Capítulo treinta y uno

La larga habitación de piedra en la que había encontrado a Peggy y a las demás apestaba a orines y a cosas peores. No me había fijado del todo hasta entonces, pero me estremecí cuando volví y vi las condiciones en las que las habían tenido encerradas. Ni siquiera a un animal se le trataba así.

Levanté la lámpara de aceite para que diera más luz sobre las paredes. Había señales en el yeso donde Peggy, Anna y Polly habían estado atadas a los aros colocados sobre sus cabezas, y había también otras manchas… sucios fantasmas de mujeres que habían estado allí antes que ellas.

La puerta del fondo de la sala era de metal, como la que tenía a mi espalda. Estaba bloqueada por una única barra sujeta por dos soportes, uno a cada lado. Fui hacia ella y dejé la lámpara sobre las losas del suelo. Apreté los puños. ¿De verdad quería verlo? Volví a pensar en Maggie. Tenía que saber.

Alargué la mano hacia la barra. Un hormigueo me recorrió los dedos y sentí que me crujía el pelo y me zumbaban los oídos. El dado de Lady Ginger cayó en mi mente y los pequeños cuadrados rojos rodaron una y otra vez… cada una de sus caras mostrando el número de la muerte.

Almacén número 4 del Patio de Curtidores.

—Felicidades, señorita Peck por una nueva representación brillante.

La voz de Edward Chaston sonó dulce y agradable.

No me volví cuando oí acercarse el sonido de sus pasos.

—Permítame que la ayude.

Sentí su mano cerrándose sobre mi hombro.

Tras tender la otra mano, levantó la barra metálica y la apoyó luego contra la pared. Sus gemelos brillaron a la luz cuando empujó la puerta, que se abrió hacia dentro, y una fría oleada de putrefacción y aquel peculiar olor entre dulce y metálico salió a nuestro encuentro desde el oscuro agujero que había detrás.

Por fin supe dónde estaba. Cuando preparamos a Abuela Peck antes de mandarla a «casa» —a Irlanda— para enterrarla en su pueblo, yo me había quejado a Joey y a mamá de que los de la funeraria la habían maquillado mal y la habían bañado en una colonia asquerosa. Joey me había dicho lo que era y por qué la usaban.

Líquido embalsamador. A eso olía Edward Chaston.

—¿Quiere verlas?

Sentí su aliento en la nuca. Sin embargo, ni siquiera entonces me volví a mirarle. Me ardían todos los músculos del cuerpo. La habitación se encogió a mi alrededor cuando intenté concentrarme.

Trágatelo, muchacha, aliméntate de él y hazlo trabajar para ti. El Temor es tu mayor aliado, Kitty, deberías saberlo. Nunca hasta ese momento había necesitado tanto a Madame Celeste y a su «estado de perfección».

—¿O… quizá no?

Chaston era el vivo retrato de la sensatez y de la dulce amabilidad, y su voz sonó reconfortante como un ribete de piel de zorro cuando volvió a hablar:

—Francamente, algunas de mis piezas anteriores resultan del todo decepcionantes. Ofrecen un espectáculo lamentable. Pero estoy en vías de perfeccionar mi arte.

Me rodeó con la mano, agarró un aro de cuero insertado en el metal y tiró de la puerta, que se cerró con un profundo suspiro que reverberó contra las piedras.

—Como sin duda debe ya de saber, mi pequeña e inteligente señorita Peck, este fue en su día el almacén de pieles de mi padre. Las temperaturas frías y constantes que ofrece son ideales. Para conservar las pieles de los animales se necesita un lugar frío y seco, y este sin duda lo es. Mi intención era tenerlas a todas aquí (mi escuela de silenciosas modelos) y colocarlas en una variada gama de composiciones. Debo disculparme por el olor, pero es absolutamente necesario. He probado con un buen número de fijadores. Descubrí que la amalgama era excelente, salvo, claro está, por el hecho de que los gases tienden a adherirse.

Guardó un instante de silencio.

—¿Sabe, señorita Peck?, es extraordinario, pero cuanto más joven es el cuerpo, mayor es la rapidez de putrefacción.

Alice y Maggie. ¡Santo Dios! ¿Qué habría hecho ese loco con ellas?

