Capítulo dieciséis

Sam Collins estaba flaco como el mango de una escoba. Tenía que apartarse continuamente el pelo castaño de los ojos para vernos bien. «No le iría mal un buen corte de pelo», pensé.

—No se imagina usted el placer que supone tenerla aquí, señorita Peck. En cuanto Peters me ha dicho que estaba abajo, en las oficinas, le he pedido que la haga subir a verme de inmediato. Usted y el señor…

—Fratelli. Lucca Fratelli. —Lucca le ofreció la mano y Sam se la estrechó afectuosamente.

—Excelente, excelente. Bien, tomen asiento, se lo ruego. —Señaló con un gesto de la mano dos sillas situadas delante de su abarrotado y estrecho escritorio—. ¿Puedo ofrecerles una taza de té? Si he de serles sincero, Peters prepara un té espantoso, pero está caliente y cargado y con una cucharada adicional de azúcar no siempre se nota el sabor amargo.

El señor Collins hablaba más deprisa que nadie que yo hubiera conocido hasta entonces. Las palabras salían atropelladamente de su boca como cajas de cerillas saliendo de la cinta de producción de la fábrica de Bryant & May. Además tamborileaba con los dedos sobre la mesa —era en efecto un auténtico manojo de nervios—, unos dedos que, según pude ver, estaban manchados de tinta.

—Debo decir que es un auténtico placer conocerla, señorita Peck. Qué gran regalo para un triste lunes por la mañana. Le confesaré que soy seguidor suyo. Estuve en The Gaudy la primera noche que actuó, y he vuelto a verla en varias ocasiones desde entonces. Es usted extraordinariamente valiente y tiene mucho talento. ¿Le he ofrecido ya una taza de té?

—No, gracias. —Sonreí. A pesar del cotorreo y de su crispación, ya le había tomado simpatía a Sam Collins. Había en él algo muy transparente y enseguida me di cuenta de que en ningún momento se inmutó cuando miraba a Lucca. Me pareció muy loable de su parte.

Cuando llegamos a la redacción, no estaba muy segura de lo que podía esperar. Desde luego, la había imaginado más imponente que el magro edificio de cuatro plantas que habíamos encontrado en un callejón cerca de Holborn. Me había vestido adecuadamente para la ocasión con mi mejor vestido azul, con todos sus encajes al cuello, y pedí prestada a los de vestuario una estola de piel. Sin embargo, en cuanto vi los montones de periódicos cubiertos de polvo tambaleándose detrás del mostrador de recepción y los rostros hostigados y enjutos de los grises empleados que se escabullían de un lado a otro como ratones en el órgano de una iglesia, comprendí que The London Pictorial News no era lo que se dice una publicación de primer orden.

Peters —supuse que ese era el hombre que nos atendió en el mostrador de recepción— nos había preguntado qué se nos ofrecía y en cuanto Lucca pronunció mi nombre, él salió corriendo escaleras arriba como alma que lleva el diablo.

Un minuto más tarde estaba de vuelta, todo sonrisas.

—El señor Collins estadá encantado de decibidles. Si me acompañan. Pod aquí, señoda, caballedo.

Era la primera vez que me llamaban señora. Lucca me había dado un pequeño empujón en la espalda cuando subíamos las mugrientas escaleras. Peters había girado por la esquina de la escalera al llegar a lo alto y había desaparecido. Entonces habíamos vuelto a oír su voz:

—El despacho está a la dedecha, si me hacen el favor. —Obviamente, no había espacio suficiente para los tres en el abigarrado descansillo.

Llamé a la puerta y Sam Collins gritó:

—Pasen, pasen.

Al oírle se me ocurrió que sonaba muy joven para ser redactor jefe. Y en cuanto estuve sentada delante de él, me sonrió como un colegial.

—Mucho me temo que ha tomado usted la decisión acertada en lo que al té se refiere. Y dígame: ¿qué puedo hacer por ustedes, señorita Peck y señor Fratelli? —Nos miró a uno y al otro y sonrió.

Me aclaré la garganta y me recoloqué la estola.

