Capítulo catorce

Me senté en el columpio con la medalla de san Cristóbal y el anillo de sello de Joey en la mano… Me estremecí cuando volví a pensar en lo que la Señora le habría hecho, en lo que él debía de haber sentido cuando sus hombres le habían abordado con un cuchillo. Aparté las imágenes de mi cabeza, pero rápidamente quedaron reemplazadas por una sensación de impotencia. Creía que había llevado una información valiosa a Lady Ginger, pero no había sido suficiente. Sostuve la cadena delante de mí y bajé la vista hacia el anillo de oro. Lo había añadido a la medalla para tenerlo cerca.

Me pregunté dónde estaría Joey… en algún rincón del Paraíso, o al menos eso me decía la intuición. Aparte del music hall, los intereses de la Señora se extendían por los muelles hasta perderse por las calles del otro lado como los sedosos hilos de una tela de araña. Solo necesitaba mover uno de sus dedos de uñas negras para atrapar a un alma. Joey había caído en sus redes y dependía de mí para que le liberara.

Cerré los ojos e intenté imaginarle, pero en vez de su rostro solo pude ver su recortado trozo de dedo. La Señora se lo había cortado, tal como había anunciado, y yo tenía la culpa. No había cumplido con lo que esperaba de mí.

Pero ¿qué era lo que quería? Ya le había contado lo del cuadro y ella lo había llamado «despojos».

Tráeme más y que sea pronto, de lo contrario tu hermano lo lamentará.

Cuando salí atropelladamente del almacén, el aire gélido me despejó el opio de la cabeza. Sin embargo, nada se aclaró. Mi primer impulso fue arrojar el maldito paquete al río y entré por el Limehouse Pier, pero allí de pie, mirando al agua fangosa mientras hacía girar la caja una y otra vez en las manos, no fui capaz. Terminé por guardármela en el bolsillo y me la llevé a casa de Madre Maxwell. Allí decidí esconderla debajo de un tablón del suelo y esperar hasta que hubiera podido pensar con más claridad.

¿Qué se suponía que debía hacer con el dedo? ¿Enterrarlo, quemarlo o guardarlo? Lo primero me pareció un poco prematuro, pues entendí que el resto del cuerpo de Joey estaba claramente vivo en alguna parte. Lo segundo me pareció una falta de respeto, y lo tercero, simple y llanamente antinatural. Como una de esas reliquias de las que me había hablado Lucca.

Al parecer, en el pueblo de Lucca había una iglesia en la que una vez al año se podía besar el pie momificado de una vieja monja. El resto del tiempo el pie permanecía a buen recaudo bajo el altar en un estuche de oro, con un portaligas de pequeñas flores perladas alrededor del tobillo.

Me llevé el medallón de san Cristóbal de Joey a los labios y lo besé.

—¿Me has oído, Kit? Tenemos que revisar a fondo estas cadenas. —Danny estaba ensartando cuatro ganchos metálicos a otros tantos aros situados en la base de la jaula y ajustando la gran cadena central que me levantaba desde el escenario para pasearme sobre la sala todas las noches. Faltaban diez minutos para que abrieran las puertas del teatro e íbamos retrasados.

Volví a guardarme el medallón y el anillo en el corpiño.

—Oye, no será peligroso, ¿verdad? —Me subí el lado derecho de vestido, donde las cuentas de cristal cosidas a la tela se me clavaban en el sobaco—. Ayer mientras cantaba la canción me pareció que rascaba con algo, aunque supongo que eso es algo previsible, ¿no?

Danny se rascó la barbilla y miró la cadena.

—Creo que hay que engrasarla… eso es todo. Pero es mejor tener cuidado. Ya hemos cambiado dos veces las cuerdas que hacen de guía.

—Lo sé, y si me siento segura es gracias a ti y a lo puntilloso que eres. —Sonreí y añadí—: Todo lo segura que puede sentirse una chica mientras está colgada a treinta metros de altura sin una red que pueda pararle caída.

Danny negó con la cabeza.

—Tienes arrestos, Kitty. No hay muchas chicas, ni tampoco operarios, para qué engañarnos, capaces de hacer lo que haces tú allí arriba. Peggy dice que no puede mirar.

