Esa noche, después de la función, no volví al camerino. Me traía sin cuidado lo que Fitzpatrick y Lady Ginger pudieran esperar de mí. Necesitaba tiempo para pensar.
Si lo que Lucca había dicho —a saber, que el artista desconocido estaba trabajando de nuevo— era cierto, debía de necesitar un cargamento de modelos frescas. Le pedí a Dios estar equivocada, pero creía saber quiénes eran esas modelos. No podía quedarme allí sentada esa noche en el camerino charlando de naderías con una cola de admiradores barbilampiños y borrachos de ginebra mientras me preguntaba si Peggy estaría allí fuera con un monstruo. Porque eso es lo que era el hombre que había pintado Las muchachas del bermellón, fuera cual fuese la opinión de la sociedad biempensante. Y a mi entender, no había nada de biempensante en lo que ese hombre había hecho.
Hacía varias noches que había empezado a recibir en mi camerino la visita de caballeros después de la función. Algunos pretendían manosearme —y me volví muy diestra a la hora de tratar con ellos—, otros querían una charla íntima y otros, más jóvenes y con el cerebro aún reblandecido, se limitaban a quedarse allí sentados, mirándome boquiabiertos. Se ponían morados hasta las orejas si me dirigía a ellos directamente. Pero nunca me encontré con nadie que intentara mover un solo dedo contra mí.
Después de hablar con Dan, justo antes de la función de la noche, hice acopio de mi ropa de calle y la dejé a un lado del escenario del Comet. Cuando, al final de la noche, nos bajaron, a mí y a mi jaula, esperé a que se hiciera un poco de silencio y me deslicé detrás de un viejo resto de decorado amontonado contra la pared posterior para cambiarme. Tenía que largarme de allí cuanto antes. Escondí bien el vestido —un montón de malla arrugada de color grisáceo— detrás de los decorados. «Lo recogeré mañana», pensé. No parecía nada especial, o si lo parecía, llevaba a pensar en uno de esos capullos que deja tras de sí una gran polilla. Era un amasijo vacío, hecho jirones y muerto.
Yo tampoco la he vuelto a ver desde el sábado.
Me estremecí como si alguien hubiera dado la última puntada a mi mortaja. Esa era una de las expresiones que mamá empleaba cuando tenía esa misma sensación, cosa que, todo sea dicho, ocurría tan a menudo que todos la ignorábamos. Pero esa noche también yo la tuve.
Oí a un par de operarios que gritaban a los chicos de la orquesta. Se iban al Lamb a pegarse una buena, y nadie podría habérselo reprochado, porque el día siguiente era jueves y el teatro cerraba. No volvería a haber función en The Comet hasta el viernes. Y es que, por curioso que pueda parecer, el Paraíso tenía su propio horario. Los music halls de Lady Ginger siempre cerraban los jueves y, por lo que sabíamos, nadie prestaba mucha atención a la blasfemia en la que incurríamos abriendo los domingos. En cualquier caso, Lucca siempre decía que con la cartera llena podían comprarse muchas cosas, y eso incluía conseguir que se hiciera la vista gorda a según qué.
Cuando por fin cesaron los gritos y los pasos a mi alrededor, me escabullí por la puerta trasera que comunicaba con un callejón y que estaba justo en el lado contrario que la puerta de salida de actores, donde a veces los espectadores que no conseguían reunir el valor suficiente —o mejor, los chelines— para obtener acceso a mi habitación merodeaban como una ventosidad en un miriñaque. Esa era otra de las exquisitas expresiones de Abuela Peck.
Me acordé entonces de ella al tiempo que me cubría la cabeza con su mantón de cuadros y entremetía los rizos sueltos bajo los pliegues (no era cuestión de parecer demasiado atractiva en las calles a esa hora de la noche). ¿Qué habría pensado Abuela Peck de todo eso? Si hubiera estado aún viva, habría sido a ella, y no a mamá, a la primera persona a la que habría acudido en busca de un buen consejo.
