Capítulo veintinueve

—Entonces, ¿qué necesitarías para pintar algo como Las muchachas del bermellón? Estoy intentando ser práctica, Lucca, así que olvídate de la inspiración y de la pasión. ¿Qué es lo primero que se te ocurre?

Me subí los pantalones y me abotoné la bragueta. Lucca se arrodilló para meter los aleteantes bordes en las botas de trabajo. Aunque eran pequeñas para un hombre, tuve que ponerme tres pares de calcetines de lana para ajustármelas bien. Bajo la lana, llevaba los pies maltrechos vendados con paños limpios.

Lucca alzó la vista.

—Espacio. Mucho.

Asentí.

—Pero ¿qué clase de espacio? Si estuvieras trabajando en secreto, tendría que ser un sitio donde a nadie se le ocurriera buscarte. Un lugar en el que pudieras meter y sacar cosas sin llamar la atención. Uno de esos sitios donde la gente entra y sale sin hacer demasiadas preguntas. ¿Ahora lo ves?

Lucca dejó de meter los bordes de la tosca tela en las botas y se sentó.

—El almacén. ¿El que Verdin tiene alquilado?

Asentí de nuevo y alargué la mano por encima de él para coger una chaqueta marrón de la cama y meter los brazos en las mangas excesivamente largas.

—Háblame otra vez de ese cuadro.

Lucca frunció el ceño al tiempo que se incorporaba y me levantaba el cuello de la chaqueta para taparme con ella la mitad inferior de la cara.

—Pero si ya lo sabes. Se creía que el Dorado de Sicilia era una invención. Existían descripciones de cuadros en los que supuestamente se había utilizado, pero como ninguno de esos cuadros había sobrevivido, no había modo alguno de saber lo que era en realidad, ni tampoco qué aspecto tenía.

Apretó entre los dedos los hombros de la chaqueta y los dobló hacia mi cuello.

—Estás más delgada que él. Si además te tapamos con una bufanda, justo aquí, quedará mejor.

Sentí un aliento frío en la nuca. Lucca me estaba vistiendo con ropa de hombre por segunda vez, pero ahora yo sabía exactamente de quién eran las botas que me estaba calzando. Aparté a un lado el recuerdo de Giacomo como si pudiera darme mala suerte. Íbamos a necesitar toda la ayuda que pudiéramos conseguir esa noche, y esa clase de pensamiento era ya en sí una maldición.

—Querrás decir que no había forma de saber cómo era hasta ahora. El cuadro de The Artisans, ¿estás seguro de que era Dorado de Sicilia?

Dio un paso atrás para mirarme.

—Seguro del todo. El modo en que brilla, esa profundidad, como la de un estanque o un espejo. Ese aspecto… sobrenatural, extraño. Es eso exactamente lo que se ha escrito sobre él. —Guardó silencio y alargó la mano para tocarme el brazo—. Creía que era la única pista que teníamos para ayudarnos a encontrar a las chicas, Kitty. Por eso volví a la galería para ver el cuadro una vez más. Quería ayudarte, pero no podía contártelo todo, al menos no entonces. ¿Lo entiendes?

Asentí, pensando en todas las vidas secretas y en los mundos ocultos que habían estado representándose a mi alrededor. No era el momento de abrir esa puerta.

Me recogí el pelo y me lo sujeté muy tirante sobre la nuca. Iba a esconderlo bajo la gorra de tela que estaba sobre la cama. Mi mente marcaba los segundos como el reloj de bolsillo de un caballero.

—El libro que robaste, Lucca, ¿qué era lo que decía? Espera, no hace falta que lo busques. Lo tengo. «Cuando Corretti murió, en 1534, el secreto del Dorado de Sicilia ex… expiró con él. A pesar de que muchos han intentado recrear este extraordinario y, según algunos, “mágico” pigmento, todos han fracasado en el intento. La única certeza que perdura es que el proceso estaba p… plagado de peligros y que incluía sus… sustancias de la más tóxica naturaleza. El propio Corretti tenía tan solo veinticuatro años cuando murió». Es así, ¿verdad?

