Tal como había dicho Lucca, no hubo tiempo para un ensayo general esa tarde. A decir verdad, a ninguno de nosotros le apetecía mucho después de la pequeña representación. Y tampoco estábamos demasiado concentrados para hacer frente a la función de la noche. El señor Leonard no volvió a aparecer, así que Fitzy ocupó su lugar esa noche, mangoneando a los operarios y sin perder de vista al coro.
Las chicas del Comet estaban aterradas. En todo momento me encontraba con remilgados grupillos llorando por las esquinas, pero cuando intentaba hablar con ellas se cerraban como ostras y me lanzaban miradas como cuchillos, como si de algún modo yo hubiera sido la responsable de lo que les había ocurrido a Frances y a Sukie.
Cuando una de ellas por fin me habló, confirmó todo lo que yo ya sospechaba.
—Aquí todo iba bien hasta que viniste tú con tu jaula y con tus aires de grandeza.
Louisa Tyke estaba flaca como un viejo gato callejero y tenía las zarpas igual de afiladas.
—Has traído la mala suerte al Comet, tú y ese novio tuerto y extranjero tuyo. —Escupió sobre los tablones del suelo junto a mi pie y se alejó contoneándose.
No ayudó que Fitzy me llamara a la oficina del señor Leonard para tener conmigo una pequeña conversación en privado aproximadamente una hora antes de subir el telón. Delante de él, había un batiburrillo de papeles encima del escritorio y los cajones colgaban, abiertos. Un par de ellos estaban volcados en el suelo.
—¿Así es como los cacos lo han dejado? —pregunté, recorriendo la habitación con la mirada. Detrás de la silla de Fitzy, anteriormente ocupada por el señor Leonard, había un armario parecido a un enorme ataúd con una cerradura del tamaño de la cabeza de un mastín. Como los cajones, estaba abierto de par en par y dentro vi montones de papeles sujetos con cordeles y lazos, apilados en los estantes.
Fitzy gruñó y se puso a ordenar los papeles que tenía sobre la mesa. Se lamió el pulgar al tiempo que pasaba las páginas. Cuando terminó de contar volvió a soltar un gruñido, infló los carrillos y se tiró de las puntas del grasiento bigote. Por fin me miró. Tenía sus ojillos acuosos más rojos que nunca.
—Esta habitación está exactamente como Solly la ha encontrado esta mañana. —Solly era el nombre de pila del señor Leonard, por así decirlo. Fitzy entrecerró los ojos—. Pero hay algo extraño en todo esto. No falta nada. La Señora y yo hemos repasado todo al detalle y me ha ordenado que vuelva a repasarlo, pero que me aspen si falta algo.
No lo entendí.
—Pero si no falta nada, ¿por qué ha convocado la Señora una reunión? —Miré los documentos y después los cajones—. Yo diría que alguien buscaba algo.
Fitzy hizo tamborilear sus dedos rechonchos y manchados sobre el cuero del escritorio.
—O quizá pretendían que lo pareciera. Jamás imaginé que llegaría a ver este día, pero la Señora está nerviosa, y mucho. En este momento está hablando con Solly y antes preferiría estar esta noche en la piel del mismísimo Finn McCool[1] que en la de ese hombre. La cuestión es que alguien se ha atrevido a desafiarla en dos ocasiones, y hasta ahora eso jamás había ocurrido. Primero fue la desaparición de las chicas, y ahora esto. Alguien está amenazando físicamente el Paraíso.
Así que eso explicaba todo el montaje con Frances y Sukie. La Señora estaba marcando su territorio del modo más notable, pero si no había desaparecido nada yo no entendía por qué habían entrado en el despacho y eso fue lo que dije.
La cara de Fitzy se tiñó de escarlata.
—Es un desafío directo y también una amenaza. Estas cosas están sucediendo delante de las narices de la Señora y tienen que acabar. —Dio un golpe sobre el escritorio y arrojó los papeles al suelo de un zarpazo. Luego se levantó y se inclinó sobre mí. Percibí el olor a podrido de su aliento cuando pegó su cara a la mía—. ¿Has tenido noticias de Peggy?
Me encogí y negué con la cabeza. Él no dijo nada durante un instante, pero el músculo de debajo de su ojo empezó a palpitar. En ese momento pensé que, después de todo, quizá sintiera algo por ella.
Fitzy bajó la vista hacia la mesa y movió delicadamente un pisapapeles de cristal a un lado.