—Si es usted el redactor jefe de The London Pictorial, señor Collins, no parece usted…

—Ah, me ha descubierto usted. ¡Pillado y bien pillado! Sería usted una excelente periodista, señorita Peck. No, está usted en lo cierto. No, no soy el redactor jefe de esta estimada publicación. En este preciso instante, él está recopilando información en The Lion and Seven Stars, a tres calles de aquí. Yo no soy más que un humilde corresponsal, pero como Peters (sí, lo reconozco) y el resto de los chicos que están abajo conocen el profundo aprecio que profeso a todos sus talentos, sabía que no podía dejar que se marchara sin permitirme verla. Y quizá tenga usted algo para nosotros. ¿Una canción recién acuñada, quizá? ¿Un número nuevo y sensacional? ¿Una exclusiva? —Sus dedos manchados de tinta siguieron tamborileando sobre la mesa mientras clavaba en mí la mirada.

—A decir verdad, no estamos interesados en ninguna noticia. O al menos, en ninguna noticia de su diario.

Sam pareció ligeramente abatido, así que me afané en proseguir rápidamente:

—Aunque ahora que nos hemos conocido, y en atención a su debilidad, le aseguro que me encargaré personalmente de darle a usted prioridad e informarle de cualquier cosa que pueda hacer en los music halls. Me comprometo a ello.

El señor Collins se iluminó.

—Oh, es usted muy considerada. Gracias, señorita Peck. ¿Y qué es lo que demandaría usted a cambio exactamente? —Como puede verse, aunque Sam Collins quizá tuviera un color de piel verdoso como las hojas en abril y más tics y parpadeos que un interno del manicomio de Bedlam, era un tipo listo.

Señalé con una inclinación de cabeza a Lucca, que retomó la conversación.

—¿Le sorprendería saber que nos interesa el arte, señor Collins? —Sam arqueó una ceja bajo ese flequillo suyo al tiempo que Lucca seguía hablando—. Pues no debería. Aunque es cierto que trabajamos en lo que para algunos es el campo de expresión más bajo, mi amiga y yo sentimos interés por todas las formas de manifestación artística.

Oculté mi sonrisa tras la estola. A veces Lucca tenía un modo delicioso de manejarse con las palabras. Y, con su acento, sonaba mucho más cultivado de lo que yo jamás lo haría. De no haber sido por la cicatriz, podría haber dado el pego en cualquier sitio. Siguió hablando:

—Sentimos un especial aprecio por la pintura y, de ser posible, nos encantaría conocer la identidad de…

—¡Ja! A ustedes y a todos nosotros. —Sam dio una palmada sobre el escritorio—. Quieren saber quién es el autor de Las muchachas del bermellón, ¿verdad?

Asentimos al unísono.

—Si yo lo supiera, ¿no cree que The London Pictorial habría publicado a estas alturas su nombre? La historia sería eso que, si no me equivoco, nuestros colegas norteamericanos llamarían una absoluta exclusiva. No, desgraciadamente, siento decirles que no puedo ayudarlos.

—Pero están ustedes intentando averiguar quién lo ha pintado, ¿no es cierto? Según he leído, su periódico exige conocer su identidad.

—¿Ah, sí, señorita Peck? Sí, fui yo quien escribió eso. —Sam sonrió y durante un instante desaparecieron los tics y los parpadeos.

—He pensado —proseguí— que quizá estaría usted investigando ese cuadro por su cuenta. Está usted intentando identificarle, sacarle de la ratonera, ¿me equivoco?

Sam asintió.

—Debo admitir que sin demasiada suerte hasta la fecha. Pero tengo algunas pistas prometedoras y ciertas esperanzas de… —Guardó silencio y me miró entre los mechones de su flequillo—. Pero ¿a qué viene su interés en esto? —Entrecerró los ojos y miró a Lucca—. ¿Por qué?

De pronto tuve una idea… y muy buena.

—Oiga, Sam, le daré una auténtica «exclusiva» si nos facilita la información cuando la tenga.

Inclinó la cabeza a un lado como un spaniel.

—La escucho.

