Capítulo doce

Escudriñé la habitación. Nadie más le había oído. A mi lado, Lucca se levantó rápidamente y me dio un golpecito en el hombro. Yo también me levanté. Sentí que me ardía la cara cuando él hombre prosiguió con voz suave:

—Por favor, no se moleste, señorita Peck. Su secreto está a salvo conmigo, aunque permita que le diga lo excitante que me resulta ver a dos de las sensaciones de mayor actualidad de Londres… en carne y hueso. —Volvió a sonreír, se levantó y extendió la mano hacia delante. Me limité a mirarla.

—Es costumbre que los caballeros se saluden de este modo —susurró un instante después, al tiempo que añadía—: Si se niega a estrecharme la mano en un lugar público como este, quizá provoque una escena.

Tendí la mano. Él me la estrechó con fuerza, apretando al tiempo que me zarandeaba el brazo arriba y abajo.

—¡Espléndido! Qué sorpresa encontrarle aquí, viejo amigo. —Su voz sonó más alto. Luego se volvió hacia Lucca y brevemente le estrechó también la mano, aunque no le miró. No apartó de mí los ojos en ningún momento.

El hombre era joven. Le calculé más o menos la misma edad que Lucca. Era alto y tenía los ojos claros y grises y, por lo que pude ver bajo su sombrero, el pelo entre dorado y rojizo. Era además un ricachón y vestía ropa de primera: elegante y lujosa, se le ajustaba al cuerpo como el guante de una delicada dama. En comparación, nuestro atuendo parecía andrajoso. De pie a su lado, Lucca y yo parecíamos exactamente lo que éramos: un par de farsantes.

Lucca me miró y señaló hacia las escaleras. Yo di un paso atrás, apartándome del joven caballero, pero él se rio y me agarró con fuerza del brazo.

—Antes de que se vaya, quiero que conozca a mis amigos. Pero ¿dónde están…? —Se volvió hacia la puerta de doble hoja que comunicaba con la sala en la que estaba expuesto el cuadro. Me fijé en que el tipo tenía también la nariz de ricachón: larga y delgada, con un pequeño bulto en la punta que le daba el aspecto de halcón.

—Ah, allí están. ¡Edward! ¡John! —gritó al tiempo que agitaba su bastón de punta de plata hacia dos jóvenes que en ese momento salían de la galería—. Acercaos para que os presente a un interesante conocido mío.

Lucca me tiró de la manga, pero los caballeros estaba a nuestro lado en apenas un segundo.

—Qué obra tan extraordinaria, James. Qué inteligente de tu parte habernos traído. —El que hablaba, un hombre de ojos oscuros con un par de bigotes perfectamente recortados que le trepaban por la cara, prosiguió—: Aunque, bueno… tú siempre pareces estar al día de la última novedad.

—¿Verdad? ¿Y a quién tenemos aquí, James? —El otro hombre era más corpulento, rubio y tenía el rostro más despejado. Le vi repasar rápidamente con la vista a Lucca y a mí antes de olvidarse de nosotros y volverse a mirar a las puertas por las que los asistentes seguían saliendo en fila de la sala donde se encontraba el cuadro.

El primer caballero sonrió de oreja a oreja a sus dos amigos.

—Permitidme que os presente…

—Lucca Fratelli y mi… primo… Joseph —intervino Lucca, hablando en nombre de los dos. Su voz sonó presurosa y su acento, más marcado que de costumbre. Asintió hacia los hombres y les ofreció su mano. Ninguno de los dos la estrechó. Vi que le miraban la cicatriz y lo sentí por él.

—Ah, pero he aquí un gran secreto, ¿no es así, señor Fratelli? —James (así es como supe que se llamaba mi descubridor a juzgar por las palabras de sus amigos) susurró algo a cara peluda, que me miró de arriba abajo y soltó un bufido.

—¡Increíble!

James dio una palmada en el hombro del hombre rubio.