—Al menos algo tenemos, muchacha: la jaula ha funcionado. Los has atraído hasta aquí como queríamos. La Señora quiere que prestes especial atención al público de esta noche. Cree que estarán aquí, en la sala. Y si no es esta noche, será pronto.
Guardó silencio y me miró fijamente. Sus ojos me recorrieron deprisa la cara como si buscara algo.
—También tiene la sensación de que es posible que los reconozcas.
—¿Y cómo se le ha ocurrido eso? —Señalé con un gesto de la mano el escritorio y el armario—. A mí me parece un robo como cualquier otro. Si todo el mundo sabe lo bien que va The Comet, ¿por qué no iba a intentar dar un golpe cualquier banda de rateros? ¿Qué le hace pensar a Lady Ginger que esto tiene que ver conmigo y con la jaula?
—Mira esto. —Se abrió la chaqueta y se metió la mano en el bolsillo superior interno. Al hacerlo, el olor a sudor y a tabaco rancio rodó en toda su intensidad sobre el escritorio. Aunque nunca había sido especialmente cuidadoso con el aseo personal, últimamente había empeorado mucho—. Anoche no se llevaron nada, pero sí dejaron esto clavado por dentro de la puerta de Solly. —Me dio un sobre normal y corriente—. Ábrelo.
Por algún motivo me tembló la mano. No quería que Fitzy se diera cuenta de que estaba asustada, así que intenté disimularlo, pero cuando saqué la hoja de papel que contenía y la desdoblé, me tapé la boca con la mano. No pude evitarlo.
La chica del dibujo era yo. No había ninguna duda.
En el dibujo estaba medio desnuda y encogida dentro de la jaula, con una cadena al cuello. Mis hombros eran un nudo de huesos y sombra, estaba descalza y tenía los dedos de los pies cerrados sobre la barra como garras. El pintor —si así podía llamársele— pretendía claramente que el espectador viera en mí a un elegante pájaro encerrado en el salón de un particular, pero el pájaro de la imagen parecía enfermo. Un par de alas sarnosas caían sobre mi espalda y un par de plumas sueltas suspendidas en el aire bajo el columpio sugerían el vacío que se abría debajo. En el dibujo, mis ojos eran enormes y suplicantes. El artista los había perfilado una y otra vez con gruesos trazos de tinta negra hasta el punto que prácticamente parecían haber traspasado la página.
Una vez, estando con Joey, habíamos tropezado con una pelea de perros en un callejón. Digo que «tropezamos con la pelea», aunque en realidad Joey iba a hacer un recado, y por fin sabía para quién. Justo cuando llegamos al extremo del callejón, los apostadores se habían congregado alrededor de los perros exhaustos y los hombres aullaban pidiendo sangre dos veces más alto que los animales. Joey había intentado alejarme de la escena, pero me negué a moverme. Estaba horrorizada y paralizada a la vez. Él intentó taparme los ojos, pero me lo quité de encima. Lo que ocurrió fue que uno de los perros —el que perdía— se lanzó con todas sus fuerzas contra el círculo que le rodeaba y lo traspasó. Antes de que los hombres lo devolvieran a patadas al interior del círculo, le vi los ojos y supe que estaba muerto, aunque todavía jadeara, sangrara y gimiera.
Ese era mi aspecto en el dibujo. El papel temblaba en mis manos.
—¿Qué te parece?
Cogí con fuerza el papel y no dije nada.
—Vuelve a doblarlo. —La voz de Fitzy sonó descarada, casi como si estuviera disfrutando de la situación.
Agité la hoja y el último pliegue se desdobló, dejando a la vista un mensaje escrito. Las palabras estaban garabateadas debajo del dibujo con unas letras grandes e irregulares que atravesaban el papel en algunos puntos.
«De noche, su pájaro enjaulado canta una fea canción». La negra «c» de la palabra «canción» había desgarrado el papel.
Y debajo había otra frase, escrita con una letra más delicada y sosegada, como si la hubieran añadido después a modo de idea de última hora.
Fitzy se lamió los labios.
—Alguien con inclinaciones artísticas se tomó anoche la molestia de entrar a la fuerza en The Comet y dejar esto aquí, nada más. Están interesados en ti, muchacha, tal y como deseábamos. La Señora está especialmente encantada con esta frase de aquí, la del pájaro enjaulado. Dudo mucho que se refiera a su maldita cotorra.
