Capítulo quince

Lucca apareció de nuevo al día siguiente mientras yo estaba en el taller del Gaudy buscando a Peggy.

Había pensado que debería tener una pequeña charla con Peggy, porque se me ocurrió de pronto que quizá ella tuviera mucho que decir acerca de mis visitas. Y quería asegurarme de que si tenía mucho que decir, me lo dijera a mí y a nadie más, aparte de Danny. (Probablemente a esas alturas él ya estuviera al corriente).

En cualquier caso, Peggy no estaba en su habitación, así que fui a buscarla al taller.

Algunos domingos Danny y ella compartían una botella y comían algo a media tarde y se me ocurrió que quizá los encontrara juntos. En los teatros no solíamos llevar un horario regular. De todos modos, y aunque fuera solo con un poco de beicon hervido y un par de rebanadas de pan, nos gustaba mantener la apariencia de que el domingo era un día distinto a los demás.

Pero el taller estaba tranquilo. Tan solo había allí un viejo carpintero trabajando en un fragmento de escenografía pintada como un jardín. La señora Conway estaba empeñada en cantar su canción sobre el Día de San Valentín y las tórtolas eligiendo pareja. Según mi opinión, la pobre mujer salía con ese número con treinta años de retraso, pero era una luchadora de los pies a la cabeza, eso nadie podía negárselo.

Emprendí el camino de regreso por el patio adoquinado cuando oí un silbido: Lucca.

Me volví y le vi entrar en ese momento desde el callejón trasero, el mismo por el que Fitzy me había llevado la vez que había visto a Lady Ginger en su carruaje. Lucca estaba arrebujado en un grueso abrigo. No llovía desde hacía dos días, pero una capa de hielo amarillo cubría el suelo.

Mentiría si dijera que no me alegré de verle. Quería contarle lo de Joey y preguntarle algo más específico. Aun así, también estaba molesta: no me había gustado que desapareciera así, sin decirme nada.

—¿Se puede saber dónde has estado? —Me planté las manos en las caderas y no me anduve por las ramas.

Él señaló al taller con una inclinación de cabeza.

—Aquí no. Dentro.

—El viejo Bertie está allí trabajando.

—Está sordo. No nos oirá. Vamos.

Le seguí por la amplia puerta y la cerré de un portazo a nuestra espalda. Lucca empezó a subir por la escalerilla de madera que llevaba a la planta superior. Bertie nos miró y me guiñó un ojo. Luego dejó escapar una especie de sorbido que supuestamente debía de sonar como un beso, o al menos eso pensé. Hizo una mueca y asintió en dirección a las piernas de Lucca, que justo en ese preciso instante desaparecían sobre nuestras cabezas. Solo le quedaba un diente en la parte frontal de la boca.

«¡Jesús! Otro más que cree que estamos juntos», pensé, presa de una repentina descarga de calor al acordarme de James y de su visita la noche anterior. ¿Cómo sería besarle?

Intenté no pensar en eso mientras me recogía la falda entre las piernas y seguía a Lucca por la escalerilla.

Cuando llegué arriba, no vi adónde había ido. Había viejos decorados, trapos y montones de material pintado por todas partes. También allí apestaba a pintura y a aguarrás, pero no había ni rastro de Lucca. Entonces vi un pequeño resplandor procedente de una trampilla situada al fondo del almacén y me acerqué hasta allí, agachándome casi hasta tocarme con la barbilla las rodillas para poder colarme al otro lado. Jamás había estado allí antes, ni siquiera sabía que existía ese lugar.

—Bienvenida a mi estudio, Fannella.

Lucca había encendido una pequeña linterna e intentaba prender los restos de una vela en un plato que había en el suelo. La llama parpadeó a merced de una corriente de aire antes de extinguirse.

—Es un espacio muy mísero para un pintor, pero es todo lo que tengo.

Las paredes estaban cubiertas de cuadros y dibujos: personas, animales, casas… todo de hermosa ejecución.

—No sabía que tenías todo esto aquí arriba. —Me acerqué a una pared en la que había una hoja de papel clavada a una viga—. ¿Quién es?

El chico del dibujo tenía un espeso cabello rizado y los ojos grandes y oscuros: tristes y hundidos como si hubieran quemado el papel y se hubieran grabado en la madera que había detrás. Habría jurado que bien podían dejar allí una marca si retirabas el papel.

Lucca se volvió a mirar y una sombra pareció nublarle el rostro. Fue el parpadeo de la vela que seguía todavía intentando prender.

—Nadie. Lo he copiado de un libro.

