Pensar como un hombre no era para mí ningún problema. Lo realmente complicado era caminar como ellos.
Cuando salimos al apestoso callejón al que daba la habitación del Wharf en la que vivía, Lucca me obligó a pasearme arriba y abajo durante un buen rato hasta que me desprendí de lo que él llamó mi «contoneo de cola de gato». Confieso que hasta ese momento jamás me había parado a pensar en lo que hacía con el trasero cuando iba por ahí, aunque según Lucca parecía tener vida propia.
—No te contonees. Tienes que dar pasos más grandes, Kitty. Y mantén la cabeza levantada: los hombros atrás, no lo olvides. Vamos, prueba otra vez.
Pasado un rato le cogí el tranquillo. Las botas ayudaban: eran de un reluciente cuero negro, planas y con cordones y cierres a la altura del tobillo. Como soy más bien tirando a baja, estaba acostumbrada a los tacones y al principio tenía la sensación de golpear con los pies contra los limosos adoquines como una platija contra la tabla de un pescadero. Pero me impedían caminar delicadamente.
Cuando Lucca por fin se quedó satisfecho con mis andares de caballero, fuimos hasta el fondo del callejón y salimos a Narrow Street.
—Esta será una prueba —siseó al tiempo que un par de estibadores caminaban pesadamente hacia nosotros—. Mantente en el centro. Míralos a los ojos y luego aparta la vista como si no hubieras reparado en ellos. Pasa por delante sin inmutarte y, hagas lo que hagas, no te vuelvas a mirar.
Me quedé helada por un momento. Ahora que por fin estaba en la calle ya no me sentía tan segura. Lucca se arrodilló y fingió atarse los cordones de las botas.
—Muévete —susurró—. Un hombre no es una estatua.
«Vamos, chica», pensé. «Eres actriz».
Inspiré hondo, cuadré los hombros e hice exactamente lo que Lucca me había dicho. Cuando los estibadores acababan de pasar por mi lado, oí que uno de ellos le decía algo a su amigo, que se rio y dijo alzando la voz, para que pudiéramos oírle:
—Si ese par de caballeros son clientela de la casa de purgaciones de la señora Dainty, está claro que se han perdido.
Se oyeron más risas y luego una piedrecilla impactó contra la parte posterior de mi sombrero, así que tuve que recolocármelo. Pero seguimos caminando. Un instante después, Lucca dijo, bajando la voz:
—Bien, Fannella. Los has engañado. Ahora tienes que convencer de que eres un hombre al resto de Londres.
Cuando llegamos a Commercial Road, me detuve durante un instante. La calle estaba abarrotada de hombres y de mujeres que intentaban hacerse un hueco y el aire estaba impregnado del polvo que levantaban las carretas y los carruajes. Estornudé, no pude evitarlo, y debió de sonar muy afeminado, porque una mendiga envuelta en harapos con los que intentaba protegerse del frío me lanzó una mirada muy extrañada.
Luego se levantó de su rincón y empezó a seguirnos, mascullando y balbuceando al tiempo que tironeaba de los cordeles que le sujetaban los harapos a su cuerpo inmundo. Lucca apretó el paso y yo le imité, pero la mujer se movía con sorprendente rapidez. Percibí su mal olor justo detrás de mí y solté un grito cuando noté que tiraba de la manga de mi gabán.
—Deme un penique, señora. —Aunque mantenía la voz baja, estaba impregnada de malicia y de la promesa de algo más.
Lucca se volvió de espaldas y le soltó una violenta parrafada en italiano. Fue evidente que la mendiga no había entendido una sola palabra —tampoco yo—, pero retrocedió, con sus ojillos brillando desde las mugrientas profundidades del mantón que llevaba enrollado a la cabeza.
—Bastardos extranjeros —dijo, lanzando un salivazo de espesa sustancia verde sobre las piedras antes de sonreír de oreja a oreja—. Antinaturales tenían que ser. —La vieja mendiga había alzado la voz y la gente se había vuelto a mirarnos.
Lucca buscó en su bolsillo y le arrojó una moneda, que aterrizó en el pequeño amasijo de saliva y la mujer se lanzó a por ella.
—¡Deprisa! —siseó Lucca, arrastrándome con él.
La mujer no nos siguió, pero la oí gritar:
—Sé lo que eres.
—Toma. —Lucca se quitó la bufanda del cuello y me la dio—. Póntela. Te tapará un poco más la cara.
