Había en mi mente habitaciones que yo ponía especial empeño en conservar cerradas. Al volver la vista atrás, me doy cuenta de que mamá y yo no éramos muy distintas en eso, aunque al final ella cerró tantas puertas en su cabeza que fue incapaz de volver a encontrar la salida.
Cuando mamá se fue, yo misma me enseñé a no abrir las puertas que llevaban a los recuerdos. Mejor así. De hecho, había descubierto que prefería mantener muchas cosas bajo llave: el miedo, por ejemplo.
Cuando estaba allí arriba, en la jaula, me aseguraba de que hasta la más mínima duda sobre lo que hacía quedara aparcada en un rincón tan alejado de mi cabeza que ni siquiera supiera que estaba allí.
Además, estaba también la Señora, y su asunto con las chicas desaparecidas. Me había enfrentado a la situación mirándola desde fuera y manteniéndola a cierta distancia de mí, como si le estuviera ocurriendo a otra Kitty Peck.
La chica que trabajaba en los teatros, la que cantaba en los gallineros mientras limpiaba vómitos y replicaba con las consabidas insolencias a Fitzpatrick era dura como la concha de una ostra y año tras año, desde que Joey desapareció, había ido añadiendo una nueva capa protectora a las que ya tenía. Todo lo que le iba ocurriendo era un percebe que crecía sobre su concha y que añadía un nuevo remache de piedra a su armadura.
Pero por dentro, la muchacha era también blanda como una ostra y ahora algo la estaba desgarrando.
—Fannella…
Lucca tendió la mano hacia mí.
—¡Ni se te ocurra! —Le aparté de un empujón y me sequé bruscamente las mejillas con la base de las palmas. Luego me incliné hacia delante y le abofeteé en el lado sano de la cara. Él no se movió ni pronunció una sola palabra, así que le abofeteé otra vez en lado contrario, esta vez tan fuerte que la cabeza le dio una sacudida y el pelo le cayó hacia delante, tapándole la cara.
De todos modos, Lucca no se movió y dejó que le pegara una y otra vez hasta que me derrumbé sollozando en su regazo. Fuera, la campana que anunciaba el cambio de turnos en los muelles empezó a tocar.
Lucca me acarició la cabeza.
—Lo siento, Fannella. Debería habértelo contado hace tiempo. —Su voz era casi un susurro—. Son muchas cosas las que debería haberte contado.
—Lo has sabido todo el tiempo, Lucca, ¿verdad? Sabías que estaba vivo.
—Sì. —Apenas oí la palabra.
—No lo entiendo. ¿Por qué no me lo dijiste? Estabas conmigo el día que vinieron al teatro y me contaron lo del accidente. Sabías ya entonces que era mentira y aun así dejaste que creyera que había muerto. ¿Cómo has podido hacerme algo así?
Lucca seguía en silencio, pero oí cómo el corazón le latía muy deprisa en el pecho. Giré la cabeza para mirarle y volví a preguntarle:
—¿Cómo pudiste hacerme eso sabiendo que él era todo lo que tenía?
Tragó saliva.
—Porque Joey me lo pidió. Era mi amigo. Me salvó la vida.
—¿Tu amigo… o algo más? Tengo que saberlo. —Mi voz sonó aguda.
Lucca negó con la cabeza.
—Mi amigo. Pero era parte de la escuela. Uno de… nosotros.
Volví a acordarme del dibujo. Mi listo y guapo hermano. No le conocía en absoluto. Todo ese tiempo había estado ciega a lo que tenía delante de los ojos. «Degenerado»: eso es lo que Fitzpatrick había dicho de Joey. Y ahora yo sabía por qué, y la Señora también. Le había llamado «asesino». Me incorporé.
—¿Qué ocurrió después? ¿Qué ocurrió después de que saltarais?
Lucca suspiró.
