Capítulo veintisiete

Lucca tenía la cara arrugada y una expresión profundamente adormilada. Parpadeó y se pasó la mano por las cicatrices que tenía en el lado derecho del rostro.

—¡Fannella! Gracias a Dios. Creía que… —Negó con la cabeza como para deshacerse de los últimos restos de un sueño y me miró—. Fitzpatrick está hecho una furia. ¿Dónde te has metido? —De pronto hablaba con brusquedad.

—¿Vas a dejarme pasar o piensas tenerme aquí fuera, congelándome como un maldito helado? —Mi pequeña arenga reverberó en el callejón, pero mi voz sonó tensa y peculiarmente aguda, como a punto de transformarse en algo parecido a un grito.

Lucca frunció el ceño, abrió más la puerta y se llevó un dedo a los labios al tiempo que me indicaba que pasara.

—Todos duermen. Es tarde, ¿es que no te has dado cuenta?

A decir verdad, no, no me había dado cuenta. Después de haber recibido el mensaje de Lady Ginger, lo único que quería era encontrar a Lucca y hablar con él, y en ningún momento se me había ocurrido pensar en la hora que era.

La oscuridad era total cuando llegué a su casa, así que le había arrojado puñados de piedrecillas a la ventana de la habitación que ocupaba bajo el alero del tejado.

A pesar de que no estaba totalmente segura de encontrarle en casa ni de lo que iba a decirle si en efecto daba con él, cuando por fin asomó la cabeza me alegré de verle.

Lucca subió delante de mí a su habitación, abrió la puerta de un empujón y se hizo a un lado para dejarme pasar. Me derrumbé en la cama. Un instante después, no quedó nada de mí en pie. Era una vela que había ardido hasta su última y agónica llamarada.

La habitación estaba fría y oscura. Lucca se acercó a la pequeña chimenea y prendió una cerilla para encender un tocón de cera gris del único candelero de bronce que había sobre la repisa de la chimenea. Luego se acuclilló, arrugó algunos papeles y los introdujo en los huecos entre los escasos restos de carbón que quedaban en el fuego. Prendió las puntas de los papeles con el tocón de la vela y ni él ni yo dijimos nada mientras los trozos de carbón frío crepitaban hasta que, a regañadientes, empezaron a arder. Un par de minutos más tarde, un pequeño fuego chisporroteaba por fin. Lucca se inclinó hacia atrás, se cruzó de brazos y se quedó mirando las llamas.

—Y bien, ¿dónde has estado, Fannella?

Me deslicé desde la cama hasta su lado y acerqué las manos al fuego, aunque la verdad no noté demasiada diferencia, pues estaba entumecida hasta los tuétanos. Me temblaban las manos. Las vi temblar, pero fue como si estuviera mirando a otra chica, no a mí.

Lucca también se dio cuenta. Me tomó las manos entre las suyas como si estuviéramos rezando juntos y las frotó. Me moví para acercarme más al fuego y el deshilachado y embarrado dobladillo de la falda se levantó, dejando mis pies a la vista.

—¡Santo cielo! Pero ¿qué es lo que te ha ocurrido? —Me soltó las manos, se levantó de un brinco y fue a por una jarra y una palangana que tenía en el rincón—. ¿Dónde están tus botas? —Con cuidado, fue quitándome los restos de tela sucia y desgarrada pegada a los pies hasta que me estremecí cuando la tela tiró de la sangre seca que los cubría.

Lucca maldijo entre dientes mientras me lavaba la piel levantada y sucia. El agua debía de estar helada, pero ni siquiera lo noté. Vi a Lucca meter un retazo de paño manchado en la palangana y el agua se tiñó de rojo, oscureciendo las delicadas flores pintadas en la porcelana.

Luego levantó la vista y me apartó un rizo de la cara.

—Has estado llorando. —No era una pregunta—. ¿Cuándo aprenderás que no eres inmortal, Fannella?

