—Filomela.
El nombre culebreó por las paredes a mi alrededor. Me volví, pero allí no había nadie, o al menos nadie a quien yo pudiera ver.
La niebla se movía, perfilándose en formas y sombras mientras se deslizaba sobre los adoquines. De pronto se volvió casi transparente y pude ver a través de ella las relucientes piedras, y al instante siguiente giró sobre sí misma hasta formar una masa que parecía bloquear el fondo del callejón como una sucia pared gris.
—¿Quién anda ahí? —Mi voz reverberó contra las piedras. Sonó débil y pequeña.
No hubo respuesta. La niebla se onduló y se desvaneció alrededor de la lámpara de gas. Por fin pude ver las negras siluetas de los edificios que señalaban el extremo más lejano del callejón. Justo allí vi que se ensanchaba hasta convertirse en una calle que llevaba a Fleet Street. Debía de haber gente en los alrededores, no era tarde.
Apreté los puños y eché a andar, aguzando el oído para oír los pasos a mi espalda.
Nada.
Apreté el paso y eché a correr, haciendo repiquetear mis botas sobre los adoquines. En la esquina me agarré a la pared y giré a la derecha. Ahora oía voces y también a alguien que cantaba. Delante de mí vi un tramo de claridad entre la niebla y cuando corrí hacia él, el tramo adquirió la forma de una taberna, cálida y dorada en la seguridad que ofrecía.
Pensé en escabullirme dentro, pero no tuve que hacerlo. La puerta se abrió de par en par y tres hombres salieron a la calle.
Me detuve durante un instante a mirarlos. Se reían. Eran un trío de oficinistas que habían parado a tomarse un par de pintas antes de volver a sus habitaciones. Uno se desabrochó los pantalones y orinó contra la pared.
Me pegué a unas verjas mientras sus amigos esperaban.
—¿Piensas llenar una bañera entera, Charlie? Creía que no terminarías nunca. Vamos, en marcha.
¿Qué dirección tomarían? Crucé mis entumecidos dedos.
Giraron a la izquierda. Si conseguía pegarme a ellos sin que me vieran podría seguirlos hacia Fleet Street.
Tiré del mantón para cubrirme con él la mitad de la cara y apreté el paso para atraparlos.
Oía mi propia respiración: entrecortadas bocanadas de aire rancio que no me llenaban los pulmones.
Ya faltaba poco. Cogería el ómnibus hacia el este y estaría en el teatro en menos de una hora.
Aunque no era tan sencillo.
Fleet Street estaba extrañamente tranquila, aparte de los carruajes privados y de algún que otro coche de alquiler que pasó rodando. Si había algún ómnibus en la calle, desde luego no iba en mi dirección.
Aun así, me alegró ver que había más gente, además de mis oficinistas. Sombras grises revoloteaban entre la niebla: hombres y mujeres con la cabeza gacha, arrebujados en sus abrigos. Solo pensaban en llegar a sus casas y mentiría si dijera que los culpaba por ello.
Las ventanas situadas a pie de calle de la mayoría de los edificios, aparte de las tabernas, claro está, eran negros huecos, e incluso las de más arriba, en la medida que pude ver algo, tenían las contraventanas cerradas o las cortinas totalmente corridas. Era esa clase de noche en que Londres pierde la confianza en sí misma, entorna las puertas, prende las lámparas y cierra los ojos. Abuela Peck habría encendido el fuego en una noche así y nos habría hecho sentar a Joey y a mí cruzados de piernas sobre su vieja alfombrilla de nudos mientras nos contaba historias de espíritus y de hadas malignas.
Me eché a temblar. El aire húmedo se me colaba por los pliegues del vestido y tenía el mantón perlado de pequeñas gotas de plata.
Di gracias al ver que los tres caballeros de la taberna giraban hacia el este y me aseguré de que nunca se alejaran a más de tres metros de mí. Al principio hablaban a voz en grito, pero a medida que avanzaban pesadamente guardaron silencio, se metieron las manos en los bolsillos y encogieron los hombros.
Mientras tanto yo seguía atenta al sonido de pasos a mi espalda o al repiqueteo y al hueco sonido de cascos de algún ómnibus. No oí nada. De haber tenido dinero para un coche habría intentado parar uno, como había hecho Lucca la vez que habíamos ido a galería.
Minutos más tarde, dos de los caballeros se separaron y se alejaron por el norte. Apreté el paso para no perder de vista al tercero. Según anunciaban las direcciones de las elegantes fachadas de las tiendas, ya estábamos en Ludgate Hill. Había también otros rezagados en la calle, no muchos, aunque suficientes para tranquilizarme un poco. Por lo que pude ver, no me seguía nadie. Empecé a pensar que quizá había imaginado el sonido de pasos y la voz que había oído en el callejón.