—Pero ¿y tú? —pregunté—. ¿Qué pasa con tu…?
Suspiró y se bajó un poco más el sombrero.
—¿No crees que estoy ya acostumbrado a las miradas de la gente?
Seguimos caminando en silencio durante un rato, abriéndonos pasó entre el gentío. Nadie parecía darse cuenta de nada. Cuando llegamos a un tramo de calle más tranquilo, le tiré a Lucca de la manga.
—Qué raro, ¿no? ¿No te parece extraño que la única que me haya descubierto haya sido una mendiga?
Se encogió de hombros.
—Es la que más tiene que ganar. Una mujer como esa vive de lo que puede encontrar, y te ha encontrado a ti.
Asentí.
—Y además, también era una mujer. Supongo que entre nosotras nos reconocemos.
Lucca se rio.
—No te falta razón. Por eso sé que pasarás desapercibida en la galería. Allí los hombres estarán demasiado interesados en sí mismos como para fijarse en nada más.
—¿Salvo en tu inmundo cuadro? —Sonreí de oreja a oreja, pero Lucca pareció dolido. Me quedé perpleja al ver lo que hizo a continuación. Bajó a la calle y paró un coche.
Habló con el cochero, abrió la portezuela y subió, indicándome con un gesto que le imitara. Normalmente, me habría dejado subir primero —como norma, Lucca es un caballero de la cabeza a los pies—, pero supuse que disfrazada como iba era el modo correcto de actuar.
Jamás había subido a un taxi hasta entonces.
—¿Estás forrado? —susurré al sentarme en el asiento de piel.
Lucca se limitó a sonreír.
—Tú, más que nadie, deberías saber, Kitty, que las apariencias lo son todo. Si llegamos a la galería como caballeros, nos tratarán como caballeros. Solo quiero pedirte una cosa: déjame hablar a mí, capisci?
El taxi se bamboleó un poco y arrancó con una sacudida. Luego se oyó gritar a la voz del cochero desde el pescante:
—¿A Half Moon Street, señor?
Lucca no respondió. Simplemente golpeó con brusquedad la portezuela una vez y partimos.
Mientras miraba a la calle por la ventanilla me pregunté, durante una décima de segundo, cómo era posible que supiera hacer eso.
En la galería no cabía ni un alma. Debía de haber más de un centenar de hombres allí metidos, y todos empujando, intentando tener acceso a una panorámica privilegiada.
Tal como Lucca había anunciado, en cuanto aparecimos en el carruaje nos trataron como a auténticos caballeros. Un hombrecillo calvo con paraguas bajó los escalones para abrir la portezuela del coche y nos protegió de la fina cortina de nieve hasta depositarnos en la amplia entrada, donde otro hombre con el gabán cubierto de unos grandes botones dorados nos recibió con un servilismo más que evidente.
Lucca le mostró una tarjeta elegantemente impresa y el hombre nos condujo hacia lo alto de la amplia escalinata de mármol.
—La primera puerta a la izquierda, caballeros, y en nombre de la galería The Artisans, permítanme que les desee un… placentero visionado.
Las paredes de la escalera estaban cubiertas de retratos de hombres que parecían intentar digerir algo grasiento. Le di un codazo a Lucca y le susurré que el aristócrata de rostro especialmente enrojecido que miraba a un campo apoyado contra una columna parecía que intentaba aguantarse un pedo. Lucca no me hizo caso, pero justo cuando estábamos a punto de entrar a la sala donde se exhibía Las muchachas del bermellón, masculló:
—Recuerda: ni una palabra, Fannella.
La galería era larga y estrecha. Sin embargo, tenía los techos altos y una fila tras otra de cuadros con marcos dorados cubrían hasta el último centímetro de pared forrada en estampado rojo. Algunos cuadros estaban colgados tan arriba que era imposible verlos. Cuando quise comentarle a Lucca que si hubiera sido pintora no me habría hecho ninguna gracia ver mi cuadro colgado tan lejos que nadie pudiera verlo, había tantos hombres empujando y abriéndose paso a codazos que decidí pensarlo mejor. «Mejor será que mantengas cerrada la boca, Kitty». Y, en cualquier caso, tampoco es que nadie hablara demasiado. El ambiente que se respiraba era triste como el de un funeral, y el doble de serio. De hecho, era todo tan respetuoso —cosa muy curiosa, pues en verdad el cuadro era poco más que algo con lo que calentar a un viejo— que tuve que tener una charla muy seria conmigo misma para no echarme a reír.