Intenté sonreír.

—Creo que lo he aprendido esta noche.

Me pregunté hasta dónde podía contarle. Él volvió a arrancarme otra tira de tela del pie derecho y solté un grito.

—Lo siento, pero esto va a doler. El calor… hace que recuperes la sensibilidad.

Me mordí el labio y asentí.

—Sigue, no te preocupes… Y gracias.

Volvió a introducir la tira de tela en la palangana y me limpió con ella los dedos, hablándome con suavidad mientras trabajaba.

—Esta noche, al ver que no aparecías en el teatro, no sabía qué hacer ni a quién preguntar. Me preocupaba que… que te hubieran cogido como a las demás. —Sus rizos oscuros cayeron hacia delante cuando se inclinó a limpiarme el talón, donde me sangraba una llaga en carne viva del tamaño de un penique. Por un momento una punzada de dolor me obligó a apretar los dientes y no pude hablar.

—Lucca, yo… he ido a ver a Sam Collins otra vez. Me mandó un mensaje al Gaudy diciendo que quería verme. Vine a buscarte después del ensayo, pero.

(En un rincón de mi mente se insinuó de nuevo el recuerdo del retrato de Joey. Yo sabía que podía confiarle mi vida a Lucca, pero entre nosotros se había abierto cierta distancia, un secreto. Entendí, con una repentina conmoción, que era Lucca el que no confiaba en mí).

—… Pero no estabas aquí, así que fui sola a la oficina de Sam. Tomé un ómnibus. Creía que podía estar de vuelta a tiempo para la función. —Contuve el aliento cuando Lucca me arrancó otra tira de la planta del pie.

Levantó la vista y frunció el ceño.

—Te has expuesto a un riesgo estúpido. Después de lo que pasó con la jaula… —Suspiró y se golpeó con suavidad la cabeza—. Eres lista, sí, pero a veces eres como una niña. Actúas cuando deberías pensar. Saltas antes de ver. Dime, ¿cómo podías estar segura de que Sam Collins decía la verdad?

Por supuesto tenía razón, pero yo no había estado por la labor de examinar la situación demasiado al detalle, la verdad. Cuando fui a ver a Lucca después del ensayo, me había encontrado con el retrato y no con él. Había preguntas que necesitaba hacerle sobre eso, pero otra cosa era que quisiera oír las respuestas. La verdad era que quería alejarme del dibujo. Por eso había ido a ver sola a Sam Collins, pero no iba a decirle eso a Lucca.

Cambié de postura sobre la alfombra.

—Preguntó por ti. Hasta se acordaba de tu nombre. Es un tipo listo, pero no es peligroso… al menos no en el sentido que tú crees. Supongo que vendería a su madre por una buena historia, pero no mataría por ella. Además, mantuvo su promesa. Me dio información sobre la galería y sobre el cuadro. Creo, creo que sé quién está detrás de todo.

La luz del fuego se reflejó en la suave mitad izquierda de la cara de Lucca. No pude leer su expresión.

—Necesitas paños limpios para estas. Tengo una camisa vieja que podemos usar. Podrás contármelo todo mientras termino de limpiarte y te preparo vendas nuevas. Y cuando digo «todo», me refiero a «todo», Kitty.

Fue el nombre «Verdin» la gota que colmó el vaso. Más específicamente el nombre «sir Richard Verdin».

Lucca no había dicho nada mientras yo le hablaba de James y del ómnibus, pero en cuanto llegué a la parte sobre la galería y los consejeros, fue como si alguien hubiera arrojado un cubo de agua al fuego.

Tirité y cogí un hierro para remover las brasas. A pesar de que en la chimenea bailaban todavía pequeñas llamas, de pronto la habitación parecía haberse enfriado como la cámara frigorífica de una carnicería.

Dejé el hierro en el suelo.