«Qué curioso», pensé mientras empujaba la puerta y la entreabría para mirar al callejón. Aunque Joey y yo no podríamos haber sido más afortunados por lo queridos que nos habíamos sentido, mamá no era exactamente… en fin, será mejor que lo admita: no era exactamente la más fuerte de las almas. Era, eso sí, muy exquisita y delicada, y la gente a menudo decía que Joey y yo éramos su viva imagen. Pero una cosa es cierta: aunque quizá nos pareciéramos a ella, diría que en la forma de pensar habíamos salido a papá, quienquiera que fuera. Teniendo en cuenta la concha vacía en la que mamá se había convertido tras la muerte de Abuela Peck, nos convenía ser fuertes de mente.
Yo no me acuerdo de papá, y Joey tampoco se acordaba de él. Los dos sabíamos que más nos valía no preguntarle a mamá por él, porque si lo hacíamos nos esperaba un mal día. Abuela Peck nos había dicho que no debíamos mencionarle y eso es lo que hacíamos. A decir verdad, la ausencia de un padre no era nada extraño entre las familias de los muelles: muchos hombres morían víctimas de accidentes en el río o trabajando en la carga y la descarga.
En cualquier caso, yo no creía que mi padre estuviera muerto. Cada dos meses aproximadamente Abuela Peck desaparecía una tarde, y cuando volvía siempre llegaba con un pequeño bolso lleno de monedas. Ella lo llamaba «asuntos de familia», pero se quedaba muda si le preguntábamos dónde había estado. Yo sospechaba que él tenía una esposa y muy probablemente otra familia, cosa que, por lo demás, tampoco era inusual. Mentiría si dijera que ese asunto me tenía muy preocupada. Bajo mi punto de vista, es imposible echar de menos algo que no has tenido. Joey y yo nos sentíamos queridos, y eso es lo único que importa.
El callejón estaba desierto. Me arrebujé en el mantón y me escabullí fuera. Se había hecho tarde y la noche era clara. Vi al fondo la luna, que no estaba llena del todo, colgando justo en el hueco que separaba los edificios de la entrada. De haber tenido una vena poética, quizá habría dicho que parecía un reluciente penique a punto de caer en una ranura. Incluso el diminuto mordisco de sombra que se veía a un lado le daba el aspecto de estar sostenida entre los dedos de una mano gigantesca.
Me detuve durante un instante. Así era exactamente como me sentía: como si algo o alguien me tuviera sujeta al borde de un abismo profundo y mortal, y como si en cualquier momento fuera a precipitarme dentro. Y no me refiero a la sensación de estar metida en la jaula con una red debajo. No, no era eso. Me refiero a la sensación de que había dejado de tener el control sobre mi propia vida. A la sensación de que algo o alguien estaba jugando conmigo… jugando con todos nosotros.
Peggy… eso era sin duda lo peor. ¿Cuántos días llevaba desaparecida?
Conté con el pulgar sobre los dedos de la mano derecha. Ni ese día, ni el anterior, ni el lunes. Como le había dicho a Danny, el sábado había sido el último día que la vi. Y, a juzgar por lo que él me había dicho, él tampoco había vuelto a verla desde entonces.
Aunque tampoco había pasado mucho tiempo. Sabe Dios que Peggy tenía motivos de sobra para desaparecer del mapa, aunque fuera por poco tiempo. Con Fitzy teniéndola tomada con ella, ¿quién podía culparla?
Aun así, yo sabía que algo no iba bien. Peggy no era la clase de chica que desaparecía así como así. Pensé en el domingo. En la mañana después de la visita de James. Yo había ido a verla a la habitación cerca de Saint Anne’s en la que se aloja para charlar un rato con ella, pero su casera, la vieja Mamá Stebbings, me había dicho que no estaba.
—Con los horarios que tenéis, ¿cómo se supone que voy a saberlo? Y encima en el día del Señor. —Arrugó la boca y se limpió una mancha invisible del almidonado delantal blanco. Juro por Dios que ese delantal estaba tan tieso por el almidón que Peggy decía que podía sostenerse de pie en un rincón.
Recuerdo la cara de amargada de la vieja grulla allí de pie, en el escalón. Era una puritana de la cabeza a los pies y no veía con buenos ojos que sus chicas entablaran amistades, sobre todo con hombres. No mostraba mucha aprobación por nosotros, la gente del teatro. Pero sí le gustaba nuestro dinero.
Volviendo la vista atrás, supongo que tendría que haber imaginado que lo que Mamá Stebbings sugería era que Peggy no había aparecido por casa esa noche, así que si le había sucedido algo, había sido después de la función, mientras yo fantaseaba con James Verdin sentada en mi camerino.