Lucca arqueó una ceja.

—Creo que es exactamente así. Tienes un don, ¿lo sabías?

Me estiré para coger la gorra.

—Tengo buena memoria, si a eso te refieres. Mamá también la tenía. Podía leer una página de una novela una sola vez y repetírnosla sin mirar y sin cambiar una sola palabra. Joey también lo hacía.

Bajé la cabeza para que Lucca no me viera la cara. Me ajusté bien la gorra y me metí el moño bajo el borde trasero. El simple hecho de pronunciar su nombre me horadó como un cuchillo. Cerré otra habitación en mi mente.

—Escucha otra vez: «La única certeza que perdura es que el proceso estaba p… plagado de peligros y que incluía sus, sustancias de la más tóxica naturaleza». ¿Qué te dice eso?

Lucca fue hacia la puerta para coger un abrigo del gancho. Lo sacudió y una nube de polvo y de alas de polilla secas se elevó en el aire.

—Es como te había dicho: ese pintor debe de ser un mago.

—¡No! No es eso lo que dijiste. —Mi voz sonó aguda, pero lo que quería era que entendiera por qué estaba tan segura—. Dijiste que era un alchimista, un alquimista, un químico. Para elaborar esa pintura hay que saber mucho sobre la mezcla de venenos y esas cosas, ¿no?

Lucca asintió.

—Sí. Es cierto que toda la pintura tiene algo de tóxica, pero dicen que el Dorado de Sicilia es letal. ¿Recuerdas que te dije que las obras de Corretti inspiraban temor porque, según se decía de ellas, traían mala suerte?

—¡Exacto! —me apresuré a exclamar—. Pero eso no tenía nada de sobrenatural, ¿verdad? Sus obras provocaban la desgracia, sí, pero solo porque eran venenosas. Simplemente respirar su olor el tiempo suficiente probablemente bastara para matar a una persona. ¿Y qué efecto podía provocar en una mente? Piensa, Lucca. ¿Te acuerdas de la galería y de cómo nos sentimos dentro? Si estuvieras utilizando esa cosa, tocándola y metiéndotela en los pulmones un día tras otro, ¿cómo estarías?

Mio Dio! —Lucca arrojó el abrigo sobre la cama—. ¿Me volvería loco…?

Asentí.

—¿Y cómo accederías a esos venenos? ¿Guardas todavía los retratos que me hicieron?

—¿Los que enviaron al teatro? Sí, aquí los tengo. Yo… me los llevé.

Sabía que los guardaba. Algo me decía que aunque Lucca sintiera asco por el hombre que había dibujado esos retratos, estaba también fascinado por él. No me habría atrevido a afirmar que le admiraba, pero había algo en los dibujos que le atraía como un imán. Supongo que era admiración profesional.

—¿Puedes buscarlos? Tengo que enseñarte una cosa.

Lucca se arrodilló y sacó un fajo de papeles de debajo de la cama. Mis dos retratos estaban encima. Me los dio y yo me arrodillé con los pantalones de Giacomo y alisé las dos láminas sobre el suelo.

Me metí un rizo suelto bajo la gorra y miré los dos dibujos, comparándolos. Sabía que no me equivocaba.

—Mientras practicaba de nuevo después de que la jaula cayera, no podía dejar de darle vueltas a algo que tienen en común estos dos dibujos, Lucca. Míralos atentamente. ¿Qué ves?

Se acuclilló a mi lado y tiró hacia él del dibujo de mi cabeza y mis hombros.

—Tienes razón. Son obra de la misma mano, eso seguro, pero… —Hizo una pausa y se llevó el lado del pulgar a los labios.

—Pero algo ha cambiado entre el primero y el segundo. No me equivoco, ¿verdad?

Lucca negó con la cabeza y tendió la mano para alisar la segunda lámina, en la que yo aparecía dibujada en la jaula. Su dedo tropezó con un desgarrón que la pluma había provocado en el papel, en las palabras «pájaro cantor». El desgarrón se abrió un poco más.