—En fin, eso ahora carece de importancia. Ha sido un experimento interesante… aprendemos de nuestros errores, ¿no es así? Para mi última obra, las modelos vivas han resultado ser más, maleables. Míreme cuando le hablo, Kitty. Es una muestra de descortesía ignorar a un caballero.

Me obligó a girar sobre mis talones. Los ojos celestes de Edward Chaston brillaron a la luz de la lámpara.

Me había parecido que tenía un rostro amable, el rostro de alguien que tenía una risa fácil y un carácter afable. Desde que sabía que era él, eso era lo único que repetidamente había sembrado en mí la duda. Sir Richard Verdin… él sí tenía la cara de un asesino, pero Edward Chaston… parecía un chico del coro de mejillas sonrojadas en su versión adulta.

Le miré directamente a los ojos. A la luz de la lámpara, la piel arrugada alrededor de los ojos estaba agujereada y profusamente cubierta de surcos. Un par de profundas líneas le unían ambos lados de la nariz a las comisuras de los labios. Cuando me sonreía parecía una de esas marionetas de medio cuerpo del número del signor Malinetti. Supuestamente era un número cómico, pero, la verdad sea dicha, sus bocas abiertas y esos ojos negros como botones me resultaban de lo más inquietantes. No me gustaba tropezarme con ellas colgadas entre bambalinas cuando limpiaba después de la función de la noche.

—Una lástima. —Chaston suspiró y me apartó un rizo de la cara—. Y tan hermosa, hasta que habla, o canta. Esperaba que fuera usted distinta, Kitty, pero es igual que las sucias zorras de los music halls. James lo probó por mí. Me hizo perder una guinea, ¿me ha oído?

Sus dedos trazaron la línea en mi mejilla y me acariciaron el cuello. Me estremecí, pero no aparté de él la mirada y no supe morderme la lengua.

—Y yo creía que había dicho que era usted un caballero, señor Chaston.

Sonrió, mostrando una perfecta hilera de dientecillos que me parecieron demasiado delicados para un hombre.

—Doctor Chaston, se lo ruego… o doctor en un futuro cercano. Tengo muchos intereses, señorita Peck. muchos talentos. Soy más inteligente en cualquier aspecto imaginable que el idiota de James. —De pronto su voz se endureció—. Pero a usted él le gustaba, ¿verdad?

No respondí, porque la mano férrea de Edward se deslizó hasta el cuello de la camisa de Giacomo.

—Aun así, supongo que debo de estarle agradecido por haberse arrojado a sus brazos. La droga que le proporcioné le soltó la lengua tanto como relajó sus costumbres, ¿me equivoco? El relato que hizo James de su… coito fue sin duda iluminador, en muchos aspectos.

Subió la mano otra vez y me echó la barbilla hacia atrás. Di un respingo, aunque no fue al sentir su contacto. O al menos no fue solo eso. Fue la visión de su mano despellejada y reseca. El viejo anillo enorme que llevaba en el meñique le quedaba suelto y se movió cuando me acarició la mejilla.

Volví a ver el libro de Lucca y sus palabras aparecieron con claridad en mi cabeza, como si tuviera la página abierta ante mis ojos. La única certeza que perdura es que el proceso estaba plagado de peligros y que incluía sus… sustancias de la más tóxica naturaleza. El propio Corretti tenía tan solo veinticuatro años cuando murió. Brancazzo, un pintor coetáneo del artista, escribió que su cuerpo había envejecido prematuramente.

Como el de Edward.

Sus ojos azules se entrecerraron y la piel seca se arrugó a su alrededor. No quedó allí entonces ni una pizca de humor.

—Justo cuando estaba a punto de conseguir mi mayor triunfo artístico tuve que volver a empezar de nuevo. Ha dejado usted volar a mis pájaros, Kitty, y eso es algo que no puedo perdonar.

—¿Perdonar, doctor Chaston? —Me oí reír—. Qué elegante palabra viniendo de usted, ¿no le parece? Y yo que creía que un médico salvaba vidas. ¿Y se define como un hombre de muchos talentos? Bien, le diré cómo le defino yo: un asesino.