Inspiré hondo y caminé a toda prisa hacia el fondo del callejón. Hacía un frío de mil demonios, pero no me importó. Quería pensar y necesitaba tener la cabeza despejada y poder concentrarme. El aire helado ayudaba. Lucca a menudo me advertía de que no caminara sola por las calles de noche, pero esa noche él no había aparecido. Creo que dio por hecho que regresaría con Peggy y con Danny. Daba igual… podía cuidar perfectamente de mí misma. Bien que lo demostraba todas las noches.
La escalera delantera que llevaba hasta la entrada principal del Comet estaba ahora a mi derecha. Las lámparas estaban apagadas. Me volví de espaldas al teatro, mantuve la cabeza gacha y eché a andar por la calle en dirección contraria. Al cabo de un par de minutos me había adentrado en un barrio pobre. Al oír mis pasos una ramera salió esperanzada de un portal, pero volvió a fundirse en las sombras en cuanto se dio cuenta de que no estaba de suerte.
Pasé por delante de su territorio, evitando mirarla.
—Esta noche el negocio está muerto como la lengua de un cadáver, cielo, así que si estás pensando trabajar esta zona ya puedes ir moviendo el culo. —Oí su siseo remojado en ginebra a mi espalda y apreté el paso.
Al fondo de la calle había un bulto negro y harapiento sobre la cloaca. Era un hombre tan pasado de rosca que se había deshonrado a sí mismo donde había quedado tumbado. El vapor emergía del pequeño charco que iba formándose a su alrededor y el intenso hedor a alcohol y a orín me llenó la nariz cuando me acerqué. Ni siquiera advirtió mi presencia.
Ese era el Paraíso de Lady Ginger.
Solté un bufido y delante de mí mi aliento enturbió el aire como si me hubiera convertido en uno de los dragones de los viejos cuentos de Abuela Peck. Eso era lo que había visto la primera vez que había mirado el dado de la Señora: tres dragones. ¿Qué había dicho ella? «Un elemento de riesgo». No se equivocaba. Y luego, la última vez, cuando vi el número cuatro: «El número de la muerte».
Yo no era supersticiosa, al menos no tanto como mamá ni como Abuela Peck, pero tampoco era de las que descartaba nada. Jenny, Clary, Esther, Sally, Martha y Alice. ellas eran Las muchachas del bermellón y no podían estar vivas si ese cuadro era la representación de lo que les había ocurrido. Pero ¿se refería el dado al futuro o al pasado? Alice, Polly y ahora Peggy… ¿quizá todavía no era demasiado tarde para ellas?
Necesitaba averiguar más sobre el cuadro. Era todo lo que tenía para poder seguir. Sam me había prometido que en cuanto se enterara de algo me lo diría. Pero ¿cuánto tiempo podía pasar hasta entonces?
Había llegado a un cruce y un coche pasó traqueteando por mi lado, salpicándome la falda de aguanieve sucia. Ese fue el único signo de vida. Aparte de la luz mortecina procedente de alguna que otra lámpara que se veía brillar tras las persianas o las cortinas de las ventanas, las calles estaban sumidas en la oscuridad y también en silencio.
«Piensa, Kitty», me dije. «Piensa. ¿Qué haría Joey?».
Me di cuenta de que no podía responder a esa pregunta. Si he de ser franca, desde el principio de todo lo que estaba ocurriendo había empezado a darme cuenta de que eran muchas las cosas de Joey que yo desconocía. Por fin: era la primera vez que lo decía, que lo expresaba en palabras.
Cuando di a Joey por muerto, le había echado tanto de menos que al principio el dolor que sentía era un dolor físico, como si algo dentro de mí me estuviera abriendo en canal. Pero cuando mamá nos dejó, Joey me había obligado a vivir y esa era una lección que tenía bien aprendida.
Me obligué a ir a los teatros todos los días, a hablar con las chicas, me obligué a cantar mientras cosía los vestidos de la señora C y limpiaba vómitos de los suelos, y aunque eso no consiguiera librarme del dolor que provocaba en mí su pérdida, sí lo volvía distinto. El espantoso desagarro se convirtió poco a poco en un dolor sordo, y es posible vivir con él, porque al final se convierte en parte de una.
