Esa noche, después de haber visto el cuadro, me quedé con Lucca. Cuando regresamos al Wharf, tenía tanto frío que ni siquiera podía hablar, y apenas pude subir los cinco pisos de escaleras que llevaban a su buhardilla.
Estaba entumecida como un cadáver desde la punta de los pies hasta la de la nariz. Lo único que quería era dormir, pero Lucca me obligó a permanecer despierta mientras encendía la pequeña chimenea. También me obligó a quitarme toda esa ropa rígida y mojada y me sacó ropa suya más abrigada. A ninguno de los dos nos preocupó demasiado el pudor mientras nos desnudábamos.
Luego, acurrucados muy juntos delante del fuego, el dolor de huesos, a medida que la sensación iba recorriéndome el cuerpo, me llenó los ojos de lágrimas. Sentía la espalda como si la tuviera partida en dos y los dedos me ardían como si me los hubiera quemado en una olla de agua hirviendo.
Al principio estuvimos callados, pero luego Lucca habló:
—Lo siento, Fannella. No debería haberte dejado así con esos hombres.
Cambié de postura, avergonzada.
—No, hiciste lo correcto. No hice sino pavonearme como una boba. Y durante todo ese tiempo tendría que haber estado pensando en ese cuadro y en nuestras chicas.
Lucca negó con la cabeza.
—Y también debo disculparme por eso. Lo único que supe ver fue la pintura, cuando debería haber estado viendo el mundo de un loco.
—Antes, cuando he dicho lo que he dicho en la calle, hablaba en serio, Lucca. Tengo que contarle a la Señora lo del cuadro, ella sabrá qué hacer. Se rio amargamente.
—Solo un monstruo puede atrapar a otro monstruo, sì?
—Algo así. —Fijé la mirada en las llamas y volví a pensar en Alice y en Maggie.
—¿De modo que has pasado la noche en The Wharf? —Peggy me desató los cordones de la espalda y me ayudó a salir de la ligera tela. Aunque era mi primera noche en The Comet, yo no había ofrecido mi mejor versión. Y no es que nada hubiera salido especialmente mal, pero no había dormido mucho la noche anterior en la buhardilla de Lucca y entre eso y que no podía dejar de pensar en el cuadro, no había tenido la cabeza precisamente en el trabajo.
Habría ido directa al Palacio al despertar, pero cuando trasladaban la jaula a una nueva sala siempre había ensayos y se revisaban las cuerdas y las cadenas para asegurarnos de que el equilibrio era el correcto. Danny era quien se encargaba de eso.
Peggy se agachó para recoger mi vestido y lo depositó sobre una barra.
—Ponte la bata, tienes la piel de gallina. ¿Volviste a la pensión de Madre Maxwell a primera hora de la mañana?
No dije nada. En cualquier caso, no había nada que decir. Después de haber entrado por fin en calor delante del fuego, Lucca y yo nos habíamos metido en su estrecha cama bajo montones de abrigos y de mantas, acurrucados el uno contra el otro. Lucca pronto se durmió, pero yo me quedé allí acostada, mirando caer la nieve por la pequeña ventana bajo los aleros del tejado, pensando.
Peggy cepilló la malla de mi falda y un par de cuentas de cristal cayeron al suelo.
—Es… es un buen chico, Kit. Ya sé que su aspecto… bueno, lo que quiero decir es que es una pena lo que le pasó en la cara y todo. Pero ya ninguna de nosotras se fija en eso. De verdad. Y si tú y él estáis… bueno, que no vamos a tenerte en menos estima por eso. Era todo lo que quería decirte. —De repente pareció muy ocupada con mis chinelas plateadas—. Estas chinelas están un poco desgastadas. Vamos a tener que reemplazar los lazos pronto y las suelas están casi agujereadas a la altura del pulgar.
La miré en silencio durante un instante y dije:
—Entre nosotros no hay nada, Peggy. Es solo un amigo.
Se encogió de hombros.
—Lo que tú digas. Pero algunos operarios han estado haciendo comentarios. Danny dice…
La puerta se abrió de par en par.
—¡Fuera!