—Es bueno. La verdad es que son todos muy buenos, Lucca. —Me desplacé por la pared y miré un dibujo de un caballo en plena carrera. De cerca no era nada demasiado especial, apenas unas líneas bosquejadas, pero si te alejabas de la pared todo se unía hasta formar una enloquecida maraña de miembros y de crines arremolinándose sobre el papel.

—Caramba… eres un artista de verdad. Aquí estás desperdiciando tu talento.

A decir verdad, todos sabíamos que Lucca era bueno, pero aparte del ocasional boceto de unas manos o de algunas de las chicas y de su trabajo de pintura para las salas, yo nunca había visto su obra, aunque él hablaba de ella a menudo.

Lucca se encogió de hombros.

—Me ha parecido que era hora de enseñártela. Después de haber visto… —Guardó un instante de silencio—. Después de lo de la galería y el cuadro, me ha parecido que debería ser más honesto sobre mí, sobre mi arte. Eso es todo, Fannella. No tengo nada de lo que avergonzarme. —Parecía casi enfadado.

Lucca recorrió con la mirada los cuadros que colgaban de las vigas y que estaban repartidos sobre los tablones del suelo, a su espalda, y, durante apenas un segundo, volvió a parecerme. Es difícil expresarlo con exactitud, pero parecía atormentado. No como si hubiera visto a un fantasma, sino como si un fantasma estuviera mirando a través de sus ojos.

—Aquí podemos hablar. Ven, mira esto.

Negué con la cabeza.

—Antes tengo que contarte algo. Ha cumplido con su palabra. Me refiero a la Señora. Le ha cortado el dedo a Joey y me lo ha dado. Ayer fui a verla para contarle lo del cuadro y lo de las chicas, pero no sirvió de nada.

La piel bronceada del rostro de Lucca palideció hasta teñirse de un amarillo ceniciento.

—Sin duda eso es suficiente. Ahora que le has dado la información, podrá…

—¿Podrá qué? —Imité la voz de la vieja grulla—. Me dijo que le había llevado despojos y que quería más. Y luego me dio esto. —Rebusqué en el interior del corpiño y extraje el medallón de san Cristóbal y el anillo.

—Es de Joey. —Le tendí el anillo y el oro brilló a la luz de la vela. Parpadeé con fuerza—. He tenido que arrancárselo del.

Lucca maldijo entre dientes y luego se acercó y me abrazó. Nos quedamos así durante un instante y vi cómo nuestro aliento se mezclaba en el aire frío del estudio.

—¿Y ahora qué, Fannella?

Bajé la vista hacia el anillo que tenía en la mano.

—Nada. No sé qué hacer. Anoche, después de la función, vinieron a verme unos caballeros al camerino.

Me callé. De pronto no me apetecía contarle que James Verdin había ido a verme.

—¿Y? —Lucca parecía ansioso—. ¿Acaso alguno intentó…?

Negué con la cabeza y no le miré a los ojos cuando seguí hablando.

—Eran solo… admiradores. No sé cómo voy a descubrir nada más así, por mucho que Fitzy y Lady Ginger se empeñen. Ella dijo que estaba dispuesta a concederme más tiempo, pero no la creo. Ya le ha hecho daño a Joey. Lo único que tenemos es el cuadro y ella no quiere saber nada de eso.

—Por eso quería enseñarte esto. —Lucca se arrodilló y dio unas palmadas al libro que estaba en el suelo de madera. Era un ejemplar viejo y la cubierta de piel estaba decorada con elegantes filigranas de oro.

—¿De dónde lo has sacado? —Me senté a su lado, cruzando las piernas debajo de la falda.

No me contestó, así que cogí el libro y lo abrí por la primera página. Había una etiqueta cuadrada pegada al papel: «Propiedad de la biblioteca de la Fundación de los Paisajistas Británicos».

—Entonces, ¿lo has robado? —Lucca ya me había dicho en alguna ocasión que tenía una habilidad para «tomar prestados» libros. La mayoría de los que tenía debajo de la cama eran «prestados». Un tipo como él no podía permitirse la letra impresa.

Intenté sonreír.

—Vaya, qué hermoso detalle para un domingo, ¿no?

Se encogió de hombros.

—Tenía que enseñarte una cosa, Fannella, y de todos modos hace años que nadie lo consulta. ¿Por qué no iba yo a tenerlo? —Pasó un largo dedo moreno por la cubierta e inmediatamente brillaron las doradas filigranas doradas del cuero. Lucca sentía adoración por los libros antiguos y sin duda tenía un don para hacerse con ellos. A veces me preguntaba qué le ocurriría si le pillaban.