Confusa, me quedé mirando la negra inscripción. Llevaba cantando la canción prácticamente todas las noches desde hacía tres semanas, de modo que si había ofendido a alguien, hacía ya tiempo que debían de estar intentando adivinar a qué me refería realmente con la canción.
De noche, su pájaro enjaulado canta una fea canción.
Seguí con el dedo la inscripción y noté la profundidad con la que la pluma había desagarrado el papel. El primer trazo de la «n» de «noche» también había atravesado el papel.
¿De noche?
Un frío pensamiento se abrió poco a poco paso en mi cabeza, aunque no deseé compartirlo con Fitzy. De pronto entendí que iba a tener que contarle a Lucca mucho más sobre James Verdin de lo que creía. Estudié con atención las palabras de caligrafía más pulcra, pero no conseguí desentrañar su sentido. Desde luego, no era inglés de Londres.
—¿Algo que alegar en tu defensa?
Negué con la cabeza.
El bastón cruzó el aire, casi rozándome la oreja, para estamparse contra el escritorio con tanta fuerza que hizo una melladura en la madera.
—Pues yo sí tengo algo que decirte, Kitty Peck, y es un mensaje que te envía directamente la Señora. Siete días: es todo lo que te queda, o para ser más exacto, es el tiempo que le queda a tu hermano.
Cuando el público empezó a hacer cola esa noche a las puertas del teatro, ya íbamos con retraso. Me senté en el columpio dentro de la jaula y entrelacé los pies en las barras.
—Podéis subirme, chicos. Estoy lista.
Cuatro de los operarios empezaron a tirar de las cuerdas guía y la gran cadena conectada al centro del techo de yeso del Comet empezó a rechinar. No me sorprendió entonces que con lo de Peggy y todo lo demás a Danny se le hubiera olvidado engrasarla.
Me elevé balanceándome del escenario hasta quedar suspendida del centro de la sala. Estaba a unos seis metros de altura y la jaula se balanceaba y se estremecía como de costumbre. Fitzy debía de haber dado la orden de abrir las puertas, porque los espectadores habían empezado a ocupar sus asientos: un par de ellos estaban ya de pie debajo de mí y me gritaban desde abajo, pero yo no estaba de humor para bromas.
Los focos de las candilejas alumbraban hacia arriba a lo largo de la parte delantera del escenario y el Profesor Ruben y los chicos habían empezado la función con una desenfadada canción. «Si ellos supieran…», pensé. Me palpitaron las sienes cuando pensé en Lady Ginger. Siete días. Era inútil. Les había fallado a todos: a todas las chicas y hasta a mi propia sangre. Joey era hombre muerto.
La sala olía a humo, a ginebra y a cuerpos. De hecho, casi me alegré de estar allí arriba, lejos de todo lo que pudiera tocarme. Extendí la malla de mi falda e inspiré hondo. Era un mundo podrido en el que una chica se sentía más segura colgada a veinte metros sin una red de seguridad que pudiera cogerla que ocupándose de sus quehaceres diarios.
De noche, su pájaro enjaulado canta una fea canción.
Cuando había tocado esa línea escrita al pie de dibujo, algo que James Verdin había escrito se repitió en mi cabeza: «Gracias por una noche realmente divertida. Cuenta unas cosas realmente extraordinarias cuando está…». Cuando estaba «borracha», eso había querido decir.
¿Qué le había contado mientras estaba bajo la influencia del elixir? Cuanto más vueltas le daba, más posible me parecía que lo que debía preocuparme no era lo que hubiera hecho con James hacía un par de noches. No, era lo que le había dicho. Si le había parloteado sobre chicas desaparecidas y cuadros y él había reconocido lo que le decía, no era de extrañar que la tuviera conmigo. Además, sabía dibujar… me había enviado el dibujo de mi cabeza y mis hombros. Y ahora el cruel bosquejo de mí en la jaula.
Si no me equivocaba, James Verdin era con toda probabilidad un loco y un asesino.
La jaula se estremeció y me agarré bien a las cuerdas del columpio. El aire estaba impregnado de humo, pero eso no era nada en comparación con lo que se arremolinaba en mi cabeza.
¿Podía realmente ser cierto? Si James era efectivamente la mano desconocida que estaba detrás de Las muchachas del bermellón, ¿por qué no me había llevado a mí como había hecho con las demás cuando había tenido la ocasión? A fin de cuentas, yo me había ofrecido a él en bandeja. ¿Quizá había sido demasiado fácil? ¿Quizá estaba jugando a algo? ¿Cómo lo hacía un gato con un ratón, o con un pájaro enjaulado?
