Había cometido un error imperdonable. Lo vi muy claro en cuanto me desperté.
Sentía la cabeza como si tuviera dentro una pelea de perros. Tenía la lengua seca y tiesa como uno de los delantales de Mamá Stebbings, y cuando me moví la habitación pareció balancearse como si navegara a bordo de una gabarra del río.
Pero… la verdad sea dicha, no era la primera vez que me veía así. Una noche en The Lamb, hacía más o menos un año, el Viejo Peter había apostado a que no aguantaría bebiendo con él el licor ruso. Resultó que sí pude y todos se quedaron muy impresionados. Pero al día siguiente no me sentí demasiado inteligente.
Lucca había venido a verme y se había quedado conmigo mientras yo lo sacaba todo. Y cuando se había asegurado de que no me iba a morir, se había encargado de dejar claro que no daba su aprobación.
—Esto no es propio de una dama —había dicho, sujetándome el pelo y apartándomelo de la cara mientras yo me inclinaba sobre la palangana—. A veces puedes llegar a ser sorprendentemente estúpida, Fannella.
Sí, de nuevo había sido una auténtica estúpida. A mi lado, en la cama, había un largo bulto. La única parte visible de James Verdin que asomaba entre las sábanas y las mantas arrugadas era la coronilla, con su cabello cobrizo desparramado sobre la almohada.
Estaba acostado de espaldas a mí. Ya era algo. Me quedé allí un momento, mirando fijamente el nudo de una de las vigas del techo. Por alguna razón, mis ojos no dejaban de resbalar sobre la viga, así que tuve que obligarme a enfocar. Y eso provocó que me doliera aún más la cabeza.
¿Qué había ocurrido la noche anterior? Me acordé de que me había cambiado de ropa detrás del escenario y que había salido al callejón; me acordé de la vieja furcia echándome de su territorio y luego…, luego todo se volvió denso como la niebla. En la pequeña silla colocada al lado de la puerta vi la ropa de James pulcramente apilada y doblada. El gabán del cuello de piel colgaba de un gancho en la pared.
Me senté en la cama y sentí que me estallaba la cabeza. Mi ropa estaba por todas partes, desperdigada por la habitación como si hubiera bailado para él la maldita danza de los siete velos. ¿Quizá lo había hecho? No me acordaba de nada.
Esta noche el negocio está muerto como la lengua de un cadáver, cielo, así que si estás pensando trabajar esta zona ya puedes ir moviendo el culo.
Yo me había ido de allí. Me acordé de haber sentido pena por la mujer del portal y de repente no me veía mucho mejor que ella. Me froté la frente. Tenía las manos frías y eso ayudó un poco, pero cada vez que me movía, me dolía el cuerpo. En el suelo, junto al montón de tela azul que era mi vestido vi una petaca de cuero. El tapón estaba cerca y un pequeño charco de líquido había goteado del cuello de borde plateado, manchando los tablones del suelo.
Algo parpadeó en mi mente. Una palabra: ¿«Elixir», era?
James se movió en la cama. Tiré de las sábanas y me tapé hasta el cuello cuando se dio la vuelta y abrió los ojos.
—Kitty.
No me sonreía. Solo miraba. Yo debía de estar hecha un guiñapo.
—Encantadora. —Algo en su tono de voz me dio la clara impresión de que no era sincero. Alargó la mano hacia el lado de la cama en el que había una mesilla. Vi que había ordenado con pulcritud sus cosas la noche anterior. Había un reloj de bolsillo con su cadena, un anillo, un alfiler de corbata y sus gemelos, todo ello en fila. James cogió el reloj de bolsillo y abrió la tapa.
—¿Ya es tan tarde? Tengo que ponerme en marcha.
Se sentó de golpe, retiró las mantas y puso los pies en el suelo, sentado de espaldas a mí. Cogí las sábanas y me las ajusté aún más al cuerpo. James estaba totalmente desnudo: los músculos claramente definidos de su espalda se curvaban hacia afuera como si tuviera las alas de un ángel escondidas bajo su piel suave y uniforme.
Intenté decir algo, pero no se me ocurrió nada. ¿Qué se dice en un momento así?
James se levantó y se acercó a la silla. Aunque me sentía morir, contuve el aliento. Era hermoso como uno de los muchachos de los cuadros de Lucca. Quise que se quedara conmigo, que me hablara.
—Gracias por ac… por acompañarme a casa anoche. —Las palabras sonaron cascadas y frágiles. Sentí como si alguien hubiera estado frotándome la boca por dentro con papel de lija.
Cuando él se rio me sentí tan vulgar como la furcia del portal.
—Faltaría más. Fue un auténtico placer. Sin embargo, sintiéndolo mucho, ahora debería marcharme.
