El día del funeral de mi madre, Joey tuvo que romper el hielo del lavabo para que pudiera lavarme la cara. Luego tuvo también que peinarme, ponerme el vestido de los domingos, hacerme los nudos de las botas y meter mis dedos rígidos en los viejos guantes de lana de Abuela Peck.
En ese tiempo a mi hermano le tocó hacer mucho por mí. Yo no podía moverme, no podía hablar, ni siquiera pensar. Después del funeral, pasé días sentada en la cama sin apartar la mirada de una mancha de moho de la pared. Tenía doce años.
Abuela Peck se había marchado el verano anterior y creo que fue entonces cuando mamá se rindió. Aunque nunca había sido una mujer fuerte, después de enterrar a la abuela, mamá se volvió un espectro. Primero desapareció la risa, después dejó de cantar y por último se apagaron los cuentos y todo lo demás. No recuerdo haber oído a mi madre proferir un solo sonido durante el mes antes de morir.
Eliza Peck estaba allí encerrada en alguna parte, pero nos era imposible dar con ella.
Supongo que eso explica que Joey estuviera tan preocupado por mí y que me llevara con él al Gaudy. Quizá crean ustedes que los music halls son el último sitio donde desearían que su hermana encontrara trabajo, pero él sabía que allí estaría ocupada.
El primer día pensé en la mancha de moho de la pared de mi cuarto. Me recordaba a la constelación de pequeños lunares negros repartidos sobre el párpado y sobre la mejilla derecha de Swami Jonah. El viejo mago me aterró cuando nos presentaron, aunque debo decir que lo más exótico de Swami Jonah era el curioso acento de Liverpool que utilizaba cuando no estaba sobre el escenario.
Y es que así es como funciona: en los music halls nada es lo que parece. Eso es algo que se aprende enseguida, o al menos así debería ser.
Ahora me doy cuenta de que no siempre estuve atenta, pero es que estaba ocupada creándome una nueva familia, por así decirlo. Descubrí entonces que la diferencia entre mamá y yo era que a mí se me da muy bien cerrar puertas en mi cabeza y mantenerlas cerradas. Todavía tenía conmigo a Joey y muy pronto llegaron otros… y todos nos mecíamos en el Paraíso a orillas del Támesis.
Debió de ser duro para un muchacho como Joey ejercer de madre, de padre… de todos. Mi guapo y mimado hermano se las daba de gallito del corral, pero en aquella época apenas era poco más que un niño —tenía quince años— y de pronto se encontró a cargo de dos vidas. No es de extrañar que todo saliera tan mal, ni que sea yo, y no él, quien esté sentada aquí ahora.
Pero eso es el final, o al menos el final de una parte de lo ocurrido. Y este es el principio…