Las ventanas estaban cubiertas de barrotes y las contraventanas cerradas. Me quedé de pie en el estrecho canal y miré desde allí a la lisa fachada del ennegrecido edificio, con sus torcidas barandas y los agrietados escalones de piedra. Si no lo sabías, jamás habrías imaginado que Lady Ginger vivía en un palacio.
Aunque no estaba segura de la hora —supuse que debía de ser muy tarde—, tenía que verla y contarle todo lo que sabía sobre sir Richard y sus muchachos pintores. Era suficiente información a cambio de Joey, ¿no?
Quiero más. Eso era lo ella que había dicho, y eso era exactamente lo que yo le llevaba. Ahora ella podría ocuparse de lo demás.
No había nadie más en el lóbrego pasaje que salía de Salmon Lane y debo decir que no me sorprendió. La reputación de la Señora bastaba para patrullar esas calles, y en cualquier caso, solo un loco se habría aventurado a visitar el Palacio de Lady Ginger sin invitación previa.
No vi ni una sola rendija de luz en las ventanas de las distintas plantas. Retrocedí otro paso y alcé la vista hacia la torre, donde sabía que tenía su salón de visitas. Probablemente estaba allí en ese instante, con sus marineros persas y la maldita cotorra. La imaginé acurrucada sobre un montón de cojines, con los ojos cerrados y chupando su pipa mientras los zarcillos de espeso y dulce humo caracoleaban en el aire. Me habría gustado saber si era capaz de distinguir entre sus sueños provocados por el opio y el mundo real. Y aunque pudiera, ¿importaba eso?
Tenía los pies en carne viva. Sentí los afilados adoquines bajo las tiras de tela que me había arrancado de la enagua para envolverme con ellas las medias.
No había podido encontrar mis botas.
Había esperado colgada sobre el vacío bajo la magnífica cúpula negra de Saint Paul’s hasta estar segura de que no corría peligro y luego me había incorporado, saltando por encima de la baranda del balcón y desanudando el mantón.
Después de eso me había inclinado hacia delante y había barrido las losas del suelo con el pelo mientras plantificaba las manos sobre los muslos e inspiraba hondo. Habían empezado a temblarme las rodillas y sentía las piernas como si les hubieran aspirado el tuétano. Se me ocurrió entonces que si me paraba a pensar en lo que acababa de hacer, probablemente me desmayaría allí mismo, en el balcón.
Entonces me levanté.
La única lámpara seguía todavía encendida sobre la puerta abierta en el extremo más alejado de la cúpula, pero la espiral de anchos escalones de piedra del otro lado estaba a oscuras. Había recogido el mantón antes de echar a correr alrededor del balcón.
Me quedé escuchando durante un momento, pero no oí un solo sonido procedente de la escalera. Crucé luego la puerta y bajé a tientas, utilizando la pared a modo de guía.
Tras una eternidad a oscuras salí por fin a la inmensa catedral vacía. Al oír pasos me agazapé tras una columna y vi que un hombrecillo que portaba una lámpara y que supuse debía de ser uno de los vigilantes que había visto antes, hacía una última ronda. El hombre tarareaba una melodía, aunque no me pareció especialmente reverente. De hecho, tuve la sensación de que me sonaba de haberla oído en los teatros: era algo sobre un tipo y su chica que se iban de picnic, aunque cuando el coro llegaba a la parte en que la canción describía cómo desempaquetaban las cosas, no era solo pan y queso lo que depositaban sobre la hierba.
Salí sigilosamente de detrás de la columna y le seguí tan silenciosamente como pude, asegurándome de que no me viera. El hombrecillo regresó a la puerta lateral por la que yo había entrado al edificio y desapareció tras un panel de madera. Le oí estornudar dos veces y luego el tintineo de unas llaves.
Ahí tuve mi oportunidad. Mis pies, enfundados en las medias, no hicieron el menor ruido cuando eché a correr por el pasillo lateral. La puerta estaba ligeramente entreabierta y me colé por el hueco, bajé las escaleras como alma que lleva el diablo y me adentré en los remolinos de niebla. Me escabullí por la izquierda y de pronto me encontré entre las desvencijadas piedras y las ruinosas lápidas del cementerio de Saint Paul’s.
Entonces me acordé de mis botas.
Hice a pie gran parte del camino de regreso al este y me costaba caminar. Empezó a llover cuando por fin llegué a calles más conocidas, pero al menos la lluvia deshizo la niebla y la convirtió en una fina capa de neblina, antes de eliminarla del todo.
En Spitalfields, junto a la destilería, me senté junto a un carretero que se ofreció a llevarme. Cuando el gran carro pasó por delante de mí, el tipo me gritó unas cuantas lindezas, pero al ver que levantaba la vista hacia él debió de sentirse culpable, porque me preguntó a dónde iba y subí.
Los grandes caballos agitaban las colas y movían las orejas mientras el carretero me hablaba de su jefe y de un curioso asunto que tenía que ver con sus honorarios. Cuando quiso saber a qué me dedicaba y le hablé del music hall, me preguntó si su hermana podía trabajar allí.
—Es muy guapa, tiene una figura muy hermosa y la voz de un ángel. ¿Qué me dice?
Me pareció que ese era el último sitio en el que me habría gustado ver trabajando a una hermana mía, pero le dije que estaría atenta por si salía algo.
—¿Sabe a quién me gustaría ver? —dijo, tirando con fuerza de las riendas cuando los caballos se asustaron al ver salir un coche de alquiler a toda velocidad de una calle lateral.