—Entonces… ¿no va a quedarse un r… rato? —Me odié por preguntar.
James se agachó para coger su ropa doblada.
—Desgraciadamente, no me es posible, señorita Peck. Tengo un compromiso a primera hora con Woody y con Edward.
Me fijé en que ya no era Kitty.
Se puso la camisa por la cabeza y regresó a la cama para coger los gemelos, el alfiler y el anillo de sello. Vi que se ponía el anillo de oro en el dedo meñique de la mano izquierda.
—¿Dónde va a encontrarse con ellos?
Fue lo único que se me ocurrió decir. Era evidente que James quería huir de mi sucia habitación tan rápido como se escabulle el zorro saltando el muro de un jardín, pero yo quería que…, no sé…, que de algún modo pareciera limpio. Como si nada inapropiado hubiera sucedido y estuviéramos charlando educadamente.
—En el club. Como siempre. —Entonces me sonrió, pero no vi mucho afecto en su sonrisa—. Comemos juntos una vez a la semana. Nos gusta mantenernos… al corriente de nuestras actividades.
Así que yo era una «actividad», ¿era eso? En ese momento vi muy claro que James Verdin había conseguido lo que quería. De hecho, no veía la hora de separarse de mí. Me acordé de un trozo de conversación de la noche anterior: La he visto actuar tantas veces que Edward y John no dejan de burlarse de mí. Pero si hasta han apostado a que…
¡Claro! Era el objeto de una apuesta y el soplagaitas la había ganado. Menuda idiota había sido creyendo que alguien como él podía estar interesado en mí. Cerré los puños debajo de las sábanas. No pensaba ponérselo fácil. Iba a conseguir que me hablara como si fuera una dama de verdad.
—Parecen muy interesantes… sus amigos. ¿De qué los conoce? —Me estremecí al oír el sonido ronco de mi propia voz. Jamás la había oído así antes, pero James estaba haciéndome sentir sucia y rastrera.
Se quedó de pie delante del desvencijado tocador, que apoyaba una pata sobre un montón de libros viejos, y se miró en el espejo agrietado. Luego se chupó los dedos y se apartó el pelo de la frente, antes de fruncir el ceño e inclinarse hacia delante para examinar con más detalle la sombra rojiza que le cubría el mentón. Si James Verdin encontraba incómoda la situación, desde luego no lo demostró en ningún momento. Al contrario: parecía encantado con la charla… siempre que girara en torno a él.
—Hace años que los conozco. Fui al colegio con Woody, con quien también estudié, aunque brevemente, en la universidad. Viajamos juntos por Europa durante un año cuando nos expulsaron. Hubo un malentendido con unas lugareñas. —Le sonrió a su imagen mientras se abrochaba los gemelos—. Es un poco alocado, pero es un tipo espléndido… su mujer es prima de mi madre.
«No le arriendo las ganancias», pensé, acordándome del modo en que había mirado a Peggy.
James empezó a ponerse la corbata mientras proseguía.
—Y Edward es… supongo que podríamos describirle casi como uno más de la familia. Sus padres murieron cuando era muy joven y mi tío, que tenía negocios con el padre de Edward, le acogió, convirtiéndose en su tutor, y accedió a pagar el resto de su educación, incluidos sus estudios de medicina.
—Qué bondadoso —dije.
James asintió.
—Todavía vive con mi tío cuando no está en el hospital. A veces creo que Edward es el único de nosotros por el que tío Richard siente manifiesta aprobación, con todos sus libros y sus elevados ideales. Aun así diré en su favor que al menos Edward es una agradable compañía… cuando mi tío no está.
Me acordé de las pequeñas arrugas que rodeaban los ojos azules de Edward. Obviamente era un hombre al que la vida le parecía divertida. Sin duda se reiría de la historia que James iba a contarle sobre lo que acaba de ocurrir. Algo me escoció en la mejilla. Al tocármela con la mano, me sorprendió encontrar en ella una lágrima. Me la froté con furia, pero James me había visto por el espejo. Dejó de manipular el cuello de la camisa y vino a sentarse en el borde de la cama.
Se quedó callado durante un instante y luego habló.
—He sido el primero, ¿verdad? —Bajé la mirada, pero él me tomó la mano—. Te había tomado por una… bueno, las chicas de los music halls tienen cierta reputación. Supongo que debes de saberlo.
No podía mirarle.
—Pero es que yo no soy como las demás chicas. ¿Y qué pasa con mi reputación? Si Madre Maxwell supiera que está usted aquí…
—¿Es ella quien regenta esta casa?
Asentí.
—Y es una casa decente. Si se entera de que ha estado aquí, me echará.
—En ese caso me aseguraré de ir con cuidado cuando salga. No quisiera causarle ninguna dificultad, señorita Peck.
Sentí que volvían a velárseme los ojos.
