Nos quedamos de pie junto al pozo del Patio de Curtidores. Volviendo atrás la mirada, lo que mejor recuerdo son los colores: el verde, salpicado de repentinos chorros de un deslumbrante naranja y oro estallando como cohetes en la noche de Guy Fawks. Supuse que algo tenía que ver con la pintura y con todos esos fluidos médicos que Chaston utilizaba para elaborar su Dorado de Sicilia.
El patio empezó a llenarse de humo y, aunque me irritaba ya los ojos y se me metía hasta el fondo de la garganta, yo seguía pegada a las piedras del suelo. Era incapaz de apartar la vista de las vigas del tejado del viejo almacén, que seguían ardiendo contra el pálido cielo del amanecer. Lucca recogió nuestras botas, me tomó la mano y me arrastró hasta el callejón. Cuando salimos a la dársena, por fin respiramos aire limpio.
—¿Cómo has entrado? ¿Cómo me has encontrado? —Mis palabras salían en entrecortados jadeos.
—Oí tu voz… y también las de las demás. —Tosió y se limpió la boca—. El pozo… los sonidos parecían reverberar desde la piedra. Me asomé a mirar y vi que había unos escalones de hierro adosados a la pared, así que decidí bajar un poco por él. Pero no es un pozo, Kitty, sino una especie de chimenea con pasadizos que llevan a los almacenes del patio. Una vez dentro te oí hablar claramente, y por eso reconocí la abertura por la que debía meterme. Y entonces le oí.
»El pasadizo desembocaba en las bóvedas que estaban debajo del almacén de Rosen. Creo que debió de haber un lar de fuego en su día. Me escondí entre las sombras, le vi llevarte arriba y le seguí. Chaston estaba demasiado ocupado con sus preparativos para reparar en mí cuando me oculté detrás del lienzo y me fue fácil esconderme allí, en las sombras, mientras pensaba qué hacer.
Me quedé callada durante un instante.
—¿Y le disparaste?
Lucca clavó la mirada en el agua negra del Limehouse Basin.
—No era mi intención. Al final fue un acto de piedad, incluso aunque fuera realmente un Verdin.
No dije nada, pero sabía que decía la verdad. No creo que pueda olvidar nunca el sonido que Edward Chaston hizo cuando la pintura y las llamas le consumían.
—¡Fuego!
El grito de alarma nos alertó de golpe. Oímos más gritos y silbatos cuando más voces dieron la alarma, seguidas del fragor de pesadas botas de trabajo tronando contra la piedra al tiempo que los hombres corrían hacia las llamas. También nosotros corrimos, aunque en la dirección contraria, rodeando la dársena y encogiéndonos en las sombras para ocultarnos de los hombres que corrían hacia el fuego.
Agazapados detrás de unas escaleras de madera junto a uno de los almacenes, agarré a Lucca del brazo.
—Tengo que ir al Palacio. Debo contarle a la Señora que todo ha terminado. He hecho lo que ella quería.
En algún lugar a nuestra espalda, hubo una inmensa explosión a la vez que la brillante carcasa en llamas del almacén de Rosen se derrumbaba sobre sus propios secretos.
Lucca asintió, me tomó la mano y huimos de allí juntos.
El cielo clareaba cuando aporreé las puertas, gritando su nombre. Lucca intentó detenerme, pero yo seguí golpeando hasta levantarme la piel de los nudillos.
—¡Devuélvame a mi hermano! —También eso grité, una y otra vez, pero el humo me había dejado la voz quebrada y ronca. Muy pronto ya solo pude articular las palabras sin voz alguna.
Sentí el peso del brazo de Lucca sobre los hombros. Me obligó a darme la vuelta para mirarle.
—Tienes que poner fin a esto, Fannella. Es obvio que no va a dejarte entrar.
—¿Por qué no? —Me ardían los ojos, pero no a causa del fuego—. He hecho todo lo que ella quería.