—Venga, enséñamelo. —Me froté las manos resecas—. Y después quiero preguntarte algo.

Empezó a pasar las páginas con gran reverencia, como si aquello fuera una condenada Biblia. El libro estaba lleno de imágenes, como yo ya había imaginado, todas protegidas por unas finas láminas de papel que crujían cuando Lucca las alisaba, volviendo a colocarlas en su sitio.

—Aquí está. Mira.

Inclinó el libro y movió el plato con la vela para que pudiera verlo mejor.

—¿Lo ves?

Negué con la cabeza.

—¿Ver qué? Es un campo, ¿no? Y una montaña… y a ese manchurrón de ahí no le iría mal un poco más de ropa.

Lucca suspiró.

—El cielo, Fannella, mira el cielo y el río. Aquí.

Trazó la línea del agua que cruzaba el cuadro. Incluso en la reproducción parecía brillar de un modo especial. Como el brillo del abrigo de un ricachón. Volví a acordarme de James, aunque fue tan solo un momento, pero entonces entendí a qué se refería Lucca.

—¡Es la pintura! ¿El Dorado de Silla que comentaste en The Artisans?

—Dorado de Sicilia —me corrigió, asintiendo—. Ahora lee a partir de aquí. —Señaló las líneas que estaban escritas al pie del cuadro.

Me incliné un poco más sobre el libro. La letra era abigarrada y la página estaba manchada en la parte inferior, lo cual dificultaba ver con claridad las palabras. Seguí las líneas con el dedo… y empecé a leer despacio.

—«La obra maestra de C… Corretti, Pers… Perséfone en los Campos Elíseos, pintada para la Casa de Bagnia de Palermo…», caramba, Lucca, ¿por qué no tienen nombres normales como el resto de nosotros?, «fue destruida en el gran terremoto de 1693. Aclamada por ser el ejemplo más exitoso del uso del Dorado de Sicilia por parte del pintor a escala m… mon… monumental, la pérdida de Perséfone en los Campos Elíseos está considerada una de las mayores tragedias del arte. Ya en 1693 el cuadro fue famoso por ser el último de los cinco grandes encargos del pintor que había sobrevivido. Cuando Corretti murió, en 1534, el secreto del Dorado de Sicilia ex… expiró con él. A pesar de que muchos han intentado recrear este extraordinario y, según algunos, “mágico” pigmento, todos han fracasado en el intento. La única certeza que perdura es que el proceso estaba p… plagado de peligros y que incluía sus… sustancias de la más tóxica naturaleza. El propio Corretti tenía tan solo veinticuatro años cuando murió. Br… Branc… Brancazzo, un pintor coetáneo del artista, escribió que su cuerpo había envejecido prematuramente. Este fac… facsímil se creó a partir de dibujos contemporáneos de la obra original de Corretti que están ahora a buen recaudo en la colección de los condes de Bagnia».

Dejé de leer y miré a Lucca.

—Entonces el Dorado de Sicilia es veneno. ¿Eso es lo que significa «tóxico»?

Asintió.

—Prácticamente todas las pinturas son veneno. Les da profundidad, a veces el color y a menudo ayuda a que se mantengan en el lienzo.

—¿Como el arsénico?

Lucca volvió a asentir.

—Pero el Dorado de Sicilia era distinto. Cuando fui aprendiz en Nápoles era… leggendario…… una ¿leyenda? Dicen que Corretti había descubierto el modo de crear la pintura más perfecta y hermosa. Sus obras eran admiradas y temidas porque parecían tener vida propia… soprannaturale. Pero también eran temidas porque la pintura era en sí misma letal. Se cuentan viejas historias que hablan de que sus obras traen mala suerte… la gente creía que eran fuente de infortunio. Por eso las destruyeron todas. Esta —señaló la imagen del libro— fue la última, pero entonces el gran terremoto…

—También la destruyó… ¿y por eso lo único que ahora nos queda es esta copia y la historia sobre la pintura?

Lucca asintió.

—Y cuando él murió, nadie consiguió descubrir cómo hacerlo. —Cerró el libro—. Hasta ahora. He vuelto a ver Las muchachas del bermellón.

Sentí como si alguien me hubiera agarrado por el espinazo y me lo hubiera retorcido. Me estremecí al pensar en el cuadro.

—No entiendo cómo has podido volver allí. Esa cosa es maligna.

—No ha sido fácil, Fannella, pero tenía que volver a verlo para estar seguro.

—¿Seguro de que aparecían todas? Creía que estaba condenadamente claro. No, lo que a mí me parece es que estabas interesado en esa vieja pintura amarilla. —Estaba furiosa con él.

