El ensayo fue muy fácil. Danny había reparado la cadena, que había dejado de hacer ese horrible chirrido y, aunque Peggy no estaba, casi me alegré de haber vuelto al Gaudy, que siempre me resultaba más hospitalario que los demás music halls de Lady Ginger.
Cuando me bajaron, me sorprendió encontrar a la señora Conway esperándome. Todas las chicas del Gaudy sabíamos que jamás debíamos molestar a la señora C durante la tarde, pues era la hora de su «medicina». Peggy iba a veces a visitarla con su prescripción, que consistía en media pinta de ginebra pura salida directamente de la bodega que estaba debajo del bar.
La señora C no era mala mujer, pero le gustaba ser una estrella, aunque brillara muy bajo en el cielo. Desde que habíamos inaugurado mi número, yo había sido para ella un recordatorio muy doloroso de que su reputación iba perdiendo lustre cada noche que pasaba.
Después del ensayo yo no veía la hora de volver directamente a encontrarme con Lucca. Si conseguíamos volver a hablarlo todo, y esta vez sin discutir, quizá podríamos ver algo.
Cuando la jaula aterrizó bruscamente sobre el escenario y un par de operarios levantaron una de las paredes para que pudiera gatear fuera, la señora C me dio un par de palmaditas en el hombro.
—Estoy encantada de volver a verte aquí, Kitty, cielo. Debes de haberte llevado un susto espantoso.
Me fijé en que la pintura roja y seca de sus labios había empezado a colársele en las pequeñas arrugas que le rodeaban la boca. Llevaba mucha sombra violeta en los ojos, las cejas arqueadas tintadas en los puntos más insólitos y la peluca negra parecía a punto de saltar de su cabeza si pasaba un ratón por delante de ella.
Repasó mi atuendo con la mirada y sorbió. Yo debía de parecer un muchacho con los mismos pantalones y la camisola de fina tela que había llevado durante todos los ensayos en la buhardilla de Madame Celeste.
—Estás flaca como un látigo. Eso a los admiradores no les gusta, ¿recuerdas? Dales algo de carne, es lo que siempre digo. —Me acarició el brazo en un gesto maternal—. Cuéntame, ¿cómo te has sentido ahora allí arriba? ¿No te ha asaltado de pronto el recuerdo de lo sucedido?
A decir verdad, no. Durante todo el rato que había estado arriba, mi mente no había hecho más que darle vueltas a las palabras de Lucca.
«Magna cadunt, inflata crepant, tumefacta premuntur. El orgullo precede a la caída».
¿Era acaso una amenaza? ¿O quizá una predicción? Y apuntaba directamente a lo que había ocurrido con las cuerdas y el techo en The Comet. Kitty Peck… la mujer caída.
Pero ¿por qué iba James Verdin, desvergonzado como un carretero, a entrar por la fuerza al teatro, manipular la jaula y dejar luego ese dibujo en el despacho del señor Leonard cuando sabía que alguien —Lucca, lo más probable— conocería el significado de esas palabras?
Verdin ya me había preguntado si me gustaba el primer dibujo. ¿Por qué, entonces, iba a enviarme otro con una amenaza garabateada encima? Era casi como una declaración. Ya puestos, podía haberlo publicado en una página de The London Pictorial.
Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba que James no era el hombre que buscaba.
¿O sí lo era?
James sabía dibujar, había estado merodeando por los music halls —él mismo lo había reconocido— y había utilizado aquel brebaje para drogarme. ¿Era así como se había hecho con las otras?
Oí gritar a Danny desde abajo.
—¿Podrías probar ahora con unas cuantas bajadas? Y después probaremos el trozo en el que te cuelgas boca abajo. Tenemos que comprobar el peso durante esa parte. ¿Preparados, chicos?
Había un montón de gente mirando. Varias chicas del coro estaban sentadas cruzadas de piernas en el escenario, los operarios que no estaban pendientes del extremo de alguna cuerda se habían apoyado contra una de las paredes laterales a fumar y hasta un par de muchachos de la orquesta afinaban sus instrumentos en el foso. Se me ocurrió que para ellos era una hora inusualmente temprana para empezar a trabajar.
Todos querían ver si tenía los arrestos suficientes para ello, y no me gustaba decepcionar.