Se oyó un chasquido a mi espalda y las puertas del Palacio por fin se abrieron.
Pero no era Lady Ginger quien nos miraba desde dentro. Había enviado a uno de sus viejos chinos y esta vez le acompañaban un par de marineros persas de tez oscura y pechos como barriles.
El chino se adelantó, arrastrando los pies, dejó un objeto negro en los escalones y saludó con una inclinación de cabeza, primero a mí y luego a Lucca.
—La Señora lo sabe todo y está agradecida.
Eso fue todo lo que dijo con su peculiar voz, fina y aguda. Después se metió la mano en la manga como la última vez y se arrodilló para dejar un cuadrado de papel sobre el escalón. Me fijé en que en ningún momento apartó de mí sus entrecerrados ojos negros. Enseguida se levantó, volvió a saludar con una inclinación de cabeza, se volvió de espaldas y empezó a caminar pesadamente hacia el interior de las puertas.
—¡Agradecida! ¿Eso es todo lo que tiene que decir la vieja zorra? Pues yo tengo muchas cosas que decirle.
Lucca me agarró de la manga y quiso tirar de mí, pero subí corriendo los escalones e intenté abrirme paso empujando al chino para entrar al vestíbulo.
—¡Estoy aquí, Joey! —Seguí gritando su nombre como si le tuvieran prisionero allí dentro. Pateé y me revolví mientras los silenciosos persas cerraban filas y me bloqueaban la entrada. Desde la lejanía me oí gritar, escupir y maldecirles como un gato callejero mientras ellos —amable aunque firmemente— me obligaban a salir y me llevaban hasta el escalón.
La puerta se cerró en mis narices y me derrumbé en las escaleras. Un timbre empezó a resonar en mi cabeza. El sonido palpitaba y tintineaba de tal modo que me encogí sobre mí misma y me tapé los oídos para bloquear el dolor. Luego perdí el conocimiento.
Cuando me desperté estaba en la cama de Lucca. El sol entraba a raudales sobre las raídas mantas, y justo encima de mí una gorda mosca azul zumbaba en el cristal del ventanuco, golpeteándolo una y otra vez hasta caer exhausta sobre la almohada. La sacudí con la mano y me senté. El repentino movimiento me hizo soltar un grito y volver a tumbarme. Tenía la cabeza como si me la hubiera partido por la mitad. Lucca estaba encorvado en la otra punta de la cama, mirándome. Se abrazaba las rodillas y tenía los estrechos hombros a la altura de las orejas. Se había apartado el pelo de la cara y se lo había recogido sobre la nuca como uno de esos viejos marineros de los muelles. Me recordó a una lechuza.
—¿Cuánto… cuánto rato he dormido?
Me costaba hablar. Tenía la boca seca y me ardía la garganta.
—Seis horas. Y no es suficiente. Necesitas descansar. Intenté bajar de la cama, apartando a un lado la maraña de mantas.
—No. Tengo que verla. Tengo que contarle que todo ha terminado antes de que sea demasiado tarde. Joey. —No tienes que hacer nada, Fannella.
Lucca me dio un cuadrado de papel. Lo desplegué e intenté dar sentido a las negras y sinuosas líneas. La cabeza me dio vueltas a medida que el texto fue tomando cuerpo despacio ante mis ojos. La elegante letra de Lady Ginger caracoleaba sobre la página.
Señorita Peck:
Esta noche he sido sabedora de que has concluido tu parte de nuestro reciente acuerdo comercial. Te escribo para liberarte de tus obligaciones y para asegurarte que recibirás toda la recompensa previamente acordada.
Joseph Peck está a salvo y, si es ese tu deseo, te reunirás con él. No acudas a mí. Cuando sea el momento, yo te lo haré saber.
Tu contrato para que actúes en mis teatros ha quedado rescindido. El señor Patrick Fitzpatrick será debidamente informado de ello.