Y es que cuando pensamos en un dolor lo alimentamos, y duele más, pero si no reparamos en él, la mayor parte del tiempo duerme. Aunque yo había dejado dormir a Joey, de pronto volvía a estar despierto dentro de mí. De todos modos, ese ya no era el hermano que yo creía que había perdido, sino otra persona, alguien a quien Lady Ginger y Fitzpatrick conocían, una sombra en la neblina.
No, no sabía lo que Joey habría hecho en mi lugar porque la verdad era que ya no le conocía.
Sentí que un reguero de lágrimas calientes me surcaba las mejillas y tuve que secarme los ojos una y otra vez con el dorso de la mano mientras avanzaba fatigosamente. Las lágrimas no dejaron de aparecer y pronto oí un ruido, un lamento agudo que tartamudeaba y titubeaba antes de volver a ganar en intensidad. También ese llanto era yo. Me deshacía en llanto como una riada sobre los muelles, pero no podía parar. Apenas veía y casi no podía respirar.
—¿Kitty?
La mano sobre mi hombro me detuvo en seco. Una inmensa descarga de algo parecido a la rabia me recorrió entera y el siguiente sollozo murió en mi garganta al tiempo que me liberaba con una sacudida y giraba sobre mis talones, con los ojos en llamas y todos mis músculos tensos, preparados para la pelea.
Era James.
Aunque iba vestido con un gabán largo y oscuro con el cuello de piel subido sobre la barbilla, enseguida le reconocí. Sus ojos grises brillaban en la oscuridad y vi su pelo cobrizo asomándole a ambos lados por debajo del sombrero. Me miraba ceñudo y dos líneas paralelas se dibujaban entre sus cejas rectas.
—Santo Dios, ¿qué diablos le ocurre?
Intenté responder, pero mi boca solo se abrió para volver a cerrarse. Noté las lágrimas que empezaban de nuevo a hormiguearme en los ojos cuando alcé hacia él la vista.
—¡Mi querida muchacha!
Me tendió los brazos y di un paso adelante. No pude evitarlo. En ese momento, la idea de perderme en el abrazo del señor James Verdin se me antojó la posibilidad más reconfortante del mundo. Pero enseguida me acordé de dónde estaba y me contuve. Me aparté al instante, secándome la nariz con el dorso de la mano.
—Tome, acepte esto, se lo ruego.
Me ofrecía un pañuelo de seda que olía a cuero y a lavanda. Me avergüenza reconocer que mientras me secaba la cara con él lo primero que me vino a la cabeza fue que probablemente debía de parecer una vendedora de arenques allí de pie con el viejo mantón de cuadros de Abuela Peck, los ojos enrojecidos y acuosos. Lo último que quería era que James me viera así. En ese momento no era la niña bonita de los music halls. Allí fuera no había ninguna magia teatral con la que cegar a un caballero para impedirle ver la realidad. No, no era más que una vulgar obrera que volvía a casa por una vulgar calle obrera y él no tenía ningún derecho a estar allí conmigo. Sentí que me ardían las mejillas al tiempo que sorbía y retrocedía un paso más.
—¿Qué está haciendo aquí? —Me sorprendió mucho el tono de mi pregunta, pero si James se dio cuenta de que estaba muy lejos de mostrarme amigable con él, no lo demostró.
—Es muy sencillo, Kitty. La he seguido.
—¿Que ha hecho qué?
—La he seguido. Después de la función de esta noche, y permita que le diga que ha estado tan… encantadora como siempre, he intentado pasar a verla de nuevo por su camerino, pero uno de los chicos me ha dicho que se había marchado. Me he sentido amargamente decepcionado, no me importa reconocerlo. He esperado fuera durante unos minutos con la esperanza de que el muchacho se hubiera equivocado o mintiera, pero cuando han apagado las lámparas y le he oído atrancar las puertas, he entendido que no tenía sentido seguir esperando.
»Cuando estaba a punto de encender un cigarro y parar un coche la he visto salir del pasaje que hay al fondo del teatro.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —Había empezado a serenarme. Me planté las manos en la cintura y le miré fijamente. La verdad es que tenía unos ojos preciosos.
—Porque tiene usted una inconfundible… —Guardó silencio, sonrió e inclinó la cabeza a un lado—. Es usted única, Kitty. La reconocería en cualquier sitio.
No mentiré: eso me pudo. Y hubo algo en su forma de mirarme que me hizo sentirme a salvo, pero no iba yo a fiarme.