El último caballero giró a la derecha por una calle estrecha y se adentró en el laberinto de edificios situados a orillas del río. A punto estuve de seguirle, pero me pareció que así no conseguiría llegar a Limehouse.
Iba a llegar terriblemente tarde y Fitzy estaría esperándome. Si no pasaba pronto un ómnibus, tendría que embadurnarme con las pinturas de la señora C al día siguiente para disimular los cardenales.
Aunque, bien pensado, quizá no fuera The Gaudy el primer sitio al que debía dirigirme. Si iba directa al Palacio de Lady Ginger y le contaba lo que sabía sobre sir Richard Verdin y sobre el cuadro, quizá fuera suficiente. Seguramente a partir de ahí ella podría ocuparse del asunto con la ayuda de sus marineros persas y de sus chinos. No me cabía duda de que sabían cómo sacarle la verdad a un hombre.
Me acordé en ese momento de Frances y de Sukie, con sus cabezas rapadas y ensangrentadas y el terror en sus miradas. Esa era la compasión que tenía la Señora.
—Kitty Peck.
Mi nombre sonó como un susurro desde algún lugar muy cercano. En ese mismo instante sentí que algo me rozaba el brazo.
Chillé y me aparté, mientras echaba a correr a ciegas al centro de la calle y me adentraba en el espeso banco de niebla. Aunque apenas podía ver a un metro por delante de mí, sabía que tenía que seguir avanzando. Corrí deprisa y en línea recta, sumergiéndome en la nada, y de pronto oí que alguien me seguía.
Primero había adoquines bajo mis pies. Luego llegaron las losas cubiertas de una grasienta capa de niebla.
Tropecé con un amplio escalón de piedra y caí hacia delante; tuve que tender las manos para protegerme la cabeza y la cara. Las palmas chasquearon contra otros escalones ennegrecidos que se alzaban por encima de mí. Me recogí entonces la falda y corrí escaleras arriba —cinco, seis escalones— hasta llegar a la base cubierta de una costra de hollín de una inmensa columna.
Estaba en lo alto de las escaleras de Saint Paul’s.
A mi derecha vi un resplandor en la niebla: una puerta entreabierta. Entré corriendo por ella a la tenue luz. Me paré durante un momento, respirando agitadamente e intentando decidir adónde ir cuando oí pasos en las losas del exterior.
Eché a correr y dejé atrás más columnas y capillas laterales flanqueadas por verjas en las que tumbas de mármol y magníficas estatuas blancas parpadeaban a la luz de las velas. También había chisporroteantes lámparas de gas, aunque la mayoría, si funcionaban, ardían a muy baja intensidad.
Me deslicé tras una columna y me volví a mirar hacia la puerta: una sombra negra se dibujó sobre el umbral.
Sentí que el corazón me latía bajo las costillas como una bola de billar. La inmensa catedral parecía desierta. Retrocedí y me estremecí cuando el sonido de mis tacones reverberó sobre el suelo de mármol. Me arrodillé para desabrocharme los cordones, me quité las botas y caminé con cuidado sobre las losas hasta un gran mausoleo que, según supuse al ver el uniforme sobradamente abotonado y los leones que yacían a sus pies, debía de pertenecer a un militar. Me oculté tras el pedestal, me agaché tanto como pude y vigilé desde allí el pasillo lateral entre el hueco que dejaban sus botas de piedra.
Un instante después oí pasos. Alguien se acercaba despacio. Me asomé a mirar entre las botas. Una sombra cruzó el suelo. A unos diez metros de mí vi la parte inferior del gabán de un caballero y sus zapatos oscuros y relucientes. Luego vi la punta del bastón cuando exploró con él el espacio que había tras la estatua.
No podía seguir allí. El hombre estaba demasiado cerca.
Até las botas con los cordones y me las colgué de los hombros. Luego salí sigilosamente de detrás del militar y gateé sin hacer ruido hasta el borde del pasillo central. Cuando estuve segura de que el hombre no me había oído, me levanté y me deslicé tras otra de las anchas y pálidas columnas.
Saint Paul’s estaba en silencio y muerta como todos los generales de nariz aguileña y rostros de piedra que hacían guardia de pie por toda la iglesia. Se me ocurrió que no importa lo valiente o importante que hayamos sido en vida, porque el final es prácticamente el mismo para todos.
Muy por delante de mí, en algún rincón del bosque de columnas, una luz diminuta pareció moverse.
¿Un cura, quizá? ¿O un vigilante?