Había un floreo ilegible al pie de esas líneas —supuse que era su firma—, seguido de una posdata.
Quizá sea de tu interés saber que tus colegas, la señorita Margaret Worrow, la señorita Polly Durkin, la señorita Anna March y el señor Daniel Tewson, han sido también plenamente remunerados por su parte en este asunto. Como tú, tampoco ellos volverán a mencionarlo jamás.
—No puedes ir sola, Fannella.
Lucca volvió a hacer girar su sombrero y tiró distraídamente de la banda deshilachada.
—Tengo que hacerlo. Eso es lo que decía el mensaje. Y esta vez no quiero que me sigas. —Miré el agua lisa y gris como la piedra. Es curioso: el Támesis nunca es el mismo dos veces, o no del todo. A veces es verde y arremolinado; otras, las olas de color turbio marrón fangoso lamen y bañan las piedras. A veces es amarillo, bordeado de una espuma de sucio encaje cremoso y a veces, aunque no a menudo, es azul plata y está veteado de pequeñas olas de luz.
Vi pasar flotando junto a la base de las escaleras la tapa de madera de una vieja caja de embalaje. Tenía unas extrañas letras en un idioma extranjero estampadas en diagonal en rojo y junto a ellas había el dibujo de una cabeza de perro, o quizá fuera un zorro o un lobo.
La tapa quedó prendida en un pequeño remolino de hierbajos y pequeñas ramas. Dio vueltas y más vueltas en el mismo lugar durante aproximadamente un minuto y luego flotó, por fin libre, girando elegantemente para perderse en las aguas lisas y silenciosas. Me vi de pronto preguntándome dónde habría estado antes y adónde iría. Esa vieja tapa de caja probablemente había visto más mundo que yo, pensé. Pero eso estaba a punto de cambiar. En cuanto hubiera recuperado a Joey, nos marcharíamos. Los tres nos iríamos del Paraíso… sin importarte dónde.
Apreté la mano de Lucca.
—No me pasará nada. A fin de cuentas, ¿no he hecho todo lo que ella quería? «Recibirás toda la recompensa», eso es lo que dijo Lady Ginger. ¿Tú crees que quiere decir que hoy, ahora que por fin me ha mandado llamar, vendrá con Joey?
Lucca frunció el ceño y volvió a tirar de la banda de su sombrero.
—¿Quién sabe? No has tenido noticias durante tres días y ahora, esta mañana, te convocan… ¿a ese lugar? Al menos deja que te acompañe parte del camino. Por favor.
Negué con la cabeza. A decir verdad, quería hacerlo sola. ¿Por qué iba la Señora a exigir verme si no iba acompañada de mi hermano? Se me ocurrió que probablemente se trataba de alguna broma de mal gusto, otra de sus malditas jugarretas: reunir a la familia de marionetas Peck con un último tirón de los hilos. Yo ya conocía sus tretas y no le tenía miedo. En cualquier caso, si realmente iba a devolverme a Joey, lo quería para mí sola. Solos él y yo, aunque fuera solo durante un rato muy breve, como en los viejos tiempos.
Me acerqué aún más a Lucca y me incliné hacia delante para poder verle bien la cara a través de todo ese pelo.
—Escucha, Lucca Fratelli, ya me has salvado una vez y no creas que no te agradezco que vinieras a por mí en ese almacén y… —Me callé. No quería pensar en esa noche, y mucho menos hablar de ella—. La cuestión es que eso es agua pasada. Tengo que hacer esto sola. Es mi hermano. ¿Lo entiendes?
—Pero la Señora… —Lucca enrolló el ala del sombrero sobre sus rodillas.
—La Señora está haciendo su juego, fanfarroneando, eso es todo. Ya sabes cómo es.
Lucca suspiró y cambió de postura sobre el escalón.
