—Quiero ver a Sam Collins. Ahora. Dígale que la señorita Kitty Peck le espera.
El chico de la imprenta me miraba embobado. Si había esperado que el Pardillo de Limehouse se pareciera a la gorda gallina de Bantam de la página tres, no era de extrañar que no la reconociera allí de pie, al otro lado de su mostrador, en su versión delgada. Masculló algo sobre las citas y abrió una agenda veteada que tenía encima del mostrador.
—Aquí no hay nada, señora… señorita Peck, ¿no? El señor Peters no ha hecho ninguna entrada en la agenda para usted. Al menos no para esta tarde. El señor Collins es un hombre muy ocupado. ¿Podría volver mañana?
A punto estuve de soltarle una impertinencia cuando la puerta de la calle se abrió con un tintineo a mi espalda.
—Ha empezado a nublarse fuera, Ben, así que ya podemos despedirnos del buen tiempo. Puede que vuelva a nevar.
Giré sobre mis talones y me encontré con Sam allí de pie, frotándose las manos.
—¡Señorita Peck! ¿Ha recibido mi mensaje? —Debió de ver cierto brillo en mis ojos, porque se apresuró a añadir—: Naturalmente que sí. Una pequeña licencia artística aquí y allá, aunque en cualquier caso con un resultado de lo más satisfactorio. Espero que esté usted de acuerdo conmigo. Los muchachos de la imprenta del sótano han hecho una preciosidad retocando mi dibujo. Son unos trabajadores rapidísimos. Y estoy convencido de que no le ha hecho ningún daño al negocio, ¿verdad? —Se echó a un lado el flequillo castaño y me guiñó el ojo.
Fruncí el ceño.
—Lo veremos esta noche, espero. Desde luego sabe usted cómo inflar una historia, señor Collins. Casi tanto como lo ha hecho con la chica de la imagen.
—Como ya le he dicho, señorita Peck, no es más que una pequeña licencia artística. Así todos contentos.
Incliné la cabeza a un lado. A decir verdad, también había empezado a desconfiar de Sam Collins. ¿Cómo había logrado The London Picture imprimir tan rápido la historia de mi accidente?
—No ha perdido usted el tiempo, ¿eh?
Sonrió de oreja a oreja.
—Contactos que tiene uno, señorita Peck. Contactos. Me complace pensar que tengo sus lares bien cubiertos. Dispongo de mis contactos. —Se golpeó con suavidad un lado de la nariz—. Algunos en los lugares más sorprendentes. De eso quería hablarle.
Se aflojó la bufanda y empezó a intentar desabrocharse los botones del abrigo. Los llevaba todos insertados en el ojal equivocado, lo cual le daba el aspecto de un paquete mal envuelto. Me sorprendí pensando que si Sam Collins era un asesino, tendría que emplear a alguien con mucha más destreza física para que cargara con sus bolsas de cuchillos. Le llevó un buen rato quitarse el abrigo y cuando lanzó la bufanda al gancho de la pared, erró dos veces antes de conseguir acertar el tiro. Cuando por fin lo logró, se volvió hacia mí y sonrió.
—Suba conmigo a mi oficina, se lo ruego. Un trato es un trato, y estoy en deuda con usted, Kitty.
La pequeña oficina de Sam estaba si cabe más desordenada que la última vez, con oscilantes montones de libros y de periódicos cubriendo todas las superficies imaginables e incluso la mayor parte del suelo. Prácticamente tuvo que escarbar bajo su escritorio para encontrar su silla.
—Tome asiento, por favor. Hay otra silla debajo de ese montón. Si pudiera pasarme esos papeles, gracias, ahí está. Lo siento, hoy no puedo ofrecerle una taza de té. Peters tiene una gripe terrible. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa y se apartó el flequillo de la frente antes de añadir—: Aunque quizá sea mejor así, ¿eh? Prepara un té espantoso.
Sonreí a pesar de las ilustraciones del periódico. Sam parloteaba como un verdulero ambulante con una caja llena de coles por vender, pero eso no hizo sino aumentar mi simpatía hacia él. No me pareció que fuera capaz de elaborar del todo una idea antes de soltarla y empezar con la siguiente. Su mente era tan caótica como su oficina, aunque sospeché que en ambos casos él sabía dónde estaba cada cosa.
—¿No la acompaña hoy el señor Fratelli? —Vaya, para empezar se acordaba del nombre de Lucca.
El retrato de Joey se desplegó en mi mente. Negué con la cabeza.
—No ha… podido venir. Pero en cuanto he recibido su mensaje después del ensayo he cogido un ómnibus hacia el oeste. ¿Y dice usted que tiene información… sobre el cuadro?
Rebuscó entre varios documentos que tenía encima del escritorio.