Enganché las rodillas a la barra, me incliné hacia atrás, extendí los brazos y me balanceé libremente. Oí el crujido de las cuerdas al tensarse, pero la jaula siguió fija en su lugar, lo cual era mucho más de lo que podría haber dicho sobre las ideas que circulaban una y otra vez por mi cabeza.
Si James realmente quería librarse de mí, ¿por qué no lo había hecho hacía dos noches? ¿Por qué iba a asaltar The Comet y prepararme un accidente cuando podría perfectamente haberme asfixiado en mi propia cama y haberme arrojado después al río?
«Piensa, muchacha. Piensa», me dije mientras empezaba a girar. En cuanto comencé a dar vueltas mantuve los ojos fijos en un punto de la sala, tal y como Madame Celeste me había enseñado.
Cada vez que la vid dorada del frontal del palco de Lady Ginger aparecía ante mis ojos, yo contaba.
Uno: Filomela.
Dos: De noche, su pájaro enjaulado canta una fea canción.
Tres: El orgullo precede a la caída.
Uno, dos, tres: volví a repasarlas, visualizando las líneas negras sobre el papel mientras giraba y arqueaba la espalda. Había algo allí, en las hojas, algo importante.
Una suave transición: Madame Celeste siempre había insistido en que así debía ser. Había insistido en que cuando pasara de una serie de movimientos a la siguiente debía de hacer que pareciera fácil, como si yo fuera un hilo de seda deslizándose alrededor de la barra.
—Durante todo el tiempo que estés arriba tienes que hacerles creer que puedes volar. Debes flotar en el aire, Kitty: elegante, hermosa y fluida. Nada de movimientos bruscos ni de ángulos pronunciados… te delatarán y te dejarán en evidencia.
Danny volvió a gritar desde la sala.
—Ya es suficiente, Kitty. No necesitamos la canción. Ahora te bajaremos.
Me incorporé sobre la barra y me senté mientras en mi cabeza sonaba un tictac digno de una relojería e iban bajando la jaula con cuidado hasta el escenario. Madame Celeste tenía razón sobre los trazos bruscos. Tenía que enseñárselo a Lucca.
—Vuelves a ser la estrella de The London Pictorial. —La señora C me puso el periódico en la mano—. Página tres: una espeluznante descripción del incidente. El muchacho ha insistido especialmente en que te lo diera. Incluye también otra ilustración, aunque debo decir que no se parece demasiado a ti.
Me puso el periódico debajo de la nariz, pero no miré la ilustración. Un titular ocupaba la parte superior de la página.
Mi corazón empezó a palpitar muy rápido.
—Te he dicho y te repito que tienes que comer más, Kitty. Ahora que Peggy no está y que has vuelto al Gaudy esta semana, me preguntaba si me ayudarías con mi vestuario y con el pelo, como antes.
Se acarició el montón de pelo negro que tenía sobre la cabeza, que se inclinó a un lado y allí se quedó.
—No sé si te has enterado, pero estoy retomando algunos de mis números más populares, y te estaría eternamente agradecida si…
La interrumpí.
—Lo siento, señora Conwall, pero tengo que irme. Ya llego tarde. —Su boca carmesí se arrugó como una vieja rosa seca cuando pasé a toda prisa por delante de ella entre los asientos laterales y fui a recoger mi ropa de calle.
Me llevé el ejemplar de The London Pictorial.
En cuanto me vestí, fui directamente al taller. Abrí la puerta corredera y grité el nombre de Lucca. El viejo Bertie se movía pesadamente alrededor del banco de trabajo, pero no había nadie más.
Entré y señalé al estudio cuando Bertie por fin me vio. Negó con la cabeza y señaló hacia la puerta. No me pareció muy probable que si Lucca había vuelto a entrar, el viejo Bertie le hubiera oído, así que subí por la escalerilla y asomé la cabeza.
—¿Estás ahí, Lucca?
La pequeña trampilla que llevaba a su espacio privado de la buhardilla estaba abierta, de modo que me remangué la falda, trepé hasta el suelo de madera y crucé el estudio. Luego agaché la cabeza y volví a llamarle.
—Lucca, necesito que vengas conmigo.