—Edward, deja por un instante de mirar a la puerta esperando ver entrar a mi tío y presta atención. —Se inclinó un poco para hacerle partícipe de la información. Inmediatamente, el hombre corpulento dejó de estudiar a la muchedumbre y se volvió a mirarme detenidamente. Sus ojos eran muy azules y tenían arrugas en las comisuras, como si se riera con frecuencia. Luego hizo lo propio con Lucca.

—¿De modo que el Pardillo de Limehouse es tan descarado como valiente? —Habló en voz baja y me ofreció su mano enfundada en un guante blanco. La estreché—. Encantado. —Me apretó la mano amigable y afectuosamente al tiempo que continuaba—: Deberías habernos presentado como es de recibo, James. Uno no tiene el honor de ver las sensaciones de la temporada en tan íntimas circunstancias.

—Eso es exactamente lo que he pensado yo. Pero, sí, ¡tienes toda la razón! Estoy perdiendo los modales. —Los ojos grises de James brillaron cuando señaló con un gesto a sus amigos—. Este es John Woodruff. —Cara peluda asintió hacia mí—. Y este es Edward Chaston. —El hombre rubio sonrió.

James añadió:

—El primero es abogado, o podría serlo si se tomara la molestia de aplicarse a sus libros con el entusiasmo con el que se aplica a gastarse la asignación que le pasa su padre. Y el otro será algún día el mejor médico de Londres, o eso dice.

Los dos hombres se rieron. Edward Chaston le dio una palmada a su amigo en la espalda en un gesto amistoso.

—Me halagas, James. Pero ¿qué debería saber de ti la señorita Peck? ¿Cómo te describirías?

—Ah, buena pregunta. Soy James Verdin: soñador, escritor, aspirante a pintor y…

—¡Y no mucho más! —replicó John Woodruff—. Aunque, dado que tu tío es el dueño de la mitad de Londres, en realidad no necesitas una profesión, ¿verdad?

James Verdin esbozó una tensa sonrisa. Entendí que las palabras de Woodruff habían metido el dedo en la llaga.

Estaba empezando a encontrarme más cómoda en compañía de todos ellos, pues era obvio que no tenían intención de delatarme. A decir verdad, resultaba interesante tenerlos tan cerca. No sabría decir por qué, pero de repente me vino a la cabeza el recuerdo de un lejano día en el que mamá y Abuela Peck nos llevaron a Joey y a mí al circo que había acampado en Hackney Marshes. Antes de entrar a la carpa, dimos una vuelta por fuera y vimos a los leones y a los tigres en sus jaulas pintadas. Había algo muy excitante en el hecho de ver a esos peligrosos animales mirándonos desde apenas unos metros de distancia, con la tranquilidad que daba saber que no iban a arrancarnos la cabeza.

—Quizá deberíamos preguntárselo. Aquí llega. —Edward miraba a la puerta que comunicaba con la galería, donde un caballero alto y mayor con un largo abrigo de piel mantenía una seria conversación con uno de los vigilantes de la levita tachonada de botones.

—Sir Richard… ¡estamos aquí! —Edward levantó la mano derecha en el momento en que el viejo caballero se volvía y nos miraba desde el otro extremo de la sala. Parecía una versión descolorida de James, aunque tenía una mirada aguda y gélida como el hielo del West India Dock.

—¡Ya nos íbamos! —trinó audiblemente y alarmada la voz de Lucca. Los otros hombres le miraron extrañados—. Nos vamos… el juego ha terminado. Finito! —Se subió el cuello del abrigo y echó a andar a toda prisa hacia la puerta que comunicaba con la escalera—. ¡Vamos! —gritó sin tan siquiera volverse a mirarme. Fue una orden brusca.

—Yo… tengo que irme. —Me mordí el labio—. Lo siento, caballeros, pero… —Indiqué con un gesto hacia el lugar por el que Lucca se había marchado.

—Ha sido un encuentro breve aunque encantador, señorita Peck. —James sonrió mientras yo me retiraba—. No se demore. Su peculiar carabina parece realmente ansioso por marcharse. Y no sería de recibo que se quedara usted aquí, a solas con nosotros, ¿no le parece? ¿O quizá sí? —Inclinó la cabeza a un lado.