Un olor muy característico impregnaba la sala. Al principio, me llegó el aroma de los cigarros caros. En alguna ocasión en que un auténtico ricachón había pasado la noche en un palco del Comet dejaba tras de sí el recuerdo de sus humos. Eran más dulces y más saludables que los habituales, y tenían una intensidad cálida y reconfortante ante la que era imposible resistirte. Estaba además el olor a jabón y a colonia. En Limehouse eras ya muy afortunada si veías una bañera de latón y una pastilla de Wright’s Coal Tar una vez al mes —con menos frecuencia en invierno, todo sea dicho—, pero esos caballeros eran muy fragantes.
«El dinero huele a limpio», pensé.
Y luego, debajo de esa primera capa de olor, había otra, un olor que reconocí porque lo había conocido también en el taller del teatro: el intenso olor a pintura fresca y a algo más.
Se mascaba la anticipación. A nuestro alrededor el aire casi crepitaba, cargado de febril expectación. No supe decir si era debido a la pintura, pero lo cierto es que allí dentro el aire estaba tan cargado como el del recibidor de Lady Ginger, aunque era cien veces más intenso.
Hacía aproximadamente un año habíamos tenido un número invitado en The Gaudy: se trataba del doctor Klaus, creo que era austriaco. Se acompañaba en el escenario de una caja pintada y conectada a un tramo de cuerda. El doctor había alargado la cuerda hasta la sala y había invitado al público a sujetarla antes de volver a la caja y hacer girar una manilla que tenía a un lado hasta que empezaba a chisporrotear y a crepitar. Lo siguiente que ocurría era que todos los que sujetaban la cuerda gritaban y brincaban, pero no podían soltarla. Se veían de pronto allí atrapados, con el pelo chisporroteando y un hormigueo recorriéndoles los dedos. Y el resto del público que llenaba la sala percibía algo que emitían, aunque no fuesen ellos quienes sujetaban la cuerda. Según había dicho el doctor Klaus, lo que ocurría era que las alas de los ángeles les rozaban, aunque a mí no me había parecido normal que eso pudiera dejarles quemaduras.
Al ver el ambiente que había en la galería me acordé del doctor Klaus y de su caja pintada.
El cuadro que todos los que estábamos allí habíamos ido a ver estaba al fondo de la sala. El gentío no dejaba de empujar hacia delante y Lucca y yo avanzábamos, arrastrados por él. Yo no alcanzaba a ver demasiado por encima de los sombreros de los caballeros que tenía delante, pero sí logré ver la parte superior de un pesado marco de oro que ocupaba por completo la pared del fondo. Tendría unos cuatro metros y medio de altura, por seis de ancho.
A medida que nos acercábamos empecé a ver destellos de color y reconocí formas en los huecos que separaban las cabezas: aquí un brazo, allí una pierna, un par de nalgas desnudas. No era de extrañar que no quisieran tener a mujeres con ellos en la sala. Por lo que pude ver, y reconozco que de momento no era demasiado, lo de Las muchachas del bermellón era puramente anecdótico.
A medida que nos íbamos acercando más al cuadro, el gentío era guiado hasta un trazado en zigzag delimitado por cuerdas de terciopelo rojo. Otro vigilante con guantes blancos y botones incluso más dorados que los del hombre del vestíbulo del piso inferior nos hacía pasar en manada.
Una nota pegada a la entrada de esta última incursión nos informaba de que así pretendían «permitir que nuestros clientes aprecien Las muchachas del bermellón en sus circunstancias más favorables y proteger la propia obra, cuya composición ha sido recientemente completada, hasta el punto de que ciertas secciones de la pintura todavía deben secarse».
Empezamos a avanzar todavía más despacio. Todo parecía indicar que unos veinte «clientes» cada vez disfrutaban de una panorámica de la obra desde la primera fila, y tras un par de minutos de «apreciación» artística, eran invitados a retirarse y a salir por la puerta situada a la izquierda.
Después de otros diez minutos moviéndonos lentamente tras las cuerdas, llegó nuestro turno. Lucca y yo nos adelantamos en fila para ocupar nuestras posiciones «de privilegio» y entonces levanté la vista.
