—Abre los ojos, Fannella. —La voz de Lucca llegó desde un lugar situado más abajo y a mi derecha.
No quise mirar a ninguna parte, porque al hacerlo me mareaba y me confundía. Madame Celeste había sido muy clara sobre lo que debía hacer en caso de que ocurriera un accidente. En una ocasión había llegado incluso a aflojar una de las cuerdas sin avisarme cuando estaba a diez metros de altura para ponerme a prueba. Cuando de pronto el pequeño columpio cayó y se balanceó en su alta buhardilla con su entramado de vigas en el techo, cerré los ojos, entrelacé las piernas alrededor de una tensa cuerda y me sujeté a ella hasta que cesó todo movimiento. Luego me deslicé por la cuerda hasta el suelo como un grumete encargado de las jarcias de un velero clíper.
Madame Celeste quedó satisfecha.
—Bien, Kitty. Tienes agallas. Recuerda las tres reglas fundamentales: nunca mires abajo; nunca te sueltes y nunca pierdas la esperanza. Y esa es la regla más importante de todas, muchacha. Si alguna vez te permites pensar que quizá te caigas, te caerás. Así de simple.
Pero de pronto ya no era tan simple. Llevaba helada y encogida en el interior de la jaula lo que a mí me parecían horas, aunque no podía haber pasado más de un minuto. La jaula había dejado de girar, pero cada vez que me movía el metal temblaba y vibraba a mi alrededor como una campana agrietada. La jaula se estremeció y gimió de nuevo cuando algo se soltó y se oyó un golpeteo seco y crepitante al tiempo que más yeso se desmigajaba sobre mi cabeza y sobre mis brazos desnudos desde el techo.
—¡Mira! ¡Ahora! —Abrí un párpado cubierto de polvo apelmazado y eché una mirada hacia abajo, en dirección al lugar de donde procedía la brusca orden de Lucca. Estaba en un palco de la segunda planta, quizá cinco o seis metros más abajo. Tenía un rollo de cuerda gruesa en las manos. Lo sostuvo en alto—. Mira. Podemos usar esto.
Abrí el otro ojo y accidentalmente, debido al ángulo de la jaula, miré directamente abajo. Craso error, tal y como Madame Celeste ya me había advertido. Al instante el batiburrillo de mirones, sillas cubiertas de polvo, mesas, cristales rotos y tablas del suelo parecieron girar y alejarse. Estaba a veinte metros de altura, pero cuando miré abajo tuve la sensación de que era tal la distancia que se abría entre la sala y yo que bien podría haber estado a punto de llamar a las mismísimas puertas del cielo. Cerré con fuerza los ojos y me agarré a las barras. «Mantén la calma», me dije. «Si no espabilas, tienes todos los números para que lo próximo que veas sean las puertas nacaradas».
Inspiré hondo. «No voy a caerme».
Volví a oír la voz de Lucca.
—Necesito que cojas el extremo de esta cuerda, pero para hacerlo tienes que mirarme, Fannella.
Abrí los ojos y los fijé en Lucca. Él sonrió y asintió, pero estaba más pálido que el polvo de yeso que me cubría los hombros.
—Bien. Ahora voy a lanzarte la cuerda y tendrás que coger la punta y atarla a la jaula. Capisci?
Asentí mientras él proseguía.
—Pero no podrás hacerlo a menos que separes las manos de los barrotes y te cuelgues boca abajo, como si estuvieras en el columpio, Fannella. Tienes que soltarte despacio e inclinarte hacia atrás. Y no dejes de mirarme.
Inspiré hondo una vez más e intenté soltarme, pero no era capaz de moverme.
Me agarré con más fuerza todavía. Sentí que una oleada de pánico me subía desde muy adentro. Bajo el ligero vestido tenía la espalda cubierta de sudor y los dedos resbaladizos como anguilas.
—Inténtalo, por favor. —Había tensión en la voz de Lucca.
—No puedo moverme. —Mis palabras sonaron como un susurro apenas audible. Tenía polvo en la boca y en los ojos. Se me ocurrió de repente que me estaban enterrando en vida en el aire.
Pero entonces ocurrió algo maravilloso. Ni siquiera ahora sabría explicarlo, pero fue como si alguien o algo tomara las riendas en mi lugar. Mientras seguía allí aferrada, incapaz de mover un solo músculo (ni siquiera los labios), el Profesor Ruben empezó a tocar suavemente mi música al piano. Primero fue solo él, pero poco a poco los chicos de la orquesta se unieron a él y a medida que las notas bailaban en el aire a mi alrededor, mezclándose con todo el polvo, de pronto entendí que ya no tenía que pensar más. Tenía que ser.
