Capítulo diecinueve

El viernes por la mañana me sentía mucho mejor. Un poco dolorida, es cierto, pero nada que no pudiera soportar.

Me lavé la cara con agua helada de la jofaina y me miré en el espejo agrietado. ¿Había cambiado mi aspecto?

Detrás de mí, en el espejo, vi los tres vestidos nuevos que me había comprado con los chelines de Lady Ginger. Colgaban de una cuerda que iba de un extremo a otro de la húmeda pared del fondo de la habitación: una hilera de arrugados cuerpos descabezados de colores dignos de un parque de atracciones. ¿Qué habría pensado James al verlos?

Me había creído que estaba exquisita engalanada como una dama, aunque a decir verdad, al mirar los vestidos vacíos con su escote y sus elegantes adornos en la punta de las mangas, me di cuenta de que debía de haber parecido vulgar como una trotona barata. Lucca había estado en lo cierto, como de costumbre.

Mientras me abotonaba el viejo vestido marrón y buscaba mi otra bota por la habitación, me pregunté cuánto podía contarle a Lucca sobre James. Y eso tampoco ayudó a que me sintiera demasiado bien, la verdad.

Lo primero que hice fue pasar por el taller del Gaudy. Lucca no estaba, pero Danny sí. Le encontré de espaldas, serrando una plancha que tenía apoyaba sobre el banco de trabajo. Grité su nombre, pero él siguió trabajando, así que entré, crucé la habitación y le toqué el hombro.

—¿Se sabe algo?

Negó con la cabeza y, a pesar de que en el taller hacía frío, iban cayéndole pequeñas gotas de sudor a la madera. Luego estampó el puño con tanta fuerza sobre la plancha que esta dio un salto, repiqueteó contra el suelo y se partió por la mitad.

—Ha desaparecido como las demás. —Se volvió a mirarme y vi entonces los círculos oscuros que le rodeaban los ojos y la sombra de barba incipiente que le cubría el mentón. Dan era normalmente muy puntilloso sobre su aspecto. Esa era precisamente una de las cosas de él que a Peggy le encantaban.

No supe qué decir. Le cogí del brazo y se lo apreté.

—Kitty, si te enteras de algo, de lo que sea, si se pone en contacto contigo, me lo dirás, ¿verdad? Aunque se haya marchado. Solo quiero saber que está bien.

Tragué saliva.

—Eso es precisamente lo que todos queremos saber. Y descuida: tú serás el primero en enterarte, Danny, no yo. Lo sabes, ¿verdad?

Se frotó las manos grandes y callosas y asintió tristemente.

—Buscas a Lucca, pero está en The Comet. Tienes que ir tú también, Kitty. Como los demás. Hay una reunión.

—¿Cómo? ¿Para todos?

Danny volvió a asentir.

—Esta tarde tenemos un ensayo general con la jaula. He estado trabajando en la cadena y he repuesto un par de las cuerdas guía, pero tienes que probar la sensación de equilibrio por si ha cambiado.

—Para eso no convocarían ninguna reunión. ¿Qué más está ocurriendo?

Negó con la cabeza.

—Vete a saber. Será mejor que vayas. Yo tengo que terminar con esto, pero no tardaré.

Como ya he dicho, The Comet siempre fue considerado el mejor teatro de Lady Ginger. Era mucho más distinguido que The Gaudy, con sus ángeles y sus flores doradas de yeso cubriendo todo el techo. Cuando una noche levanté la vista desde la jaula y vi sobre mi cabeza todos esos bebés alados y las hojas y los pétalos entrelazados, se me ocurrió que quizá de ahí le venía el nombre de Paraíso al territorio de Lady Ginger.

En cualquier caso, quizá fuera la sala más elegante, pero desde luego no era la más amigable. Las chicas del Comet no nos habían recibido bien, ni a mi jaula ni a mí, ni yo me había hecho a ellas. Ahora iba a colgarme allí por segunda semana consecutiva y no me apetecía lo más mínimo. La idea de que Peggy no estuviera allí conmigo no hacía sino empeorar las cosas.

Pensar en Peggy solo logró empeorarlo todo.

Dan había dicho que iba a haber un ensayo general, y francamente me alegró la posibilidad de subirme allí arriba, lejos del mundo. Necesitaba aclararme la mente. Girar en el columpio al son de la música sin tener que pensar en lo que hacía era de hecho un bálsamo para la mente. La verdad sea dicha, esperaba ansiosa esos momentos de la noche en que la orquesta tocaba los primeros acordes de mi canción, porque durante los primeros diez minutos era como si yo ya no estuviera allí. Caía en una especie de trance y hacía aquello para lo que me había preparado. Madame Celeste lo había llamado «el estado de perfección», y eso era lo que yo había hecho: perfeccionarlo.