—La cuestión es que cuando estaba allí arriba practicando, no podía dejar de darle vueltas a algo que me había dicho Madame Celeste sobre cómo hay que actuar. «Nada de movimientos bruscos ni de ángulos pronunciados, te delatarán y te dejarán en evidencia».

Lucca alzó la vista. Tenía la mirada perdida mientras yo proseguía.

—¿No lo ves? El primer dibujo… es delicado y exquisito. Es una obra hermosa. —Me recliné, incómoda por lo que estaba a punto de decir—. Lucca, creo que el hombre que dibujó esto me… me admiraba. Podría decir incluso que estaba bastante prendado de mí. Y está además el nombre: Filomela, el ruiseñor, el pájaro que no sabe cantar. Supongo que aunque no le gustaba demasiado mi sucia canción, yo sí le gustaba. Me ha retratado como a una dama: discreta y recatada. Pura.

Lucca miró el papel y se mordió el pulgar.

—Pero cuando hizo este retrato… —Le puse delante el dibujo que me retrataba en la jaula—. Estaba enfadado. Mira las líneas, ¿ves el modo en que la pluma desgarra el papel? Es un cúmulo de ángulos marcados y abruptos. El primer dibujo, es casi como si estuviera… acariciándome, son todas líneas delicadas y pequeños besos de tinta. Pero en este otro…

—¿Quiere hacerte daño?

Asentí.

—O matarme. ¿Qué había cambiado?

Lucca asintió despacio.

—Cuando hizo este… —golpeó con suavidad el papel desgarrado—, se había enterado de lo tuyo con James. Estabas mancillada.

—No solo eso. Sabía lo de James, sí, pero también sabía lo mío con Las muchachas del bermellón. Sabía que estaba sobre su pista. Cuando hizo este y me lo dejó en el teatro, me odiaba y también me tenía miedo. Por eso ha intentado matarme, dos veces.

—¿Dos veces? —Lucca levantó de pronto la cabeza.

No tenía tiempo para dar explicaciones.

—Mira la ventana. Está oscureciendo. Tenemos que ponernos en marcha.

Le cogí el dibujo de la mano y empecé a doblarlo de nuevo. No quería ver a la chica de la jaula, ni tampoco esos trazos despechados más de lo estrictamente necesario. Al doblar la lámina, me fijé en una leve mancha que recorría el borde inferior del papel: demasiado regular y pulcra para tratarse de un borrón de tinta o de la marca de un pulgar.

Sostuve en alto el papel y lo estudié con atención. Luego lo acerqué a la ventana y lo puse contra el cristal. Era una filigrana que se colaba entre el gránulo del papel. Una cabeza de león y el nombre de una empresa: Leo Rosen Imports.

No, no me equivocaba.

Había una simpática ironía en el hecho de que tanto a mi hermano como a mí se nos diera tan bien vestirnos del sexo opuesto. «Degenerados». Así lo había definido Fitzy, aunque yo prefería verlo como «flexibles».

Era sin duda útil. Me acordé del consejo que Lucca me había dado la última vez que había salido vestida de muchacho y puse especial cuidado en andar pesadamente y con grandes pasos.

Fue más fácil esta vez. La ropa que Lucca había elegido para mí era el uniforme de un obrero, no la de un caballero. No había tantos botones con los que maniobrar y llevaba una camisa holgada bajo el abrigo, con el cuello desabrochado.

Lucca me había puesto una bufanda alrededor de los hombros que colgaba por la parte delantera del abrigo y disimulaba mi figura. La ropa que había sido de Giacomo me quedaba grande y eso me ayudaba también a guardar mi secreto.

Salimos de la habitación de Lucca a los adoquines. Oí el agua del río lamiendo los escalones de piedra al final del pasaje. La marea había subido esa noche y el nivel del agua llegaba muy arriba. Arqueé el cuello e inspiré hondo para despejarme la cabeza.

