Capítulo treinta

—¿Te has vuelto loca?

Lucca me siseó al tiempo que nos agachábamos detrás del pozo. Yo me estaba quitando las botas de Giacomo.

—No, y será mejor que también tú te las quites si piensas entrar ahí conmigo. El ruido de estas botas podría despertar a un muerto. —Me acordé de Peggy y me mordí la lengua.

Por algún motivo los dos hablábamos entre susurros, aunque los únicos signos de vida que había en aquel patio olvidado de la mano de Dios eran las ratas dándole la vuelta a los cuerpos hinchados de las palomas muertas hacía ya tiempo en los rincones. Quizá fuera el grosor de los muros que nos rodeaban, pero no se oía ya el fragor de las máquinas procedentes de la dársena.

Me estremecí cuando me quité la bota izquierda. La sangre de las llagas había empezado a empapar las tres capas de lana.

—Pero si hay cristales por todas partes, y cosas peores. —Lucca maldijo entre dientes, pero se inclinó a quitarse las botas.

—¿Cómo vamos a entrar, Fannella?

Señalé la polea que colgaba de la plataforma de carga situada en lo alto de la pared.

—Subiremos hasta allí arriba y nos colaremos después por esa abertura que hay a la derecha. En la segunda planta. Es fácil.

—Puede que lo sea para ti, pero olvidas que yo no he podido disfrutar de las enseñanzas de Madame Celeste. —La cara de Lucca quedó oculta por su pelo mientras se desabrochaba la bota izquierda—. Y tampoco sé subir por una cuerda.

—No será necesario. Yo entraré y bajaré a abrirte. Tiene que haber una puerta aquí abajo que dé al patio. —Estudié el edificio, indecisa. La única vía de acceso desde la fachada que daba al patio parecían ser las puertas de la plataforma de carga y descarga que estaba situada sobre nuestras cabezas.

Entonces encontré un modo.

—¡Mira! Allí, a la izquierda, justo al lado del bauprés de madera que está apoyado contra la pared. Hay una fila de contraventanas de madera medio encajadas en las losas que llevan a los arcos de debajo del almacén. Si puedo subirme allí, bajaré hasta esa planta y te abriré. Podrás colarte por ahí.

Las aberturas semicirculares que ocupaban toda la base de la pared parecían una fila de ojos que nos miraban fijamente.

Lucca se mordió la piel del lado del pulgar.

—¿Qué esperas encontrar ahí dentro?

Tráeme más. De pronto la voz de Lady Ginger resonó afilada en mi cabeza. Pero la vieja zorra ni siquiera me había abierto la puerta cuando había ido a verla con más

Levanté la mirada hacia el edificio que teníamos a nuestra espalda. Si Verdin realmente estaba utilizándolo como su «estudio», Dios sabía lo que podíamos encontrar en él. Sin duda sería más, pero ¿sería suficiente?

Apreté los puños.

—No lo sé exactamente, Lucca, y esa es la verdad. Pruebas, supongo. Quizá algo más…

Sentí un nudo en las tripas al oír las mismas palabras de la Señora en mis labios. «Reconócelo, chica», pensé. «Esperas encontrar el cuerpo de Peggy ahí dentro. El de ella y también el de las demás».

Me entretuve desabrochándome la otra bota, porque no quería que Lucca viera mi rostro culpable.

—Deberíamos acudir a la policía y poner fin a esto ahora mismo. Que sean ellos los que encuentren… —Lucca se calló, pues obviamente pensaba lo mismo que yo y no quería compartirlo.

Le miré fijamente.

—¿Y qué pasa con Joey? No puedo llevar a la poli al Paraíso ni tampoco a ver a Lady Ginger, ¿no? Ya es demasiado tarde. Y Verdin seguramente intentaría sobornarlos, como lo ha hecho con todo el mundo con el que ha estado en contacto. Piensa en Giacomo, Lucca. Hazlo por él. Todavía le quieres, ¿no?

Lucca inspiró hondo y buscó entre los pliegues de su gabán.

—He traído esto. Llévalo contigo.

Miré horrorizada la pequeña pistola con mango de marfil que tenía en la mano.

—¡No!

No quise ni imaginar de dónde habría sacado algo así, pero de repente se me ocurrió que sabía exactamente con quién le habría gustado usarla. Como siempre he dicho, Lucca tenía más secretos que cualquiera de sus confesores católicos. Estaba empezando a sospechar que solo conocía la mitad.