—No exactamente. Pero ¿dónde estaba? Ah, aquí lo tengo.
Cogió un pequeño libro del montón y hojeó sus páginas manchadas con huellas de pulgar y cubiertas con sus gruesos y entrelazados garabatos.
—No es sobre el cuadro, sino sobre la galería. Mire esto.
Me dio la liberta. Era una lista de nombres.
Sir Anthony Woolley, Geoffrey Manners, vizconde John Monclear, general Alexander Preston… seguí la lista de nombres con el dedo bajando hacia el pie de la página hasta que llegué al que conocía: sir Richard Verdin.
Algo revoloteó en mi vientre. Como si fuera un cuervo.
—¿Qué es esto, Sam? ¿Quiénes son?
Son los apoderados de la galería The Artisans. Todas las decisiones que se toman sobre las actividades de la galería, ya sean financieras o artísticas, son responsabilidad de ese grupo de hombres, al menos hasta hace muy poco.
Oí la nota de excitación en su voz y alcé la vista. Sam me miraba fijamente. Hizo una mueca, se apartó el flequillo a un lado y extendió la mano desde su lado del escritorio.
—¿Puedo? —Empezó a leer los nombres—. Sir Anthony Woolley: postrado en la cama, tullido tras caerse del caballo el verano pasado. Geoffrey Manners: su esposa ha huido con un principillo europeo de poca monta y él la ha seguido. Dicen que está en Baviera. El vizconde Monclear tiene ochenta y siete años y jamás sale de su hacienda de Escocia. El general Preston se fue a la India el pasado mayo y todavía no ha regresado.
Sam siguió repasando la lista durante tres o cuatro nombres más al tiempo que iba aclarando por qué tenían pocas o ninguna posibilidad de formar parte de la dirección de la galería.
Cuando llegó a sir Richard Verdin se detuvo y dio unos golpecitos a la página de la libreta.
—Bien, aquí está el interesante. Mi fuente me dice que durante los últimos seis meses, sir Richard Verdin ha tomado todas y cada una de las decisiones que conciernen a la galería The Artisans y a lo que allí se expone.
—¿Y eso incluye Las muchachas del bermellón? —pregunté.
Sam asintió.
—Y eso no es todo. Al parecer, sir Richard pudo exigir ciertas condiciones referentes a la presentación del cuadro. Se celebró a última hora de la noche. No se permitió a nadie de la galería estar presente cuando se entregó la obra y se colgó. Lo hizo toda la gente de Verdin.
Sentí que unas manchas de color me subían desde el cuello hacia las mejillas. Me aflojé el mantón alrededor de los hombros. De pronto el aire de la habitación me resultó sofocante.
—¿Cómo se ha enterado de esto, Sam?
—Como ya le he dicho, Kitty… dispongo de mis fuentes. Es la ventaja de tener amigos por toda la ciudad. —Sonrió, se reclinó en la silla y un montón de papeles se derrumbó a su espalda. Lanzó una triste mirada al desaguisado y prosiguió, como si acabaran de recordarle que debía decir la verdad—. De hecho, y para serle sincero, todo ha resultado a la postre bastante fácil. Una prima de Peters está casada con uno de los vigilantes de la galería The Artisans, de modo que lo único que tuve que hacer fue invitar a tomar algo al chaval, pagarle un par de pintas y animarle a que hablara con total libertad. Pero es interesante, ¿no le parece?
Era más que eso.
Me acordé del encuentro que había tenido con James antes de llegar. Aunque después de haber hablado con él tenía la convicción de que no estaba detrás de todo, de repente había empezado a vislumbrar un diseño: las piezas de madera de un rompecabezas que hasta entonces habían estado dando vueltas en mi cabeza empezaban a encajar.
—¿Qué más ha descubierto, Sam? ¿Alguna otra cosa sobre sir Richard? —Puse especial empeño en no parecer alterada al hablar.
—Solo esto —dijo, agitando una vez más la libreta—. Me parece muy curioso. Hasta hace tres años, sir Richard Verdin no había mostrado el menor interés por las artes. Es un empresario de mucho éxito, y al parecer también implacable.
Sam siguió pasando las páginas de la libreta.
—Siga —dije—. ¿Qué ocurrió hace tres años?
—Verdin se puso en contacto con la galería y compró un puesto en el comité de dirección por una suma de dinero muy significativa. Al parecer, le interesan los artistas nuevos. Cuanto más jóvenes, mejor. Le gusta entrevistarlos personalmente y fomentar sus carreras. En este momento se habla mucho de un par de ellos: Robert Rollaston y Clifford Weir. ¿Los conoce? —Negué con la cabeza y Sam prosiguió—: Aunque mentiría si dijera que me gusta su obra, pues pintan básicamente pastorcillos desnudos con sus flautas de pan y rebaños de cabras vagabundeando por las laderas, tengo entendido que en ciertos círculos las obras de la Hermandad Pastoral son muy buscadas.