—Recuerda mantener la cabeza gacha. —Lucca me dio un pequeño codazo cuando un tipo corpulento vino hacia nosotros.

El hombre llevaba la gorra negra y ajustada de los estibadores y los pasos de sus botas reverberaban contra las paredes cubiertas de hollín. El último turno había terminado hacía un par de horas.

—Si alguien te reconoce en la calle, Fitzpatrick no tardará en enterarse y mandará una partida a buscarte.

Hundí la barbilla en los pliegues de la bufanda. ¿Qué haría la Señora si Fitzy iba a verla y le contaba que yo no había aparecido en The Gaudy? Me acordé entonces de la nota que su chino había dejado en el escalón del Palacio. Sin duda ella sabía ya que yo no había estado en la jaula… y me había dado tiempo. ¿O era quizá una advertencia?

El número de la muerte.

Volví a oír la voz grave de Lucca.

—Ya te has saltado una noche.

Negué con la cabeza. No iba a pensar en eso. No podía permitírmelo.

—Después de esta noche, eso será lo de menos. Si tengo razón, a partir de ahora Fitzy ya puede empezar a ponerse mis medias y mis lentejuelas y a colgarse en esa jaula. No pienso volver al music hall. En cuanto recupere a Joey y hayamos…

Me callé. Estaba a punto de decir: «encontrado a las chicas». A decir verdad, no estaba segura de lo que podíamos encontrar en el almacén de sir Richard Verdin. Lo único que sabía era que teníamos que ir hasta allí.

Después de que Lucca me hubiera contado toda la verdad sobre Joey, Giacomo y sir Richard Verdin, sentía como si estuviera viendo un mapa del Imperio desplegado delante de mí por primera vez y fuera capaz de dar nombre a prácticamente cada uno de los pequeños retazos de color rosa, por muy lejos o por muy pequeños e inconsecuentes que fueran. Dudo mucho que la propia reina Victoria hubiera sabido hacerlo mejor.

Pero había todavía un par de sitios que me preocupaban.

Los cuerpos, esa era la palabra que no dejaba de venirme a la cabeza una y otra vez. Si Verdin había matado a las muchachas del bermellón, ¿dónde estaban sus cuerpos? Era bien sabido que el viejo río gris guardaba bien los secretos, pero las chicas del cuadro eran seis. A esas alturas, era lógico esperar que al menos una hubiera aparecido ya, quizá flotando entre la basura como el bodeguero del Carnival.

Y además, ¿dónde estaban las otras —la pequeña Maggie, Polly Durkin y Peggy—?, demasiadas mujeres para poder tenerlas a todas escondidas.

(Era importante no permitirme pensar que pudieran estar muertas, sobre todo Peggy).

Llevábamos la mañana y la tarde enteras sentados en la habitación de Lucca.

La pintura, el brebaje, la galería The Artisans, Verdin, el almacén, los dibujos… había hablado hasta la ronquera exponiéndoselo a Lucca y repasándolo una y otra vez para estar segura de que no había omitido ningún detalle que pudiera dar al traste con todo.

Tenía al hombre correcto, ¿no? No podía ser nadie más. La pregunta era «¿por qué?». Le di vueltas a ese punto hasta que sentí la cabeza como un cubo lleno de anguilas.

Por fin, cuando el sol de la tarde cayó sobre la cama, trayendo un poco de calor a la buhardilla, me quedé dormida un rato.

Al despertar, Lucca estaba preparándome la ropa: eran prendas sencillas y de confección casera que, por lo que pude ver, debían de haber pertenecido a Giacomo antes de que Verdin lo corrompiera.

—Es la hora, Fannella.

Caminábamos deprisa. En el río, los enormes barcos se deslizaban en filas de a cuatro en la oscuridad de las sombras. Alcancé a oír el crujir de las cuerdas y el chasquido de las velas cuando el viento azotaba las jarcias y provocaba el repiqueteo del bosque de mástiles. Las olas batían suavemente contra los muelles y lamían las piedras más bajas de los escalones cubiertos de limo que llevaban desde la red de tortuosos callejones hasta el agua. Si te encontrabas con algún hombre que subía desde el río en una de esas negras bocas de noche, no le preguntabas qué hacía ni de dónde venía.