—Exacto. Tenía que volver a verla para asegurarme y ahora lo estoy. El pintor está usando el Dorado de Sicilia. Ha descubierto el modo de volver a prepararlo trescientos años después de que se perdiera el secreto. No es solo un gran pintor. —Abrí la boca para soltarle alguna de las mías, pero él levantó la mano—. Aunque, como tú bien dices, Las muchachas del bermellón es un cuadro maligno, es obra de un maestro. El pintor es un alquimista, además de un genio.

—¿Un qué?

Alchimista, aquí decís «alquimista», como un mago, sì?

—No, no lo veo. Pero te diré una cosa: si es un mago, domina condenadamente bien el número de la desaparición. Tengo que descubrir quién es, Lucca.

Froté el pulgar contra un clavo viejo que asomaba entre los tablones del suelo.

—Las chicas del cuadro, ¿crees que siguen vivas?

No dijo nada, así que supe cuál era su respuesta.

Apreté la yema del pulgar con fuerza contra el clavo hasta que dolió.

—Esto ya no tiene solo que ver con Joey. No dejo de soñar con Alice, con su pequeña trenza colgándole sobre el hombro y ese collar al cuello. En Maggie Halpern… si también la tiene a ella, qué…

—¿Qué será lo siguiente? —Lucca guardó un instante de silencio—. Temía decirte esto, pero se habla de una nueva obra. El pintor está trabajando en otra obra. Uno de los encargados me ha dicho que la galería The Artisans ha adquirido los derechos en exclusiva para mostrar su próximo cuadro.

—¿Y qué más te ha dicho? ¿Sabía algo sobre él? ¿Quién es? ¿De dónde? Tiene que haber algo.

Lucca negó con la cabeza.

—He intentado enterarme de lo que he podido, pero no hay más que decir. El autor ha exigido absoluta discreción. El encargado me ha dicho que unos operarios llevaron Las muchachas del bermellón a la galería y lo colgaron en mitad de la noche. No permitieron que nadie de la galería estuviera presente. Lo único seguro es que nadie sabe nada de él.

Sentí una descarga de excitación.

—Bien, creo que ahí te equivocas. Esa es la otra cosa de la que quiero hablarte. ¿Te acuerdas del artículo del periódico que me mostraste? ¿Ese que decía todas esas chorradas sobre el «genio desconocido»? —Lucca asintió—. El artículo iba más allá, ¿no? La primera línea decía: «Este periódico exige conocer la identidad del maestro cuya mano ha dado vida de un modo tan perfecto, tan… pulcro y lastimoso a Las muchachas del bermellón en la galería The Artisans de Mayfair».

—Sí, eso es exactamente lo que dice. Tienes una extraordinaria memoria, Fannella, pero no veo qué…

—No, escucha otra vez: «Este periódico exige conocer». Si hay alguien que está en situación de saber algo, es la gente del periódico. Imagino que deben de estar en ello. Incluso aunque no tengan un nombre, me apuesto contigo una botella de la mejor cerveza negra de Fitzy a que alguna información sobre él sí tienen.

Lucca se arrancó un poco de pintura de debajo de la uña del pulgar. Un instante después se volvió a mirarme, muy atento.

—Eres mucho más inteligente que tu hermano, Kitty, lo sabes, ¿verdad?

El comentario me exasperó.

—No seas ridículo. Todo el mundo sabe que Joey tenía, no, tiene un cerebro como el de un relojero. Pero ¿qué me dices? ¿Me acompañarás a la redacción de The London Pictorial News, por favor?

—¿Cuándo?

—Mañana por la mañana a primera hora. Y no pienso ir vestida de hombre otra vez, si es eso lo que estás pensando. No, esta vez será una visita de la señorita Kitty Peck, el Pardillo de Limehouse.

Lucca sonrió.

—Por supuesto que iré contigo. No me perdería ese número por nada del mundo. Pero no tendrás que comprarme la cerveza negra, prefiero el champán —añadió, arqueando la ceja.

Solté un bufido.

—Ni que lo hubieras probado alguna vez, Lucca Fratelli.

Me alisé la falda y me levanté.

—Debo irme. Esta noche tengo que estar en The Comet a las seis. Danny está preocupado por las cadenas y quiere ajustar el equilibrio de la jaula conmigo dentro.

Fui hacia la escalerilla y, cuando a punto estaba de empezar a bajar por ella, se me ocurrió una cosa.

—Lucca, ¿qué significa exactamente «pulcro»? ¿Es algo sucio?

Lucca tosió, aunque creo que en realidad se rio.

—Significa «hermoso». Como tú, Fannella.