—Sam dice que sir Richard está interesado en jóvenes artistas, cuanto más jóvenes mejor. Al parecer, muestra un interés muy personal… —Guardé silencio cuando Lucca se levantó de pronto y maldijo en italiano. No entendí lo que dijo, pero a medida que las maldiciones iban saliendo escupidas de sus labios, el significado de sus palabras fue quedando claro.

Seguí sentada donde estaba, mirándole. Él se había ido a la otra punta de la habitación. Estaba de espaldas a mí, con la frente apoyada contra la pared y una mano cerrada sobre la cabeza. Vi que tenía todos los músculos del brazo tensos como cuerdas.

Había apretado el puño como si quisiera agujerear el delgado y viejo panel y sacarlo por las escaleras que había al otro lado.

Me levanté y me acerqué cojeando a él. Me ardían los dedos como ascuas.

—¿Lucca? —Le acaricié la espalda y al hacerlo noté la tensión de sus hombros bajo la fina tela de la camisa. Era como algo enroscado sobre sí mismo y preparado para atacar. Fui a tocarle la cara.

—¡No!

Se apartó y se volvió a mirarme. Su ojo brilló en las sombras.

—Mírame. —Se apartó el pelo que le cubría el lado derecho de la cara para enseñarme la piel fundida que tiraba de sus rasgos antaño hermosos y los convertía en la pantomima de un rostro. Deliberadamente, se acercó a la luz del fuego y se apartó el pelo para que nada le tapara las cicatrices. Era como si todo se hubiera desplazado al lugar equivocado. La mitad derecha abrasada de la parte delantera de la cabeza estaba salpicada de mechones de pelo, el ojo y el lateral de la nariz se habían fusionado en un amasijo carnoso y las franjas prominentes de un tono rojo amoratado y de piel sobrenaturalmente pálida le bajaban por la mejilla hasta el cuello. La oreja era un tocón nudoso de cartílago. Jamás le había visto tan claramente. Me sentí como una intrusa.

La boca de Lucca se torció, dibujando una sonrisa.

—Verdin me hizo esto. Míralo bien, Fannella. Esta es su destreza.

—¿James? —No podía pensar con claridad.

Lucca soltó un bufido y negó con la cabeza.

—Collins no miente cuando dice que el gran sir Richard Verdin está interesado en los jóvenes artistas. Yo fui uno de ellos, pero no son sus dotes artísticas lo que él valora, sino otra cosa muy distinta. Es un connoisseur de la carne. ¿Entiendes lo que digo?

Otra ficha del viejo rompecabezas de madera encajó de pronto.

Asentí despacio.

—¿Te refieres a que… te usó como a una chica? ¿Eras un chico de alquiler?

—Me pagó mucho más que eso, Fannella. —Se sentó en la pequeña y deshilachada alfombra delante del fuego—. Y luego me lo quitó todo. —Clavó la vista en las llamas y no se volvió a mirarme al hablar—. Yo era joven, pobre y fácil de halagar. Todos lo éramos. Giacomo y yo habíamos venido aquí para empezar una nueva vida. En nuestro pueblo nos… descubrieron y no fue agradable. Nuestras familias… intentaron separarnos, pero estábamos enamorados. No podíamos vivir el uno sin el otro, así que nos fuimos a Nápoles, trabajamos duro y compramos un pasaje en un barco en cuanto conseguimos ahorrar el dinero suficiente. Esperábamos que en Londres, donde nadie nos conocía, la vida fuera distinta.

Guardó silencio.

—Giacomo era hermoso, Fannella. Parecía un ángel.

Me acerqué y me senté a su lado delante del fuego y le tomé la mano. Seguimos sentados en silencio durante un instante, mirando el fuego. Cuando éramos pequeños, Abuela Peck a menudo leía en las llamas para Joey y para mí. En ese momento descubrí que también yo podía leer mucho en ellas.

Le apreté la mano.

—¿Giacomo… es el chico que aparece en los retratos que tienes en la habitación del taller?

Lucca asintió.

—¿Qué fue de él?