—Qué sitio ni qué sitio. ¿Qué hace usted husmeando por aquí? Por lo que yo sé, esto está lejos de sus barrios. No estamos precisamente en Mayfair, señor Vermin.
—James, por favor. Como he intentado explicarle, torpemente, lo reconozco, quería volver a verla. ¿Le ha gustado mi regalo?
Sentí que el estómago me daba un vuelco y una punzada de excitación chisporroteó en lo más profundo de mí. Entonces no me había equivocado.
—Así que ha sido usted. Lo imaginaba.
De hecho parecía avergonzado.
—¿Qué le ha parecido? No es gran cosa, pero quería mostrarle…
Le sonreí.
—Ha sido un detalle precioso, gracias. James… —Me gustó pronunciar su nombre en alto. Le devolví el pañuelo, pero él negó con la cabeza.
—No, se lo ruego, quédeselo también. —Frunció el entrecejo al tiempo que miraba el pañuelo de seda estampado—. Cuando la he seguido, debo reconocer que no estaba seguro de qué hacer, pero entonces he oído que lloraba… Kitty, ¿qué ocurre? Me ha sonado usted tan… desolada.
Alcé hacia él la mirada, sin saber exactamente qué decir.
—Desolada significa triste, muy, terriblemente triste —aclaró—. ¿Sufre usted? ¿Está metida en algún problema?
Bueno, era una forma de decirlo. Me mordí el labio y bajé la mirada. ¿Qué iba a pensar James del asunto de las chicas de Lady Ginger y del cuadro? Las muchachas del bermellón es una obra maestra. Es la obra de un genio, ¿o no era eso lo que había dicho en mi camerino? Me habría gustado saber lo que habría dicho si realmente hubiera llegado a conocer la verdad.
Y mientras seguía allí plantada, pensando en el cuadro, se me ocurrió que estaba en plena calle y en mitad de la noche, hablando con un hombre al que apenas conocía. ¿Y si James Verdin realmente sabía algo sobre el cuadro? Retrocedí otro paso y miré en derredor. La calle estaba desierta, aparte de un viejo gato callejero que se escabullía entre las sombras.
—Tengo que irme —dije, sin dejar de pensar en ningún momento que si él intentaba hacerme algo gritaría tanto como para despertar a un cementerio entero. Le miré con los ojos entrecerrados, estudiándole con atención, pero él simplemente se quedó donde estaba, con esos enormes ojazos claros. La pequeña arruga había vuelto también a aparecer entre sus cejas, como si realmente estuviera preocupado por mí. Se quitó el guante derecho, estiró la mano y me secó muy suavemente una lágrima de la mejilla. Noté un hormigueo en la piel al sentir que me tocaba con esos dedos largos y delgados que olían a colonia buena.
—Si le ocurre algo, quizá pueda serle de ayuda. —Inclinó la cabeza a un lado y sonrió.
Tuve entonces la corazonada de que James estaba tan prendado de mí como yo de él.
—¿Kitty?
Arrastré un poco los pies sobre la acera y bajé la mirada hacia los adoquines.
—No es nada. He tenido una pequeña mala noticia, eso es todo… un problema familiar. Me iba a casa porque necesitaba pensar con calma y darle unas cuantas vueltas.
—¡Familiar! —Casi escupió la palabra y yo levanté la vista, sorprendida, mientras él continuaba—: En ese caso tiene usted mi compasión. En mi opinión, esa es siempre la causa de los mayores padecimientos. En este momento, soy el blanco de las torturas de mi padre y de mi tío.
—¿Se refiere al hombre con el que le vi en la galería? ¿Un hombre alto… al que se parece usted físicamente?
—Y solo en eso, a Dios gracias. —James inspiró hondo y miró hacia el otro lado de la calle, casi como si pudiera invocarlo. Por un momento creo que se olvidó de que yo estaba allí, pero luego siguió—: Mi tío, el gran sir Richard Verdin, no tiene descendencia. Mis padres pretenden que yo herede su empresa. Soy el hijo segundo, de ahí que esperen que siga mi propio camino. —Guardó silencio y soltó un bufido—… a partir de la fortuna de tío Richard. Por si tenía alguna duda al respecto, mi padre ha decidido dejarme sin mi asignación. Pero yo soy un artista. ¿Cómo pueden pretender que me entierre en vida entre reuniones, libros contables y cifras cuando hay tanto por ver, por sentir, por tocar, por saborear…?
