cabales lo harían así. ¿Usted duerme en una cama con barrotes y abrazado a un muñeco de goma? No, ¿verdad? Pues, ¿por qué enseña a dormir a su hijo de tal manera? Piense que su hijo va a tener que hacer el esfuerzo cuando sea mayor de olvidar la mayor parte de las cosas que le enseñe ahora.

En segundo lugar, si a su hijo no le es agradable la hora de ir a dormir porque sabe que se separa de sus padres, ¿cree que el hecho de anticipárselo va a conseguir que vaya más tranquilo a la cama?

En general, las rutinas pueden simplificar el procedimiento a la hora de hacer algunas acciones, pero no consiguen que las mismas se realicen más a gusto. Hay gente que abusa de las rutinas, y a la larga una vida rutinaria es muy aburrida y tediosa. Hay que romper de vez en cuando las rutinas. La vida es mejor y más feliz.

Algunas preguntas

Mi hijo de 9 años lee muy poco. Es como si no le gustara leer. Cuando le mandan algún libro para leer en el colegio, nos cuesta que lo lea. ¿Cómo le inculco el hábito de la lectura?

La lectura no puede ser nunca un hábito. Debe ser un placer, un goce, el gusto por la lectura.

En primer lugar, es difícil inculcar un gusto por la lectura cuando sólo lee libros que le mandan en el colegio. Quizás haciéndole ver a la señorita que de vez en cuando les debería dejar elegir el libro, nos ahorraríamos algún sufrimiento.

Pero si vamos más allá del entorno escolar, podemos darle algunas orientaciones: vaya a comprar libros con él, que los elija; no importa de lo que sean, incluso los cómics fomentan la lectura (hay padres que todavía ven el cómic como un género literario de segunda); incrementen el número de horas que leen todos en casa, para que el niño los vea leyendo.

El libro no sólo sirve para leer, sino para imaginar y aprender: vaya a visitar lugares parecidos (o los mismos) que se relatan en el libro; busque información complementaria sobre algún aspecto; cree juegos sobre el libro (buscar palabras, crucigramas, sopas de letras…); hagan representaciones teatrales o propóngale que le explique el argumento del libro a alguien (a mamá, a la abuela); es decir, que cada libro sea fuente para el niño de placer y diversión. Con el tiempo le encantará leer y lo pedirá. Una vez llegado a este punto, podrá pasar a reducir las actividades complementarias, ya que con el solo placer de la lectura y la imaginación le será suficiente. No le obligue a leer, y menos si es algo que no le gusta. Eso mata al buen lector.

Tengo un alumno de 3 años que pega a veces a sus compañeros de clase. Tiene que aprender que hay un límite y que no puede hacer eso. ¿Cómo le marco el límite? ¿Es bueno ignorarlo en el momento en que lo hace?

¡Claro que no puede hacer eso! Los otros niños no tienen que sufrir los maltratos de un compañero. Y usted como educadora debe ayudarle. Pero no poniéndole límites.

Imagine que cada vez que pega a un compañero le amonesta con frases del tipo: «Eso no se hace». ¿Cómo podrá actuar la próxima vez el niño cuando un amiguito le quite el cochecito? Pues si no le enseña nada más o le ignora, poca cosa va a conseguir. Bueno, sí, el niño sabrá que a usted no le gusta y como mucho intentará hacerlo cuando no le vea.

Lo primero que debemos saber es por qué ha hecho eso; porque si un compañero le ha quitado algo quizás deberíamos solucionar el problema primero y luego, con el niño ya calmado, explicarle que la próxima vez debe acudir a la señorita si tiene un problema.

Cuando el niño entienda por qué no puede pegar, puesto que usted le habrá enseñado normas de convivencia en lugar de límites y le habrá dado formas de actuar más aceptables para solucionar un problema, seguro que cambia.

Enseñe las normas de convivencia, no sólo a él sino a toda la clase, poniendo a los niños en diversas situaciones y pidiéndoles que expliquen qué harían en esos casos; así podrán ver cuál es el comportamiento que más les gusta a todos, tanto si lo hacen como si lo reciben.

De todas formas, el hecho de que un niño de 3 años pegue no es excesivamente alarmante, aunque creo que no debería hacerlo y me parece mal por los compañeros que lo sufren.

Pregunte a maestras «de toda la vida» de parvulario e infantil cuántos niños han conocido que a los 3 años pegaran o mordieran y seguro que le dirán que muchos. En cambio, si luego pregunta en el mismo colegio a las maestras de niños más mayores cuántos han tenido que mordieran o pegaran, le dirán que pocos. Y es que un niño de 3 años es muy instintivo todavía en sus respuestas (como los animalitos) y cuando una cosa no le gusta araña, pega o muerde, como harían muchos animales. Con el tiempo aprende otras formas de demostrar su disgusto (insultar, ignorar, etc.). Es raro que haya niños de 10 años que se arañen o muerdan; en cambio, es muy frecuente cuando sólo tienen 2 años. Intente, en beneficio del resto de sus compañeros, que el correcto aprendizaje se produzca cuanto antes y trabaje con el niño.

Para saber más

Cornelius, Helena y Faire, Shoshana, Tú ganas, yo gano. Cómo resolver conflictos creativamente y disfrutar con las soluciones, Editorial Gala, Buenos Aires, 1995.

Davis, Martha, Mckay, Matthew y Eshelman, Elizabeth R., Técnicas de autocontrol emocional, Martínez Roca, Barcelona, 1985.

Faber, A. y Mazlish, E., Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y cómo escuchar para que sus hijos le hablen, Medid, Barcelona, 1997.

—, Padres liberados, hijos liberados, Medid, Barcelona, 2003.

Ginott, H. G., Entre padres e hijos, Medid, Barcelona, 2005.

Grose, M., Grandes ideas para educar sin discutir, Plaza, Barcelona, 2002.

Honoré, G, Bajo presión, RBA, Barcelona, 2008.

Rodrigáñez, C., «Poner límites o informar de los límites», 2005 (texto inédito, se puede consultar en www.casildarodriganez.org/varios.php).

Resumen