Me soltó una bofetada y sentí que el anillo me cortaba la mejilla. No me moví… no quise darle la satisfacción de ver mi temor. En vez de eso le escupí a la cara, dándole en plena barbilla. Luego mis palabras salieron a borbotones. No fui capaz de contenerlas y tampoco me importó.

—Y su cuadro, Las muchachas del bermellón, ¿quiere saber lo que de verdad me pareció? Se lo diré de todos modos. Me pareció un montón de mierda de caballo, un manchurrón maligno y apestoso de podredumbre y sufrimiento. Todos esos distinguidos caballeros de The Artisans… contemplaban la «ambición», compraban carne como cualquier cliente que manosea a una furcia de callejón, con la diferencia de que ellos se limpiaron la conciencia, llamándolo apreciación artística para convertirlo en algo agradable y legal. Pero eso es lo que ustedes hacen, ¿no? Compran su inmoralidad por metro. Pues bien, no se engañe. La carne: ese fue el único motivo de que acudieran y eso fue todo lo que vieron, no lo que usted había hecho. Usted se cree muy inteligente con sus productos químicos y su condenado Dorado de Sicilia, pero ¿para qué sirve todo eso? Para nada. Y le diré por qué. Un verdadero artista necesita crear, no destruir. Un verdadero artista trabaja con la vida, no con la muerte. Un verdadero artista tiene corazón… tiene alma. Pero usted está seco. En usted no habita nada salvo el odio.

Cuando me callé él no se movió ni dijo una sola palabra. Simplemente me miraba. Luego se limpió la saliva de la barbilla y se miró la palma brillante, allí donde las burbujas de saliva reflejaban la luz de la lámpara. Cerró el puño y se echó a reír.

—Bravo, señorita Peck… un apasionado discurso. Habría sido usted una actriz de gran temperamento. Diría que su fuerte habría sido la tragedia. Y debo darle las gracias por su artístico, análisis. Y pensar que una muchacha como usted está familiarizada con la obra de Corretti. Confieso que me ha dejado perplejo.

Chaston aplaudió despacio como lo hace el público de los teatros cuando se cansa de un número.

—Pero ¿cómo es posible que conozca usted el Dorado de Sicilia? —Ladeó la cabeza—. Ah, ya sé… su amigo. El de la cara destrozada. El señor Fratelli. El amante del arte. —Las dos últimas palabras eran una burla.

Chaston se abalanzó sobre mí y me agarró del brazo. Intenté soltarme, pero resultó ser sorprendentemente fuerte y me obligó a pegarme de nuevo contra la pared que había junto a la puerta. Movió entonces las manos hasta rodearme con ellas el cuello y apretó de tal modo que no pude seguir respirando. Intenté patearle, pero él mantuvo el cuerpo rígido contra el mío, aplastándome contra la pared.

—No sé cómo me ha encontrado aquí, pequeña Filomela, pero sí sé que será este el lugar donde cantará su última canción.

Se llevó la mano al bolsillo y sacó de él una jeringa con la que atravesó rápida y violentamente la tosca tela de la chaqueta de Giacomo para clavármela en el hombro. Grité a causa del repentino dolor.

Chaston dio un paso atrás.

—No se resista, Kitty. Solo conseguirá que duela más. —Intenté chillar, pero la habitación había empezado ya a desvanecerse a mi alrededor. Mientras me deslizaba por la pared hacia el suelo, su voz parecía provenir del final de un túnel—. No he usado tanta dosis como para matarla aquí. Eso llegará después.

Cuando me moví sentí como si tuviera la cabeza llena de fuegos artificiales. Grandes explosiones de dolor estallaban tras mis ojos y teñían mi visión de chispas de colores que distorsionaron y fracturaron la habitación.

Estaba tumbada de costado sobre un montón de harapos. Tenía las manos atadas a la espalda. El aire olía como el taller del Gaudy. Estaba impregnado de serrín, pintura y trementinas, y casi me habría consolado de no haber llegado mezclado con ese otro olor intenso que apuntaba a cuerpos y a podredumbre.