Me solté, me incliné hacia atrás y extendí los brazos, y aunque la jaula vibró un poco y cayó un poco más de yeso del techo, no me importó. Yo era la perfección misma. Se me soltaron los rizos, que colgaron debajo de mí, y las horquillas fueron a dar al suelo. Fue como esa primera vez en la buhardilla de Madame Celeste. Volaba y nada podía hacerme daño.
—¡Cógela!
Cogí la punta de la cuerda la primera vez que Lucca me la lanzó.
—Ahora átala al lado de la jaula que está más cerca de mí, a tu derecha.
Rodeé los barrotes con los pies para sujetarme bien y me incorporé hasta que pude volver a sentarme. La jaula tembló y posiblemente habría empezado a girar otra vez de no haber sido por la cuerda que serpenteaba hasta el palco donde estaba Lucca. Volvió a llover más polvo de yeso cuando la pasé por encima de la gruesa banda metálica que rodeaba el pie de la jaula, la enrollé tensándola bien y la anudé varias veces.
—Sí… así está bien, Fannella.
Lucca tiró de la cuerda hasta tensarla. Enrolló el otro extremo a una columna situada en el borde del palco y la ató firmemente mientras la jaula gemía y la cadena chirriaba sobre mi cabeza. Cuando estuvo seguro de que la cuerda aguantaría, alzó la vista y sonrió con tiento.
—El siguiente paso es fácil. Solo tienes que bajar por la cuerda y reunirte conmigo aquí, en este palco.
Asentí.
—Como bien dices: ¡fácil!
Extendí el pie derecho hacia la cuerda y me la anudé diestramente al tobillo y a la parte inferior de la pierna. Luego me incliné levemente hacia delante y poco a poco liberé todas las partes de mi cuerpo del contacto con los barrotes, hasta que quedé aferrada a la parte baja de la cuerda como uno de los pequeños diablillos que ejecutaban el número de acrobacias de temporada en The Gaudy. Sin contar con mi peso para equilibrarla, la jaula empezó a oscilar de un lado a otro, y la cuerda con ella. Mantuve los ojos fijos en Lucca.
La sala se había quedado en el más absoluto silencio. Si se me hubiera caído otra horquilla, juro que la habría oído rebotar contra las tablas del suelo.
—Ahora ven. —La voz de Lucca sonó firme y afectuosa.
Bajé despacio y de pie, empujándome hacia abajo primero con una mano y después con la otra, y con los tobillos cruzados sobre la cuerda. Mientras tanto, la jaula seguía gruñendo y chasqueando a mi espalda y una vez oí que la multitud contenía el aliento cuando algo grande —quizá esta vez un trozo de yeso entero— se desprendió del techo. Fuera lo que fuera, se estampó contra las tablas, haciéndose añicos. No miré abajo.
Cuando estuve a casi un metro del palco, Lucca se inclinó hacia fuera y me agarró sin miramientos de las piernas, arrastrándome al interior de modo que caí encima de él y los dos desaparecimos detrás de la fachada pintada.
Mientras seguía allí tumbada y las lágrimas de alivio me surcaban las mejillas cubiertas de yeso, oí un ruido desgarrador. Sordo al principio, fue ganando en intensidad hasta que lo que oí fueron vítores, silbidos, palmas y pies pateando contra la tarima. El ruido era incluso mayor que la primera vez que había presentado mi número en The Gaudy.
Tumbado en el suelo del palco a mi lado, Lucca soltó un inmenso y tembloroso suspiro, como si hubiera estado conteniendo el aire en los pulmones desde el momento que yo había abandonado el columpio. Se sentó y se apartó el pelo de la cara. Tenía en las palmas franjas de piel ensangrentada y en carne viva, allí donde había estado sujetando la cuerda. Se volvió a mirarme.
—¿Qué es esto? No tienes por qué. —Me secó las lágrimas y el polvo de las mejillas, me apartó un tirabuzón suelto de la cara y me besó la frente—. Ahora estás a salvo. Y escúchales…
La gente que llenaba la sala había empezado a corear mi nombre una y otra vez. Lucca sonrió.
—Tienes que salir a saludar. Quieren verte.