Me gustaba tener cerca a Danny. Como Peggy, también él nos seguía, a mí y a mi jaula, de un teatro al siguiente, y se ocupaba de las reparaciones y de las distintas ubicaciones de cada noche. En cualquier caso, debo decir que yo sospechaba que era a Peggy y no a mí a la que no le quitaba ojo.

—Kitty, ¿puedo hacerte una pregunta?

«Ya estamos», pensé. «Ahora me preguntará también él por Lucca». Me recliné sobre el columpio, planté los pies sobre la tarima del escenario y le miré de reojo.

—Preguntar es gratis, pero eso no significa que vaya a darte una respuesta, Danny Tewson.

A decir verdad, me sentía un poco incómoda con todas esas especulaciones sobre Lucca y sobre mí. No tendría que haberme quedado a pasar la noche en The Wharf hacía dos días, eso estaba claro, pero lo peor era que desde entonces no había vuelto a verle. Lucca había desaparecido como un zorro herido, y por alguna razón yo me sentía responsable de lo ocurrido.

Danny se agachó y empezó a anudar una cuerda a uno de los ganchos. No levantó la vista al hablar.

—Se dice por ahí que te han obligado a hacer esto, Kitty; que Fitzy te tiene pillada con algo. Peggy dice que.

—¿Qué es lo que dice Peggy? —hablé con un tono más afilado del que me habría gustado emplear. Excepto a Lucca, yo no le había contado a nadie una sola palabra de lo que estaba a ocurriendo.

Danny levantó la mirada. Debió de percibir mi tono de voz y lamentó haber mencionado a su chica.

—Nada. No ha dicho nada. Es solo que cree que te han… que tú… que estás asustada o algo. Y sabemos que no es por la altura ni tampoco por el miedo escénico. Entonces, ¿qué es?

Como yo no respondí, él insistió.

—Y no eres solo tú. Peggy dice que Fitzy está aterrorizado, como si tuviera al mismísimo diablo respirándole en el cuello. Dice que se ha descargado con la señora C. Le ha hecho daño, ¿lo sabías? Se siente mejor si puede desahogarse con alguien. Ayer la pillé con un frasco de pomada Holloway’s.

No me pareció probable que Peggy la estuviera usando con la señora Conway.

Danny escupió en la tarima y masculló algo entre dientes.

—Y encima todas esas chicas que no paran de desaparecer. Si pudiera la sacaría de esta vida, pero ¿adónde iríamos? Estamos todos atrapados en el Paraíso como las ratas del taller, ¿verdad? —Me miró directamente, escudriñándome la cara como si intentara leer algo en ella.

Agradecí el repentino chorro de luz que me iluminó de pronto desde las candilejas que bordeaban la parte delantera del escenario semicircular del Comet.

—Cinco minutos. ¡Vamos, vamos! ¿No debería esa jaula estar ya en el aire? Moved el culo, chicos. ¡Vamos, vamos!

El gallardo señor Leonard miró su reloj de oro de bolsillo y me miró en el interior de la jaula con los ojos entrecerrados.

—Hoy hay mucha gente fuera esperando verte, Kitty. Pon un poco más de entusiasmo que anoche, ¿eh? Sé una buena chica.

Me agarré a las cuerdas del columpio y entrelacé mis pies enfundados en sus chinelas a las barras al tiempo que la jaula iniciaba con un movimiento brusco el ascenso desde el escenario y empezaba a balancearse hacia arriba y hacia el centro de la sala. A medida que ascendía más y más, la gran cadena que unía la jaula al techo de yeso del Comet empezó a rechinar y a chirriar, y tuve que apretar los dientes.

«Danny tiene razón», pensé, «hay que engrasar la cadena». De hecho, cuando me paré a pensar en ello, me di cuenta de que Danny tenía razón en muchas cosas. Fitzpatrick estaba asustado, y si un hombre como él estaba preocupado, solo Dios sabía cómo debíamos sentirnos los demás.

Sobre mi cabeza, la cadena rechinaba y chirriaba mientras la jaula alcanzaba su posición. Vibró un poco, pero yo ya estaba acostumbrada. The Comet era más amplio que The Gaudy y que The Carnival, y desde allí tenía una vista excelente. Solté los pies de las barras, me balanceé hacia atrás y me acomodé en el columpio. Desde el escenario, el señor Leonard señaló con una inclinación de cabeza a la puerta de doble hoja situada al fondo y enseguida los espectadores empezaron a entrar en tromba a la sala. Como de costumbre, hubo no poco barullo para acceder a los asientos que estaban justo debajo de mí. Vi que Leonard había incluido más mesas que de costumbre y que las camareras apenas podían moverse entre ellas con sus bandejas. Me acordé entonces de la última vez que había visto a Maggie y me estremecí, aunque allí arriba no hiciera ni pizca de frío.