Fitzy lanzó una violenta mirada a Peggy y movió bruscamente la cabeza. Ella se escabulló tras él y me hizo una mueca de ánimo a su espalda. Fitzy cerró dando un portazo con el pie, de modo que nos quedamos a solas en el camerino.
No esperaba que viniera al Comet. La sala era territorio del señor Leonard y Fitzy y él no se llevaban bien. El señor Leonard era delgado como un perro de caza y pulcro como el cajón de una mercería. Era lo opuesto de Fitzpatrick en todos los sentidos imaginables y probablemente en algunos más. No se podían ver ni en pintura, sobre todo porque The Comet era el establecimiento más elegante de todos los que poseía Lady Ginger. Técnicamente hablando, Fitzpatrick era el encargado de las tres salas, con una oficina en The Gaudy, pero todos sabíamos que le habría gustado verse instalado entre los querubines y el delicado dorado de la mampostería del Comet de un modo más permanente.
Fitzy estaba visiblemente encendido y a un lado de su ancha nariz parecía haber brotado un furibundo grano rojo.
—¿Y qué es eso de que te has negado a recibir a tus admiradores esta noche? —Hablaba en voz baja, pero estaba a las puertas de una bronca y yo sabía por qué.
Tendí la mano hacia la silla que estaba delante del tocador y rápidamente cogí la bata. Le di la espalda mientras introducía los brazos en las mangas y me la ajustaba bien a la cintura.
—Estoy cansada. Esta noche no puedo ver a nadie. Mañana ya estaré bien.
—Estoy cansada. —La voz de Fitzy me llegó desde atrás. Me sorprendió lo bien que me imitó—. Oh, apuesto a que sí. Según he oído, te has pasado despierta la mitad de la noche ofreciéndote gratis a ese cerdo italiano. ¿No te dejé muy claro que debías entretener en tu camerino después de cada actuación a partir de ahora? Sabe Dios que hasta ahora no has hecho nada por nosotros. ¿Y qué me dices de tu bendito hermano, eh? Su tiempo se acaba, Kitty, pero tú lo has olvidado. ¿Crees acaso que has encontrado a un hombre nuevo para que te proteja?
Me volví de espaldas con los ojos como dos brasas al tiempo que él dejaba en suspenso esas palabras durante unos segundos. Oí cómo traqueteaba su respiración en su pecho. Luego volvió a la carga.
—¿No recuerdas acaso las palabras de la carta? La Señora dejó tan claro como la nariz que tienes en la cara que debes ser el cebo para quienquiera que sea el responsable de lo que ocurre en el Paraíso. Eres un anzuelo, Kitty Peck, y es hora de dejar que los peces piquen.
Supongo que debía de estar tan cansada que no pensaba en lo que hacía, pero fue lo que Fitzy dijo sobre Joey lo que me hizo saltar. Mis peligrosas palabras brotaron en un chorro que no supe contener.
—Pues me alegro de que lo dejara tan claro como la nariz que tengo en la cara, viendo que la suya parece un plato de hígado troceado.
Fitzy dejó escapar un ruido como el de un martillo hidráulico del Grand Surrey. Se abalanzó sobre mí y logré esquivar el golpe, pero no pude callarme.
—Y aunque, como usted dice, estuviera ofreciéndome, cosa que no es cierta, no lo haría a los apestosos y viejos carcamales que se toquetean debajo de mi jaula todas las noches, ni a esos babosos admiradores con cara de pescado muerto que esperan a las puertas de los music halls. Ni a usted, montón de grasa de cerdo. Oh, sí, sé todo lo de Peggy y lo que hace usted con ella cuando se le sube la bebida a la cabeza.
Los ojos de Fitzy parecían a punto de salírsele de las órbitas cuando una vez más se abalanzó sobre mí, volcando la mesilla donde estaba mi vaso medio lleno de ginebra, un pequeño refrigerio habitual tras una noche en la jaula. El vaso se estampó contra el suelo.
Fitzy me empujó el hombro izquierdo contra la pared con una de sus manazas y me puso la otra alrededor del cuello.