—Quiere eso decir que Las muchachas del bermellón es obra de uno de esos jóvenes pintores. ¿Sabe de quién?
Sam dejó de juguetear distraídamente con la libreta y dobló la esquina de una página para señalarla. Luego arrojó la libreta cerrada sobre el montón de papeles que cubrían su escritorio.
—Por supuesto que no. De haberlo sabido, a estas alturas ya habría publicado la historia. Después de consultarlo con usted, Kitty, naturalmente. —Se inclinó hacia delante, apoyó la barbilla en la palma de la mano y se llevó los dedos manchados de tinta a los labios—. Todavía no me ha contado por qué le interesa tanto. El señor Fratelli y usted…
Tras el flequillo, sus ojos marrones estaban ávidos de interés. Parecía un terrier tras el rastro de una rata de cloaca.
Clavé la vista en el único trozo madera visible de la mesa.
—Ya se lo dijimos la otra vez: nos interesa el arte, eso es todo. Quizá crea usted que la gente del music hall no tenemos nada en la cabeza salvo la bebida, el juego y cosas peores, pero eso no es cierto. Lucca… el señor Fratelli… es de Nápoles y siente una gran pasión por el arte. Hablamos del Renacimiento. ¿Le sorprende? Leonardo, Miguel Ángel, Rafael… Lucca los llama La Trinidad, y él también es pintor, y bueno. Teniendo en cuenta que todo Londres hablaba de ese cuadro, ¿no le parece lo más natural que queramos saber más sobre él?
Me quedé perpleja al oír la facilidad con la que esos nombres salían de mis labios, pero estaba demasiado lanzada y no miré a Sam mientras hablaba. Kitty Peck, la gran actriz, acababa de enterrar su propio mito. Hasta yo fui capaz de oír la mentira.
En la oficina se hizo el silencio durante un momento.
—Me intriga usted, Kitty. Es una joven realmente interesante… —alcé la vista, esperanzada, al tiempo que él completaba la frase—, pero no soy idiota.
—¡No sé qué quiere decir! —Sentí que me ardían las mejillas.
—Oh, vamos. Al menos concédame usted un poco de sentido común. Dígame la verdad: ¿por qué es tan importante para usted saberlo?
Me mordí el labio.
—No puedo decírselo. Todavía no. Quizá cuando todo esto haya pasado tenga una historia para usted. Pero no puedo arriesgarme a…
—¿Arriesgarse a qué? —Los ojos de Sam se entrecerraron—. ¿Y qué quiere decir con eso de que «cuando todo esto haya pasado»?
Las preguntas quedaron suspendidas en el aire. Enseguida lamenté mis palabras.
—Por favor, Kitty. Quizá pueda ayudarla.
Me levanté, aturullada.
—Debo irme. Tengo función a las ocho. Gracias por la información sobre el cuadro y sobre sir Richard.
Sam no se movió. Se limitó a mirarme mientras yo me alisaba la falda y me sujetaba el mantón. Parecía estar sumido en una pequeña operación de cálculo aritmético. Fui hacia la puerta.
—Espere, Kitty.
Me detuve, con la mano en el pomo de la puerta.
—Hay algo más que quizá le interese. Sir Richard Verdin tiene un almacén en Limehouse Basin. —Me volví a mirarle.
Sam volvió a coger la libreta y la abrió por la página señalada.
—Me ha parecido que quizá le interesara. Está en el Patio de Curtidores, 3-10, Limehouse Basin. Según el registro, se lo alquila desde hace aproximadamente treinta años a un tal L. Rosen. Verdin importa pieles, o al menos lo hacía. ¿La ayuda eso en algo?
Sus inteligentes ojos estudiaron mi expresión. Asentí y abrí la puerta. Al salir al estrecho y lóbrego descansillo, oí su voz a mi espalda:
—Estoy esperando que me dé otra exclusiva, Kitty, no lo olvide. Ahora está en deuda conmigo. Así es como funciona.
El frío me golpeó en cuanto salí al callejón. Al girar a la derecha, pasé a toda prisa por delante de la sucia ventana de las oficinas de The London Pictorial de Holborn, donde había un ejemplar de la última edición abierta por la página tres.
Si podía encontrar un ómnibus que me llevara hacia el este, lo tomaría. Estaba incluso dispuesta a pagar el suplemento adicional para sentarme dentro. No era solo el frío lo que me llevó a apretar el paso y a cubrirme la cabeza con el mantón. El aire estaba impregnado de cierto olor metálico: un olor a humo y a hollín que te llenaba la nariz y te irritaba la parte posterior de la garganta. Una capa de niebla lamía los adoquines y se enroscaba en las barandillas de las casas más elegantes alineadas alrededor de Lincoln’s Inn Fields. El cielo parecía un cuenco de gachas. No tardaría en anochecer.