A mi derecha sonaron pasos pausados y suaves, unos pasos que se acercaron cada vez más antes de pasar por delante de mí y alejarse por el oscuro corazón de la catedral bajo la cúpula.
Se me tensaron todos los músculos y los nervios del cuerpo como las cuerdas del violín del Viejo Peter cuando me incliné para asomar un poco la cabeza. El hombre estaba de espaldas a mí y se alejaba entre una fila de sillas de madera y más estatuas. Cada cierto tiempo se agachaba a comprobar que no me hubiera escondido entre los huecos de los asientos de alto respaldo y empleaba el bastón para repasar con él los espacios. Incluso en la semioscuridad, sus guantes blancos parecían resplandecer.
Le observé durante un minuto. Iba elegantemente vestido y era ancho de hombros. No le vi el pelo porque se había subido el cuello del gabán y llevaba sombrero de copa. Me volví a mirar hacia la puerta. Podía darle esquinazo si conseguía salir de nuevo a la calle.
Pero entonces pensé: «¿Por qué no darle la vuelta a la tortilla, muchacha?». Si podía verle la cara, aunque fuera solo una vez, sabría con seguridad quién era.
El hombre del bastón avanzaba por el pasillo central, pero tenía otro a la derecha y un tercero a la izquierda. Si me metía por el de la derecha y le seguía sigilosamente por detrás, podría verle claramente.
Salí de detrás de la columna y fui deslizándome de una sombra a la siguiente, mientras seguía al hombre hasta quedar casi a su altura.
Percibí el olor de su exquisita colonia, un olor intenso, como si se hubiera dado un maldito baño con ella, pero había también algo más, algo más amargo, penetrante e igualmente intenso. La clase de olor que cualquiera habría deseado disimular. Y un olor que me resultó familiar, aunque en ese momento no conseguí saber por qué.
El hombre estaba a menos de tres metros de mí. «Solo unos pasos más, Kitty».
El repiqueteo de mis botas contra la piedra me hizo soltar un grito. Uno de los nudos que le había hecho a los cordones acababa de deshacerse.
Giré en redondo y corrí hacia la puerta, pero le oí salir tras de mí, con sus relucientes zapatos martilleando contra el mármol. Me escabullí por la izquierda: había una portezuela abierta en la pared. Me colé por ella y la cerré sin hacer ruido a mi espalda, pero casi en ese mismo instante me di cuenta de lo estúpida que había sido. Estaba atrapada y yo era la única culpable de mi error.
Quizá hubiera allí algo que pudiera utilizar como arma, un viejo candelero o un trozo de estatua. Me di la vuelta. Una única lámpara de gas que parpadeaba en el muro de piedra me mostró una estrecha escalera que se perdía en espiral en la oscuridad.
No había ningún otro sitio adonde ir. Apoyé la mano en el muro y empecé a subir.
Después de girar varias veces, oí abrirse la puerta debajo de mí. El sonido reverberó en las escaleras. Eché a correr.
Tres giros más tarde, la escalera desembocó abruptamente en un descansillo en el que una puerta abierta llevaba a la derecha a un pasillo tenuemente iluminado. Crucé a la carrera la puerta y también el pasillo, que se ensanchó hasta convertirse en un ancho tramo de escalones curvos. Abajo, los escalones se perdían en la oscuridad; encima vi una débil luz. No tuve tiempo de pensarlo bien: fui por donde pude ver adónde iba, ascendiendo en círculo, girando más y más hasta que empezó a darme vueltas la cabeza. Allí arriba no había un solo punto en el que pudiera concentrarme, solo un sinfín de escalones que no dejaban de subir.
Y luego nada… la nada más absoluta.
Había salido a un ancho balcón que recorría la cara interna de la cúpula. A un lado, la pared de piedra ascendía trazando una curva sobre mí, y al otro una barandilla metálica me separaba del inmenso espacio vacío que terminaba en el suelo de la catedral, muchos metros más abajo. Aunque no pude verlo, sí percibí su inmensidad.
Una lámpara de gas parpadeó encima de la puerta y proyectó una pequeña mancha amarilla sobre el muro y la barandilla. El resto del espacio estaba a oscuras.
Oí un ruido procedente de la escalera. Me recogí la falda y corrí, alejándome de la luz, con una mano en la barandilla para poder guiarme alrededor del balcón. Corrí hasta quedar enfrente de la puerta, apenas capaz de distinguir su silueta desde el otro lado del vacío.
Me detuve, me agarré a la barandilla con las dos manos y miré al otro lado. Había ahora una sombra bajo la luz: una silueta enorme parpadeó brevemente en la curva de la cúpula y desapareció. Oí que se cerraba una puerta y el sonido de algo parecido al de una llave al girar en una cerradura.