Aunque no me guste reconocerlo, admito que en ese momento me sorprendí fijándome en el modo en que James me miraba. Era una mirada cargada de afecto. ¿Y acaso no había en sus palabras una invitación? Al mirar fijamente su rostro afiladamente apuesto sentí que me recorría una vergonzante sacudida de excitación.

De repente, noté que se me erizaba el vello bajo el rígido cuello de la camisa. Estaba conmocionada. ¿Cómo podía estar pensando en ese momento en algo así?

¿Cómo?

Volví a ver a la pequeña Alice como la había visto en el cuadro, acuclillada y desnuda en el rincón, con la cara oculta entre las manos. Cerré el puño y apreté de tal modo los dedos que me dolieron. Merecía ser castigada.

Aun así, se me encogió el estómago cuando él siguió hablando.

—Pero como sabemos dónde encontrarla, no me cabe duda de que podremos continuar con nuestra conversación en un futuro muy próximo. —Ejecutó una pequeña inclinación de cabeza y yo sentí que se me encendía el rostro al tiempo que giraba sobre mis talones para seguir a Lucca.

—Es usted un actor extraordinario, joven caballero.

Les oí reírse a mi espalda mientras me escabullía por el lustroso suelo de madera hacia lo alto de la escalera. Me volví a mirar solo una vez y vi que el anciano se había reunido con ellos. Ahora, también él me miraba fijamente.

Lucca esperaba al pie de la escalera de mármol. En cuanto le alcancé, me dio la espalda y salió por la doble puerta, bajando los escalones y emergiendo a Half Moon Street. Nevaba profusamente y la oscuridad era casi total.

Bajé atropelladamente tras él.

—¡Espera! —grité, pero mi voz quedó engullida por el viento y amortiguada por la nieve, cosa que probablemente debería haber agradecido, porque había olvidado que era un hombre. El lacayo calvo apostado en la puerta nos dedicó una anticuada mirada cuando nos abrimos paso a empujones hasta la calle.

Lucca caminaba fatigosamente delante de mí y no se volvió a mirarme ni una sola vez. Mantenía la cabeza gacha y se había bajado el sombrero, cubriéndose con él la cara. Por fin le di alcance, jadeando levemente porque él avanzaba deprisa.

—¿Entonces no vamos a coger un taxi para volver? —pregunté esperanzada. Me pareció oírle maldecir.

Debimos de seguir así, caminando en silencio, durante más de una hora. Lucca se movía como si el mismísimo demonio le pisara los talones y yo le seguía justo detrás, patinando y resbalando. Cada vez que intenté hablar, me ignoró y por fin cejé en el intento, aunque llegó un momento en el que no pude seguir.

—Para, Lucca, estoy helada. No siento los malditos pies. ¡Por favor!

Lucca se detuvo y se dio la vuelta. Estábamos en un callejón estrecho en algún lugar cerca de Smithfield. Una farola de gas situada en la esquina chisporroteaba. Bajo el ojo de Lucca el rastro de una lágrima serpenteaba entre los copos de nieve que le cubrían la mejilla. Asomaba, fantasmal, bajo la débil luz.

Sentí como si me hubiera pegado.

Había sido una pequeña estúpida y egoísta. Ahí estaba yo, aceptando con entusiasmo toda la atención que recibía de los caballeros, mientras Lucca pensaba en las chicas, en nuestras chicas, las muchachas del Gaudy, del Carnival y del Comet. Las muchachas del bermellón.

Era como cuando algunas veces allí arriba, en la jaula, estaba tan concentrada en mí misma y disfrutaba de tal modo de mi gloria que me olvidaba por completo de lo que se suponía que debía de estar haciendo allí, me refiero a mi auténtica misión. Y a veces también me olvidaba por completo de Joey.

Lucca estaba en todo su derecho de enfadarse. Saqué mi desnuda mano derecha del hondo bolsillo del gabán en el que había estado intentando mantenerla caliente y la tendí hacia delante para secarle el rastro de hielo de su rostro. Lucca se estremeció.

—No me toques.