Al principio no respondió, y yo no quise apremiarle, pero luego inspiró hondo.

—Poco después de llegar a Londres… me… presentaron a sir Richard y a su círculo de artistas. Al principio fue fácil. Yo era uno más de los muchachos que posaban como modelos para sus protegidos. Un día, mientras esperaba mi turno, me vio dibujar. Admiró mi obra y me invitó a dibujar para él. Imagina, Kitty: el gran sir Richard Verdin interesado en un muchacho como yo. Dijo que tenía talento, que era un pintor de verdad. Dijo que podía formar parte de su escuela especial.

Soltó una risa amarga.

—Éramos varios en la «escuela» de sir Richard: otros como yo, muchachos sin un pasado… ni un futuro. Nos invitaba a su casa, nos daba dinero y nos hacía posar desnudos para él. Le gustaba mirarnos mientras pintábamos o dibujábamos, o nos tocábamos.

Volvió a guardar silencio y me apretó con fuerza la mano.

—Quemé esos cuadros. No pude guardarlos después de lo que ocurrió.

No dije nada. Esperé a que siguiera contándome si quería.

Una brasa chisporroteó en la chimenea y una diminuta ascua salió despedida y cayó sobre el dorso de la mano de Lucca. No pareció darse cuenta cuando siguió hablando.

—Giacomo había encontrado trabajo en un teatro. Era músico.

Me llamó la atención que Lucca dijera «era».

—Pero quería saber cómo me las ingeniaba para ganar mucho más en una sola noche que él en una semana entera. Al principio no pude decírselo. Me dio vergüenza. Pero Giacomo se puso celoso y me acusó de tener un nuevo amante. La única forma que tenía de convencerle de que no era cierto era enseñándole la escuela.

Su voz se redujo entonces a un susurro.

—Así fue como le maté.

La habitación pareció encogerse a nuestro alrededor al tiempo que las descascarilladas y manchadas paredes se inclinaban hacia dentro para escuchar.

—Eso no puede ser verdad, Lucca. —Me volví a mirarle a los ojos, pero él estaba encogido sobre sí mismo, con el pelo cayéndole sobre la cara—. Tú serías incapaz de matar a nadie. Lo sé.

No pude ver su expresión cuando respondió.

—¿Eso crees? Pues te equivocas. Mataría sin dudarlo a sir Richard Verdin y a todos los miembros de su enferma y degenerada familia.

Volví a ver entonces a James en mi cama y me acordé de cuando había intentado comprarme y convertirme en su furcia en el piso superior del ómnibus. Me sorprendió entender que la única diferencia entre los pobres y los ricos era que un hombre rico podía comprarse una conciencia limpia, junto con todos los sucios secretos que anhelaran sus apetitos.

—Dime, Lucca: ¿qué fue realmente lo que le ocurrió a Giacomo?

Se volvió a mirarme y en su ojo brillaron las lágrimas.

—¿Te acuerdas de que una vez te dije que me gustaba el champán?

Asentí y en el lado izquierdo de su rostro sus labios se curvaron hacia arriba para dibujar una especie de sonrisa.

—A Giacomo también. Cuando le presenté a sir Richard, se aficionó a él. Y Verdin se aficionó a Giacomo. Se convirtió en su favorito.

»Durante semanas fue el inseparable compañero de sir Richard. Más allá de la escuela. Verdin le compraba ropa, se pavoneaba de él en los restaurantes, en las galerías, en los teatros y en la ópera. Giacomo era como una mascota, un perro faldero, un mono de feria, pero él no se daba cuenta. Al contrario. De hecho, le encantaba esa vida. Si la gente de la clase de Verdin sabía lo que ocurría, cerraba los ojos y la boca. El silencio, como las personas, se compra fácilmente.

Cogió el atizador y lo clavó violentamente entre las ascuas. Las llamas amarillas lamieron la pared posterior de la chimenea mientras él proseguía.