—No estoy seguro de lo que ocurrió inmediatamente después del incendio. Me llevaron a una casa de Londres y Joey me cuidó allí. Tenía quemaduras muy graves. Esto… —indicó con un gesto su rostro— es lo que ocurrió justo después de que tu hermano me empujara desde la ventana. Se me quemó el pelo hasta la piel. Joey le dijo a un médico que había tenido un accidente con una lámpara de aceite. Estuve muerto para el mundo durante varios días y también tuve fiebre. Estuve al borde de la muerte. A veces lo habría preferido.
Se llevó la mano a la cara y trazó los amasijos de carne que le cubrían desde el ojo hasta la nariz y los labios.
—Pasaron meses hasta que las heridas se curaron y la piel volvió a crecer. Ahora soy una ruina. Este es mi castigo.
Le apreté la mano.
—No fuiste tú quien encendió el fuego, ¿verdad? Y, en cuanto a lo del castigo, por lo que veo alguien cuidó de ti esa noche. Fue entonces cuando te uniste a nosotros en The Gaudy, ¿verdad? ¿Cuándo te curaste?
Lucca asintió.
—Joey… él me encontró un puesto. Lo hizo por ti, Fannella, porque sabía que estaba a punto de marcharse. Me pidió que cuidara de ti.
Le miré fijamente.
—¿Marcharse adónde? ¿Y si sabía que iba a marcharse, por qué no me llevó con él?
Lucca puso especial cuidado en no mirarme.
—Muchos de los chicos que murieron en el fuego eran propiedad de los barones. Hay casas por todo Londres donde los caballeros buscan una diversión singular. Y esas casas son valiosas. Todos estaban interesados en silenciar los acontecimientos de esa noche, pero en cualquier caso los barones querían un nombre. Alguien dio a entender que Joey había sido el autor del incendio. La vida de tu hermano estaba en peligro. Tuvo que desaparecer y le pidió a la Señora que le ayudara.
Le solté la mano y me aparté el pelo de la cara para recogérmelo en la nuca. Un latido sordo estaba empezando a bombearme en las sienes.
—Pero ¿por qué iba a hacer él algo así? ¿Por qué pedírselo a ella?
Lucca se encogió de hombros.
—Porque, como sabes, Joey ya trabajaba para ella. Los barones siempre cuidan de los suyos. Es posible que la Señora le utilizara como peón en alguna partida que ni siquiera nosotros somos capaces de imaginar. Lo único que sé es que tu hermano hizo un trato con ella y yo prometí que cuando se fuera ocuparía su lugar y cuidaría de ti. Le debía la vida. Tenía una deuda y he sido feliz pagándola, Fannella, porque te convertiste en mi amiga. No, eso no es exacto: te convertiste en mi hermana.
Intenté sonreír, pero el dolor sordo que me martilleaba la cabeza era cada vez más agudo. Había algo más, algo que Lucca no me estaba contando.
Otra pieza de madera encajó de pronto, pero necesitaba oírlo.
—¿Quién acusó a Joey de haber sido el autor del fuego, Lucca?
Lucca arrancó un hilo suelto de lana de la alfombra. Cuando respondió, su voz sonó inexpresiva.
—¿Recuerdas que te he dicho que Verdin cambió a Giacomo por un nuevo amante?
Sentí el corazón duro como una piedra. Asentí.
—Era Joey. Joey podía dar el pego en sociedad y eso hacía que Verdin se sintiera a salvo.
El dolor había empezado a horadarme el ojo izquierdo y se extendía hasta la frente.
—Pero tú y el tal Giacomo… con vuestros acentos y con la ropa adecuada seguro que podíais pasar por gente rica en cualquier parte. Tienes un lenguaje precioso. Nadie de nosotros sabría decir si eres un lord o un mendigo, Lucca.
La verdad es que Joey era un buen actor, me dije, y además pillaba cualquier jerga más rápido de lo que un ratero pillaba un buen bolsillo, aunque de un modo u otro seguramente terminara delatándose.