—No pienso cogerla. Guárdala tú.

Intentó ponérmela en las manos, pero me las llevé a la espalda.

—No. Eso no va conmigo. —No sabría decir por qué, pero me mantuve firme en mi decisión. Ni siquiera quise tocarla.

—En ese caso, al menos llévate esto. —Me dio una caja de cerillas—. Ahí dentro debe de estar oscuro. Las necesitarás. —Asentí y me metí la cajita en el bolsillo de la chaqueta.

—Ahora voy a subir —susurré, señalando la cuerda que colgaba delante del letrero pintado—. Espérame allí. Intentaré abrir esa media contraventana y luego nos colaremos juntos en el edificio.

Entrar fue fácil.

Las cuerdas que colgaban de la plataforma eran nuevas y resistentes. Ahora que lo tenía cerca, me di cuenta de que el almacén de Rosen no era la concha vacía que podía parecer a simple vista. El aparataje que conectaba las cuerdas estaba perfectamente engrasado —de ahí que no hiciera ruido al subir— y algunos de los tablones de la plataforma que estaba en lo alto habían sido renovados.

Cuando llegué a la abertura que le había señalado a Lucca desde abajo, desplacé mi peso y me columpié hacia delante para atrapar el alfeizar de ladrillo con el pie.

El hueco era alto y estrecho y no estaba protegido con un cristal, y cuando por fin logré darme impulso hacia el interior entendí por qué. Comunicaba directamente con una escalera de madera. La abertura era la única fuente de luz y de aire.

El dueño de un almacén jamás se gastaría un solo penique en mantener en calor a sus operarios, pero a él le gustaría respirar, sobre todo teniendo en cuenta los gases procedentes de algunos de los productos que manejaban.

Una vez Joey me había llevado con él a una curtiduría cuando estaban descargando un cargamento de pieles. Jamás olvidaré el hedor, peor que el de una cloaca. Estábamos rodeados de unos toneles llenos de cuernos ordenados según su forma. Algunos eran negros y retorcidos, otros de un blanco cremoso. Supuse que eran de marfil. El olor agrio que salía de los toneles de cuernos era peor que el de las pieles. Se te metía en la nariz y te bajaba hasta la garganta, con lo cual todo lo que te llevabas a la boca durante las horas siguientes te sabía a muerte.

Busqué en el bolsillo la caja de cerillas y encendí una, frotándola contra la pared.

Las escaleras de madera eran anchas y fuertes. Como las cuerdas y las poleas del exterior, estaban en buen estado y por lo que pude ver, no había ninguna rota ni faltaba ninguna.

La cerilla chisporroteó y se apagó. Agité la caja en el bolsillo: estaba llena. Cuando a punto estaba de encender otra me di cuenta de que podía vislumbrar las siluetas de los escalones justo debajo. La abertura permitía que un rayo de luna débil y gris cayera directamente sobre la serpenteante escalera.

Me quedé donde estaba durante un instante, dejando que mis ojos se adaptaran a la semioscuridad y empecé a bajar, manteniendo en todo momento una mano pegada a la pared para guiarme. Cada nueve escalones, las escaleras daban un giro y llevaban al siguiente nivel inferior.

A medida que bajaba hacía más frío. Tras tres o cuatro giros, el aire cambió. El olor a madera embreada y a serrín de las escaleras se desvaneció y fue sustituido por cierto aroma metálico y amargo que impregnaba el aire.

La oscuridad era total. La luz de la luna no llegaba tan abajo, de modo que encendí otra cerilla de las que me había dado Lucca y la sostuve en alto. Estaba en las arcadas situadas debajo del almacén.

El suelo bajo mis pies era de piedra y justo delante de mí una hilera de grandes arcos de ladrillo se sumergía en las sombras. Conté tres, pero sabía que las viejas bodegas de almacenes como esas a menudo respondían a un plano distinto del de los edificios que tenían encima. Algunas de las bóvedas construidas bajo los muelles se extendían kilómetros y kilómetros. La gente decía que también había pasadizos por los que era fácil mover las mercancías sin ser visto por los hombres de aduanas.

La cerilla se consumió hasta casi quemarme los dedos y la tiré. Calculé que la hilera de ventanas semicirculares junto a las que Lucca estaría esperando fuera debían de estar justo detrás de mí, a la derecha. Volví a tientas a los escalones y encendí otra cerilla. No había nada, tan solo un muro liso de ladrillo grasiento. Debía de haber bajado demasiado. La cerilla crepitó entre mis dedos.