Poco a poco empecé a recuperar la visión. Me encontraba en otra parte del almacén. A juzgar por el alto hueco de doble contraventana que tenía a mi derecha y por la red de vigas que vi sobre mi cabeza, supuse que estaba en el último piso, desde donde asomaba la plataforma de carga sobre el patio.

Había lámparas de aceite y velas colocadas en bancos de trabajo junto a la pared y en el suelo. En el centro de la habitación, contra dos gruesos pilares de madera, había un inmenso rectángulo medio cubierto por una lona gris.

Las dimensiones de la nueva obra de Edward Chaston eran la mitad que las de Las muchachas del bermellón, pero si debía guiarme por la amplia franja del dorado repugnante y transparente claramente visible a lo largo de la base del cuadro, había logrado la perfección en su dominio del Dorado de Sicilia.

La pintura reflejaba la luz de las velas del suelo y parecía temblar con una luz sobrenatural propia. Mientras lo miraba, me pareció ver movimiento en el pigmento, como si hubiera algo que se retorciera en sus profundidades. Deseé seguir mirando esa franja de oro hasta perderme en la pintura. Me había equivocado: Edward Chaston sí había creado algo, pero el hecho de que estuviera casi vivo resultaba repulsivo.

Los tablones crujieron tras de mí.

—¿Despierta? ¿Tan pronto? Bien. No estaba seguro de cuánto duraría. Cuando se administra directamente, es difícil calcular la dosis. Es simplemente una cuestión de escala. Me alegra que pese usted menos que la mayoría de sus amigas.

Chaston se acuclilló a mi lado. Me agarró un mechón de pelo y tiró de mi cabeza hacia atrás.

—La morena. ¿Peggy, se llamaba? Era un peso muerto. Me equivoqué al principio convirtiéndola en una de las figuras centrales. Empecé a temer los días en que la necesitaba aquí arriba. Pero la pelirroja prometía. —Me tiró aún más del pelo y chillé—. Tenía planes para ella, pero usted lo estropeó.

Se levantó de pronto y se frotó las manos. Se había quitado el abrigo y se había remangado la camisa. La piel de sus brazos era áspera y reseca y se rascó las zonas escamadas de las muñecas y los codos.

—No tenemos mucho tiempo. Debería empezar.

Fue hacia un banco, cogió un montón de papeles y los hojeó, frunciendo el ceño de vez en cuando, arrojando algunos al suelo y volviendo a dejar con cuidado otros en el montón.

—Dígame, Kitty. ¿Hasta qué punto conoce usted la obra de Corretti?

Aunque hubiera querido, no habría podido contestarle. Sentí la lengua como un peso muerto en la boca. Chaston siguió hablando enardecidamente, como si estuviera explicando un efectivo remedio contra la tos a una madre con un bebé con anginas.

—Se conoce muy poco de él como hombre, y dado que no le ha sobrevivido ninguno de sus cuadros, es difícil juzgar su obra. Pero sus contemporáneos hablaban de él con veneración. Le temían y temían su genio. Creían que el Dorado de Sicilia era obra del demonio. Se perdió hasta que encontré el modo de volver a crearlo… y es hermoso.

Se volvió a mirar el lienzo cubierto y sonrió.

—Se decía que la gran obra de Corretti era Perséfone en los campos. Yo he elegido pintar una que la acompañe como homenaje. Como verá, Los ritos de Eleusis es una obra más directa y atrevida que Las muchachas del bermellón.

Sostuvo delante de él dos láminas y miró primero una y luego la otra, con la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados. Las arrugas que le rodeaban los ojos se plegaron hasta dibujar un abanico de hondos canales.

—Según la mitología, Perséfone era la hija de Deméter, diosa de la tierra. Cuando Perséfone fue condenada a pasar la mitad del año en el mundo de los muertos como esposa de Hades, el dolor de su madre fue tan terrible que la tierra la lloró con ella. Cuando Perséfone volvió a emerger del inframundo, el sol reapareció y las cosechas volvieron a crecer. En la Antigüedad, los misterios de Eleusis se representaban todos los años para asegurar el regreso de Perséfone. Eran ritos de nacimiento, muerte y sacrificio.

Soltó otra de las láminas, que fue a parar a la tarima, y miró primero la que tenía todavía en la mano antes de volver la vista hacia mí.