—Pero Lucca, yo…

—Tú no lo entiendes. Nadie… —Se mordió el labio inferior y bajó la mirada. Vi que se frotaba las manos una y otra vez. Era un hombre mucho más profundo que yo, y sin duda más sensible.

Yo había visto la verdad de ese cuadro, pero Lucca… era como si pudiera sentirlo todo: cada azote, cada corte, cada cadena. También yo sentí el escozor de las lágrimas en el fondo de los ojos. Le busqué las manos y las tomé en las mías.

—Escucha, lo siento… lo siento mucho. Siento lo de los hombres de allí dentro. Siento lo de las chicas y siento haberte llamado idiota. Eres mucho mejor persona que yo… eres un hombre cariñoso, afectuoso y bueno.

Él retiró las manos, dejó escapar un sonido que estuvo a medio camino entre una tos y una carcajada y se inclinó hacia delante. Sus hombros se encogieron y su cuerpo se encogió, crispado, sobre sí mismo. Al principio creí que estaba sufriendo un ataque como el de los epilépticos, pero enseguida entendí que sollozaba. Se derrumbó, convertido en un pequeño amasijo de material jadeante allí mismo, sobre la nieve, y yo me acuclillé a su lado.

Rodeé sus hombros con mis brazos y le acuné adelante y atrás como mamá había hecho a menudo conmigo cuando era una niña y algo malo me había herido.

Aproximadamente un minuto más tarde se tranquilizó y alzó la vista para mirarme. Los rizos congelados por la nieve escapaban ahora por debajo de mi sombrero y él alargó con suavidad la mano para apartarlos. También me secó las lágrimas que en ese momento me surcaban las mejillas y se helaban sobre la piel de mi rostro.

—Cuánto daría porque supieras la verdad, Fannella —susurró. Yo simplemente le abracé más fuerte.

—Los dos conseguiremos averiguar la verdad, Lucca. Cuando le hable a Lady Ginger del cuadro, todo saldrá a la luz y esto terminará. ¿Acaso no es ella uno de los barones? Tienen a gente trabajando para ellos por toda la ciudad. La Señora cuenta con una red de espías (y de cosas peores) en lugares que ni siquiera somos capaces de imaginar. Ella encontrará a ese pintor. —Me habría gustado estar tan segura de lo que decía como lo parecía. Allí, sentada sobre la nieve con Lucca acurrucado entre mis brazos, tuve un mal presagio, como si algo cruel y mezquino se deslizara entre las sombras a nuestro alrededor.

Me eché a temblar, pero no fue por el frío. Estaba tan entumecida que no podía sentir nada. No, temblaba porque de pronto me acordé de las chicas que había visto en el cuadro.

Esther Dixon clavada sobre las piedras; Sally Ford despatarrada sobre una rueda; Martha Lidgate a cuatro patas, con las manos desgarradas y ensangrentadas; la escuálida y tatuada Clary Simmons colgando de esa púa; y Jenny Pierce, con la mirada vacía, encadenada a la columna, el cabello cobrizo apelmazado de sangre y la lengua arrancada de la boca.

Todas eran chicas a las que yo conocía, muchachas con las que trabajaba. Quizá no podía llamarlas «amigas» a todas, pero la idea de lo que les había ocurrido me cortaba como un cuchillo y me dejaba abierta y en carne viva. Imaginé de nuevo a Alice hecha un ovillo en el rincón, con aquel gran collar metálico clavándosele en el cuello minúsculo, y supe sin la menor duda que estaba muerta. Que todas lo estaban.

Estreché todavía más a Lucca contra mí.

—Vamos. Regresemos al Paraíso.

Nos movimos y reemprendimos la marcha. Fuertemente abrazados, regresamos a Limehouse. Aunque Lucca hubiera llevado encima más dinero para un taxi, de poco habría servido: las calles estaban desiertas.

Mientras avanzábamos dificultosamente en silencio, yo no podía dejar de pensar en Maggie Halpern. Era la única muchacha desaparecida del Paraíso que no aparecía en el cuadro. ¿Sería eso una buena o una mala señal?