—Anoche era Kitty para usted. Creía que le gustaba, creía que… —La verdad sea dicha, no sé lo que creía.
James suspiró.
—Verá, señorita Peck, Kitty… anoche fue… maravilloso, pero debe entender que usted y yo jamás podríamos… es decir, que no… —Hizo una pausa y me miró, y una vez más aparecieron entre sus ojos esas definidas arrugas—. Esto no es lo que pretendía. He cometido un error y lo lamento. Es usted una criatura preciosa, pero ya he decepcionado bastante a mi familia.
Miró en derredor, recorriendo con los ojos las paredes desconchadas, la mancha de humedad debajo de la ventana y, más vergonzoso aún, mi ropa desperdigada por el suelo: una bota colgaba de sus cordones de una de las bolas del cabecero de la cama. Me soltó la mano, se levantó y fue a coger el gabán del gancho de la pared. No veía el momento de marcharse.
—Adiós, Kitty. Y… gracias por una noche realmente divertida. Cuenta unas cosas realmente extraordinarias cuando está… bueno, qué más da eso ahora. Buenos días. —Sonrió y se despidió con una pequeña inclinación de cabeza, se puso su sombrero de ricachón en la cabeza y alargó la mano hacia el pomo de la puerta.
—¡Espere! —Mi voz sonó aguda.
Se volvió a mirarme.
—Se olvida la petaca. Está allí, en el suelo. —Señalé los tablones manchados, donde estaba la petaca y el tapón. Al moverme, solté por accidente la sábana, dejando más de mí a la vista de lo que pretendía.
James sonrió.
—Puede quedársela, señorita Peck. Tengo entendido que la plata es de alto gramaje. Está contrastada. Seguro que puede venderla.
Cuando salió de la habitación, me incliné hacia delante, cogí la bota del cabecero de la cama y la arrojé contra la puerta. Luego vomité violentamente.
No sé qué es lo que había en el brebaje que James me había dado a beber, pero estuve enferma durante el resto del día y hasta bien entrada la noche. No fue como la vez que me había emborrachado con el alcohol del Viejo Peter, sino diez veces peor. Justo cuando creía que ya no podía sacar nada más, volvían las arcadas y de nuevo vomitaba. Sentía todos los músculos del cuerpo como si me los hubieran descuajaringado, como se ve hacer a los carniceros con los tendones de una pata de ternera en Smithfield. Un timbre resonaba sin parar en mi cabeza, me dolía el cuello y me ardían los ojos. Pero lo más incómodo de todo fue cuando llegaron las imágenes de lo que habíamos hecho James y yo.
Ya de noche recuperé del todo la memoria, pero casi habría preferido que no ocurriera. Estaba furiosa con James Verdin, pero aún lo estaba más conmigo misma. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
Tampoco esa vez tenía a Lucca para que cuidara de mí. Como era jueves, era el día de asueto en los music halls de la Señora y supuse que se habría ido a alguna galería o a alguna de esas exposiciones que tanto le gustaban.
De modo que me quedé holgazaneando en mi habitación, sintiéndome utilizada, mancillada y enfadada conmigo misma. Cuando por fin salí de la cama, pisé por error el tapón de la petaca. A punto estuve de darle una patada a la cosa, pero lo pensé mejor. Si James Verdin me tomaba por una furcia, por lo menos que me pagara por el servicio. Ezra Spiegelhalter, el de Stainsby Road, me haría una buena oferta por ella.
Me agaché para recoger la petaca y me llegó un olorcillo del brebaje derramado en la tarima. Volvieron entonces las náuseas, pero seguí sin reconocer lo que era: desde luego no era ginebra, y tampoco era alcohol. Era casi como colonia, pero bajo esa primera dulzura floral había un punto de algo más, algo metálico o amargo.
Me acordé de cuando me había encontrado a James la noche anterior. ¿No había estado más que dispuesto a darme de beber? El elixir desde luego me había hecho entrar en calor, en todos los sentidos. Me aparté la maraña de rizos de la cara cuando un nuevo recuerdo empezó a tomar forma: la imagen que callejeó por mi cabeza me llevó a cerrar el puño con tanta fuerza que me hice sangre con las uñas en la palma. Esa chica no había sido yo, ¿verdad que no? Cuanto más vueltas le daba, más segura estaba.
Según tengo entendido, puede ser muy adictivo. ¿No era eso lo que había dicho? Vaya, qué interesante. Por lo que yo recordaba, James no había tomado un solo trago del brebaje. ¿Era acaso porque sabía lo que contenía? ¿O porque sabía lo que provocaba? ¿O quizá las dos cosas?
Forcé el tapón hasta que conseguí meterlo en la boca de la petaca y la envolví en el mantón.