—Como quieras, Fannella. —Sonrió, arrepentido—. Al menos te ha reconocido un mérito. Fitzpatrick ha estado quejándose de que la taquilla ha bajado.
Desde el día que habíamos enterrado a mamá yo no había vuelto a visitar su tumba. Había hecho frío ese día y hacía frío ahora.
Me acordé de la escarcha que cubría el montón de tierra que iban a volver a arrojar sobre su ataúd después de que nos fuéramos. No éramos muchos ese día: Joey, yo, un par de amigos de Joey y un picapleitos engalanado de lustroso negro y con un sombrero de copa al que le había puesto un crespón. Las puntas colgantes del crespón se agitaban tras su cabeza mientras estuvo allí de pie, serio y en silencio.
Joey dijo después que el picapleitos le había recordado a un escarabajo. Ninguno de nosotros sabía quién era y tampoco nos importó demasiado. La verdad sea dicha, yo sospechaba que se había equivocado de funeral, pero no pude hablar con él. Ese día no me vi capaz de hablar con nadie.
Cuando el vicario terminó de dar su sermón y Joey arrojó un puñado de tierra sobre la caja de mamá, el hombre había desaparecido. Supuse que se había dado cuenta de su error y que estaba avergonzado.
Habían pasado cinco años desde ese triste día de invierno.
Un viento gélido azotaba la avenida de cipreses mientras me dirigía a su tumba. La campana de la pequeña capilla situada a la entrada sonó justo cuando crucé las puertas. Tres campanadas. Me había adelantado. La Señora no llegaría hasta y cuarto.
Por alguna razón me había puesto elegante. No había escogido uno de los vestidos vistosos y abullonados que me había comprado con el dinero de Lady Ginger, sino algo sencillo y decente: de color azul marino y cuello alto, botones y unos buenos guantes. Llevaba el pelo recogido sobre la nuca, la cara despejada, y me había puesto un sombrero con plumas negras a un lado y una red sobre los ojos. Llevaba también el mantón de Abuela Peck sobre los hombros. Me había parecido lo más adecuado.
Conté las avenidas hasta que llegué a la correcta: el número 50 del lado oeste. La tumba de mamá estaba en algún lugar a la izquierda, delante de mí. Me acordé del ángel con cara de sicario y alas de luchador que se cernía como el perpetuo guardaespaldas de una pobre alma cuya familia tenía más dinero que buen gusto.
No habíamos podido permitirnos una lápida para mamá. Sin embargo, me acordé de que en el funeral había una cruz de madera con su nombre en una placa de latón clavada al montículo de tierra en un gallardo ángulo. Se me ocurrió que la habrían utilizado como indicador cuando nos marchamos y la busqué.
El lugar no despertaba en mí ninguna emoción. Para mí ella ya no estaba allí. Cualquiera que haya estado en el lecho de muerte de alguien querido dirá lo mismo. La persona está ahora contigo y un segundo después ya no está. Es como la llama de una vela que se apaga y la repentina ausencia es chocante. Pero encuentras en ello un curioso consuelo porque sabes que tiene que haberse ido a otra parte.
No, no me las doy de creyente, pero si algo sé es que esa noche mamá, o lo mejor de ella, se marchó a algún otro lugar y que no estaba ya en el cementerio.
Me desvié del sendero de grava y caminé por la hilera bordeada de árboles que había al otro lado del ángel con alas de luchador. Era una de esas, estaba segura.
Henry Trott tenía una hermosa lápida de gran tamaño con una condenada urna labrada en lo alto. De pronto me acordé. La de mamá estaba tres tumbas más adelante. Me detuve, confusa. Allí todas tenían su lápida, y además exquisitas. Ninguna de las tumbas de la fila tenía una sencilla cruz de madera.