Nos escabullimos por un patio aledaño y bajé la cabeza cuando un grupo de marineros apareció de pronto a la vista. Incluso en la penumbra su pelo rubio brillaba como la luna y los señalaba como recién llegados del norte con la misma claridad con la que lo hacía el anguloso sonido de sus entrecortados y ebrios cánticos.

Lucca tiró de mí hacia él cuando pasaron por nuestro lado y nos fundimos con un hueco abierto entre los edificios. Los dos sabíamos que cuando los marineros llevan dinero en los bolsillos, alcohol en la tripa y disfrutan de la libertad que encuentran en tierra, los posee una especie de locura.

Esa parte de Londres era un laberinto. Aun así, los serpenteantes pasajes y los estrechísimos atajos ofrecían seguridad, siempre que los conocieras de memoria. Me subí aún más el cuello de la chaqueta y volví a salir al callejón. De pronto me acordé de una de las historias que contaba siempre mamá. Era algo sobre un monstruo que vivía oculto en el centro de un laberinto. Me eché a temblar.

Aunque los marineros habían desaparecido, esas calles —la puerta de Londres— no descansaban jamás. Los carros traqueteaban bajo las arcadas, los abaceros seguían abiertos con la subida de la marea y las tabernas de la peor estofa —donde los clientes se llenaban el gaznate de pie con Dios sabe qué— no reparaban demasiado en la hora. Esa noche parecía que en dos de cada tres portales acechaba una furcia. Una de ellas me tiró de la manga.

—Una noche movida. Llevamos cinco barcos en lo que va de día. ¿Quieren uno rapidito, caballeros?

Me solté de un tirón y hundí aún más la barbilla en la tosca tela de la chaqueta de Giacomo. Lucca apretó el paso.

La mujer nos gritó desde su portal.

—Os lo hago a los dos por un penique.

Seguimos andando en silencio, intentando no llamar la atención. Las botas, demasiado grandes, me rozaban la piel a través de las capas de lana. Las llagas de los pies se me habían vuelto a abrir. El denso olor a actividad impregnaba el aire de la noche. Cada paso ofrecía un nuevo olor: a café, a especias, ron, sudor, alquitrán, tabaco, vino rancio y al carnoso y grasiento olor de la lana. Si hubiéramos podido embotellar el aire de los muelles podríamos haber llevado en el bolsillo el mundo entero. Los viejos peones se jactaban de que podían vendarle los ojos a uno de los clientes habituales y colocarlo en cualquier rincón y el cliente podía decirte exactamente dónde estaba con una simple bocanada de aire.

Inspiré hondo. Olía a carbón y a humo. Estábamos cerca. Oí también el zumbido de máquinas.

Limehouse Basin no descansaba nunca: todavía se construían allí pequeños barcos, las barcazas de carbón hacían cola en los muelles de día y de noche y el motor que mantenía en funcionamiento toda la maquinaria de carga y descarga zumbaba y bramaba sin descanso. La sentí justo entonces en los adoquines, palpitando como un inmenso corazón vivo bajo las suelas de los pies.

—Solo hay una cosa que me preocupa. —La voz susurrante de Lucca veló el aire a su alrededor mientras caminábamos.

—¿Solo una? —Intenté quitarle hierro al asunto.

Suspiró.

—Si lo que has dicho es cierto, ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos?

No dije nada. Lucca me había pillado. Ni yo misma estaba segura. Simplemente confiaba en que mi instinto me indicara qué hacer.

No había muchas farolas junto a la entrada de la dársena, donde se apiñaban los estrechos edificios. Con las negras ventanas de arco y las puertas de carga abiertas de par en par en las alturas, sobre la calle, parecían un puñado de viejas plañendo junto a una tumba.