Y encima todas esas chicas que no paran de desaparecer. Me vinieron a la cabeza las palabras de Danny. ¿Estaría allí esa noche el hombre responsable de todo eso?

Vi que un grupo de caballeros llenaba uno de los palcos laterales. «¿Y estos de dónde habrán salido?», pensé cuando un tomate lanzado desde algún punto situado en el centro de la sala se estampó contra un lustroso cuello de piel. Se oyeron risas y una inmensa oleada de vítores cuando un ricachón asomó la cabeza por la barandilla y recibió otro impacto directo. Vi que estuvo a punto de irritarse, pero en ese momento me vio en la jaula y su expresión se volvió amable y soñadora.

Me acordé entonces de los hombres de la exposición, tan limpios y almidonados por fuera y tan inmundos por dentro. A fin de cuentas, cualquiera capaz de disfrutar de ese cuadro era tan malvado como el hombre que lo había pintado, quienquiera que fuese.

Tenía que encontrar como fuera la respuesta a esa pregunta.

«Un genio desconocido», así era como le había llamado The London Pictorial. Justo entonces, esa frase despertó algo en mi cabeza, pero en ese mismo instante empezó a sonar la música.

«Vamos, Kitty», pensé, apretando las rodillas sobre la barra del columpio, inclinándome hacia atrás y estirando los brazos al tiempo que empezaba a girar y a cantar.

—Esta noche has estado fantástica, pero ahora pareces agotada.

Peggy me estudió atentamente la cara y me ofreció un bote de grasa y un paño.

—Normalmente hago maravillas con una caja de pinturas, pero cuando alguien está cansada como un perro no se puede hacer mucho.

Negué con la cabeza.

—Tengo que quedarme. Fitzy dice que me toca entretener a los admiradores. —No le dije por qué. Tan solo pensarlo me dejó la boca seca.

Peggy hizo una mueca.

—Necesitas descansar, Kitty. Le estaba contando a Danny.

—Sí, eso, ¿qué es lo que has estado contándole a Danny? —la interrumpí bruscamente—. Por lo que sé, habéis estado hablando de mí a menudo a mis espaldas. Yo no comento tus cosas con nadie, así que te agradecería que me devolvieras el favor.

Peggy arrugó sus bonitos labios.

—Yo… estamos preocupados por ti, eso es lo que ocurre. Esto no es normal… que te subas allí arriba todas las noches, ni que tengamos que ir de teatro en teatro todas las semanas. En cuanto a Fitzy… bueno, él…

Guardó silencio y empezó a recoger cosas del suelo.

Me arrepentí de haberme comportado como lo hice.

—Yo… ya me he enterado, Peg. No ha sido la señora Conway, sino tú, ¿verdad? ¿Estás bien?

—Vaya, ya veo que no soy aquí la única que se va de la lengua. —Se desabrochó los botones del cuello alto del vestido y separó la tela—. No le digas nada a Dan. No puedo dejar que vea esto. —La herida que le rodeaba el cuello, y que supuse debía de ser aún más profunda, estaba entreverada de marcas violetas, negras y verdes.

—Parece peor de lo que es —dijo, volviendo a abotonarse.

—¿De verdad?

Peggy suspiró.

—No, de hecho el dolor me está matando, pero si le planto cara, se enfada. Y tampoco es que llegue a… es cuando… —se interrumpió y guardó silencio.

Me acordé del episodio que había ocurrido en mi camerino hacía un par de días y le tomé la mano.

—No sé qué decir.

Se encogió de hombros.

—Bregaré con Fitzy. No me queda otro remedio. ¿Quieres que te quite todo la pringue de la cara o prefieres hacerlo tú?

—No te preocupes. Vete, anda. Por cierto, tu Dan me ha dicho que la semana que viene va a engrasarme la cadena —añadí, arqueando una ceja.