Me adelanté a mirar. Después de Henry Trott estaba Martin Benyon, cervecero; luego venía Hannah Dyson, querida esposa y madre; Mary Clifford —con un pilar del tamaño de un hombre, aunque sin mucho más aparte de su nombre y un par de fechas—; y por fin un alto bloque triangular y gris colocado sobre un pedestal. Era sencillo aunque elegante, con las esquinas perfectamente labradas y limpias. Debía de haberle costado a alguien el sueldo de un año, pero lo habían colocado en el sitio equivocado. Esa era la tumba de mamá, estaba segura.
Había una inscripción en la base, oculta tras el follaje. Me arrodillé y aparté a un lado las hojas y la hierba.
«¿Elizabeth?». Mamá se llamaba Eliza. Tiré de los hierbajos que crecían alrededor de la base de la piedra y arranqué un puñado del suelo, con raíces y todo.
ELIZABETH REDMAYNE
1836-1875
AMADA HIJA Y MADRE
POCO FUE LO QUE SE LLEVÓ,
PERO MUCHO ES LO QUE LE DEBEMOS
¿Redmayne? Me incorporé y me quedé mirando la piedra. Era un buen trabajo, con mármol de calidad y las letras bellamente cinceladas y rellenadas de oro. Las fechas también eran correctas, pero el nombre estaba totalmente equivocado. Si era un error, desde luego era un error caro. Cerré el puño alrededor de los hierbajos, furiosa al pensar que otra familia se había adueñado de la tumba de mamá y había plantado encima una piedra en memoria de una desconocida.
Oí un crujido. Alguien se acercaba por el sendero de grava. El sonido se volvió más fuerte, más pesado. Era más de una persona, quizá fueran dos o tres. ¿Joey?
Mi corazón latió con fuerza bajo el almidonado corpiño azul cuando arrojé los hierbajos al suelo y regresé corriendo a la avenida de cipreses.
Cuatro chinos depositaron en el suelo la silla de Lady Ginger.
Era la misma silla negra que ya había visto, la de los dragones labrados. Sus garras ganchudas se agarraban a los pies y al extremo de los brazos. Los hombres cargaban la silla sobre largas varas insertadas en aros metálicos en los laterales.
Lady Ginger iba sentada en ella como una reina. Durante un momento se quedó quieta, luego asintió, levantó la mano y los chinos inclinaron la cabeza y se alejaron en silencio, fundiéndose con el jardín de piedras.
La Señora llevaba el pelo gris recogido en una trenza sobre la cabeza y llegué a ver los mechones de puro blanco que la entreveraban. Vestía un oneroso encaje negro tachonado de diminutas y brillantes cuentas de azabache y parecía resplandecer en la pálida luz invernal. Como en otras ocasiones, tenía la cara pintada de blanco, aunque se había embadurnado las mejillas con brillantes y afectadas manchas de rojo carmesí.
Mamá tenía una vieja muñeca —una muñeca de madera con auténtico cabello humano y ojos de cristal— de la que me acordé de pronto al ver a Lady Ginger. La muñeca todavía me provocaba pesadillas.
La Señora me observó durante un instante y se humedeció los negros labios agrietados que parecía tener cosidos a la cara.
—Buenas tardes, Kitty Peck. Espero que estés bien.
Esa vocecilla infantil, tan dulce y tan agria a la vez.
Asentí secamente. Noté que me sudaban las manos en los guantes.
—Acércate más.
Me acerqué despacio a la silla y me quedé plantada delante de ella. La Señora clavó en mí la mirada. Sus ojos se movieron por mi rostro como si leyeran las líneas de un libro.
—Como ya había apuntado, os parecéis mucho… tú y Joseph, tu bello hermano. —Sus ojos se entrecerraron—. Pero él era débil, Kitty. Y tú eres fuerte.
—¿Era? —No pude contenerme—. Me lo prometió, Señora. Me dijo que estaba vivo. «Plena recompensa», eso fue lo que dijo.
Se echó a reír, pero la risa se transformó en una tos que sacudió su diminuto cuerpo y la obligó a inclinarse hacia delante. Vi entonces sus escuálidos omóplatos comprimidos bajo el encaje.