Las plataformas asomaban sobre el pasaje casi tocándose sobre el vacío en algunos puntos. De día, impedían que pasara la luz, pero esa noche daban cuerpo a la oscuridad, como si pudiéramos estirar la mano y sentirla colarse entre nuestros dedos.

Alargué la mano hacia la derecha, apoyándola en los ladrillos, y di un paso adelante, dejando que el muro me guiara.

—Por aquí, Lucca. No te separes de mí.

—¿Sabes en qué lado está?

—No, pero en cuanto salgamos a cielo abierto podremos leer los números.

El pasaje se ensanchó al final y nos encontramos de pronto en la parte sur de la dársena. El agua calma y negra del centro reflejaba el viaducto que la cruzaba sobre el borde norte.

A la izquierda había luces y gente moviéndose de un lado a otro. La pesada maquinaria de carga y descarga gemía y retumbaba mientras los hombres se escabullían como hormigas sobre grandes montones de carbón. Hileras de barcazas abiertas ancladas al borde de la dársena iban llenándose con nuevos montones de reluciente mineral.

Nos agazapamos contra las paredes, poniendo especial cuidado en no ser vistos. Alcé la vista. Unas letras de pintura descascarillada sobre la puerta de un almacén me informaron de que la sede de la Compañía Minera Samuel Carter ocupaba los números 34 al 36. Justo a la derecha, la familia Jeffries (padre e hijo, según rezaba su placa) ocupaban el número 33.

—Por aquí. —Señalé a la izquierda y empezamos a bordear la dársena. Un tren rechinó al cruzar el viaducto y llenó el aire de vapor a la vez que alcanzábamos la doble puerta de madera del almacén 21—. ¡Corre, Lucca! —Aprovechamos la protección que nos ofrecían el humo y el ruido y echamos a correr alrededor del embarcadero de piedra. Volví a alzar la vista.

—El número 2. Nos hemos pasado.

Lucca alzó a su vez la mirada, vacilante.

—Pero el que tienes justo detrás es el 11, Kitty.

—No puede ser.

El almacén que estaba a mi izquierda, un edificio bajo y recio, era definitivamente el número 2 —Millet & Co.—, aunque, tal como había dicho Lucca, el siguiente almacén de la derecha era un edificio alto en el que figuraba sin lugar a dudas el número 11: Francis, Kenyon & Beedy.

—Sam dijo que Verdin tenía alquilado un almacén en el Patio de Curtidores, 3-10, de Limehouse Basin. Entonces, ¿dónde está?

Estudié atentamente las lisas fachadas de ladrillo de los edificios. Una cosa estaba clara: esa parte era más antigua y no se le había dado tan buen uso como al extremo izquierdo.

Retrocedí un paso, dejando el agua a mi espalda, y volví a contar los almacenes desde la punta: uno, dos, once, doce…

Entonces lo vi. Pegado a una pared a unos tres metros a mi izquierda había un gran cartel esmaltado y oxidado entre el que asomaban los hierbajos. No alcancé a leer las palabras desde donde estaba, pero sí vi la flecha que recorría la base.

Le indiqué a Lucca que me siguiera.

Arranqué los hierbajos que lo tapaban y froté la capa de limo verde que cubría el metal. El cartel crujió y se inclinó bruscamente a la izquierda cuando un perno oxidado se abrió paso desde el muro y cayó estrepitosamente sobre las losas del suelo. No importó, era imposible que alguien nos oyera, sobre todo con el ruido de toda esa maquinaria martilleando sin descanso, y dudé mucho que pudieran vernos en aquel rincón en sombras.

Volví a enderezar el cartel mientras Lucca lo frotaba con un trozo viejo de trapo, dejando a la vista tres palabras: Leo Rosen Imports. Había también una cabeza de león, la misma de la filigrana.

—¡Este es, Lucca! Este es el almacén que estábamos buscando. Sam dijo que Verdin se lo había alquilado a un tal Rosen. Pero ¿dónde está?

Lucca entrecerró los ojos y fijó una vacilante mirada en la dirección que en su momento había señalado la flecha.