El estudio de Lucca estaba desierto. Una pequeña ventana cubierta de telarañas y situada en lo alto del alero del tejado permitía que un rayo de sol directo cruzara en diagonal la habitación y pude ver los papeles que colgaban de las paredes. No había ninguna duda: Lucca era bueno. Sus dibujos estaban llenos de movimiento y de personalidad. Reconocí caras que conocía de los music halls, rápida y ágilmente bosquejadas. Era como si Lucca los hubiera pillado de improviso en apenas un parpadeo mientras se reían, hablaban o pensaban. Había un gran libro negro atado con una cinta y apoyado contra la pared que tapaba en parte un retrato de Peggy.
Peggy sonreía. Sus grandes ojos brillaban y tenía entreabiertos sus hermosos labios, como si estuviera a punto de hacer un comentario. Era tan parecida a la Peggy real que casi pude oír su voz, seguida de esa risa ronca. Echaba mucho de menos a Peggy, y si yo me sentía así, no quería ni pensar en cómo debía de ser la vida de Danny sin ella. Arrugué el periódico que llevaba en la mano.
Algo duro se me había quedado atascado en la garganta.
Intenté tragar y tensé los hombros. Sabía que si me permitía llorar, no habría forma de parar, y no solo por ella, sino también por Joey, por las otras chicas, por mí, por todos nosotros. Inspiré hondo y le hice una promesa a la chica del retrato:
—Te encontraré, Peggy, y terminaré con esto. Aunque me cueste la vida.
No creo mucho en los trucos de magia —como ya he dicho, ese era más un territorio de mamá y de la vieja Abuela Peck—, pero algo me dijo que tenía que mirar a Peggy a la cara para que mi juramento funcionara, para darle un significado. Intenté mover el libro a un lado para poder verla mejor, pero cayó al suelo y se abrió, y un montón de láminas con sus dibujos fueron a dar a los tablones del suelo.
Me arrodillé a recogerlas y volví a meterlas entre las duras cubiertas, tan ordenadamente como pude. Eran en su mayoría retratos del muchacho que yo ya había visto la última vez en el dibujo que colgaba de la pared: los espesos rizos, los bonitos ojos, la nariz prominente… la clase de rostro clásico que a Lucca le gustaba mostrarme en sus libros, la clase de cara que podría haber dibujado Miguel Ángel. Sonreí al verlos. Estaba sorprendida. Lucca era un buen profesor además de un buen artista.
Volví a preguntarme quién sería el muchacho cuando fui a coger las dos últimas láminas. Le di la vuelta a la primera. Era yo, dormida. Lucca me había dibujado en su cama la noche en que habíamos visto el cuadro por primera vez. Supe que era yo, a pesar de que mi rostro estaba casi oculto del todo bajo una maraña de rizos. Tenía pecas en la nariz y mi barbilla afilada estaba apoyada en una mano apenas visible sobre la almohada.
Lucca era un hombre con un gran mundo interior. Le di la vuelta a la última lámina.
Allí de pie estaba mi hermano, desnudo como el día que había venido al mundo, aunque en este caso claramente varios años después. Me miraba desde el papel, con los ojos brillantes y una gran sonrisa curvándole los labios. Fue precisamente la expresión de su rostro lo que me atormentaría después. ¿Se trataba de un desafío o, por el contrario, de una invitación?
Solté la lámina como si me quemara en las manos y enseguida volví a cogerla. La miré más detenidamente sin dejar de sentirme rara en ningún momento, como si estuviera escuchando a hurtadillas una conversación privada. Era un dibujo excelente, sin duda una de las mejores obras de Lucca. Las suaves líneas que se unían para formar la silueta del cuerpo de Joey se deslizaban en pequeños trazos sobre el papel y la maraña de sombras que sugerían músculos y carne invitaba a alargar la mano y tocarle.
Con cuidado, tracé la línea del brazo y del cuello con el índice. Sentí un dolor en el pecho y volví a notar el bloqueo y la tensión en la garganta. Mi guapo hermano… ¿qué hacía allí, en esa carpeta? Me llevé la mano al cuello del vestido y saqué la medalla y el anillo de Joey. Mientras miraba la medalla de san Cristóbal del dibujo acariciaba el objeto real con el pulgar y el índice al tiempo que contemplaba al hermoso joven retratado en la lámina.