Me senté en el primer escalón, volví a llevarme la mano al bolsillo y manipulé a oscuras la caja de cerillas, pero cuando estaba a punto de encender una me di cuenta de que allí abajo había otra luz conmigo.

Me levanté y di un paso adelante. Quizá fuera una jugada de la mente o una ilusión óptica, como uno de los trucos de magia de Swami Jonah.

La luz desapareció, pero volvió a aparecer cuando di un par de pasos hacia mi derecha. En efecto: había una tímida luz al fondo de la bodega… al moverme, las columnas curvas de piedra me impedían verla.

Me deslicé detrás de una arcada y con cuidado seguí su trazado, cruzando la bodega y pasando sigilosamente de un espacio oscuro al siguiente, hasta que por fin vi con claridad la luz delante de mí. Procedía de una puerta entreabierta: una inmensa y magnífica superficie cubierta de tachones y correas. Enseguida me vino a la mente la caja que Fitzy tenía en su oficina donde guarda la taquilla de la noche.

El olor agrio era allí más intenso y había algo más: el aire estaba impregnado de un denso y nauseabundo dulzor. No era la fragancia de las flores, ni siquiera se parecía al humo del opio de Lady Ginger. Era un olor penetrante y artificial, y lo había olido antes: la noche que había entrado en Saint Paul’s.

Me quedé helada. ¿Estaría allí abajo en ese momento?

Me agazapé tras un arco y pegué el cuerpo contra los ladrillos helados. «Deberías volver, chica», me dije. «No puedes hacer esto sola. Necesitas a Lucca… y su pistola».

Inspiré hondo, pero el hedor se me coló en los pulmones y a punto estuve de vomitar. Oí entonces como si algo escarbara a mis pies y al bajar la vista me encontré con una rata que me miraba desde el suelo. La criatura negra y lustrosa parpadeó, me olisqueó el pie y se escabulló por las losas cuando fui a darle un puntapié. Me miró recelosa durante un instante y luego pegó el cuerpo a la pared y se escabulló definitivamente hacia la puerta abierta. Contemplé, asqueada, cómo su cola gruesa, gris y sin pelo se deslizaba alrededor del metal y desaparecía.

—¡Santo cielo! Otra. Aléjate de mí, por favor.

Oí un raspado amortiguado, como si alguien arrastrara algo por el suelo.

—¡No! ¡Por favor!

—Así no. No puedo moverme, Peggy. Quédate quieta y puede que…

Siguió un grito agudo.

Sin pensarlo dos veces, eché a correr y empujé la puerta hasta abrirla del todo, lo que dejó a la vista una cámara estrecha y larga con el techo abovedado y otra puerta tachonada y cerrada a cal y canto al fondo. Una lámpara de aceite colocada sobre las piedras aproximadamente a mitad de camino proyectaba un parpadeante círculo de luz sobre las tres mujeres arrodilladas cuyas manos estaban atadas sobre sus cabezas y sujetas con cuerdas a unos inmensos aros metálicos a las paredes. Tenían los corpiños abiertos y las faldas desgarradas y empapadas. Incluso en la penumbra pude ver los rasguños y los cardenales que tenían en la piel.

Pero estaban vivas… todas.

Me adentré en el círculo de luz. Las mujeres gimotearon y se encogieron contra las paredes, bajando la cabeza.

—Por favor, ahora no. Otra vez no. —La voz rota surgió de una mujer que estaba detrás de mí.

Me volví y me vi de pronto mirando a Peggy. Su precioso y espeso pelo estaba apelmazado en un nudo mugriento y tenía largos rasguños en los brazos. La cuerda que le sujetaba las muñecas le había cortado la piel y tenía las heridas cubiertas de costras y supuraban.

—¡Peggy! —Caí de rodillas y con suavidad le levanté la cabeza.

Tenía los ojos tan hundidos en sus cuencas que casi se le habían cerrado y tenía además el labio inferior partido e inflamado.

No me miró, pero sí susurró las palabras:

—No. Por favor, señor.

—Oh, Peggy. —Se me llenaron los ojos de lágrimas—. No soy él.

Me quité la gorra de Giacomo y me solté el pelo.

—Mira. Me conoces. Soy Kitty.