Luego arranqué una vieja manta de la cama, me arrebujé en ella y me acerqué a la ventana para dejar que entrara un poco de aire fresco a la habitación. Fuera estaba oscuro. Me asomé a mirar la estrecha calle y aspiré el frescor que se respiraba en ella como un vaso de agua.
Eso terminó de despejarme. ¿Así que eso era un romance?, pensé. Vi a un par de mujeres que se bamboleaban sobre los adoquines de la calle. Ya estaban medio borrachas y en cuanto lo pensé sentí que se me revolvía otra vez el estómago. Desde luego no pensaba tomar nada más fuerte que una taza de chocolate para los restos.
Una de las mujeres se acercó a un hombre que estaba de pie en las sombras, justo debajo de un sucio halo de luz amarilla proyectada por la farola de la esquina. La mujer le tocó el brazo con un gesto desmañado y la oí toser y sisear algo, aunque no llegué a entender exactamente qué.
El hombre se la sacudió de encima, dio un paso atrás y levantó el brazo como si fuera a darle, pero la amiga de la mujer se la llevó justo a tiempo.
—Bah, déjale en paz, no te merece. Vamos, seguro que encontramos a alguno con ganas en el Commercial. —Hablaba a voz en grito y bajo los efectos del licor. Las dos mujeres se alejaron tambaleándose un poco hasta que una se detuvo y se inclinó hacia delante, agarrándose de los costados y vomitando como si fuera a dejarse las tripas allí mismo, en la alcantarilla. Su amiga esperó hasta que el espasmo terminó. Mientras tanto se quedó a su lado, frotándose las manos una y otra vez para combatir el frío y buscando clientes con la mirada.
—¿Ya?
La mujer de la tos se secó la boca, se incorporó y asintió. Luego entrelazaron los brazos y se alejaron dando tumbos, perdiéndose en la oscuridad.
Las vi marcharse. Me pregunté entonces si ese iba a ser el futuro que me esperaba. Joey siempre me había protegido de ese mundo, aunque imagino que lo conocía bien. De hecho, teniendo en cuenta que trabajaba para la vieja zorra, probablemente estuviera metido hasta las cejas en toda la grasienta mugre que flotaba alrededor de ella como la espuma sucia del río. Ahora, cuando pensaba en Joey se me nublaba la cabeza, de modo que ya no tenía nada claro, y no era por el efecto del elixir.
¿Por qué no me había contado en qué andaba metido? ¿Acaso no habríamos podido encontrar una salida juntos?
En cualquier caso, con Joey no había un «nosotros» que valiera. Yo era su hermana pequeña y él era el hombre. Y por su culpa yo tenía que colgarme en esa jaula y andar metida en quién sabía qué fregados porque él.
La espesura que me nublaba la cabeza se enturbió aún más. ¿Qué era lo que había hecho Joey? ¿Por qué Lady Ginger le mantenía apartado de mí? No podía dejar de pensar que eran tantos los secretos que giraban, se escabullían y se deslizaban a mí alrededor que me había convertido en algo parecido a cualquiera de las chicas atadas del cuadro.
Inspiré hondo una vez más y levanté la mirada. En los huecos de cielo abiertos entre las nubes las estrellas parpadeaban. Eran frías y afiladas como los ojos de la Señora cuando pronunciaba el nombre de Joey y fue en ese momento cuando entendí que lo que sentía era también rabia. Estaba furiosa como mi descarado y guapo hermano por haberme metido en ese lío. Claro que le quería, pero le odiaba por haberme dejado sola y por haberme hecho responsable de su suerte.
Si yo fracasaba, él no sería el único que sufriría. Fitzy tenía razón. Lady Ginger era un barón más, pero si mostraba alguna debilidad, cualquiera de ellos estaría esperando para instalarse en el Paraíso. Y cuando lo hiciera, llegaría con su gente. A saber dónde nos dejaría eso a los demás, aunque no era mucho imaginar que las chicas como Peggy y como yo terminaríamos haciendo la calle antes de que el Viejo Peter vaciara una jarra.
Eso contando con que Peggy estuviera viva, claro. Me mordí el labio. Lo tenía irritado allí donde James lo había besado. Si me concentraba, todavía podía saborear el modo en que.
Me quedé helada. De pronto tuve la sensación de que alguien me miraba fijamente. Fue como si algo frío me tocara la cara, como el roce de una tela de araña en la oscuridad. Me froté las mejillas para quitarme de encima la sensación y estudié la calle con atención. El caballero que estaba de pie junto a la farola se había movido. Estaba más cerca de mi pensión, al otro lado de la calle. La tenue luz de la farola no le alcanzaba allí, así que lo único que llegué a ver fue su oscura silueta. Pero sabía que me observaba.
Me estremecí, me arrebujé en la manta y cerré la ventana.