Cuando se incorporó, sacó un pañuelo de algodón de la manga del vestido y se secó con él la boca. Había una mancha negra en la tela cuando volvió a doblarla.
—Disculpa. Era una forma de hablar. Tu hermano sigue muy vivo, pero me temo que no está aquí hoy conmigo.
Me arrodillé delante de ella, agarrándome a los brazos de la silla. Uno de los chinos apareció justo a la derecha, pero la Señora agitó una mano y el hombre volvió a perderse en las sombras arrastrando los pies.
—¿Dónde está? Me lo debe, Señora. Las cosas que he hecho… las he hecho por Joey, solo por él.
Se quedó en silencio durante un momento y luego sonrió.
—¿De verdad lo piensas así? Mira en tu corazón. ¿Sinceramente puedes decirme que no has disfrutado de tu fama? Te he observado, muchacha. Fuiste la elección perfecta. Ha sido realmente divertido.
Metió la mano en la manga del vestido y sacó un rollo fino y negro.
—Conocí una vez a una muchacha como tú. Enciende esto. Toma.
Me dio una cajita de plata llena de cerillas. Me temblaron las manos cuando encendí su vara de opio. Era más pequeña que la pipa que usaba habitualmente, pero yo había visto a bastantes hombres en los callejones chupando una de esas colillas embreadas para saber lo que era.
Lady Ginger aspiró hondo y la punta de la vara negra se iluminó. Una espiral de humo se arremolinó a nuestro alrededor. Vi que un temblor recorría el frágil cuerpo de la anciana y se le pusieron los ojos en blanco. Luego, de repente, volvió a abrirlos.
—Te devolveré a tu hermano… a su debido tiempo. Otra cosa muy distinta es si le aceptarás. —Sonrió de oreja a oreja, mostrando sus negras encías—. Le encontrarás muy cambiado.
Me acordé del dedo y sentí que me subía la bilis. El cementerio pareció girar a nuestro alrededor. ¿Qué más le había hecho a Joey la vieja arpía?
—Si quieres recuperar a tu hermano vendrás al Palacio mañana a mediodía. Ni un segundo antes. Puedes llevar contigo al chico Fratelli. Será útil. —Guardó silencio y ladeó la cabeza como un cuervo que observara un trozo de carroña—. ¿Lo ves? Lo sé todo de ti, Kitty Peck.
Hizo que mi nombre sonara como algo que quisieras escupir.
Me levanté y di un paso atrás. El viento racheó entre los cipreses y una pequeña tormenta de polvo y grava sopló alrededor de mis pies, levantándome el borde de la falda y arremolinándola a mi alrededor. Ya no sabía qué pensar. ¿Estaría mintiendo otra vez? ¿Era todo un juego?
Cerré con fuerza los dedos sobre su caja de plata de cerillas.
—¿Por qué estamos aquí, Señora? ¿Por qué no podía traer a Joey con usted y dejarnos en paz? ¿Qué le hemos hecho?
Volvió a llevarse la vara a los labios y chupó ávidamente. Luego la arrojó a la grava, junto a su silla.
—El dolor nos llega de muchas maneras. El opio ayuda. Harás bien en recordarlo. Ahora ayúdame, por favor. No puedo caminar sin ayuda.
Se levantó de la silla y vi que se le torcía la boca de dolor cuando se obligó a ponerse de pie. Tembló un poco cuando se agarró al brazo izquierdo de la silla y me tendió la mano. Le tomé la mano enguantada y noté los abultados nudos de anillos y huesos a través del cuero.
—Camina conmigo hasta la tumba de tu madre.
Se apoyó pesadamente en mí y recorrimos el pequeño trecho hasta la tumba de mamá. Me di cuenta entonces de lo frágil que era. La gran Lady Ginger era frágil como un polluelo caído del nido.