—¿Qué es todo esto, Joey? ¿En qué lío me has metido? —le susurré al dibujo mientras intentaba encontrar las respuestas en sus alegres ojos. Mi audaz hermano se limitaba a sonreírme desde el papel.
No soy ningún mentiroso, pero hay cosas…
¿Cuándo había hecho Lucca ese dibujo? Habría jurado que era un retrato de un modelo vivo. Cientos de preguntas repiqueteaban en mi cabeza, pero cuantas más vueltas le daba, más confusa estaba, y también más enfadada.
Fuera empezó a sonar una campana. Eran las dos. No tenía tiempo de quedarme allí, ansiosa y esperando.
Volví a meter a mi hermano en el libro negro, até el cordel que lo sujetaba y me marché. A decir verdad, me alegró poder salir de allí.
Abrí The London Pictorial y desplegué el arrugado periódico sobre mis rodillas. La señora C tenía razón: aquello no se parecía en nada a mí. La chica del dibujo, que se aferraba con las yemas de los dedos al borde inferior de la jaula, estaba mucho más generosamente dotada en las zonas cruciales que yo, aunque se las había ingeniado para caber en un vestido incluso más pequeño que el mío. Leí el descuidado y serpenteante garabato que coronaba la ilustración: «Tengo información. Venga a verme en cuanto pueda. SC».
Miré a la calle. Por fin, desde hacía mucho tiempo, teníamos un día despejado y la gente se movía afanosamente, cada uno a lo suyo, bajo la luz del sol. Si alguno de ellos hubiera visto la historia del periódico no me habría reconocido en la muñeca rechoncha con ojos de coneja de la página tres… todo lo contrario de lo que me había ocurrido a mí con Las muchachas del bermellón.
Me pregunté qué era lo que habría descubierto Sam Collins. Crucé los dedos para que fuera algo útil.
El ómnibus se estremeció al detenerse en Colet Place. A la izquierda vi el pálido sol prendido entre las torres grises de Christ Church, en Watney Street. Me habría gustado saber la hora que era. Los caballos agitaron sus cabezas y esperaron mientras otros tres pasajeros subían por la escalera circular de la parte trasera y se sentaban a mi lado en los asientos descubiertos del piso de arriba.
Hacía frío en el piso superior, pero también era barato. Me arrebujé en mi mantón y me soplé en los dedos.
VOLAR CARA A CARA CON LA MUERTE
Nuestros lectores estarán encantados a la par que aliviados al ser conocedores de la última y triunfal actuación de la señorita Kitty Peck, el Pardillo de Limehouse. Entre escenas de destrucción y estragos mayúsculos ocurridos en el music hall The Comet, el pájaro cantor más valiente de Londres escapó victorioso de las fauces de la muerte.
Mientras el techo de yeso profusamente ornamentado (obra de artesanos franceses, según hemos podido saber) se derrumbó sobre ella, haciéndose añicos treinta y cinco metros más abajo, la señorita Peck planeaba, poniéndose a salvo, en el preciso instante en que su jaula dorada se precipitaba al suelo.
No solo la ilustración era un error, sino que Sam también se había equivocado con la descripción de los hechos.
—Una milagrosa supervivencia. Sin duda una historia fascinante, señorita Peck. ¿Kitty? —Me quedé sentada donde estaba, totalmente inmóvil, mientras la voz de James Verdin llegaba desde algún punto a mi espalda—. ¿Le importa si la acompaño?
No respondí. Un instante más tarde se deslizó en el asiento de madera contiguo. Sentí que se me ponía rígido el cuerpo cuando se arrimó a mí. Olía a brandy, a cigarros caros y a cuero y llevaba el mismo gabán con el ancho cuello de piel. Lo vi de reojo, aunque no le miré directamente.
Recé una silenciosa plegaria de agradecimiento por el hecho de que hubiera al menos cinco pasajeros más con nosotros. James se inclinó hacia mí y empezó a hablarme al oído derecho. Sentí su aliento caliente en la piel y quise chillar. Me levanté justo cuando el ómnibus pasó por un bache y salí despedida hacia delante. James me agarró del brazo y tiró de mí hacia el asiento.