Cuando llegué al Comet, preferí entrar por la puerta de atrás, pero en vez de encontrar a los operarios trabajando en el patio —normalmente los encontrabas pintando algún decorado o construyendo algún elemento para los números nuevos— todo estaba tranquilo.

Subí por la escalera que llevaba a la puerta de atrás, la abrí de un empujón y grité:

—¿Hay alguien en casa?

—¡Kitty! —El señor Leonard vino corriendo y jadeando por el pasillo. Nada había en él de su inmaculado porte de costumbre. No había podido abrocharse bien los botones del chaleco y por un lado el bigote encerado se le había curvado hacia abajo, dándole una expresión de lo más cómico.

—Anoche ocurrió un… incidente. Saquearon mi oficina. La Señora está furiosa y Fitzpatrick llegará en cualquier momento. Todos esperan en la sala. Ven, date prisa.

Así que ese era el motivo de la reunión.

Al señor Leonard debía de haberle ofendido que Fitzpatrick hubiera decidido ir. Quizá The Comet fuera la sala más magnífica de las que tenía la Señora, pero el viejo Fitzy era el mandamás cuando se trataba de su gestión. Enseguida entendí que iba a tener mucho que decir al respecto. No me extrañó que el señor Leonard no mencionara a la poli. En el Paraíso nos gustaba tratar nuestros asuntos en privado. Y digo «nos», aunque en realidad lo que quiero decir es que Lady Ginger no quería que nadie con una mentalidad legal husmeara en sus negocios.

El señor Leonard se alejó trotando por el pasillo y desapareció tras una cortina de terciopelo verde sobre la que colgaba una guirnalda de borlas doradas. Alcancé a oír su voz minúscula que seguía hablando mientras se alejaba:

—Supongo que debería consolarme el hecho de que el asalto a mi propiedad se haya producido después de haber puesto a buen recaudo la taquilla de la semana pasada. Ganamos contigo más del triple que en nuestra mejor semana y más que The Gaudy y The Carnival juntos. Por eso vuelves esta semana. La Señora estaba encantada conmigo. Sigue así, Kitty.

Le seguí, cruzando la cortina mientras pensaba que últimamente estaba siendo un producto valioso para mucha gente, incluido James Verdin. Me habría gustado saber cuánto se había «jugado» conmigo. Cuando me acordé una vez más de sus hermosos ojos grises y de su pelo cobrizo no vi brillar las estrellas ni oí el canto de los pájaros, como les ocurre a las doncellas enamoradas de las canciones de la señora Conway, eso seguro.

Parecía que todos en el Paraíso se hubieran reunido en la sala a esperar a Fitzy. El telón estaba bajado y había algunas candilejas encendidas. Miré en derredor: las chicas del Comet estaban apoltronadas en pequeñas sillas doradas delante, el Profesor Ruben y los chicos jugaban a las cartas en una mesa, el señor Jesmond del Carnival hablaba con la señora C y algunos operarios fumaban o se comían con los ojos a las chicas. Swami Jonah estaba sentado a una de las mesas. Ese día no se había puesto el turbante y su cabeza calva y pecosa brillaba. Me saludó con una pequeña reverencia cuando aparecí por la cortina. De pronto me vino a la mente el titular sobre su número que aparecía en todos los carteles publicitarios: «Swami Jonah. le conoce desde la cuna a la sepultura».

Lucca estaba de pie al fondo, apoyado contra una columna.

Cuando me vio aparecer detrás del señor Leonard me saludó con la mano. Fingí que no le había visto. Por algún motivo, no quería que me mirara. ¿Adivinaría lo que había ocurrido con James? ¿Podía ser?

Fui hasta el fondo de la sala y me apoyé en la barandilla de uno de los palcos. Lucca no tardó en acercarse, claro. Noté que se me encendían las mejillas. Él se quitó el sombrero y se apoyó contra la barandilla junto a mí.

—Hoy no habrá tiempo para el ensayo, Kitty. Cuando Fitzpatrick haya terminado con nosotros, será ya demasiado tarde.

Asentí. Los robos en las salas no eran ninguna novedad. Durante un año y medio, antes de que la cosa llegara a oídos de Fitzy, el encargado del almacén del bar del Carnival se había montado un lucrativo negocio vendiendo ginebra de tapadillo antes de que la cosa llegara a oídos de Fitzy. A menudo nos reunían para darnos una pequeña charla sobre la lealtad y las consecuencias de no respetarla. Al portero del Carnival, o lo que quedaba de él, lo habían pescado en Deptford Creek, en la otra orilla del río. Le habían atado y envuelto en una vieja lona. Alguien le había visto flotando contra el muro de las instalaciones de Phoenix Gas Works como un viejo mojón.