Cerré la mano sobre el mantón y me tapé con él la boca. Si rompía a chillar, el sonido conduciría al hombre directamente hasta mí.
Me aparté de la barandilla y pegué las manos abiertas a la fría y sólida pared que tenía a la espalda. ¿Por dónde vendría?
—Ya es mía.
Las palabras parecieron susurradas desde la misma piedra. Salté hacia delante y me di la vuelta, intentando dar sentido al ruido y a la oscuridad, pero allí no había nadie.
Entonces oí risas procedentes del extremo más alejado de la cúpula.
Una voz de hombre, extrañamente distorsionada para disfrazar su verdadero sonido, llegó desde el otro lado del espacio que nos separaba.
—Ha descubierto usted una de las maravillas de Londres, Filomela: la susurrante galería bajo la cúpula de Saint Paul’s. Pero jamás podrá hablarle de ella a nadie. ¿No le parece que hay una hermosa ironía en el hecho de que el inquieto Pardillo de Limehouse termine estampándose el cerebro contra el frío suelo de la obra maestra de Wren?
Las campanas empezaron a tocar. El magnífico hueco se llenó de una cascada de hierro y luego una sola campana marcó la hora. Las siete.
Cuando sonó la última nota, siguió temblando en el aire durante un buen rato antes de que su eco se desvaneciera. Después oí chirriar el bastón contra las baldosas. ¿De dónde venía el sonido, de la derecha o de la izquierda?
Imposible saberlo. Retorcí las puntas del mantón con las manos. No podía permitirme un error. Si corría en la dirección equivocada, probablemente me daría de bruces con él.
Di un sigiloso paso hacia el balcón y me asomé a mirar por encima de la barandilla: una luz se movía en el suelo, mucho más abajo. Alguien que llevaba una lámpara o una vela. ¿Y si gritaba?
Inspiré hondo y cuando a punto estaba de chillar me contuve. El sonido de mi voz atraería al hombre de las sombras directamente hasta mí y cuando alguien por fin subiera las escaleras de caracol, yo estaría ya despatarrada sobre el suelo de mármol de la catedral, tan muerta como todas esas estatuas.
Volví a retorcer el mantón. El grueso tartán había pertenecido a Abuela Peck. Era de un material bueno y resistente y no estaba ni deshilachado ni desgarrado a pesar del paso de los años. Lo agarré con fuerza, pensando en ella.
Oía todavía chirriar el bastón.
Un material resistente.
Eso era. A fin de cuentas, yo no tenía vértigo, ¿no? Bien que lo demostraba una noche tras otra. Si lograba hacer un nudo con el mantón y atarlo a la barandilla, podría colgarme de ella, justo debajo del balcón mientras el hombre pasaba por delante de mí. Daría entonces la vuelta entera a la cúpula sin encontrarme. Y eso me daría a mí tiempo para pensar.
Extendí el mantón y lo probé. Era lo suficientemente largo como para poder hacer un columpio con él, pero ¿sería lo bastante resistente como para soportar mi peso?
Lo averiguaría de un modo u otro. Lo até a la parte inferior de la barandilla e hice el mejor nudo que supe (el que me había enseñado uno de los viejos cordeleros de barcos que frecuentaba The Lamb). Rápidamente, saqué la tela por entre las barras metálicas de modo que quedó colgando del borde. Inspiré hondo y trepé por encima de la baranda.
Intenté no pensar en el profundo vacío que tenía a la espalda mientras me agarraba a la parte exterior del balcón y me agachaba todo lo posible. No sé por qué, pero justo en ese momento me vino a la cabeza una de las historias de Lucca: la de Miguel Ángel y una capilla de Roma.
El viejo Mickey… había pintado el techo entero para uno de los papas tumbado boca arriba a más de treinta metros de altura, con apenas un crujiente y viejo andamio de madera entre él y el otro mundo. Y cuando digo «había pintado» no me refiero a una minucia cualquiera. Lucca me había enseñado ilustraciones de uno de sus libros: escenas bíblicas, como la de Dios creando el mundo, Noé y el diluvio, Adán y Eva saliendo del jardín del Edén con un ángel que se cernía sobre ellos y les señalaba el camino.
Esa fue la imagen que me vino a la mente en ese momento. Adán, expulsado del Paraíso, desnudo y hermoso, como Joey en el retrato que había visto en la buhardilla de Lucca.
Pero no. No era el momento de ponerme a pensar en eso.