Se levantó y me ofreció una mano. Yo me senté y por un momento el pequeño palco giró a mi alrededor como si volviera a estar en la jaula. Inspiré hondo y cerré los puños.
—El espectáculo debe continuar, ¿no?
Asintió.
—Por supuesto. Siempre.
Me limpié la cara con el dorso de las manos, me sacudí el polvo de los hombros y del vestido y dejé que me ayudara a ponerme de pie. Cuando me asomé por el borde del palco, la multitud enloqueció. Saludé con la mano, giré y les lancé besos antes de intentar que también Lucca saliera a saludar, pero él se negó a salir a la luz, por mucho que intenté convencerle. Se quedó en las sombras detrás de mí, vigilante.
Tras mi «representación» en The Comet —de hecho, la última en ese teatro, puesto que no quedaba mucho techo del que poder colgarme—, Fitzy dejó claro que regresaría al Gaudy.
—¿Los has oído? —Se frotaba sin descanso las manos, de pie junto a mi silla. La habitación estaba abarrotada y el aire, cargado. Había al menos veinte hombres apretujados dentro con nosotros y más en el pasillo, intentando verme. Fitzy había movido mi tocador y lo había colocado contra la pared para que pudieran caber más.
Después de asomarme a saludar, Lucca y yo habíamos recorrido los pasillos flanqueados por cortinas que llevaban al camerino. Cuando llegamos a las estrechas escaleras de caracol situadas en la parte trasera del escenario, me fallaron las piernas y me derrumbé sobre el último peldaño. Lucca había tenido que cargar conmigo el último tramo del camino, pero ya se había marchado. Había demasiada gente empujando y abriéndose paso a empellones y a él no se le daba bien socializar.
Noté la mano tosca de Fitzy en el hombro cuando se agachó a susurrarme al oído:
—He puesto a los muchachos a revisar la jaula. Si no ha sufrido daños, y no hay motivo de que así sea, pues los chicos de la fundición hicieron un trabajo fantástico con ella, el lunes te tendremos en el aire en The Gaudy. No nos conviene desaprovechar todo esto, ¿no te parece?
Enderezó la espalda y sus ojos de cerdo brillaron a la luz de gas mientras estudiaba la escena. Sentí una punzada de rabia en la boca del estómago. Aunque era igual que yo una criatura de Lady Ginger, Fitzy era ya de por sí una buena pieza. Incluso entonces, tan solo un par de horas después de haberme dicho que disponía de una semana de tiempo antes de que Lady Ginger «se ocupara» de mi hermano, calculaba por cuánto podía venderme.
Me sentí como la reina de Saba allí sentada con una fila de admiradores mirándome con ojos de borrego. Parloteaban de tal modo que me resultaba imposible oírme pensar, y mucho menos responder a sus estúpidas preguntas.
—¿Qué ha sentido allí arriba, señorita Peck? —Uno de ellos me tomó la mano y se arrodilló a mis pies—. Cuéntenos, ¿qué le pasaba por la cabeza mientras giraba tan peligrosamente en las alturas? ¿Ha creído en algún momento que podía morir? —Tenía los dedos húmedos y pegajosos.
Me solté y me sequé la mano con la falda.
—¿En qué cree que estaba pensando? ¿En untar de mantequilla una magdalena tostada? ¿O quizá en salir a dar un pequeño paseo por el parque con un vasito de helado? —Al joven le ardieron las mejillas cuando el resto de los hombres que llenaban la habitación se echaron a reír. Me supo mal por él, aunque la verdad, menuda estupidez de pregunta…
—Creo que ahora deberíamos dejar descansar a la señorita Peck, caballeros. ¡Fuera! —Fitzy dio un golpe a la puerta que tenía a su espalda para captar la atención. Luego la abrió de par en par y empezó a empujar a los admiradores al pasillo. Los caballeros gruñeron, pero entendí que Fitzy sabía que su pájaro cantor estaba a punto de convertirse en un viejo cuervo y que eso no era bueno para el negocio—. Recuerden, caballeros: el Pardillo de Limehouse volverá a colgar en su jaula a veinte metros del suelo en The Gaudy el lunes, así que cuéntenles a todos sus amigos lo que han visto esta noche y asegúrense de traerles con ustedes cuando vuelvan a verla… ¡como estoy seguro de que lo harán!