—Está aquí. Lo sé. —Señalé a la lápida—. Pero hay un error, alguien se ha equivocado. Mamá era Eliza, no Elizabeth, y su apellido era Peck. Nosotros no pusimos ahí esa cosa.
La Señora se quedó callada durante un momento.
—No, claro que no. Fui yo. Cuando nació, le di mi apellido porque en aquella época era todo lo que me quedaba.
Lady Ginger me miró y sus ojos brillaron. No supe si estaba al borde del llanto o si era malicia lo que había en ellos.
—Elizabeth Redmayne era mi hija.
Le di el papel a Lucca sin pronunciar palabra y observé su rostro mientras él lo leía hasta el final, y luego volví a leerlo yo. Me levanté y me acerqué a la ventana, donde algo que estaba de pie en el suelo, cubierto con un amasijo de polvoriento terciopelo, mantenía abierta la contraventana. Me pasé la caja de los dados de Lady Ginger de una mano a la otra. La funda de chagrín era áspera y oí repiquetear el dado dentro.
Miré el batiburrillo de tejados y de humeantes chimeneas del Paraíso. Hacía un bonito día.
Al llegar al Palacio las puertas estaban abiertas de par en par. Dos de los chinos de la Señora nos esperaban en el vestíbulo, al pie de la amplia escalera de roble. Uno de ellos sacó la mano derecha de la manga contraria y señaló los pisos superiores. La uña amarillenta de su dedo índice era larga y curva.
Nos saludó con una inclinación de cabeza cuando pasamos. Ambos lo hicieron.
Noté que la mano de Lucca se tensaba sobre mi brazo mientras subíamos. En cada descansillo, pasillos bordeados de jarrones de porcelana y alfombras orientales se extendían hasta perderse en las profundidades del edificio. Cada vez que nos deteníamos, dudando de hacia dónde ir, otro hombre de la Señora salía de las sombras, saludaba con una inclinación de cabeza y señalaba hacia arriba.
Al final de la escalera las puertas que daban a la sala donde recibía la Señora estaban abiertas.
Lucca me tomó la mano.
—¿Y si es otra trampa, Fannella? Acabamos de caer en ella.
Negué con la cabeza.
—Es demasiado tarde para eso.
Tiré de él hacia delante y cruzamos el umbral para entrar a la sala.
A la luz del día, la cámara de la Señora era un lugar mohoso y triste. El techo y las paredes estaban manchados, colgaban telarañas en guirnaldas de los rincones, como si nadie hubiera reparado nunca en ellas para limpiarlas, y el nauseabundo olor de ella impregnaba el aire. Pero Lady Ginger no estaba.
Aparte del paño de tela roja situado en el centro de la tarima desnuda, la habitación estaba vacía. Había tres cosas sobre el paño, dispuestas en un triángulo.
Me adelanté y me arrodillé. Sentí un hormigueo en los dedos cuando cogí la pequeña tarjeta de bordes dorados que estaba más cerca de mí. Era una dirección: 17, Rue de Carmélites, París. Le di la vuelta.
Dos palabras escritas con la entrelazada letra de Lady Ginger garabateaban el dorso:
Plena recompensa.
Volví a darle la vuelta y miré nuevamente la dirección. Palpé la medalla de san Cristóbal y al anillo de Joey que llevaba sobre el cuello del vestido al tiempo que Lucca se acuclillaba a mi lado.
—Creo que la carta es para ti, Fannella.
Bajé la mirada hacia el nombre escrito en el centro del papel doblado sobre el paño: Katharine Redmayne. ¿De verdad esa era yo?
Elizabeth Redmayne era mi hija.
Que Dios me perdone, pero cuando Lady Ginger dijo eso en el cementerio, me eché a reír. Había en el timbre de mi risa una furiosa bravura que apenas pude controlar y me tapé la boca con las manos para ponerle fin y para no abofetearle esa cara blanca como el yeso.