—Le daré cierta información sobre mí si me promete contarnos cualquier cosa que descubra sobre el cuadro y sobre el pintor antes de que la publique su periódico.

Sam hinchó los carrillos y tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ya puede ser una historia condenadamente buena para un trato así, si me permite la expresión, señorita Peck.

Lucca me sonrió y luego miró a Sam y asintió.

—Si es la que creo, es sin duda una historia condenadamente buena.

—¿Qué es esta inmundicia? —Fitzy agitó un arrugado ejemplar de The London Pictorial debajo de mi nariz. Estábamos solos en mi camerino del Comet. Yo sabía que tenía razón. Sam me lo había leído en cuanto había terminado de redactarlo.

EL PÁJARO CANTOR DESPLIEGA LAS ALAS

Este periódico se ha enterado de la última temeraria correría de la señorita Kitty Peck, el Pardillo de Limehouse. No contenta con deleitar y alarmar a sus numerosos admiradores una noche tras otra con su valiente y cautivadora exhibición, la artista aérea favorita de Londres ha irrumpido en el bastión de la masculinidad, accediendo a la galería The Artisans de Mayfair para ver Las muchachas del bermellón.

Los lectores recordarán que la opinión general considera esta pintura —obra de una mano todavía desconocida— fuente de tamaña estimulación para la sensibilidad artística que solo los caballeros tienen permitido el acceso a ella. Dando clara prueba de que es tan audaz en la vida real como lo es en el escenario, la señorita Peck se disfrazó de hombre para tener acceso a la galería. Por extraordinario que pueda parecer, y a pesar de sus considerables encantos femeninos, nuestro pájaro cantor disfrazado evitó todos y cada uno de los puntos de posible escrutinio y evitó así ser descubierta.

Este periódico declara que la fortuita conjunción de las estrellas más brillantes del actual firmamento artístico deben de gozar de un instante de celestial celebración. En declaraciones exclusivas a The London Pictorial News, la señorita Peck ha comentado que Las muchachas del bermellón era «inmenso tanto en escala como en ambición», haciéndose eco exactamente de la opinión de este corresponsal.

Encima del texto del artículo había una ilustración de un cuarto de página de mí vestida de ricachón, aunque si yo hubiera visto a un caballero con una figura así creo que habría tenido mis dudas sobre lo que se ocultaba debajo.

—Antinatural, eso es lo que es. —Las venas de las sienes de Fitzy parecían hinchadas y la red de rojas patas de araña que trepaban por sus mejillas parecían palpitar—. Tendría que haberlo imaginado. Tu hermano es escoria, y tú eres igual. —Arrugó el periódico hasta hacer con él una bola y lo arrojó al suelo—. «Tengo que ver a la Señora. Sé lo que les está ocurriendo a las chicas». —Fitzy volvió a imitar mi voz, añadiendo después con la suya—: Ahora descubro que has estado paseándote por todo Londres, abandonada a tus propias perversiones cuando deberías haber estado trabajando. Cuando la Señora lea esto, y puedes estar segura de que lo hará, no quisiera estar en tu piel, ya lo creo que no. Es muy quisquillosa con sus principios morales. Deberías haberle preguntado a tu hermano antes de…

—¿Antes de qué?

Fitzy jadeaba como un oso herido. Enseguida vi que estaba a punto de abalanzarse sobre mí, pero al oírle mencionar a Joey no había podido contenerme.

Fitzy no dijo nada y pareció sopesar su respuesta.

—Antes de su accidente, Kitty.

Di un paso atrás, pero en ningún momento desvié los ojos de los suyos.

—Creo que tengo derecho a saber un poco más. La Señora y usted parecen saber mucho sobre Joey, pero lo único que a mí me dan son los despojos. —Me oí hacerme eco de las palabras de Lady Ginger y sentí su sabor amargo—. ¿Qué ha hecho?

—Eso no es asunto tuyo. —Fitzy escupió al suelo y masculló algo entre dientes.

—Ya volvemos con las mismas. ¿Por qué habla así de él? Es mi hermano.

Soltó un bufido.

—Yo en tu lugar no estaría tan orgullosa de eso, Kitty.