—No necesitas regalarme nada. Sobre todo cuando puedo cogerlo cuando quiera.
Siguió apretándome el cuello con la mano y bajó la otra para desabrocharse los botones de pantalón. Olí su aliento agrio y el hedor a carne de su cuerpo sucio y enorme.
—N… no. ¡Basta! —Tuve que reprimir una arcada—. He… he visto algo. Sé lo que les está ocurriendo a las chicas.
Fitzy dejó de gruñir y de manosearme y retiró la mano. Respiraba acelerada y entrecortadamente, pero había en sus ojos una mirada calculadora.
—Si se trata de una estratagema, querida muchacha, te…
—Nada de estratagemas, lo prometo. He visto algo. La Señora tiene que saberlo. Quiero que me concierte un encuentro con ella. Porque supongo que no puedo presentarme en el Palacio y llamar a la puerta así como así, ¿no?
Supe entonces que me había creído. Nadie pedía ver a Lady Ginger, aunque yo solo lo había dicho para detenerle. Lo cierto es que había planeado ir directamente al Palacio a la mañana siguiente. Fitz me miró fijamente al tiempo que el músculo que tenía bajo el ojo volvía a funcionar a doble velocidad de la normal y por fin asintió y se subió los pantalones.
—Si estás haciéndonos perder el tiempo a la Señora o a mí, lo lamentarás.
Me tragué la tentación de encolerizarle.
—¿No cree que lo sé mejor que la mayoría? Tengo algo… algo importante para ella, y solo para ella.
Fitzy bajó la cabeza, inspiró hondo y se encogió de hombros. Por un momento, me recordó a uno de esos viejos toros a los que arrastraban vivos hasta Smithfield. Joey siempre decía que podía oler la sangre. Asintió una vez y retrocedió, separándose de mí. Cuando llegó a la puerta se volvió, con el ancho rostro arrugado como una cama deshecha. No me miró a los ojos.
—Peggy… no pensarás mencionársela a Lally, a la señora Conway, ¿verdad? Solo…
Negué con la cabeza y tiré de mi bata hacía arriba para cubrirme con ella el cuello. Fitzy se mordió el labio y agarró el pomo.
—No te hagas ilusiones, muchacha. No eres mi tipo. —Cuando salió al pasillo, me pareció oírle mascullar—: En cualquier caso, tampoco habría podido con ella.
—Vamos. Valor, Kitty.
Lady Ginger agitó una mano profusamente anillada en dirección a uno de sus marineros persas. Él asintió una vez, se volvió de espaldas y se alejó, recorriendo la extensión completa del almacén hasta desaparecer tras un montón de cajas de madera. Oí sus botas sobre la crepitante tarima, y luego un chirriante estrépito cuando una de las grandes puertas lisas volvió a deslizarse hasta cerrarse de un portazo.
Era muy temprano por la mañana y me habían citado en un almacén situado en el West India Dock. La vieja bruja estaba sentada delante de mí en una silla de respaldo alto. Digo «silla», aunque más parecía un trono que otra cosa: labrado y oscuro y con la madera que la rodeaba animada por la vida de las aves, las serpientes y los dragones. La vieja me miró y se rascó la mejilla con una de sus largas uñas negras y enroscadas.
Se movió a un lado y dobló una pierna bajo el asiento. Me sorprendió ver que llevaba pantalones como un hombre. Bueno, no eran exactamente pantalones: estos eran anchos y estaban cubiertos de distintos estampados. Lady Ginger iba vestida como uno de sus chinos.
—Fitzpatrick me ha dicho que querías verme. —De nuevo esa voz: almibarada y agitada. Tenía los ojos entrecerrados, alargó la mano hacia un lado de la silla y chasqueó los dedos. Inmediatamente, el chino que montaba guardia tras ella sacó una fina pipa negra de los pliegues de su túnica. Encendió una cerilla contra el respaldo de la silla, prendió la pipa, la chupó durante un segundo o dos hasta que la punta chisporroteó y se la entregó a ella. El humo, nauseabundamente dulzón, se arremolinó a su alrededor. La Señora se limitó a sostener la pipa entre los dedos y me miró.