Mientras tanto, ella simplemente me miraba con esos ojos negros de muñeca, muertos e imperturbables.
Un instante después, levantó la mano y uno de sus chinos apareció de la nada. Ella buscó su brazo y me dio su relumbrante espalda mientras él la llevaba a la silla.
Entonces la llamé. Era mi turno de exigir más, como lo había hecho ella, pero ella en ningún momento se volvió, ni una vez… ni tampoco volvió a dirigirme la palabra.
Katharine Redmayne. ¿Si tocaba la carta, la haría eso real?
Lucca decidió por mí. Se inclinó sobre el cuadrado de seda roja, cogió la carta y me la dio. Por un momento, me quedé mirando el nombre y luego la abrí de un desgarrón.
14 de febrero de 1880
Te he puesto a prueba, Katharine Redmayne, y me has parecido digna de confianza, más que tu hermano, a quien te devuelvo como plena recompensa.
Conocí una vez a una muchacha como tú que llegó a Londres con tan solo un bebé en el vientre, un bolso lleno de monedas y una fiel criada llamada Bridie Peck. Esa muchacha levantó un imperio donde todos los mundos se encontraban. Renunció a su propia hija, pero se convirtió en la madre de muchos otros.
Cuando ella se vaya, su familia seguirá necesitando un cuidadoso progenitor que la guíe. Durante mucho tiempo creí que Joseph sería el elegido. Pero me equivoqué. Tu hermano tiene una debilidad que puede ser explotada y un barón debe ser fuerte.
Tú eres fuerte, Katharine.
Hoy, cuando hoy salgas de esta habitación, encontrarás a Marcus Telferman, mi abogado, aguardándote en el vestíbulo. Creo que le conociste en el entierro de mi hija, tu madre. Telferman conoce mis deseos y estará dispuesto a actuar para ti si decides aceptar mis condiciones. Los documentos del traspaso deben firmarse durante el día en curso, de lo contrario esta oferta será rescindida.
La elección es tuya, Katharine. Puedes salir hoy de esta habitación y vivir una vida pequeña y limitada, o puedes por el contrario construir tu propio imperio. Quizá uno mejor. Has demostrado estar capacitada en más sentidos de los que imaginas.
Antes de tomar tu decisión, piensa detenidamente en lo siguiente: los hombres como sir Richard Verdin no son inalcanzables.
Solo tienes que aceptar y tu legado quedará sellado. Creo que el señor Fratelli tendrá cierto interés en este asunto.
Su firma serpenteaba por la parte inferior de la página, doblemente subrayada. Una vez más, la carta incluía una postdata.
El dado y lo demás es tuyo, sea cual sea la decisión que hoy tomes.
Lucca alzó la vista de la carta. La mitad sana de su rostro quedó iluminada por la ventana.
—¿Qué vas a hacer, Fannella?
Hice girar entre los dedos la medalla de san Cristóbal y el anillo de Joey y recorrí con la mirada la lóbrega habitación. Las manchas de la pared contraria, donde Lady Ginger se había apoyado sobre su nido de cojines de seda y fumaba su pipa de opio, eran un sucio fantasma del pasado.
Todo el lugar necesitaba una buena limpieza y una capa de pintura.
—Me haré cargo de ello —respondí, volviéndome a abrir más la contraventana de un empujón para dejar que entrara más luz en la habitación. Se oyó algo que rascaba a mis pies y el sonido de algo que raspaba contra el metal. Los ruidos procedían de debajo del montículo de terciopelo que sostenía abierta la contraventana. Levanté la tela de un tirón y me vi de pronto mirando a los brillantes ojos negros de la cotorra de Lady Ginger. El pájaro ahuecó sus raídas alas grises y ladeó la cabeza.
—Hermosa muchacha, hermosa muchacha, hermosa muchacha, hermosa muchacha, hermosa…