Negué con la cabeza.
—Al Pardillo de Limehouse. ¿Kitty Peck, se llama? Dicen que tiene a todo Londres a sus pies… que puede hacer lo que le dé la gana.
—¿Eso dicen?
Asintió.
Miré al frente.
—Entonces debe de ser una chica muy afortunada, ¿no?
El carretero me llevó hasta Shadwell y me dejó justo después del otro Saint Paul’s, aunque en este caso se tratara de la vieja iglesia de los marineros. Al parecer, iba a recoger una carga a New Basin y no podía llevarme más lejos.
Saint Paul’s era un lugar pobre, incluso comparado con Saint Anne’s. Las mugrientas casuchas que rodeaban Saint Paul’s por el este tenían fama de ofrecer diversión a los marineros, no sé si me explico, y no quería quedarme allí por temor a que me tomaran por una furcia. Me recogí el pelo bajo el mantón y mantuve la cabeza gacha.
No tenía sentido ir al Gaudy, pues debía de haber cerrado ya y Fitzy estaría rompiendo la porcelana y masticando los cojines de su oficina. Pero ¿quién sabía los horarios que regían la vida de Lady Ginger?
Dudé incluso de que durmiera en una cama.
Era pasada la una cuando subí los escalones y tendí la mano hacia el gran aro metálico situado en el centro de una de las dos hojas de la puerta. Llamé dos veces y esperé un minuto antes de volver a llamar cuatro, cinco, seis veces. El sonido hueco rebotó a mi alrededor contra las húmedas paredes de ladrillo.
Volví a bajar a la calle y levanté la vista hacia lo alto del edificio. En una de las ventanas de la última planta vi un fugaz destello amarillo, como si alguien hubiera entreabierto una contraventana o hubiera retirado levemente una cortina.
—La estoy viendo, Lady Ginger. —Retrocedí un paso más—. Sé que está usted ahí. Soy yo, Kitty.
Mi voz resonó claramente en la oscuridad. Me sorprendió su fuerza y el desafío que percibí en ella.
—Le traigo más información, como me pidió.
Al ver que nadie venía, subí corriendo la escalera, volví a coger el aro y golpeé con él la puerta una y otra vez con la mano derecha mientras estampaba la izquierda contra la agrietada pintura y gritaba:
—¿Me oye, Señora? Le he traído más. Tengo un nombre. —Cuanto más seguía llamando a la puerta, más frenética me volvía. Ya no me importaba—. ¿Dónde está mi hermano? ¿Dónde está Joey? Me lo prometió, Lady Ginger. ¡Me lo debe!
Debí de llamar a esas puertas un centenar de veces antes de desistir y derrumbarme hasta quedar convertida en un pequeño amasijo en lo alto de la escalera. Mi voz había quedado reducida a un quebrado susurro de derrota.
Entonces me eché a llorar, y no fueron grandes y sonoros sollozos, sino silenciosas lágrimas que me surcaban el rostro y me goteaban desde la barbilla hasta los pliegues del mantón. Intenté secármelas con el dorso de las manos, pero seguían cayendo.
No sentía nada: ni el cansancio, ni el frío, ni los pies llagados, ni tampoco nada por dentro. Era como si me hubieran vaciado y me hubieran dejado olvidada como a una muñeca de trapo abandonada por una niña.
Me abracé las rodillas y me balanceé adelante y atrás sobre el escalón sin dejar de repetir el nombre de Joey una y otra y vez. ¿Por qué me había hecho eso?
Las puertas se abrieron entonces con un pequeño chasquido, deslizándose silenciosamente hacia dentro.
Levanté la vista. Uno de los chinos de la Señora estaba de pie en el vestíbulo a la luz de una vela. Tenía una cicatriz que le bajaba por la cara desde el párpado superior del ojo derecho a la comisura de la boca. Daba la impresión de que sonreía, pero cuando se volvió a mirarme, vi que no había expresión alguna en el lado izquierdo de la cara. Un olor dulce y rancio impregnaba el aire.
El chino introdujo la mano en los pliegues de su túnica.
Me acordé en ese momento de la representación con Sukie y Frances y me levanté de un salto, retrocediendo hasta el pie de las escaleras; desde allí bajé a los adoquines. Si el hombre llevaba escondido un cuchillo, yo ya estaba fuera de su alcance.
Pero el chino se quedó exactamente donde estaba. Le vi sacarse algo de la manga: un rollo de papel. Levantó luego el brazo y me ofreció el papel. Su ojo negro brilló mientras clavaba en mí la mirada.
Como yo no me moví, él salió pesadamente hasta el escalón superior y se agachó a dejar el papel en la piedra. Luego se incorporó, saludó con una inclinación de cabeza, se volvió y regresó dentro, cerrando con suavidad la puerta tras de sí.
Subí apresuradamente los escalones y cogí el papel. Como estaba demasiado oscuro para ver nada, lo aplasté en la mano y eché a correr hacia Salmon Lane, donde había un par de farolas.
Me temblaban las manos cuando lo desenrollé. El papel estaba vacío como la cara del chino, salvo por una cosa: en el centro exacto, escrito en rojo y rodeado de un círculo, estaba el número cuatro.
Enseguida supe lo que eso significaba. Lady Ginger era una zorra sutil, eso había que reconocérselo.
El número de la muerte. ¿No era así como lo había llamado ella?
Y era también la cantidad de días que faltaban hasta que muriera mi hermano.