Oí algunos golpes procedentes del escenario, detrás del telón.

—Lucca, ¿cuando termine la función puedo volver a tu habitación? ¿Has sabido algo de Peggy?

Negó con la cabeza y escupió en el serrín.

—Danny me lo dijo ayer. ¿Crees que se ha largado o crees que está…?

—No lo sé. Quiero pensar que se ha dado el piro, pero me cuesta creerlo. A Danny y a ella les iba bien y no creo que se marchara sin decírmelo. No, no lo haría.

Lucca jugueteó con el borde de su sombrero y asintió.

—Tienes razón. Peggy era… —Se interrumpió—. Peggy es una buena mujer. Jamás le haría daño a Danny… ni a ti, Fannella.

En ese momento se me ocurrió que los amigos de verdad se cuentan las cosas. Miré a Lucca a la cara, a su brillante ojo marrón, y entendí que era prácticamente todo lo que me quedaba en el mundo. Iba a tener que contarle lo de James, aunque quizá no todo, solo lo que necesitara saber. Como he dicho, a mi juicio había ya a nuestro alrededor demasiados secretos y no quería añadir más a la cuenta.

—Entonces, ¿esta noche después de la función?

Antes de que Lucca respondiera, las cortinas rojas del escenario se descorrieron. El repentino silencio que se hizo en la sala fue tan denso que podría haberse cortado con una navaja de barbero.

Lady Ginger estaba sentada en mitad del escenario en aquella vieja silla labrada suya. Dos de sus marineros persas estaban de pie junto a ella, uno a cada lado, y Fitzy apareció también allí arriba, a la derecha. Estaba blanco como la leche y frotaba repetidamente el mango de su bastón con una de sus feas e inmensas zarpas, así que supuse que la Señora y él ya habían mantenido una pequeña charla.

El señor Leonard contuvo el aliento e intentó subir torpemente los escalones laterales para unirse a ellos, pero la Señora levantó una mano y uno de los marineros persas se acercó a cerrarle el paso. La Señora llevaba un vestido de encaje negro con un cuello alto que le tapaba hasta la barbilla. Sobre los hombros, un mantón rojo de la China cubierto de bordados, y las joyas brillaban en sus orejas y también en sus dedos. Tenía la cara pintada de blanco, pero se había pintado los labios del mismo rojo que el del mantón.

A pesar de que era diminuta como una curruca, Lady Ginger parecía llenar el escenario. Daba la sensación de que emanaba algo parecido al calor que desprende el fuego, aunque en su caso se tratara de ese calor que arde y nos abrasa la piel cuando tocamos una pared helada con los dedos desnudos. Sus brillantes ojos negros reflejaron las candilejas al tiempo que escudriñaba la sala y juro que todos los que allí estábamos habríamos dicho que nos miraba fijamente.

Un instante después, chasqueó los dedos y uno de los marineros le encendió una pipa, como había ocurrido aquella vez en el almacén. La Señora aspiró hondo y exhaló un anillo de humo que flotó y quedó suspendido durante un momento sobre su cabeza, buscando el mundo entero como una mugrienta aureola.

A continuación se oyó su palpitante vocecilla. Y no vayan ustedes a pensar ni por un instante que sonó dulce o cómica, no, porque allí de pie, escuchándola, sentí al oírla como si me hubieran raspado la línea de la columna vertebral con un cortante cubito de hielo.

—Ha llegado a mis oídos que ha ocurrido una… incursión en mi propiedad. Entiendo, a juzgar por las palabras de Fitzpatrick, que anoche alguien entró en el teatro y robó varios objetos de la oficina. Y esto es algo que no me complace.

Tosió y dio otra larga chupada a la pipa. La cazoleta se iluminó.

—Entiendo además que algunos de vosotros habéis estado comentando por ahí mis asuntos. Eso tampoco me complace. Naturalmente, no estoy dispuesta a tolerarlo. —Fijó la mirada en las chicas del Comet y vi que un par de ellas bajaban la vista, clavándola en sus bonitas botas. Yo sabía que se había especulado mucho sobre Martha Lidgate. De hecho, había oído decir que un par de muchachas del Comet habían ido a ver a la madre de Martha. Me acordé entonces de la carta que la Señora había enviado a Fitzy: «Además, al parecer la madre de la muchacha de Lidgate ha acudido a la policía. No es necesario que haga hincapié, Fitzpatrick, en las consecuencias de una investigación.».

La Señora siguió hablando.