—¿Y bien, Kitty Peck? Confío en que me hayas traído algo que merezca la pena.
Tragué saliva. Se me había metido el humo en la nariz y en la garganta.
—Yo… yo creo que sé lo que les está ocurriendo a las chicas, Señora.
Algo parpadeó en sus ojos. No podría haberlo asegurado —básicamente debido al humo—, pero por un segundo me pareció ver algo parecido al temor, ¿o quizá fuera esperanza? En cualquier caso, ella siguió mirándome fijamente y se llevó la pipa a la boca.
Cuando la punta volvió a encenderse, tiñéndose de rojo, y el humo se elevó a su alrededor como el vapor de un barreño, ella se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos.
—Continúa.
Le conté todo lo que sabía sobre el cuadro y sobre las muchachas del Paraíso. Lo describí con cierto detalle, incluso la lengua de Jenny sobre las piedras, junto a sus pies. Mientras tanto, la Señora seguía allí sentada, con el humo arremolinándose a nuestro alrededor desde su pipa. Pasado un rato, los vapores se me metieron en la cabeza. Empezó a costarme conseguir que mi lengua dijera lo que pensaba.
El almacén empezó a parecerme también un poco extraño. Allí dentro todo se volvió muy colorido y de repente las paredes parecían hechas de algún material que se agitaba hacia dentro y hacia fuera como si un enorme animal merodeara alrededor del edificio, lanzando sobre ellas su aliento.
Me callé y la Señora no se movió. Fue como esa primera vez en el Palacio, cuando creí que había muerto. No tendría esa condenada suerte.
Lady Ginger inspiró hondo con un estremecimiento, se inclinó hacia delante en la silla y de pronto abrió los ojos.
—No es suficiente.
—Pero yo creía que usted podría, son sus chicas, Señora, todas salvo Maggie Halpern aparecían en el cuadro, y sabe Dios la suerte que puede estar corriendo.
—Precisamente. Dios, si es que existe, quizá lo sepa, pero yo no. Me has dado las sobras.
—Ese cuadro, Señora… es lo que usted necesita. El pintor es desconocido, lo admito, pero seguro que puede usted.
—¿Seguro que puedo qué, señorita Peck? ¿Me estás diciendo lo que debo hacer? —Esa voz bien parecía la de una niña que chupaba un caramelo violeta, pero hubo algo en su tono que me erizó la piel de la espalda y que me puso de punta los pelos de los brazos. Las palabras se me secaron en la boca cuando tragué y bajé la vista hacia la tarima—. Tráeme más y que sea pronto, de lo contrario tu hermano lo lamentará. Quiero nombres y quiero detalles. Atrápalos y deja luego que sea yo quien se ocupe de ello. Según creo, es exactamente eso lo que Fitzpatrick te ordenó.
—Pero no es justo. —No pude contenerme, quizá a causa del humo—. Hago todo lo que puedo. Arriesgo mi vida y mis miembros por usted en esa jaula todas las noches… y ni siquiera he conseguido nada con ello, ¿me equivoco? Me refiero a que he descubierto esto sin todas esas bobadas del Pardillo de Limehouse. Y es información útil. Está usted en deuda conmigo.
Un profundo silencio se hizo en el almacén. El chino que estaba apostado detrás de la silla de Lady Ginger dio un paso atrás. Vi que se miraba las zapatillas de terciopelo negras. Luego ella se echó a reír. Fue un sonido fino y jadeante que no tardó en convertirse en tos. Se inclinó hacia delante y escupió algo negro y pringoso en la tarima.
—Bien, muy bien. A veces eres igual que tu hermano. Me divierte. —Volvió a reclinarse en la silla y empezó a tamborilear con las uñas de la mano izquierda sobre el brazo de la silla. Mientras tanto me miraba sin pestañear—. Muy bien. A la luz de lo que me has dicho hoy estoy dispuesta a concederte un poco más de tiempo. A fin de cuentas, los despojos son mejor que nada. Ahora veamos que tiene que decir el I Ching.