—¿Ah, sí? Tendremos que tener una pequeña charla sobre eso. —Peggy sonrió y me lanzó el paño a la cabeza. En ese mismo instante se abrió la puerta y apareció el señor Leonard.

—Tienes visitas, Kitty. Haz que se sientan como en casa. Fitzpatrick insiste en que debes recibirlos. Te los mandaré en un minuto.

Estudió detenidamente mi vestido con una mirada profesional.

—Deberías retocarte el cuello del vestido. Enseña un poco, mujer. Esa es mi chica. Y tú, Peggy, dale un toque de rouge, ¿no te parece? ¿Y quizá también un poco más de sombra alrededor de los ojos? Y recuerda: siéntate recta, sé amable y sonríe. El negocio es el negocio.

«Pero ni de lejos la clase de negocio que tiene en mente», pensé mientras Peggy revoloteaba a mi alrededor con la caja de pinturas.

—¿Quieres que me quede contigo, Kitty? No me importa. Es la primera vez que recibes, ¿verdad?

Bajé la vista mientras ella me pintaba los ojos y junté las manos con tanta fuerza que los nudillos se me tiñeron de blanco bajo la piel.

Las palabras de Fitzy nadaron en mi cabeza: Eres un anzuelo, Kitty Peck, y es hora de dejar que piquen.

Las puertas se abrieron de par en par.

—El Pardillo de Limehouse en su alcoba. Qué delicia.

James Verdin entró al camerino. Tuvo que agacharse un poco para pasar por la puerta y luego se quitó el sombrero y saludó con una inclinación de cabeza.

—Edward, John, nuestro pájaro está en el nido.

Los dos hombres que le habían acompañado en la galería The Artisans entraron tras él, y de pronto el camerino pareció extraordinariamente caluroso y abarrotado.

Enseguida Edward Chaston se quitó el sombrero.

—Es un placer volver a encontrarla, señorita Peck.

John Woodruff se quedó mirando a Peggy. Parecía un cachorro delante de un hueso especialmente jugoso que no puede alcanzar.

—¡Cuida esos modales, John! —James golpeó a su amigo con el bastón de punta de plata que yo ya había visto en su día. John apartó la mirada de Peggy.

—Disculpe, señorita Peck. Encantado de retomar nuestra relación, como tan bien lo ha expresado ya Edward. Y, si me permite el comentario, la de esta noche ha sido una actuación realmente inspiradora. Felicidades.

—Bravo, sin duda. —James sonrió, mostrando unos dientes blancos y uniformes. Ahora que se había quitado el sombrero, pude por fin ver con claridad sus rasgos duros y angulosos. Parecía una raza superior de lebrel y me miraba fijamente.

—Era tu primera vez, ¿verdad, Woody? Edward y yo ya hemos visto a la señorita Kitty en su jaula al menos en tres ocasiones, ¿no es cierto?

Edward asintió y sonrió. A pesar de la penumbra que reinaba en el camerino, volví a fijarme mientras hablaba en lo azules que tenía los ojos.

—Actúa usted con donaire y elegancia, señorita Peck. James no ha tenido que esforzarse mucho para convencerme de que debía acompañarle…

—Aunque no habíamos estado antes en este lugar. ¿Qué te parece, Eddie? —Vi que cuando interrumpió a su amigo, James recorrió con la mirada el camerino y lo encontró visiblemente deficiente. Me pregunté qué opinaría de los camerinos del resto de las salas. A fin de cuentas, The Comet era la más elegante de las tres.

—Yo digo que la belleza puede encontrarse en los lugares más inesperados. —Edward se volvió a mirar a John Woodruff y dijo—: Y bien, ¿qué te ha parecido, Woody?

John Woodruff se encogió de hombros y se rio. Fue un sonido agudo y débil, más propio de un escolar que de un hombre adulto.

—Bien, como ya he comentado a menudo, nuestro amigo Verdin tiene el don de descubrir para nuestro deleite los lugares y a la gente más extraordinaria. Y esta noche no ha sido una excepción. —Su mirada volvió a clavarse en Peggy, cuyos ojos eran en ese momento del tamaño de un par de platos—. Confío en que nos presentará usted a su preciosa acompañante, señorita Peck.

Sentí que me ardían las mejillas cuando me levanté, encogiendo hacia delante los hombros en un intento por subirme el cuello del vestido y reducir así la cantidad de carne que quedaba al descubierto. De repente, me sentí humillada. Habría preferido estar vestida de muchacho de nuevo.