—Al principio Giacomo me dijo que todo era un juego. Dijo que lo hacía por nosotros, pero mentía. Yo sabía que estaba empezando a estar… infettato, contagiado por algo. Era como si tuviera una enfermedad, una codicia. Seguíamos todavía juntos, sí, pero cada día que pasaba el espacio que nos separaba era mayor y más profundo. Cuando me miraba, a veces yo veía que me despreciaba. ¿Imaginas cómo me sentía, Fannella?

»Entonces algo cambió. Verdin tomó a un nuevo acompañante… alguien muy distinto. Y Giacomo enloqueció de envidia. Se había acostumbrado a esa vida y le resultaba insoportable que alguien le sustituyera y quedar relegado a un lado.

Lucca empezó a arrancarse la piel desgarrada que le rodeaba las uñas, tirando de tal modo de la carne que aparecieron pequeñas gotas de sangre.

—Fue como una locura. Verdin había cambiado de tal modo a Giacomo que yo ya no lo reconocía. Solo descubrí la verdad sobre esa noche después, cuando huimos.

Se llevó el dedo a la boca y se chupó la sangre.

—Jamás hay que jugar a los dados con el diablo, porque siempre gana él. —Mientras Lucca seguía hablando me asaltó la imagen de Lady Ginger haciendo tintinear esa pequeña caja verde en su puño cerrado como una garra—. Más adelante descubrí que Giacomo había intentado chantajear a Verdin. Amenazó con revelarlo todo sobre la escuela y sobre sus… gustos, a menos que volviera a admitirle o le pagara una gran suma de dinero.

Lucca apoyó la cara en sus manos. Vi entonces que sacudía levemente los hombros.

—He sido el causante de un gran mal. Pero no lo sabía. Lo juro por Dios. No lo sabía.

Puse con suavidad la mano en su brazo.

—Sigue, Lucca. Cuéntamelo. No te juzgaré. Jamás lo haría. Cuéntamelo todo.

Asintió, se aclaró la garganta e inspiró hondo.

—Verdin nos invitó… no, esa no sería la palabra correcta, nos ordenó que asistiéramos a una… celebración. Dijo que nos pagaría generosamente. Me sorprendió. Creía que se había olvidado de mí, pero Giacomo estaba encantado. Puso tanto cuidado en prepararse para la noche como el pequeño golfo que era. Me dijo que nuestra suerte estaba a punto de cambiar, aunque ni siquiera entonces llegué a creer que realmente estuviera pensando en los dos.

»Nos dijeron que debía ser un gran secreto… una sorpresa. Mandaron un carruaje a recogernos y nos llevaron a una mansión situada a las afueras de Londres. La casa estaba enclavada al final de un largo camino y rodeada de árboles. Era pleno verano y la luz empezaba a desvanecerse del cielo cuando llegamos. Todavía ahora recuerdo el aroma del gelsomino… el jazmín que trepaba hasta cubrir el porche. Por un momento me acordé de mi casa.

Hizo una pausa y trazó con el dedo el dibujo tejido en la alfombra.

—La casa estaba abandonada, pero aun así era hermosa. El vestíbulo principal estaba adornado con vides y celas. Un intenso olor a almizcle impregnaba el aire y se oían música y risas. Giacomo estaba encantado. Creía que era su oportunidad de retomar su vida anterior.

»Al pie de las escaleras, un joven con una máscara de carnaval nos ofreció copas llenas de… no sé lo que era. Desde luego, no era champán. Luego nos ordenaron que nos quitáramos la ropa y que nos uniéramos a la fiesta que tenía lugar arriba. Tienes que entender que así era como se hacían siempre las cosas en la casa que Verdin tenía en la ciudad y estábamos por tanto acostumbrados a las reglas. Era… Dio mi perdoni, excitante.

Se interrumpió y se retorció las manos.

—Has dicho que no me juzgarías, Fannella, pero no estoy tan seguro de que no vayas a hacerlo cuando me hayas oído hasta el final.