—Debe de estar por allí. —Señaló con una inclinación de cabeza un hueco que separaba los primeros almacenes.

Clavé la vista en la oscura rendija que dividía las paredes. No me pareció un pasaje, sino más bien un rincón en el que cualquier tipo pararía a orinar en caso de una urgencia.

—Pasaré yo primero, Fannella. Tú sígueme.

Lucca se coló por el hueco y yo le seguí. El aire era fétido y al llegar al quinto escalón sentí algo blando bajo el pie. La bota de Giacomo se hundió en algo que dejó escapar una especie de chasquido húmedo cuando levanté el pie. Contuve una arcada y me tapé la nariz y la boca con la mano al tiempo que el hedor a podrido ascendía desde el escalón.

—Era una rata muerta… y grande. A mí también me ha ocurrido. —La voz susurrante de Lucca me llegó desde más adelante. Vi un repentino destello amarillo cuando prendió una cerilla. La levantó en el aire y se volvió a mirarme, ocultando entre las sombras el lado cubierto de cicatrices de su rostro. Luego me dio la espalda y siguió subiendo, sosteniendo en alto la cerilla. Estábamos en un pasadizo de aproximadamente medio metro de ancho. Las paredes, totalmente negras, se levantaban a ambos lados.

La cerilla chisporroteó y se apagó.

—No mires abajo. —La voz de Lucca sonó firme y tranquilizadora—. Hay toda clase de cosas a nuestros pies. Ven. Ya no queda mucho. Aquí hay una especie de esquina, y más allá me parece ver… bueno, no es exactamente una luz, pero la oscuridad parece aclararse un poco.

Salimos a un pequeño patio rodeado de edificios que parecían básicamente versiones en miniatura de los almacenes que rodeaban la dársena. En el cielo, la luna —o la mitad de ella— apareció por detrás de un jirón de nube y por fin pude ver con claridad. Había varios edificios bordeando ambos lados del patio y otro más alto que los demás en el extremo más alejado. Había también un pozo de piedra en el centro de los adoquines con una tapa rota de madera precariamente colocada sobre el hueco.

Esos edificios eran más antiguos que los que rodeaban la dársena y estaban abandonados. El olor dulzón a humedad, madera podrida, moho y alimañas muertas impregnaba el lugar. La mayoría de las puertas colgaban abiertas de sus bisagras oxidadas y los cristales rotos de las ventanas más bajas cubrían las piedras como una costra. El cristal brillaba a la luz de la luna. Mucho más arriba, a un par de plataformas de carga le faltaban la mayoría de los tablones y varias de las grandes puertas de doble hoja hasta las que, según supuse, tiempo ha se habían izado las mercancías desde el patio para almacenarlas, habían sido toscamente tapiadas con listones de madera.

Dudé mucho que alguien hubiera hecho negocios en el Patio de Curtidores desde hacía tiempo, ni siquiera una chica de la calle buscando un rincón tranquilo para hacer un trabajo.

Solo el edificio alto y estrecho del fondo parecía entero. Me fijé entonces en las cuerdas y en las poleas que colgaban de la sólida plataforma cuatro pisos por encima de nosotros y en que las ventanas de la planta baja conservaban aún sus cristales.

Había también un largo letrero pintado directamente en los ladrillos que recorrían el lado izquierdo del almacén. La letra era inclinada y anticuada. En algunos sitios se había borrado del todo, pero no tanto como para resultar ilegible: «Leo Rosen Imports. Sedas de Oriente y Productos de Lujo. Desde 1834».

Por un momento me quedé helada. Se me erizó el pelo bajo la vieja gorra de tela de Giacomo, un sudor frío me recorrió la columna desde la nuca y tuve que obligarme a respirar. No, no era el olor de aquel lugar cerrado lo que me asfixiaba, sino la idea de que por fin había dado con él.

Las habíamos encontrado. Si estaban en algún lugar de Londres, las muchachas del bermellón —Peggy, Maggie, Alice y las demás— estaban allí. Podía sentirlo.