Apoyó la pipa sobre el brazo de la silla y se sacó de la manga la cajita verde. Levantó la tapa y vertió los dados en la palma de su mano.
Como la última vez, escupió dos veces más, de modo que tres amasijos de saliva negra formaron una especie de triángulo en la tarima. Luego agitó los dados en su mano cubierta de anillos y los vació en el espacio que mediaba entre los pequeños amasijos de saliva.
—Una vez más, señorita Peck, dime lo que ves.
Esta vez sabía que no debía tocar. Me arrodillé y miré. Sentía la cabeza espesa, como si la llevara envuelta en un mantón de muselina, y un campanilleo en los oídos.
—¿Qué te dicen los dados, Kitty Peck? Mira y escucha.
Miré, más para contentar a la vieja bruja que por otra cosa. El dado mostraba una imagen distinta a la de la vez anterior: barras y puntos. Al principio no pude distinguir nada, pero luego empecé a ver una silueta, no… un número. Digo «ver», pero lo curioso es que era como si también pudiera oírlo, aunque debía de ser la campana del cambio de turno de los muelles.
—Cuatro —dije—. Es un cuatro. —El chino apostado detrás de su silla retrocedió otro paso.
Lady Ginger asintió. Su rostro era un vacío cetrino.
—El cuatro es un poderoso número en Oriente, señorita Peck. Es el número de la desgracia. El de la muerte. Puedes marcharte y quizá reflexiones sobre el mensaje que acabas de recibir. Quizá podrías, por ejemplo, reflexionar sobre la muerte o las muertes… que sin duda ocurrirán si me fallas.
Se acercó la pipa a los labios negros una vez más y aspiró hondo antes de lanzarme una única espiral de humo a la cara. Tosí.
—No mencionarás el cuadro. El rumor puede ser muy peligroso. No quisiera que los… chismes afecten al Paraíso. ¿Me has oído? —Vi el modo en que sus ojos negros se volvían hacia el chino. Él inclinó la cabeza.
Entonces, ¿la última orden no había sido solo para mí? Me acordé de lo que Fitzy había dicho sobre los barones. Los rivales de Lady Ginger la tenían rodeada, a la espera de que mostrara el menor signo de debilidad. Asentí y me volví hacia la que creí era la dirección correcta. Tenía la cabeza tan llena del humo del opio que ni siquiera me acordaba de cómo llegar a la puerta. Entonces su voz volvió a sonar:
—Antes de irte, quiero hacerte un regalo. Llámalo amuleto, si lo prefieres. Ven, acércate.
Me tendió una pequeña caja envuelta con un lazo.
—Ábrela. —Sonrió de oreja a oreja y vi una humedad pegajosa y negra que se extendía como el rastro de una babosa entre sus labios entreabiertos.
Cogí la caja, le quité el lazo y vertí en la palma de mi mano un objeto envuelto en tela. Mientras desenvolvía el regalo de Lady Ginger me fijé en que la tela estaba estampada en rojo.
Al principio no entendí qué era lo que estaba mirando. Luego solté un grito.
Era un dedo cortado por debajo del nudillo. La pobre cosa sanguinolenta todavía conservaba un anillo. Era el anillo de Joey.
De pronto el color desapareció de todo lo que me rodeaba, dejando en su ausencia una niebla gris. Fue como si una capa de pintura se hubiera desprendido de las paredes del almacén y dejara a la vista la nada misma. Miré el dedo y me pareció que se encogía y perdía consistencia en mi mano. Mientras lo miraba, mi propia mano empezó también a desaparecer. Di un paso adelante hacia la Señora: lo único que alcancé a ver fue su boca negra, los labios moviéndose y formando palabras que yo no oía, porque tenía los oídos llenos del tañido de campanas, como si fuera una mañana de domingo en Saint Anne’s. Entonces, desde algún lugar situado más allá de la agitación que me colmaba la cabeza, oí su voz:
—Me dijiste que tu hermano tenía una letra preciosa, Kitty Peck. Dijiste que la reconocerías en cualquier parte. Creo pues que hemos llegado a un entendimiento: si me fallas en esto, también le fallarás a él. Y ahora puedes marcharte.