—Nadie tomaría jamás a mi hermano por un auténtico señor, Lucca.
De pronto en la habitación se hizo un silencio tal que si el ratón de la pared hubiera inspirado, yo lo habría oído.
—Pero sí podía pasar por una chica… por una mujer. Y eso era lo que sir Richard hacía… a menudo. Tu hermano era hermoso y entre los dos engañaron a la sociedad. Para Joey no era más que un juego; para Verdin creo que era algo más. Pagaba bien y le compraba ropa incluso más refinada que la que le regalaba a Giacomo. De un modo retorcido, Verdin amaba a tu hermano. Confiaba en él lo suficiente como para contarle que Giacomo había intentado hacerle chantaje y le contó también sus propios planes de hacer desaparecer de la faz de la tierra hasta el último rastro de la escuela especial para que nadie pudiera volver a chantajearle.
»Quería empezar una nueva vida… una vida pública, con tu hermano, pero no podía permitir que nadie que conocía la verdad siguiera con vida. Por eso Joey estaba también allí esa noche. Quiso impedirlo… salvarnos a todos. Aparte de él, yo fui el único que sobrevivió. No creo que Verdin lo supiera.
Lucca se levantó y se acercó a la ventana. El sol de la mañana apareció en las rojas sombras de su pelo negro. Cuando volvió a hablar, lo hizo de espaldas a mí.
—Joey sabía que Verdin era el culpable de lo ocurrido. Más aún, le despreciaba. Verdin tuvo que asegurarse de que nunca le traicionara, Kitty. ¿Qué mejor forma de matar a tu hermano que volver a todos los barones de Londres contra él?
Volví a acordarme de la noche en que me desperté y Joey estaba sentado en el suelo junto a la puerta, llorando mientras me miraba en la oscuridad.
Las últimas fichas del rompecabezas encajaron y la imagen que formaron fue fea. No quiero decir con ello que Joey o Lucca me parecieran feos, pues jamás podrían parecérmelo. No, al pensar en sir Richard Verdin paseando sus ojos grises como el sílex por los cuerpos de esos muchachos que eran poco más que unos simples niños y asesinándolos después para mantener limpia su imagen pública mientras que su alma era inmunda, tuve ganas de arrancarle la piel a tiras con mis propias manos hasta que lo que quedara de él fuera solamente su ajado y reseco corazón negro.
Me acerqué a la ventana y me quedé junto a Lucca.
—¿Por qué no me has contado nada de todo esto hasta ahora?
—No podía. Le prometí a Joey que guardaría su secreto. Me hizo jurar… no quería que le despreciaras. —Entonces sí se volvió a mirarme—. Y lo hizo también para que no corrieras peligro. Yo ni siquiera sabía que tenía una hermana hasta que me trajo aquí, al Paraíso.
—¿Sabes dónde está?
Lucca negó con la cabeza.
—La Señora se encargó de él. Fue ella quien le secuestró.
—¿Como a las chicas de los music halls? —Dejé escapar una risa amarga—. Anoche, antes de venir verte, acudí a ella con más, como ella quería, pero no fue suficiente. Voy a tener que ir y llevárselas personalmente. Creo que es lo único que la complacerá.
Lucca guardó silencio durante un momento y su ojo brilló a la luz del amanecer.
—¿Llevárselas de dónde? Tú sabes dónde están, ¿verdad?
El sol asomaba por el estrecho hueco que separaba las casas del fondo de la calle. Podía verse ya una luminosa franja de río desde donde estábamos y parecía brillar con esa misteriosa luz entre plateada y dorada que el artista desconocido había empleado en el cielo de Las muchachas del bermellón.
Por fin estaba segura de quién era el autor de todo. Infettato, ¿no era esa la palabra que Lucca había utilizado para referirse a Giacomo? Sonaba hermosa en su lengua, pero había aclarado lo que significaba: infección. Sin duda era todo un asunto enfermizo.