—Por favor, Kitty, quédese. La he echado mucho de menos.
Sentí que se me erizaba la piel de la espalda debajo de la tela rígida del vestido cuando me acarició la mano y prosiguió:
—Mucho me temo que tras nuestro último encuentro haya podido llevarse de mí una impresión del todo equivocada. La traté injustamente y desearía compensarla por ello.
Me di cuenta de que arrastraba las palabras al hablar.
—Enseguida, tras esa noche, empecé a lamentar la posibilidad de no volver a verla. Créame. Woody y Edward me han oído hablar de usted tan a menudo que me consideran un idiota enamorado. Por eso esta mañana en el club Woody me ha enseñado esto… —James golpeó con suavidad la página que yo tenía sobre las rodillas con su mano enguantada. Sus dedos acariciaron la imagen de la chica rechoncha de los enormes ojos aterrados y labios como capullos de rosa sorprendidos en una hermosa O de terror. La chica de la página parecía una víctima, no una superviviente. Nada que ver conmigo—. No me importa decirle que la idea de imaginarla en peligro me resultaba intolerable. Woody me animó a retomar nuestra relación… y dijo que esta era la ocasión perfecta para expresar mi preocupación. Es un buen tipo, ¿no le parece?
No respondí y tampoco me moví. Simplemente mantuve la vista al frente, hacia la calle, mientras él seguía hablando. El olor a brandy brotó de él hacia el aire frío.
—Creía que no querría hablar conmigo, pero Woody me dijo que a una chica como usted le alegraría volver a verme. Espero que no se haya equivocado. Me parece una tontería que los amigos pierdan el contacto.
La mano de James se deslizó por debajo del periódico y empezó a acariciarme la rodilla. Su voz siguió a lo suyo, suave como el muaré.
—Así que he ido hoy al Gaudy a buscarla. El artículo del periódico deja muy claro que seguirá representando su número en ese lugar. He esperado fuera como la última vez y la he visto cruzar la calle. Cuando ha subido al ómnibus he decidido que era la oportunidad perfecta para disculparme y compensarla por lo ocurrido. ¿Qué me dice?
Me volví a mirarle. James había estado bebiendo mucho. Su apuesto rostro estaba encendido y tenía el pelo cobrizo enmarañado bajo su sombrero de copa. Me miraba fijamente y sonreía. Me recordó a un perrito faldero esperando ansioso la golosina de su dueña.
A la clara luz del día, James Verdin me pareció muy joven.
Un instante más tarde, se me despejó la cabeza. Le retiré la mano de debajo del periódico y me moví, evitando su contacto.
—¿Qué me contesta? —repitió.
Le miré y hablé entonces clara e inequívocamente:
—Magna cadunt, inflata crepant, tumefacta premuntur.
Pareció divertido, así que lo repetí. Él negó con la cabeza.
—Me rindo. ¿Se trata de algún juego? ¿Quizá una jerga privada que usan ustedes, los del teatro? Dice usted unas cosas realmente curiosas. Cuando les hablé a los chicos de la noche que pasé con usted… espero que disculpe mi indiscreción, pero no tenía la menor idea del poderoso efecto que ejercería usted sobre mí, estuvieron de acuerdo en que es extraordinario que una chica como usted tenga una imaginación tan viva. Realmente captó usted su atención. Escuche, Kitty, me gustaría que nos diéramos una segunda oportunidad.
Me eché a temblar, aunque no de frío. James sonreía de oreja a oreja.
—Quizá le ayude un sorbo de esto.
Se metió la mano en el bolsillo del gabán y sacó una nueva petaca, más exquisita que la anterior.
Negué con la cabeza.
—No, me parece que no. Otra vez no.
—No se preocupe. Es un buen brandy, no ese brebaje medicinal. —Desenroscó el tapón y bebió un trago—. Ah, hay que ver lo gran hombre que es. ¿Se acuerda de que le dije que mi tío siente aprecio por Edward? Pues ha conseguido convencer a tío Richard para que me pase una asignación mientras aprendo a manejar sus negocios. El buen doctor Edward sugirió que el único modo de… despertar mi interés era pagándome. Y el viejo lobo le escuchó. Últimamente ha estado mucho más tratable. Hasta podría llamarle «generoso».