Peggy levantó despacio los ojos hasta encontrar los míos. Al principio no parecía capaz de enfocar la vista. Sus ojos vacíos rodaron sobre mi rostro como si intentaran encontrar en él algo que reconocieran.

Un instante después, susurró:

—¿Kitty? ¿Eres tú de verdad? Oh, gracias a Dios. Gracias a Dios.

Las cuerdas que sujetaban a las mujeres por las muñecas estaban tan firmemente anudadas que tuve que quemarlas con las cerillas de Lucca para poder soltarlas. Cuando terminé con Polly Durkin, se derrumbó en el suelo de piedra y siguió repitiendo el nombre de su novio —Michael— una y otra vez.

—Tranquila, Polly. —Me agaché a su lado y le acaricié el pelo, sabiendo perfectamente que nadie podía estar tranquilo en aquel apestoso pozo—. Pronto volverás a verle. Te lo prometo. Pero antes de eso tenemos que sacarte de aquí. Todas tenemos que irnos.

Yo no había visto nunca a la otra chica. Calculé que debía de tener mi edad, quizá un año menos. Era una pelirroja con esa delicada piel blanca como el yeso que se magulla con la facilidad de un melocotón. Por lo que pude ver, no estaba tan malherida como las otras dos. Tenía un cardenal en el hombro y sangre en las muñecas, allí donde las cuerdas se le habían clavado en la carne, pero le habían respetado la cara.

Las venas de los flacos brazos estirados sobre su cabeza se revelaron azules cuando quemé la cuerda.

Se estremeció cuando la llama se le acercó demasiado.

—¿Cómo te llamas? —intenté distraerla.

—Anna. Anna March. —Dio un respingo cuando encendí otra cerilla. Conocía ese nombre: Tally March era un cantante cómico del Carnival.

—¿Eres la novia de Tally?

Asintió y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Anna?

—Yo… no estoy segura. No mucho, no tanto como las demás. —Miró a Peggy y vi que la recorría un temblor.

—Aquí no entra la luz del día. Solo la de la lámpara, y él la apaga a veces y nos deja a oscuras.

—¿Cuándo fue la última vez que vino?

Anna negó con la cabeza.

—No lo sé. Cuando viene para llevarse a una de nosotras nos da algo de beber y luego es como si todo en tu cabeza se volviera confuso. Podría haber estado aquí hace un día o…

La cuerda terminó de quemarse y Anna cayó hacia delante. Como las demás, soltó un grito mientras movía los brazos de nuevo y la sangre volvía a recorrerle el cuerpo, pero estaba más alerta.

—Escucha, Anna. Necesito que me ayudes. Tenemos que salir de aquí antes de que él regrese, pero Peggy está en muy mal estado y Pol no está mucho mejor.

Anna se levantó, muy rígida. Se juntó la tela desgarrada del vestido alrededor del cuello, se rodeó con los brazos y se frotó los músculos doloridos.

—Eres Kitty Peck, ¿verdad? Mamá dice que eres una maravilla. La mujer más valiente que ha visto en su vida.

—La más estúpida, diría yo. ¿Crees que puedes cargar con Pol?

Anna asintió.

—Peggy. —Corrí hasta donde estaba sentada contra la pared y le cogí la mano—. Nos vamos. Ahora intentarás ponerte en pie. ¿Puedes hacerlo?

Peggy se empujó contra las losas para levantarse, me agarró del brazo y se puso en pie de un tirón. Noté que su mano se cerraba aún más alrededor de mi brazo y supe entonces que el dolor debía de ser tremendo. Me agaché a coger la lámpara de aceite.

—Anna, ¿puedes cargar ahora con Pol? —La pálida muchacha se agachó a su vez al lado de Polly Durkin y susurró. Polly asintió y se levantó tambaleándose. Anna le rodeó los hombros con el brazo y me miró.

—¿Adónde vamos?

La lámpara facilitó las cosas.

Peggy y yo íbamos delante y Anna y Polly nos seguían muy de cerca. Avanzábamos despacio, pero mientras cruzábamos la bodega Peggy parecía reanimarse un poco con cada paso. Supuse que había perdido la esperanza en esa cárcel y que con cada metro que se alejaba de allí recuperaba una pequeña chispa de ánimo.

Las escaleras fueron la parte más dura. Polly tenía la pierna en mal estado y gritaba de dolor cada vez que subía uno de los escalones de madera.

Primero subimos a Peggy y luego Anna y yo volvimos a bajar.