Las ideas iban dándome vueltas en la cabeza al tiempo que la jaula se columpiaba, cada vez más arriba. Faltaban todavía unos pocos metros para que alcanzara el centro del techo. Debajo de mí, en los cuatro rincones de la sala, los operarios tensaban las cuerdas guía y empezaban a anudarlas a grandes ganchos metálicos insertados en las paredes. Las cuerdas mantenían en equilibrio la jaula, y la cadena la sujetaba en alto.
La cadena rechinaba de tal modo esa noche que me era imposible oír a los chicos de la orquesta a mis pies. Mantuve la esperanza de que el chirrido remitiría un poco en cuanto estuviera encajada en su sitio. Ya no faltaba mucho.
Miré hacia arriba. Uno de los querubines de yeso estaba justo encima de mi cabeza, tocando un arpa o algo. Tuve la sensación de que si estiraba la mano podría tocarle el culito (Abuela Peck tenía un pastor de cerámica en su habitación y cada vez que salía de casa le daba una palmada en el culo lustroso y redondo para que le diera «un poco de suerte»).
¡Un poco de suerte! Eso era justamente lo que necesitaba. Me estiré hacia arriba y alargué la mano desde el columpio, pero justo cuando estaba a punto de pasar la mano entre los barrotes, el arpa que el niño tenía en las manos pareció temblar. Una grieta cruzó de pronto las cuerdas, extendiéndose sobre el instrumento y subiéndole por el brazo. Sentí en ese momento polvo en la mano y un segundo más tarde una polvareda inmensa cayó del techo y me cubrió la cabeza y los hombros.
Empecé a toser, frotándome los ojos con una mano y agarrándome con la otra.
Lo siguiente que supe fue que el arpa y el brazo del querubín habían empezado a despegarse despacio del techo y que el arpa rebotó contra la parte exterior de la jaula al precipitarse contra el suelo de la sala mientras que el brazo quedaba colgando sobre el vacío y los dedos señalaban hacia abajo. Luego mi jaula empezó a estremecerse y a oscilar con mucha más libertad de la que me habría hecho sentir cómoda. La cadena hacía un ruido ensordecedor al rechinar alrededor del gran gancho clavado al techo. El gemido sonaba como cuando el casco de madera de uno de esos grandes buques de los muelles se quedaba atrapado en el hielo.
—¡Kitty! ¡Cuidado!
Uno de los operarios gritó cuando una de las cuerdas guía se soltó de la pared por debajo de mí y salió despedida por el aire justo bajo mis pies. La cadena que me unía al techo chirrió y la jaula cayó un par de metros, inclinándose violentamente hacia la izquierda.
Perdí el equilibrio, me deslicé hasta el borde del columpio y a punto estuve de caerme del asiento. La voz de Madame Celeste resonó en mi cabeza. «No te sueltes nunca». Cuando me caí hacia delante estiré los brazos y me agarré a las barras doradas. La jaula colgaba ahora dibujando un ángulo, y otras dos cuerdas guía del lado derecho flotaban libres a mis pies. Respiré acelerada y entrecortadamente e intenté no pensar en el espacio que se abría debajo de mí. Me dolía la rodilla izquierda porque me la había raspado contra el interior de la jaula en la caída.
Retrocedí en la jaula todo lo que pude y logré insertar los pies entre las barras inferiores. Luego me agaché bien y me agarré con fuerza. A mi espalda oí un gran desgarro cuando la cuerda guía restante se soltó. La jaula se tambaleó, inclinándose aún más y empezando a girar, y durante todo ese tiempo la cadena no dejó de rechinar y de aullar sobre mi cabeza. Oí voces: gritos y chillidos. La gente gritaba mi nombre.
La sala empezó a girar a mi alrededor, convertida de pronto en un confuso borrón de humo, luces, colores y los rostros distorsionados de los palcos.
Sentí que mis manos empezaban a resbalar a medida que el sudor me cubría las palmas. Introduje aún más las chinelas en los huecos que separaban las barras e intenté encontrar lo que Madame Celeste habría llamado mi «punto de equilibrio». Cuando acababa de enganchar los pies por encima de la barra inferior una enorme y sonriente cabeza de yeso se desprendió del techo, rompiéndose en mil pedazos sobre la mesa y el suelo, veinte metros más abajo.