Cuando el último de los caballeros se marchó, Fitzy cerró la puerta, se apoyó de espaldas a ella y se cruzó de brazos.
—Muy bonito. Una auténtica maravilla, sin duda. Eres una perra afortunada, ya lo creo que sí. Pero no lo negaré: eres buena para el negocio, Kitty. Lady Ginger siempre acierta. —Me miró especulativamente, se chupó las mejillas hacia dentro y pareció morderse la lengua antes de continuar—. Te diré algo, muchacha: si le das a la Señora lo que quiere antes de que expire la semana (e incluso puede que aunque no se lo des), quizá tú y yo tengamos una pequeña charla sobre si nos conviene seguir adelante con este número tuyo. Creo que podríamos amasar una buena fortuna juntos en París… y hasta en Nueva York. ¿Qué dices a eso?
Me quedé callada durante un momento y después respondí muy despacio y deliberadamente:
—Diría que a Lady Ginger le interesaría mucho enterarse de eso, señor Fitzpatrick. Me parece a mí que su viejo perro necesita una correa más corta.
Fitzy cerró el puño y se rascó el lado del índice con la uña lisa y amarilla del pulgar. Oí cómo la uña rascaba la piel seca.
De pronto, alargó bruscamente la mano y me estremecí, pero en vez de sacudirme buscó la manilla de la puerta.
—Te quiero mañana en The Gaudy a mediodía. Habrá que hacer un ensayo general como es debido con las comprobaciones pertinentes antes del lunes por la noche. No queremos que vuelva a repetirse lo de hoy, ¿verdad?
En el pasillo tenuemente iluminado se volvió a mirarme y entrecerró los ojos.
—Siete días, Kitty.
Me acaricié la piel desgarrada de la rodilla, pues me la había levantado al rozarme contra el interior de la jaula. Estaba empezando a dolerme. Fitzy se marchó, pero le grité:
—No me parece que tenga ningún sentido volver a subirme allí arriba, ni en The Gaudy ni en ninguna otra parte. ¿Cómo se supone que voy a encontrar lo que la Señora quiere en una semana si me tiene allí colgada todas las noches?
La corpulenta figura de Fitzy parpadeó en el umbral. La luz de las lámparas de gas era muy baja.
—Hay tres motivos por los que estarás en The Gaudy el lunes. En primer lugar, porque así lo ordena la Señora: aunque sea solo por eso, después de lo que ha ocurrido esta noche, eres una poderosa señal para los barones de que en el Paraíso todo está en orden. Si no haces lo que dice, tu hermano estará besando el casco de un vapor de carga en menos de esto —dijo, chasqueando los dedos—. En segundo lugar, porque lo digo yo. No estoy dispuesto a perder un solo penique. A partir de ahora vas a estar en boca de todo Londres. Si no apareces, la Señora se enterará. ¿Está claro?
Asentí enfurruñada y Fitzy se volvió de espaldas, adentrándose en el pasillo. Le grité:
—Ha dicho que había tres motivos. ¿Cuál es el tercero?
Se detuvo, pero no se volvió a mirarme.
—Creo que ya conoces la respuesta a eso, muchacha. Llevo trabajando en el teatro el tiempo suficiente como para reconocer las señales. Mírate bien, Kitty Peck.
Cerró dando un portazo y me quedé sola. Me miré en el espejo del tocador. El maquillaje me había dibujado un par de medias lunas bajo los ojos, tenía la cara blanca de polvo de yeso y los labios embadurnados de la pintura roja que remarcaba mi bonita boca cuando cantaba esa «fea» canción. Parecía un fantasma mal dibujado de mí misma.
—¿Qué te ha ocurrido? —le pregunté a la chica del espejo. Ella no contestó. Unas lágrimas diamantinas asomaron a sus grandes ojos oscuros—. ¿Quién te has creído que eres? —pregunté al tiempo que las lágrimas empezaban a surcarle el rostro, dejando a su paso brillantes rastros de rímel negro como el hollín.
Porque lo cierto es que la chica del espejo era mi sombra culpable. Le había encantado ser el centro de atención en aquel palco. Cuando la multitud había enloquecido por ella, pateando el suelo y gritando su nombre, ella se había relamido como el gatito que hunde las zarpas en un plato de leche. Y mientras ella se refocilaba, su hermano, Peggy y Alice se habían desvanecido como por encanto de su mente.
—Siete días… y que no se te vuelva a olvidar —le susurré a la chica que tenía delante.