Cuando ayudábamos a subir a Polly los dos tramos de escaleras, una a cada lado de ella, deseé por lo más sagrado que Lucca todavía estuviera esperando fuera.

Yo estaba justo delante de las ventanas en media luna. En lo alto del siguiente tramo de escaleras la lámpara mostró una hilera de ellas abiertas en la pared a la altura de la cabeza. Estaban cerradas con contraventanas por dentro, pero no cubiertas de cristales. Si retirabas la barra que las cerraba podían abrirse al patio.

Puse la lámpara sobre los tablones y miré en derredor. Necesitábamos poder apoyarnos en algo para salir por allí. Vi un banco y una vieja caja apoyados contra una pared. Las letras despintadas «OSEN4» en un lateral sugerían que mucho tiempo atrás la caja había contenido productos de Rosen.

La empujé hasta la primera ventana en media luna, subí encima y liberé la barra, empujando las contraventanas hacia afuera.

—Lucca. —Le llamé sin alzar la voz e insistí al ver que no había respuesta—. Lucca, ¿estás ahí?

Nada. Me asomé y estudié el patio con atención.

—¡Lucca! —Esta vez vi un movimiento en una esquina, pero no fue más que un viejo gato sarnoso que buscaba ratas en el patio. Me volví a mirar a las mujeres que estaban de pie alrededor de la caja.

—¿Entonces ha venido contigo? —Peggy intentó sonreír a pesar de su labio partido.

Asentí.

—Supuestamente tenía que estar aquí, esperándome. —Volví a mirar al patio en sombras. Estaba desierto.

No podía preocuparme de eso en aquel momento.

—Polly, tú primero. Anna y yo podemos ayudarte a bajar.

Tiré de Polly hasta lo alto de la caja y juntas la empujamos por la ventana a las losas del patio.

—Ahora tú, Anna. Puedo empujarte para que pases por la ventana y luego tú podrás tirar de Peggy al patio si yo la sujeto por detrás.

Anna asintió y subió a la caja. La empujé desde abajo al tiempo que ella intentaba salvar los últimos centímetros.

—Ahora solo tú y yo, Peg. —Intenté sonreírle.

Peggy negó con la cabeza. No pude verle la cara con claridad en las sombras cuando habló.

—Las demás, Kitty. Siguen allí. Alice, Martha, Jenny, Maggie… todas. Están en la otra habitación.

Al principio no entendí lo que decía.

—¿Están todas vivas… las muchachas del bermellón?

Peggy no respondió. No sabía nada del cuadro.

Insistí.

—Todas las chicas que desaparecieron del Paraíso, ¿dices que siguen allí?

Asintió y se volvió a mirar hacia las escaleras.

—Maggie… estaba aquí cuando él me trajo. Solo tiene catorce años. Como Alice.

Me asaltó entonces el recuerdo de aquella pobre criatura desdibujada. Me acordé de la última vez que la había visto intentando escabullirse entre las mesas del Gaudy mientras yo la miraba desde la jaula.

—¿Y sigue en esa habitación? ¿En la que estaba al otro lado de donde os he encontrado?

Peggy asintió.

—Voy a volver.

—¡No! —Peggy me agarró de la mano—. No puedes, Kitty. No servirá de nada. Ya no.

No le presté la debida atención mientras me la sacudía de encima. Le había fallado a Alice, pero si todavía podía salvar a Maggie…

Durante todo ese tiempo había estado allí arriba, en mi jaula, llevándome toda la atención como un gatito en un burdel y considerándome una pequeña víctima mientras Maggie y las demás estaban allí.

Al menos le debía eso a la pequeña Alice Caxton.

—Escucha, Peggy. —Tiré de ella hasta hacerla subir a la caja y le giré la cara hacia mí—. Sé que estás en muy mal estado, pero cuando salgas a ese patio, vas a echar a correr. Quiero que salgáis corriendo por el hueco de la pared que hay frente a la dársena, las tres. Corred y no os paréis. Sigue hasta The Gaudy, encuentra a tu Dan y pídele que te lleve a ver a la Señora. Cuéntale todo lo que sabes sobre este lugar, todo lo que recuerdes que te haya ocurrido aquí.

Peggy se encogió.

—A Lady Ginger no. No podría.

Tomé sus manos en las mías.

—Puedes hacerlo, Peggy, y debes. Yo no tardaré. Y esto es importante: debes decirle que tengo más, como ella quería.