—Creo que esta figura, la suplicante, será para usted. Esta noche trabajaré directamente sobre el lienzo. Tendrán que tener cuidado al moverlo, porque la pintura estará todavía fresca. —Frunció el ceño y miró en derredor—. Mi padre se encargará de despejar todo esto, como se ha encargado de tantas otras cosas. El poder es algo maravilloso, Kitty.

Mi padre se encargará. Era la segunda vez que se refería a su padre, pero ¿no había dicho James que los padres de Edward habían muerto?

Chaston sonrió con frialdad.

—¿Imaginó usted acaso que ese estúpido de Jamie sería un hombre rico algún día, Kitty? ¿Por eso le deseaba?

Dejó la lámina sobre el banco y volvió hacia donde yo estaba.

—Mi tutor, sir Richard Verdin, ha sido para mí como un padre y yo, a cambio, soy su hijo obediente. Guardo sus secretos y él guarda los míos. Juntos somos formidables. Él se dio cuenta hace ya mucho tiempo de lo que es James. La asignación permitirá que James se busque su propia ruina y demuestre lo que es. Mi padre le ha dado la cuerda con la que colgarse. —Se acuclilló delante de mí—. Yo soy el heredero de Verdin, Kitty, y heredaré una gran fortuna.

¿No dicen acaso que la locura se lleva en la sangre? ¿Que se transmite de una generación a la siguiente como las mejillas cubiertas de pecas, el pelo rizado, los dientes torcidos o una nariz exageradamente larga? Edward Chaston me enseñó ese día algo importante, y ahora a menudo me gusta pensar en ello. No es la sangre lo que cuenta, sino la crianza. Cuando criamos a un hijo, lo moldeamos como a un trozo de barro en el torno del alfarero. Cada contacto de nuestros dedos, cada arista, cada muesca, cada huella se convierte en parte de la pieza acabada.

Sir Richard Verdin había moldeado a un niño a su imagen y semejanza. Lo que el niño vio mientras se hacía un hombre en casa de aquel bastardo, lo retorció hasta apartarlo de la forma humana, malográndolo. Hizo de él el monstruo que estaba en ese momento de pie delante de mí.

Chaston miró al lienzo y luego a mí.

—Mi padre también es un amante del arte, ¿lo sabía? —Se echó a reír entre dientes como si acabara de contar un chiste privado—. Es un auténtico connoisseur, aunque debo decir que nuestros gustos… difieren. Sin embargo, me ha enseñado mucho: me ha enseñado a apreciar el delicado equilibrio que media entre el placer y el dolor y me ha enseñado también que lo único que realmente importa es el momento. No hay cielo ni infierno, Kitty, no existe el Hades. —Volvió a mirar el cuadro—. Solo hay apetito.

Se arrodilló y empezó a frotar algo contra un lado de su bota. Oí raspar el metal contra el cuero mientras él continuaba.

—Vivir sin conciencia es una liberación. Tanto si es en el seno del dominio público o del privado, nos libera de la ruin moralidad de las masas. Es la dosis exacta de omisión que necesitamos para dirigir un imperio empresarial… como haré yo algún día. Mi padre me enseñó bien esa lección y ahora me anima a cultivar mis propios entusiasmos, a buscar mi propia liberación.

Se levantó, dio un paso hacia mí y sonrió de oreja a oreja, mostrando una vez más esos delicados dientes blancos. La habitación seguía dando vueltas, pero pude por fin ver que manoseaba la hoja corta y gruesa de un cuchillo.

—En pie.

No me moví.

—En pie, he dicho. —Chaston me cogió del pelo otra vez y tiró. La habitación dio vueltas cuando intenté levantarme. Conseguí ponerme de rodillas, pero la droga que me había inyectado en el hombro me había debilitado. Ya no me quedaban fuerzas para pelear, solo la ligera esperanza de que, fuera lo que fuera lo que estaba a punto de hacerme, terminara rápido.