Negué con la cabeza para sacudirme de encima esas imágenes y busqué a tientas el pliegue del mantón con el pie derecho. Con cuidado lo inserté en él, deslizándolo más y más, dejando que la tela me permitiera introducir la pierna y el muslo. Me agarré con más fuerza a las barras al tiempo que me movía para introducir el pie izquierdo en el pliegue y luego, poco a poco, me eché hacia atrás y dejé que el mantón cargara con todo mi peso. De hecho, más parecía una eslinga que un columpio.
Bien agarrada al pie de las barras con la mano izquierda, tendí la mano para probar el nudo por última vez con las yemas de los dedos. Estaba tirante como los pantalones de Fitzy.
Dejé escapar el aire despacio, despejé mi mente, solté la mano y me deslicé hasta el asiento de la eslinga.
Aguantó.
A decir verdad, fue más fácil que estar allí arriba, en mi jaula, en los teatros. Si no pensaba en los metros y metros que separaban mi trasero de las losas de mármol del suelo, podía incluso encontrarme cómoda, todo lo cómoda que puede sentirse una chica que de repente se ve en una situación así, claro está.
Silenciosa como una polilla, me quedé allí colgada, atenta.
Unos pasos lentos sonaron por encima de mí a la izquierda y el bastón raspó la piedra. El hombre se movía en la dirección de las manecillas del reloj, por fin le había descubierto. En cuanto él hubiera pasado, yo volvería a subir, saltaría por encima de la barandilla y echaría a correr en dirección contraria hacia la puerta.
Me agarré con más fuerza. ¿Y si el sonido que había oído antes quería decir que la había cerrado?
Los pasos sonaron entonces directamente encima de mi cabeza.
Un instante más tarde, la clara silueta de las barras que tenía justo encima quedó repentinamente iluminada. Cerré los ojos y empecé a rezar una silenciosa plegaria cuando oí una voz que decía desde arriba:
—Disculpe, señor, la catedral está cerrada. ¿No ha oído la campana? Todos los visitantes tendrían que haber abandonado el edificio hace ya media hora. ¡Señor Austin! He encontrado a un rezagado.
Oí más ruidos y una respiración laboriosa, como si alguien de gran corpulencia bajara repiqueteando algunos escalones justo encima de mí, a mi izquierda. Otra voz reverberó en el vacío.
—Menos mal que ha dado con él antes de que subiera a la Galería de Piedra o, Dios no lo permita, a la Galería Dorada de arriba. Acabo de bajar de allí y está todo en orden. ¿Ha terminado usted, señor Thomas?
—Todo en orden, salvo por este caballero. Me alegro de que no haya subido usted más sin nuestro conocimiento, caballero. De haberse quedado allí encerrado habría usted pasado una noche realmente incómoda. Por aquí, si es tan amable.
Hubo una respuesta mascullada que elevó su tono hasta un brusco reproche. Alcancé a oír las últimas palabras:
—… creo que entenderá que estoy en todo mi derecho a estar aquí.
El segundo hombre volvió a hablar.
—Lo siento, señor, pero creo que entenderá usted que estoy en todo mi derecho a llegar a casa y sentarme con un buen plato de magdalenas en el regazo. Los días de diario la última hora de admisión es a las cinco y media y nos gusta vaciar el edificio una hora más tarde, salvo los días de misas especiales. Por eso bajamos las luces y cerramos todas las puertas, salvo. —El vigilante se interrumpió durante un instante antes de proseguir—. Ah, ¿es eso? El viejo Barker ha vuelto a dejar abierta la puerta lateral de la fachada. Vamos a tener que tener una pequeña conversación al respecto con uno de los sacristanes. Se está volviendo muy laxo. Porque así es como ha entrado, ¿verdad, señor? Lo siento, pero después de las seis solo debe utilizarse para salir. En fin, ahora saldremos también por allí. Según he oído hace una noche espantosa. Sígame.
Giré en mi eslinga y vi las lámparas de los vigilantes que se alejaban flotando alrededor del balcón. Tres sombras inmensas parpadearon por los muros curvos al acompañar al hombre del bastón de regreso a la puerta. Oí el sonido de los golpeteos y repiqueteos cuando uno de los vigilantes intentó abrir la puerta.
Volvió a sonar una voz.
—Qué raro. ¿Dónde está?
Las palabras rebotaron contra las paredes. Y luego:
—Oh, gracias, señor. No entiendo qué hacía ahí abajo. Debe de haberse caído. Bajemos pues. Usted primero. Con cuidado, no vaya a resbalar.
Oí que la puerta se abría y el sonido cada vez más difuso de pasos procedente de la escalera. Luego me quedé sola en la oscuridad.