La palabra «nefasto» es sin duda poderosa, más aún que «malvado», que a mi entender tiene cierto encanto guasón y puede llegar acompañada de un guiño y de un pequeño palmetazo en la muñeca. No: «nefasto» sugiere algo oscuro, algo equivocado, algo podrido, algo pecaminoso.
Las muchachas del bermellón era nefasto. Ninguna otra palabra lo describiría mejor.
Era la obra de un demonio, y mientras la miraba, los ingeniosos e insultantes comentarios y las risas que había estado planeando compartir con Lucca murieron dentro de mí.
Lo primero que debería decir es que el cuadro era inmenso. Ocupaba toda la extensión de la pared y lo rodeaba un ancho marco de madera labrada. Hasta las frutas y las vides doradas que se enroscaban alrededor de la escena parecían dotadas de una espantosa y macilenta animación.
Las ramas labradas se inclinaban y se enroscaban de modo que ocasionalmente languidecían desde el marco para formar parte de la escena, bloqueando parcialmente el paisaje tormentoso y distante que se arremolinaba al otro lado de los arcos del antiguo mercado de piedra roja donde las muchachas del bermellón —las seis— estaban expuestas a la vista.
El cielo estaba insuflado de vida. De un lustroso y almibarado tono amarillo-plata, parecía dotado de una profundidad como la de un estanque de agua. Casi tenías la sensación de que podías meter en él la mano, aunque probablemente no llegaras a hacerlo por temor a que el rayo cayera sobre ti.
Lo realmente inteligente —si es que podemos utilizar esa palabra para hablar de algo tan retorcido— era que a lo largo de la parte inferior del cuadro el pintor había pintado las espaldas de lo que tomé por los «compradores» del mercado: una fila de hombres disfrazados de romanos como los de las imágenes de los libros de Lucca. Los hombres alargaban el cuello, intentando ver mejor, dejando a la vista los tensos y delineados músculos de la espalda y del cuello. Se esforzaban por ver a esas chicas, y nosotros también.
Me estremecí cuando alcé la vista para mirarlas, y sentí que un reguero de sudor me bajaba por la espalda. Y no es que hiciera calor en la sala. De hecho, la galería estaba fría como la teta de una monja, como habría dicho Abuela Peck.
No, era porque cada una de esas pobres muchachas semidesnudas estaba atada en alguna postura imposible y peculiar. Tenían los miembros atados a la espalda o estacados de modo que no pudieran descansar de un modo natural.
Por extraño que pudiera parecer, esos cuerpos contorsionados estaban desplegados —podría decirse que «expuestos»— para mostrar la mayor cantidad de carne y la mínima expresión de la persona. Resulta difícil describir exactamente lo que quiero decir, pero esas chicas eran carne, como la que puede verse colgando en Smithfield cualquier mañana.
Era como si el pintor quisiera…, no sé si esto sonará bien, pero era como si quisiera reducirlas a montones de carne, moldeados a su antojo.
La palabra «odio» no dejaba de repetirse una y otra vez en mi cabeza. El hombre que había pintado a esas mujeres las odiaba.
Pero les diré algo: ese cuadro tenía un poder espantoso. Deseabas apartar la vista y enseguida querías volver a mirar, y cada vez que lo hacías veías algo más que no hacía sino meter aún más el dedo en la llaga.
La muchacha que estaba en el centro, sin ir más lejos. Estaba tumbada de lado, con la cabeza girada y el pelo rojo barriendo las piedras del suelo. Tenía las piernas amarradas tras ella y una estaca las recorría hasta las manos, que tenía atadas detrás de la cabeza y anudadas a lo alto de la madera. Parecía un pollo desplumado a punto para la cazuela.
En los brazos de la muchacha el pintor había pintado delicadamente los restos de viejas cicatrices, secas y cubiertas de costras, allí donde su pálida piel había estado atada en el pasado. Había otra chica, está de pie, encadenada a una columna. Y digo «encadenada», pero lo cierto es que rodeaba la columna fuertemente, con sus pechos veteados de venas azules aplastados contra la piedra como si la hubieran arrojado contra ella. El apelmazado pelo rubio le caía suelto desde la cabeza colgante. Los ojos, aunque abiertos de par en par, eran dos cuencas oscuras y los labios estaban entreabiertos, rojos y húmedos. En las piedras, a sus pies, había un carnoso amasijo con sangre carmesí.