—Tenéis que entender que me considero una madre para vosotros. —El modo en que dijo «madre» me recordó una vieja historia que Joey me había leído una vez. Era algo sobre una vieja bruja griega… ¿Medea, era? Creo que ese era su nombre, sí… en cualquier caso era poco lo que tenía de madre—. Sois mi familia y velaré por vosotros, pero solo si tenéis la gentileza de acatar mis reglas. —Volvió a chasquear los dedos y la puerta de doble hoja situada justo detrás de donde Lucca y yo estábamos de pie se abrió de par en par. Seis de los chinos de la Señora entraron a la sala, vestidos con largas túnicas oscuras y trenzas colgándoles sobre la espalda. Caminaron en doble fila hasta el pie del escenario y una vez allí inclinaron la cabeza delante de la Señora.

—Frances Taylor y Sukie Warren, de pie.

Hubo un murmullo entre las chicas del Comet que estaban sentadas cuando dos de ellas se levantaron.

—Ahora, de rodillas.

Se hizo un silencio tal en la sala que podría haberse oído a un poli tirarse un pedo. Frances y Sukie se arrodillaron con los ojos abiertos como platos a causa del miedo.

Sukie rompió a hablar.

—Por favor, Señora. Por favor. No hemos…

Pero Lady Ginger levantó la mano.

—Silencio.

Luego se volvió a mirar a la pared.

—Quiero que todos recordéis que lo que veréis hoy es obra de una madre que ama a sus hijos. Frances y Sukie me han… decepcionado. Y ahora, delante de su familia, deben ser castigadas.

La Señora volvió a chupar la boquilla de la pipa y el penacho de humo caracoleó a su alrededor, rodeando su silla.

Inclinó la cabeza, dirigiéndose a los chinos.

—Proceded.

Los chinos se movieron rápida y pulcramente. Dos de ellos agarraron a las muchachas de los brazos, mientras otros dos se inclinaban sobre sus hombros y las obligaban a agachar la cabeza hasta el suelo. Cuando las chicas se vieron incapaces de soltarse, los chinos restantes sacaron unos cuchillos de hoja curva de las mangas de sus túnicas.

Contuve el aliento cuando el destello de plata reflejó las luces de la sala. Di un paso adelante, pero Lucca me cogió del brazo y siseó:

—No. No puedes.

Los hombres de los cuchillos se agacharon sobre las dos chicas, que empezaron a chillar. Entre las mesas, las sillas y la gente, lo único que pude ver fue el destello de la plata mientras los chinos cortaban y macheteaban. Pude oír también a las chicas sollozando y gritando, pero después de un rato se quedaron en silencio. Todos los demás que estábamos en la sala nos quedamos absolutamente inmóviles. Un par de chicas del Comet se taparon la cara con las manos.

—Basta. —La voz de la Señora sonó alto y claro—. Ahora, en pie.

Los chinos se retiraron y Frances y Sukie se levantaron, tambaleándose. Estaban las dos totalmente calvas y tenían las cabezas en carne viva y sangraban allí donde las cuchillas habían cortado demasiado hondo y con demasiada saña. Uno de los chinos sostuvo en alto un buen mechón de pelo oscuro —el de Sukie— antes de arrojarlo a una de las candilejas de la parte delantera del escenario, donde chisporroteó y se chamuscó.

El olor agridulce del pelo humano al arder llenó el aire de la sala mientras las chicas lloraban.

—Confío en haberme hecho entender. —La Señora estaba tiesa como una vara en su silla, con la cara como una máscara—. Cuando alguno de vosotros me cuestiona, cuando alguno de vosotros me contraría, golpeáis el corazón de vuestra familia. ¿Entendido?

La sala guardó silencio.

—¿Entendido? —volvió a preguntar la Señora, que recibió murmullos y asentimientos a modo de respuesta mientras proseguía—: Una familia es algo precioso, pero también frágil. Son muchos los que miran con envidia a mis hijos, muchos los que les desean el mal, pero yo seguiré protegiéndoos a todos, siempre que me demostréis el respeto que exijo. «Honrarás a tu padre y a tu madre». Eso es lo que nos dice la Biblia, ¿no es así? Si alguno de vosotros causáis el deshonor a esta familia, no os equivoquéis: yo misma me encargaré de ello.

Lady Ginger se reclinó en su silla y cerró los ojos, y no volvió a abrirlos cuando volvió a hablar.

—Ahora, señor Leonard, deseo hablar con usted en privado. Acompáñeme.

A juzgar por la expresión del señor Leonard, entendí que habría preferido que le esquilaran en público como a Frances y a Sukie a enfrentarse a solas con la Señora. El marinero persa que estaba en lo alto de los escalones junto al escenario se hizo a un lado y el señor Leonard los subió como si fuera un patíbulo. Cuando llegó al centro del escenario, a poco más de unos pasos de la Señora, el telón se cerró.