Oí el golpeteo de mis tacones cuando giré por Carey Street.
De pronto me encontré en un laberinto de pequeños pasajes que atajaban en dirección a Fleet Street. Supuse que me sería más fácil coger allí un ómnibus que fuera en mi dirección, o quizá un poco más adelante, en la misma Ludgate Hill.
Había estado solamente una vez antes en esa parte de la ciudad —y parecía que había pasado una eternidad— con Joey. Él estaba haciendo un reparto a una casa de picapleitos de la zona oeste de los Fields. Yo le había preguntado sobre los documentos que sujetaba con una cinta negra; de dos de ellos colgaban unos sellos del tamaño de un plato. Joey me había respondido que estaba haciéndole un favor a una amiga. Ahora yo ya sabía quién era esa «amiga». Joey había estado trabajando para ella.
Estaba más cerca del río y en algunos puntos la neblina se espesaba, convirtiéndose en niebla. Me adentré en una nube, de la que volví a salir unos metros más adelante. En poco tiempo la calle quedaría totalmente cubierta y apenas podría ver a un metro escaso por delante de mí.
Eso me pareció apropiado.
Primero James y luego sir Richard. Aunque Sam me había ofrecido más ayuda de la que él creía, ¿cómo encajaba todo?
Aparte de Lucca, de Fitzy y de la propia Lady Ginger, nadie sabía que yo había relacionado Las muchachas del bermellón con las chicas que habían ido desapareciendo de los music halls.
«¿Aunque es eso cierto del todo, Kitty?», oí decir a la aguda voz en mi cabeza. «¿Acaso no se lo contaste esa noche a James Verdin? Él te dio el brebaje y tú le contaste una historia fantástica sobre bailarinas y cuadros y asesinatos. Y después él se lo contó a sus amigos. Oh, se rieron de lo lindo de la corista borracha y de su vívida imaginación… pero alguien que oyó la historia no la encontró tan divertida».
Volví a pensar en lo que James había dicho sobre su tío cuando íbamos en el ómnibus.
Últimamente ha estado mucho más tratable. Hasta podría llamarle «generoso».
Cómo no. Me pareció que James y su tío «se llevaban mejor» desde que sir Richard había recibido cierta información provechosa.
Repasé una vez más lo que James había dicho sobre su tío. Estaba al corriente de mis visitas a los teatros y también sabía de usted, Kitty. Supongo que a Eddie debió de escapársele algo. A veces cotorrean como un par de viejas.
Obviamente a Edward Chaston se le «había escapado algo», pero yo no tenía la menor idea de lo que eso realmente significaba para sir Richard Verdin.
Y ahora el viejo cerdo estaba a punto de usar a su propio sobrino para tenderme una trampa con la que pillarme. Me pregunté cuánto tiempo habría durado siendo el capricho privado de James Verdin antes de que me ocurriera otro accidente. De pronto todo encajaba. Por fin tenía algo «más» que llevarle a Lady Ginger.
Un par de picapleitos salieron de un pasaje aledaño al callejón. Las togas negras se les arremolinaron en la niebla alrededor de los tobillos mientras se alejaban delante de mí. «Me gustaría ver a sir Richard Verdin en el banquillo», pensé. ¿Qué pensarían de él sus amigos si llegaban a enterarse?
Pero ¿qué era exactamente lo que yo sabía? Mientras andaba, mi mente repasaba rostros, voces, palabras e imágenes como lo habría hecho con las páginas de la libreta de Sam Collins.
Los picapleitos se detuvieron delante de un edificio alto. Uno de ellos llamó a la puerta y se volvieron a verme pasar mientras esperaban a que les abrieran.
No había nadie en el callejón y delante de mí el aire estaba tan cubierto de niebla que apenas pude distinguir el tenue halo de luz que rodeaba una farola situada un poco más adelante. No vi dónde pisaba y resbalé sobre los adoquines mal colocados, desgarrándome la media con las piedras dentadas. Maldije y froté el algodón roto. «Otro chelín al garete», pensé.
Me levanté y metí las manos en los pliegues del mantón para que no se me enfriaran. Me pregunté qué hora sería. Supuse que no más tarde de las seis, aunque ya estaba oscuro. Tenía que darme prisa para llegar al Gaudy. Di otro paso adelante y volví a detenerme; esta vez me quedé inmóvil. Se me erizó el vello de la nuca.
Pude entonces oírlo claramente: el sonido de pasos a mi espalda. Unos pasos que se detuvieron y volvieron a oírse justo en el momento en que reemprendí la marcha.