Entonces me tocó a mí escupir… y fui a darle justo entre los ojos. Durante un instante se quedó quieto, luego se abalanzó sobre mí, pero yo estaba ya en guardia.

—¡Alto! —Cogí la pequeña silla del tocador y la levanté delante de mí con las patas apuntándole para mantenerle alejado—. La Señora está al corriente de lo del cuadro y de que fui a verlo disfrazada de hombre. Lo que usted tiene que saber es lo que le dije. Nuestras chicas, todas nuestras chicas desaparecidas, estaban en ese cuadro. Todas, torturadas y retorcidas como solomillos en una carnicería. La única que no estaba era Maggie. Maggie Halpern, del Gaudy. Vaya a verlo, si no me cree. A fin de cuentas, es usted un hombre, ¿no?

La última frase sonó un poco más desafiante de lo que me habría gustado. Tuve que esquivar la enorme zarpa de Fitzy, que cayó a plomo sobre la silla, en vez de impactar sobre mi cabeza. Se frotó la mano y clavó en mí la vista de sus acuosos ojos de mirada calculadora.

—Lady Ginger quedó satisfecha con lo que le conté, pero quiere más —mentí—. Me dijo que investigara más y eso es lo que estoy intentando. Así que llévese de aquí su mente calenturienta y sus enormes y sucios puños y déjeme seguir con mis averiguaciones. Yo haré mi trabajo y usted ocúpese del suyo.

No estuve muy segura de no llevarme otra bofetada, aunque todo parecía indicar que la última información sobre lo satisfecha que se había quedado la Señora conmigo me había salvado el cuello. Fitzy mordisqueó las puntas de los pelos manchados de amarillo que le guarnecían el labio superior.

—Y una cosa más —dije—. El artículo de The London Pictorial no le hará ningún daño al negocio. Después de haber visto cómo he excitado los ánimos de medio Londres, esta noche los tendremos aquí a todos.

Después de un momento, Fitzy asintió. Quizá le tuviera terror a la Señora como nos ocurría al resto, pero desde luego no le tenía ningún miedo a llenarse los bolsillos. Se humedeció el rechoncho labio inferior.

—Te quedarás aquí una semana más. Podemos meter en The Comet a más público que en las otras dos salas juntas. Algo es algo.

—¿Eso ha sido idea suya o de Lady Ginger?

—Lo he consultado con ella. —Bajó la vista hacia la página del periódico, que había vuelto a desplegarse con un crujido sobre los tablones del suelo, mostrando la ilustración en la que yo aparecía disfrazada de hombre—. Aquí te pareces mucho a Joseph. ¿Lo sabías, Kitty? —El músculo que tenía debajo del ojo empezó a palpitarle de nuevo—. Yo en tu lugar conservaría esta página. A menos que cumplas con lo que espera de ti la Señora, llegará el día en que este será el único modo que te quedará de poder imaginar a tu hermano.

Me agaché para recoger el periódico del suelo. Fitzy tenía razón. Últimamente, si intentaba recordar a Joey, la cara que veía me llegaba borrosa, como si me estuviera mirando desde debajo del agua. Cada vez que pensaba en él, perdía definición, como si se estuviera borrando. Y no era solo él: cuando pensaba en Alice, ya solo veía a la chica del cuadro.

Era como si Fitzy me hubiera leído el pensamiento.

—Ha desaparecido otra esta semana, así que ya suman ocho. —Sus palabras cayeron como el golpe que yo había logrado esquivar.

—¿Quién ha sido esta vez?

—Polly Durkin… del coro del Gaudy. ¿La conoces?

Por supuesto que la conocía. Antes de pasar seis noches de cada siete colgada en una jaula, Peggy y yo habíamos cuidado alguna noche de Michael, el hijo de Polly, cuando ella tenía que salir. A decir verdad, nunca le preguntamos adónde iba, aunque suponíamos que complementaba su sueldo como mejor sabía, no sé si me explico. Eso no la convertía en una mala persona. A mi entender, la convertía en mejor madre.

Fitzy soltó un gruñido.