Alargué la mano para acariciarle la mejilla derecha veteada de cicatrices y luego, suavemente, le obligué a girar la cara hacia mí.

—Sigue. Te he hecho una promesa. Termina tu historia.

—La bebida… había algo en ella, una droga. Al llegar a la habitación, los sonidos, los olores y los colores eran muy intensos, casi insoportables, pero también maravillosos. Cuando entramos tambaleándonos por las puertas, fue como si entráramos a un reino mágico, como una escena de la antigua Roma. Los cojines y las alfombras cubrían el suelo, había un banquete servido en un caballete colocado contra una fila de ventanas y cuerpos moviéndose por todas partes. Pero mientras miraba la escena, Fannella, me di cuenta, incluso entre la nebulosa locura que descomponía mi mente en mil trozos brillantes y luminosos, que las únicas personas que había en la sala eran los muchachos y los niños de la escuela especial.

»Verdin estaba también allí, observándolo todo desde una silla alta situada en un estrado. A la roja luz del crepúsculo que entraba por la ventana situada a su espalda, resplandecía como el mismísimo diablo en el antiguo fresco de la iglesia de mi pueblo. Siempre le gustaba mirarnos, pero tuve la sensación de que algo no iba bien. No era como una de esas veladas que él celebraba en su casa de la ciudad. Era distinto: la habitación estaba cargada de algo salvaje.

»Giacomo echó a correr hacia delante. Intenté detenerle. Le cogí la mano, pero él me sacudió de encima y salió disparado entre los cuerpos hacia el estrado. Verdin se había levantado y sonreía. Mientras en la habitación todos estaban embriagados de lujuria, él se mostraba frío y distante. Aparté la vista durante un instante porque alguien pronunció mi nombre, una mano suave me acarició y a punto estuve de caer de rodillas y convertirme en parte del éxtasis, pero lo sabía, Fannella, sabía que era una trampa. Me daba vueltas la cabeza cuando intenté ver adónde había ido Giacomo.

»A quien vi en cambio fue a Verdin. Tenía en la mano un pábilo encendido. Vi que bajaba despacio del estrado y deliberadamente prendía fuego a un montón de cojines. Nadie pareció darse cuenta de que la tela rápidamente se convirtió en una pira dorada y de que el fuego empezó entonces a extenderse por las alfombras y por las cortinas. Un humo espeso empezó a llenar la habitación, el fuego prendió en un tapiz, que se despegó de la pared y se plegó sobre la espalda de un niño de no más de catorce años.

»No podía pensar ni ver, pues mi mente era un completo carnaval. Una parte de mí quería reírse y correr hacia las llamas, y la otra quería gritar para advertir a todos de que salieran. Intenté encontrar a Giacomo, pero la habitación estaba llena de humo y de fuego. Retrocedí tambaleándome hasta las puertas, pero las encontré cerradas con llave o barradas desde fuera. Había empezado a asfixiarme y el humo me llenaba los pulmones.

»Me acuclillé y me tapé la nariz y la boca con las manos. Oía gritos y olía el terrible dulzor de la carne abrasada. Una mano se cerró sobre mi muñeca y me vi arrastrado al interior del humo. Intenté oponer resistencia, pero la mano me agarraba con fuerza. Nos abrimos paso entre las llamas hasta que nos refugiamos debajo de la mesa. Una voz entrecortada me dijo que mantuviera la cabeza agachada y que respirara con pequeños jadeos. Entonces sentí que la mano volvía a cerrarse con fuerza sobre mi muñeca mientras la mesa volcaba hacia delante y corríamos hacia el alfeizar de una ventana. Oí el sonido de la madera al astillarse y también el de cristales rotos, y grité cuando una bola de fuego cruzó sobre mi cabeza y sobre mi hombro. Luego grité todavía más alto cuando me empujaron entre los afilados cristales de la ventana y caí desde tres, o puede que desde cinco, metros a la hierba del suelo. Un instante más tarde oí un fuerte ruido sordo a mi lado cuando alguien más saltó desde arriba.