—Prepárese, señorita Peck…

Un peculiar ruido hueco y amortiguado sonó en algún lugar a la izquierda detrás de él. Chaston se detuvo cuando un gran frasco de cristal salió rodando desde las sombras, al otro lado del cuadro. El frasco estaba abierto y mientras giraba lentamente sobre los tablones del suelo iba dejando un brillante reguero de oro. Se detuvo en el borde inferior del cuadro, vertiendo más líquido, lo que formó un pequeño charco a su alrededor.

Chaston me soltó y corrió hacia el frasco. Lo puso de pie e intentó recoger el líquido vertido con las manos para volver a meterlo por el cuello. Contuvo el aliento al hacerlo, como si le quemara la piel. Se arrodilló delante del cuadro, escarbando en el líquido, y tenía las manos cubiertas de oro hasta la muñeca.

El aire estaba impregnado de gases amargos. Se me empezaron a aguar los ojos y me puse a toser. Se oyó un inmenso estruendo y el sonido de cristales rotos cuando un nuevo frasco se estampó contra los tablones justo delante del cuadro.

Chaston alzó la vista, confundido, y miró entonces el frasco roto que por centímetros no le había dado en la cabeza. Un gran charco aceitoso se desparramaba a su alrededor como el manto de un príncipe de pantomima.

Entonces empezó el fuego.

Ocurrió muy deprisa. Primero prendió el borde, una llama azul bailó en el borde exterior del charco dorado, chisporroteando y ganando fuerza a medida que iba alimentándose del líquido. Las llamas ganaron altura, oscilando elegantemente y reflejando colores extraordinarios al tiempo que se extendían rápidamente por la superficie de la pintura derramada. Chaston se quedó allí de rodillas, en el centro de la resplandeciente catástrofe. Miraba, atontado, el parpadeante círculo de fuego que le rodeaba, intentando comprender lo que ocurría.

Ni siquiera se movió cuando las llamas le saltaron a las manos como una bola de luz. Simplemente siguió con la mirada clavada en el brillante y hermoso fuego que le comió la piel hasta el hueso en cuestión de segundos. Fue entonces cuando empezó a chillar.

—¡Fannella!

Lucca estaba a mi lado y cortaba las cuerdas que me ataban las muñecas.

—Intenta no respirar hondo y evita que el aire te llegue a los pulmones. Es veneno.

Sentí que un hormigueo me recorría las venas y me devolvía la fuerza y el sentido a las distintas partes del cuerpo. Era la esperanza.

—¡Por allí!

Lucca tiró de mí para levantarme. La habitación se estaba llenando de humo. Se tapó la nariz y la boca.

—Deprisa. Por aquí. Tendremos que usar las cuerdas y bajar por el exterior.

—Pero tú no sabes usar una cuerda. —Empecé a asfixiarme cuando el humo me lleno la garganta.

—Pues tendré que hacerlo. Debe de ser más fácil bajar así.

Tiró de mí hacia la puerta de doble hoja que llevaba a la plataforma de carga instalada en lo alto del almacén. Abrió el pestillo, tiró de una de las hojas de la puerta, que traqueteó al moverse, y me empujó luego fuera hasta los tablones de madera situados en las alturas del Patio de Curtidores.

A nuestra espalda, la habitación tomó una temblorosa bocanada de aire. La sentí cruzar sobre nosotros al tiempo que el fuego empezaba a alimentarse de ella. Lucca me empujó hacia delante y yo me agarré a una de las cuerdas que colgaban de la polea que había sobre nosotros. Enrollé las piernas a la cuerda y me columpié sobre el vacío.

Desde la habitación llegó un estruendo. Me quedé allí colgada, justo al lado del borde de la plataforma, fascinada mientras las llamas consumían el último cuadro de Edward Chaston. El gran lienzo palpitó de un extremo al otro con una fantasmagórica luz verde y luego, con gran delicadeza, empezó a despegarse del bastidor en llamas, doblegándose elegantemente sobre su luminosa y convulsionante forma.

—¡Vamos, Fannella!

Despegué la mirada del cuadro y empecé a descender, sintiendo cómo la cuerda se tensaba sobre mi cabeza cuando Lucca también la cogió.

Mientras bajaba por ella oí aullar a alguien. La agonía de Chaston desgarró el aire de la noche a mi alrededor. No fue un sonido humano, sino animal.

Luego se oyó un único disparo y los gritos cesaron.