—Bu… buenas noches, señor Verdin. Caballeros… —tartamudeé antes de continuar—: les presento a mi amiga, la señorita Peggy Worrow… —Peggy y yo habíamos visto a menudo los grupos de admiradores que hacían cola después de la función, pero ninguno de ellos había sido tan distinguido ni tan descarado como ese. El hecho de que todos parecían conocerme no le pasó desapercibido a Peggy, que empezó a poner los ojos en blanco en cuanto John le dio la espalda. No pude culparla, pero no quería tampoco que supiera lo que Lucca y yo habíamos estado urdiendo—… que ya se iba —proseguí, señalando hacia la puerta con una inclinación de cabeza.

Los labios de Peggy se tensaron ostensiblemente y replicó:

—Aunque si crees que me necesitas estaré encantada de quedarme contigo, Kitty. —Hizo una mueca con la que sugirió que sin duda era así como me sentía.

—No, no será necesario —le dije—. Sé que tu Danny estará esperándote.

—¿Estás segura del todo, Kitty? —Fue una petición, no una pregunta. La pasé por alto.

—¿Se unirá a nosotros el extranjero de peculiar aspecto? —A Edward su propia sugerencia pareció resultarle muy divertida. Me sonrió al tiempo que sus ojos brillaron como si estuviera compartiendo una broma, y luego me guiñó un ojo. Las cejas negras de Peggy se arquearon bruscamente más rápido que un petardo.

Ese fue el final de mi secreto.

—P… la señorita Worrow ya se iba —dije con firmeza, evitando su mirada.

Cuando Peggy abandonó a regañadientes el camerino, John Woodruff le dio una palmada en el trasero.

—¿Danny, se llama? —dijo—. Perro afortunado.

Me alegré de que se marchara. Me resultaría más fácil lidiar con sus preguntas más tarde. Aunque de pronto me sentí como si me hubiera quedado allí desnuda delante de todos ellos. Me subí un poco más los tirantes del vestido. Y aunque normalmente siempre sé qué decir, esa noche me había quedado muda como un abadejo.

—Por favor, tome asiento, señorita Peck. Al parecer, la hemos interrumpido en plena toilette. —James señaló mi silla con el bastón y volví a sentarme—. Le ruego que disculpe esta intrusión, pero después de haberla conocido en la galería en tan fascinantes circunstancias, confieso que yo… es decir, que mis amigos y yo, apenas hemos hablado de otra cosa. —Edward sonrió y ejecutó una leve inclinación de cabeza, y John soltó una especie de bufido al tiempo que James seguía hablando—. Y como Woody no la había visto actuar… en el sentido tradicional de la palabra… hemos decidido organizar una excursión. Y aquí nos tiene. Me congratula decir que esta noche su actuación ha resultado tan electrizante como habíamos llevado a esperar a nuestro amigo. Bravo una vez más.

Empezó a aplaudir con las manos enfundadas en sus guantes blancos y los otros dos le imitaron. No supe si se reía de mí o si era sincero en su admiración. Sentí que me ardían las mejillas bajo el maquillaje.

—Muchas gracias —dije cuando dejaron de aplaudir. Se me ocurrió entonces que tenía que añadir algo, así que proseguí—: Es muy amable de su parte haber venido. Me complace que hayan disfrutado del espectáculo.

John sonrió bajo sus poblados bigotes y se cubrió la boca con la mano, y Edward miró al suelo.

—Dígame, señorita Peck, ¿o quizá puedo llamarla Kitty…? —James hizo ignoró a sus amigos y se sentó en la única silla que, además de la mía, había en el camerino. Dejó el sombrero a su lado en el suelo de madera, se quitó los guantes, se desabrochó el gabán y se apartó la espesa mata de pelo cobrizo que le caía sobre la alta frente. Fue el único que se puso cómodo de ese modo. Los otros dos siguieron con los guantes puestos y con el gabán abrochado como si no vieran el momento de ponerse en movimiento—… Todos nos hemos estado preguntando por qué fue usted a la galería la semana pasada.

Guardó silencio y me miró, expectante. Yo no estaba segura de la respuesta que debía dar, pero al mirarle a la cara y ver el modo en que sus ojos grises atrapaban la luz, supe que me convenía no equivocarme.