Lucca guardó silencio y empezó a levantarse la piel de alrededor del pulgar.

Intenté asimilar todo lo que acababa de contarme. Intenté imaginar cómo habría vivido consigo mismo, con toda esa ulcerosa e inútil culpa corroyendo su alma católica. Quizá yo no fuera la más mundanal de las criaturas, pero sabía que cuando había que elegir entre llenarte la tripa o morirte de hambre en las calles, no eran muchos los que no habrían vendido su cuerpo por un trozo de pan.

Me traía sin cuidado lo que Lucca hubiera hecho con Verdin y con los demás muchachos. A fin de cuentas, había muchos tipos como él en los music halls —incluso en las mejores salas— y a nadie le importaba demasiado, salvo a la poli. Y hasta ellos hacían la vista gorda cuando les convenía.

De todos modos, estaba enfadada con él.

¿Por qué no me había contado antes todo eso? ¿No confiaba en mí? Creía haber dejado claro que yo sí confiaba en él hasta los límites del Paraíso, y más allá incluso. En alguna ocasión se me había pasado por la cabeza que él y yo fuéramos pareja, y a veces me daba la sensación de que quizá él también lo había pensado. Desde luego eso es lo que Lucca había dejado que creyeran los otros muchachos de los teatros… y también Peggy.

Me clavé las uñas en las palmas. No era el momento de empezar a discutir. Y allí, sentada junto a Lucca, sentí que no tenía estómago para eso. Lucca no me miraba. Seguía arrancándose la piel de los dedos y retorciéndose las manos una y otra vez.

Le miré un instante. No era verdad lo que yo acababa de pensar, ¿verdad? Lucca nunca me había intentado hacer creer que fuéramos más que simples buenos amigos y la gente del music hall había sacado sus propias conclusiones. Lucca nunca había dicho nada. Pero si hasta había compartido cama con él, por el amor de Cristo, y él no me había hecho la más mínima insinuación.

Fue entonces cuando se me ocurrió que a veces yo no era tan inteligente como creía. Si algo había sido siempre Lucca, era un hermano para mí y así era como yo le quería.

El fuego ardía bajo en la chimenea. Miré a la pequeña ventana situada encima de su cama y vi que el cielo era de un color violeta oscuro, veteado de rosa y oro. No tardaría en amanecer.

De reojo vi un repentino movimiento junto a la cama deshecha de Lucca cuando un ratón cruzó a toda prisa las tablas del suelo en busca de refugio y desapareció tras un agujero de la madera no más grande que una moneda de medio penique. «Olvídalo», me dije. A fin de cuentas, todos nos debatíamos en un mundo asqueroso, intentando sobrevivir. Lucca no tenía nada de qué avergonzarse.

Había bajado la cabeza y sus rizos oscuros colgaban hacia delante, pero alcancé a ver la curva de sus labios y su nariz fina y recta. No era de extrañar que Verdin le hubiera querido con él. También él había sido hermoso una vez. Como Giacomo.

Inspiré hondo.

—Oye —empecé—, tú no tienes la culpa, ni de eso ni de nada. Si alguien tuvo la culpa, fue Giacomo.

Algo que Lucca había dicho antes se repitió en mi cabeza. Solo descubrí la verdad sobre esa noche después, cuando huimos. Enderecé la espalda.

—¿Qué fue de él, de Giacomo, cuando lograsteis salir? Lucca dejó de arrancarse la piel que le rodeaba las uñas. Durante un instante se quedó totalmente quieto y luego se volvió a mirarme. Parpadeó dos veces y una sombra pareció deslizarse sobre la parte sana de su rostro. Buscó mi mano con la suya.

—No fue Giacomo quien me salvó la vida esa noche, Fannella. Fue Joey.