Debía de estar mirándole con cara de póquer, porque de repente se interrumpió.
—Disculpe, se lo ruego, no pretendía abrumarla con mis problemas. Pero parece que tenemos algo en común, ¿no cree? —Sonreía y sus ojos grises volvieron a atrapar la luz. Percibí cierta dureza en ellos bajo ese brillo.
La cuestión es que estaba tan claro como el agua que Fitzy tenía en la nariz que James Verdin y yo teníamos tanto en común como la señora Conway y la reina Victoria, así que no estuve segura de qué decir, aunque él sí lo estuvo.
—Mire, le seré sincero. Desde el día de la galería prácticamente no he pensado en otra cosa que en usted. La he visto actuar tantas veces que Edward y John no dejan de burlarse de mí. Pero si hasta han apostado a que… —Volvió a guardar silencio, sonrió y me quitó con un gesto de la mano un copo de nieve del mantón. Justo empezaba a nevar otra vez—. No puedo evitarlo. Por eso he ido a verla esta noche y por eso le he enviado esas insuficientes expresiones de mi afecto. —Se encogió de hombros y gesticuló con las manos—. ¿Se apiadará usted de esta pobre alma?
Me reí al oírle. Imaginar a James Verdin como una pobre alma, cuando le tenía allí de pie, con un gabán que a buen seguro costaba tanto como lo que yo ganaba en dos años. Le miré y sonreí. Fue mi lengua la que pensó por mí: a veces reaccionaba más rápido que mi cabeza.
—Bueno, puede usted acompañarme a casa, si a eso se refiere. Aquí hace un frío de mil demonios. Vivo en Penny Fields, cerca del West India Dock. —Me quedé perpleja al oírme hablar con semejante descaro.
James sonrió y respondió con una inclinación de cabeza.
—Gracias. Será un placer. Tome… —Desenrolló una bufanda de lana que llevaba metida bajo el cuello de piel del gabán—. Como bien ha dicho, hace un frío «de mil demonios». Creo que la necesitará.
Le agradecí la bufanda y me la enrollé al cuello por encima del mantón cuando echamos a andar.
—¿Puedo ofrecerle esto también… para que se proteja del frío? —James metió la mano en uno de los bolsillos de su gabán y sacó una petaca de piel que tenía la parte superior de plata. Me hizo pensar en Fitzy.
Le di un buen trago que enseguida me hizo entrar en calor. Sentí que el líquido me bajaba por la garganta hasta el estómago, donde pareció refulgir dentro de mí como el fuego en una chimenea. No sé lo que era. Desde luego no era ginebra, de eso estoy segura. Demasiado exquisito. Tenía un ligero sabor floral y azucarado.
—¿Es de su gusto, Kitty?
Asentí.
—Está bueno… mucho más que esa ponzoña que sirven en los teatros. ¿Qué es?
James se rio.
—No estoy seguro del todo. Es la mezcla especial de un amigo. Él lo llama «elixir». La receta es un secreto muy bien guardado. Según tengo entendido, puede ser muy adictivo.
—No puedo creerlo. —Tomé de nuevo un buen sorbo e hice rodar la dulzura del licor en la boca. Cuando por fin me permití tragar, disfruté de la reconfortante sensación de calor que pareció repartirse por todos los rincones de mi cuerpo hasta el más pequeño de los dedos dentro de mis botas.
—Mientras caminamos, quiero que me hable de usted. Quiero saberlo todo. Su amigo, el de la cicatriz. ¿El señor Fratini era? ¿Y cómo está la preciosa Peggy? No sé si sabrá que Woody se quedó prendado de ella. Quiero saberlo todo sobre usted, Kitty, y también sobre su vida. La vida de una artista.
Sentí una pequeña descarga de excitación cuando me rodeó los hombros con el brazo. En respuesta al calor y al atrevimiento que desprendía el gesto, tomé un nuevo sorbo del elixir. Sentí que el corazón me revoloteaba bajo las costillas como un pajarillo. James me atrajo aún más hacia él y yo no me resistí cuando se inclinó sobre mí para besarme… por primera vez.
No mentiré: llevaba días pensando en ese beso. Y tampoco me decepcionó.