Tragué saliva.

—Yo… es que me interesa mucho el arte. —Me concentré en James. Por el rabillo del ojo vi que Woddy le propinaba a Edward un codazo en las costillas. Edward se miró los zapatos, pero vi que tenía las manos cerradas en un par de puños, como si intentara no echarse a reír.

Estaba furiosa. Se estaban mofando de mí. No sabía decir por qué, pero de pronto el artículo sobre Las muchachas del bermellón de The London Pictorial volvió a aparecer en mi cabeza, y lo hizo palabra por palabra. Eso y no sé qué sobre unos pintores antiguos que Lucca había comentado.

—Miguel Ángel, Rafael y Tiziano… me interesan en particular —dije, rompiendo el hielo—. Cuando leí que el cuadro «recuerda al espectador la Edad de Oro del arte», esto es, el Renacimiento, «por su fuerza y por su vigorosa fisicidad», tuve que verlo. Y mi amigo Lucca, el señor Fratelli, también es pintor, por así decirlo, de ahí que decidiéramos ir juntos a la galería.

—¡Santo cielo! Es usted una mujer extraordinaria. —James Verdin parecía perplejo. Sonreía de oreja a oreja, aunque los otros dos caballeros mantenían sus sonrisas de suficiencia.

Las arrugas que rodeaban los ojos de Edward se pronunciaron cuando habló.

—Al parecer, la señorita Peck es una amante del arte, James. Qué oportuno.

—Edward me halaga. Pero es cierto que pinto… o lo intento. Dígame, Kitty, ¿qué opinión le merece Las muchachas del bermellón?

Me mordí la cara interna del labio. Sabía perfectamente la opinión que me merecía, pero ¿cuál era la respuesta correcta? ¿Qué decía al respecto el artículo de The London Pictorial?

—Me pareció muy ambicioso —dije después de un momento, mirando a uno y a otro para asegurarme de que había dado con la respuesta correcta. James sonrió y Edward asintió. Ya no parecía encontrarme divertida.

—Ambicioso, sí, pero también un acierto, ¿no le parece? —James parecía haberse enardecido de pronto—. Ambicioso sugiere que el pintor ha traspasado los límites de su talento, pero Las muchachas del bermellón es una obra maestra. Es la obra de un genio. ¿Qué dices tú, Edward?

Edward se encogió de hombros.

—No entiendo mucho de arte, James. A fin de cuentas, no soy más que un simple médico. John es tu hombre… él sí sabe apreciar en su justa medida las formas femeninas.

John parecía estar más interesado en la botella de ginebra que estaba encima de la mesa.

—Sírvase un vaso, si le apetece —dije.

Cogió la botella, la olisqueó y se echó a toser.

—Siento declinar su generosa oferta, señorita Peck. De hecho, creo que es hora de irnos. Es tarde, caballeros, y tengo asuntos que atender.

James se rio.

—¿Asuntos, Woody? ¿Estamos hablando de algún tema legal o de algo más… apremiante?

—No puede tratarse sino de lo segundo. Espero que la dama en cuestión compense todos los líos en los que vas a meterte con tu padre. —Edward le dio a John una palmada en el hombro.

—Oh, es un lío, ya lo creo, pero de los buenos. —John se subió el cuello del gabán y fue hacia la puerta—. Y mil veces más educativo que esos tristes y viejos libros de medicina tuyos, Edward.

Parecía haberse olvidado por completo de mi presencia.

—Vamos, James, Eddie. Podemos coger un coche para volver a la ciudad.

—Le ruego que disculpe la impaciencia de nuestro amigo. Me temo que no es un connoisseur. —Edward inclinó la cabeza a un lado y sonrió—. Gracias, señorita Peck, por tan interesante velada. La felicito por sus múltiples talentos. Es usted un ornamento para las artes.

James se levantó y se despidió con una inclinación de cabeza. Luego me tomó la mano y la besó.

—No la cansaremos más, Kitty. Debe de estar exhausta tras sus esfuerzos de esta noche y hemos sido unos desconsiderados. ¿Quizá nos permita volver a visitarla y seguir conversando sobre arte? Sería un gran placer.

Cuando levanté la vista, contuve el aliento durante un instante. De pronto tuve la absoluta certeza de que continuar cualquier cosa con James Verdin sería un enorme placer.