James tomó otro largo trago de la petaca.
—¿Sabe?, mi tío me llevó a cenar a su club. Un sitio sofocante, lleno de polvo y de cadáveres disecados. Estaba al corriente de mis visitas a los teatros y también sabía de usted, Kitty. Supongo que a Eddie debió de escapársele algo. A veces cotorrean como un par de viejas.
James sonrió y agitó la petaca.
—Tío Richard me hizo prometerle que no «me abandonaría al pecado». —Pronunció esas últimas palabras con una voz espesa y lenta que, según pude intuir, era una imitación de la del viejo—. Dijo que tenía que renunciar a todos los vicios antes de ver un solo penique y, naturalmente, accedí a sus condiciones.
James se secó los labios y soltó un bufido de desprecio.
—Así que voy a entrar en el negocio.
Se le entrecerraron los ojos.
—Pero pienso invertir mi tiempo y el dinero de mi tío en cosas mejores. El arte, esa es mi pasión… mi vocación.
Se volvió a mirarme y esta vez no parpadeé ni desvié la mirada.
—Es usted una dulce criatura. —Sonreía, pero sus ojos interrogantes sugerían que le costaba un gran esfuerzo enfocar mi cara. En ese momento me di cuenta de que había estado bebiendo para reunir el valor necesario y atreverse a hablarme.
El ómnibus frenó bruscamente y de nuevo salí despedida hacia delante. James me rodeó con el brazo.
—Woody dice que es fácil ponerle una casa a una mujer. Él tiene experiencia en esas cosas. Ahora que dispongo de los fondos necesarios, podría hacer eso por usted, Kitty. Podría encontrarle habitaciones en un barrio mejor de la ciudad y visitarla allí tan a menudo como quisiera. Podría llevarle flores más hermosas que las que le mandé al teatro y podría dibujarla o pintarla, y el mundo entero reconocería entonces mi talento.
—¿Como ese dibujo? —pregunté, mirándole directamente a los ojos. Vi en ellos un destello de reconocimiento. Decidí ser más directa—. ¿Está diciendo que le gustaría dibujarme otra vez? El boceto que me envió al teatro era muy bonito.
Negó con la cabeza.
—Insiste usted con sus adivinanzas. Yo jamás la he dibujado, Kitty, pero lo haré. Cuando se convierta en mi acompañante, será mi musa. La dibujaré todos los días. Quizá podría llevarla a París.
Me acordé de que Fitzy había dicho prácticamente lo mismo cuando James se acercó un poco más en el asiento de listones y se guardó la petaca en el gabán.
—No tiene la menor idea de lo excitante que me resulta volver a estar cerca de usted.
Me lo sacudí de encima y me levanté.
—Y usted no tiene la menor idea de nada, ¿verdad?
Me miró fijamente y su boca se abrió y se cerró.
—Pero no irá usted a rechazarme… ¿Una chica como usted? Le estoy ofreciendo mi… protección.
Alzó demasiado la voz debido al alcohol y un par de hombres sentados detrás de nosotros se rieron.
Eran mi público y actué para ellos. Me levanté, muy digna, pasé por delante de él dándole un empujón y me volví ligeramente hacia los pasajeros sentados en el piso superior para pronunciar mi siguiente frase, cogiéndome a la barandilla delantera con la mano izquierda para no perder el equilibrio:
—¿Protección? ¿Así es como lo llama? Una chica como yo lo llamaría convertirme en su furcia. Que tenga un buen día, señor Verdin.
Hubo entonces una carcajada general y uno de los hombres gritó:
—¡Así se habla, muchacha! ¿Verdin, dices? Menudo sinvergüenza.
Me dirigí a los escalones de madera situados en la parte trasera de la plataforma. Un hombre me gritó que fuera con más cuidado cuando el ómnibus dio una sacudida y le golpeé el bombín, inclinándoselo sobre la cabeza, pero seguí adelante sin mirar atrás.
Al menos estaba segura de una cosa: James me había enviado las flores al Gaudy, pero era otra persona quien había enviado el retrato. Aunque sin duda era un idiota de mejillas sonrosadas por el efecto del alcohol y un señoritingo mujeriego de la peor calaña, James Verdin no era un asesino.