—Se acaba el tiempo, Kitty. —Se volvió de espaldas para abrir la puerta, pero no pudo salir al pequeño pasadizo que llevaba al escenario porque de pronto parecía que la mitad de Covent Garden estuviera allí fuera intentando entrar.

Unas magníficas flores rosas se bamboleaban entre un bosque de hojas verdes sujetas con un lazo del tamaño de una carretilla. Las flores se movieron hacia delante y Fitzy tuvo que retroceder cuando Danny se abrió paso a empellones al interior de la habitación. Algunos pétalos cayeron sobre los tablones del suelo cuando logró colarse por la estrecha puerta.

—Maldita sea. ¿Qué diablos es esto?

La voz apagada de Danny surgió desde algún lugar del centro de aquel jardín de helechos ambulante.

—Acaban de llegar, Kitty. Son de un admirador. Alguien las ha dejado en la puerta. —Puso las flores contra la pared y la habitación pareció reducirse a la mitad de su espacio. Olía además a burdel barato.

—También he encontrado esto. —Danny se volvió a coger un rollo de papel que se había metido en la parte posterior de los pantalones. Me lo dio y tiré del delgado cordel negro que lo sujetaba.

Era un retrato mío. Mi cabeza y mis hombros hermosamente dibujados y muy parecidos a la realidad. Llevaba el pelo recogido sobre la coronilla y los ojos, perfilados con unas pestañas como un par cepillos de limpiabotas, miraban hacia la izquierda, como si estuviera pensando en algo mucho más refinado que de dónde procedía el pastel de carne de esa noche. Era sin duda una obra hermosa, delicadamente dibujada, con unas finas líneas curvas y leves trazos de pluma. La suave piel de mis hombros mostraba una exquisita textura. Era casi como si pudieras sentir que allí había algo vivo y cálido si tocabas el papel. Sentí que una ola de calor me subía por las mejillas mientras me preguntaba quién podía haberlo mandado. Me sorprendí pensando —no, «deseando» es más exacto— que quizá lo había enviado James Verdin.

—Hay que admitir que te ha sacado calcada. —Danny miró el dibujo por encima de mi hombro, y hasta Fitz se acercó a echar un vistazo.

—Pero ha escrito mal tu nombre. —Señaló una palabra escrita con enmarañada caligrafía—: «Filomela». ¿Quién será? De todas formas, una cosa debemos reconocerte: estás estupenda, ya lo creo. —Soltó un bufido—. Después del artículo de The London Pictorial, vas a tener persiguiéndote a todos los idiotas que se las dan de artistas, Kitty. Pero no te distraigas. Hay mucho que hacer. —Me di cuenta de que había olvidado su objeción a que me hubiera disfrazado de caballero y de que estaba muy animado pensando en los beneficios económicos que iba a sacarle a mi notoria reputación—. Apártate. —Empujó a Danny a un lado y se alejó pisando fuerte por el pasillo.

Danny recorrió con la mirada el pequeño camerino.

—Entonces, ¿Peggy vendrá esta noche?

Su pregunta me pilló por sorpresa. Hacía un par de días que yo no veía a Peggy y esperaba que Danny me dijera por qué. Aunque la había echado en falta las dos noches anteriores, cuando los admiradores habían visitado el camerino, había dado por supuesto que había una buena razón que explicaba su ausencia. A fin de cuentas, no estábamos todo el día juntas, y me habían dicho que había un par de chicas en su pensión con neumonía.

Negué con la cabeza.

—La última vez que la vi fue el sábado, cuando me ayudó a abrocharme el corpiño. Y luego volví a verla después de la función…

Guardé un instante de silencio cuando me acordé de James, resplandeciente como un soberano recién acuñado, sentado esa noche allí mismo, en mi camerino, y sentí que me ardían de pronto las mejillas y el cuello. «Maldita sea, compórtate, muchacha». Me fingí ocupada con los frascos que tenía sobre el tocador.

—Creía que estaba contigo, Dan. ¿Pasa algo?

Negó con la cabeza y cerró los puños.

—Yo tampoco la he vuelto a ver desde el sábado.