Al fondo, una chica delgada colgaba de una arcada. Tenía las manos atadas y colgadas de una púa metálica que apuntaba hacia fuera desde el centro de la piedra. Lenguas de sangre le cruzaban la pálida piel de la espalda, como si la hubieran azotado. Era tan espantosamente real, que daban ganas de pasarle un paño por la carne desgarrada, limpiarle la herida, bajarla de allí y reconfortarla.
Se me hizo un nudo en la garganta y no sabría decir si quería llorar o si lo que en realidad quería era vomitar allí mismo, en el lustroso suelo de madera. Miré perpleja a los caballeros que me rodeaban. ¿Acaso no lo veían? Esas chicas no eran deseables. Estaban muertas. Lo único vivo del cuadro era el cielo, y también era un error.
Justo encima de la muchacha colgada, una nube parecía dividirse en dos y una lluvia de oro sucio caía sobre el flanco derecho de su cuerpo, de modo que parecía brillar. La lluvia dotaba a su piel de un aspecto enfermo más que hermoso, aunque te daba una idea de lo mucho que al pintor le gustaba pintar su carne: cada pincelada revelaba la curva de un músculo o la mancha imperfecta de una peca o de un lunar. Había incluso un pequeño tatuaje pintado en el tobillo izquierdo de la chica, justo debajo de una corona de espinas que le unía los pies. Un tatuaje exacto al de Clary Simmons.
Me acerqué a mirar…
Y lo hice luego con el resto de las muchachas del bermellón, fijándome especialmente en una pequeña criatura desnuda que estaba acuclillada en el rincón más alejado del cuadro y que se cubría el rostro con las manos. Llevaba el pelo, marrón como de un ratón, recogido en una fina trenza que colgaba sobre un collar metálico que le sujetaba el cuello y le bajaba sobre el huesudo hombro derecho hasta el pezón del plano seno derecho.
Oh, no. Por favor, no.
Miré a Lucca. Estaba absorto en la parte izquierda del cuadro y no pude verle bien la cara.
—Muévanse, por favor, caballeros. Salgan por la izquierda, eso es. El siguiente grupo.
Se me erizó el pelo bajo el sombrero y noté que tenía la frente perlada de sudor mientras salíamos en silencio de la galería y nos encontrábamos de pronto en una antesala amueblada con afelpadas sillas de terciopelo rojo colocadas alrededor de las paredes. Varios caballeros de nuestro grupo se sentaron para…, contemplar, supongo. Un par de ellos se secaron con sus pañuelos de seda los labios salpicados de burbujas de babas.
Me llevé a Lucca hasta un par de sillas situadas en la pared del fondo. Su rostro estaba totalmente desprovisto de expresión.
—¿Has visto? —siseé. Él asintió y yo insistí—. Al principio no me he dado cuenta, pero cuando me he parado a mirar.
Asintió de nuevo.
—Jamás se me habría ocurrido que alguien redescubriría el Dorado de Sicilia. Llevaba siglos perdido hasta ahora, y aquí, en Londres. Es… realmente… increíble.
Le miré de hito en hito, boquiabierta.
—¿Que tú qué?
—El Dorado de Sicilia… en el cielo, Fannella. Es una técnica que lleva siglos perdida.
—¡No! —La palabra resonó en el silencio de la sala y uno de los babeantes ancianos caballeros se volvió a mirarnos. Bajé la voz—. No estaba mirando el cuadro, pedazo de idiota. Estaba mirando a las chicas… nuestras chicas. —Le agarré con fuerza del brazo. No me importó lo que pudiera pensar el viejo—. Casi todas las chicas que han desaparecido del Paraíso estaban en ese cuadro. Alice también. ¿No la has visto? Por el amor de Dios, Lucca, ¿qué es lo que has estado mirando? Eres tan pervertido como los demás.
De pronto palideció. Fue como si de repente hubiera despertado de un sueño. Se llevó la mano a la boca y contrajo con fuerza los hombros.
—No me equivoco, ¿verdad? —seguí, bajando la voz hasta convertirla en un susurro en el momento en que alguien ocupaba la silla que estaba junto a la mía.
—Y creo que tampoco yo me equivoco al sospechar que es usted una joven dama. —La voz era atiplada y sedosa. Me volví de espaldas y me encontré mirando directamente a los ojos del hombre sentado a mi lado. Sonreía y me tendió una mano enguantada—. La señorita Peck, creo. El Pardillo de Limehouse, nada menos. Qué extraordinario encontrarla aquí.