Capítulo diez

Los pantalones me picaban como demonios. No entiendo cómo los hombres pueden ir por ahí todo el día con las piernas y sus partes clamando al cielo por una bocanada de aire. Habría dado lo que fuera por poder rascarme a gusto, pero al mirar en derredor, me parecía que a los hombres de verdad no parecían resultarles demasiado molestos, de modo que intenté resistirme a la tentación.

Miraba mucho a otros hombres. Me fijaba en su modo de andar, tan seguros de sí mismos, ocupando más espacio del que en realidad ocupaban, no sé si me explico: el mentón levantado y siempre mirando a los demás transeúntes a los ojos, clasificándolos al instante como una amenaza, un igual o como alguien digno de su menosprecio.

Cuando eres una chica —a menos, claro está, que seas una de esas busconas que van por ahí a la caza de clientes—, mantienes la mirada baja, caminas encogida de hombros y borrándote de mapa. No te conviene llamar atenciones no deseadas, por eso vas siempre por un lado de la calle, junto a la pared. Lo último que necesitas es callejear por el centro como un gallo bantam.

Y sin embargo, eso fue exactamente lo que Lucca me obligó a hacer.

—Obsérvalos, Fannella, y cópialos exactamente. Eres actriz, ¿no? Te será fácil.

Al principio no tenía pensado ir. Cuando llegué a su habitación en The Wharf y vi todo el disfraz que me tenía preparado sobre la cama, giré sobre mis talones y a punto estuve de volver directa a casa.

—¿Qué clase de disfraz es este? —pregunté, escandalizada. A decir verdad, todos conocíamos a esa clase de chicas que hacían la ronda nocturna por Limehouse. Esas chicas buscaban una clase de clientela distinta… y les sorprendería saber lo elegantes que llegaban a ser las damas que buscaban a muchachos que en realidad eran chicas.

En cualquier caso, yo no tenía nada en contra de las furcias. Simplemente intentaban ganarse la vida como el resto de nosotras. Aunque eso no significaba que me apeteciera unirme a ellas.

—¿Esto es una broma, Lucca?

Mi voz sonó tensa y aflautada.

Lucca inclinó la cabeza a un lado.

—Querías hablar y yo estoy más que encantado escuchándote, pero también yo tengo una vida, Kitty, y ya he hecho planes. Si quieres acompañarme, tienes que ser un hombre. Al lugar al que voy a llevarte no tienen permitido el acceso las mujeres. Y hablaremos después.

Sonreía. En la parte sana de su rostro apareció un hoyuelo, pero la otra mitad se encogió en un nudo de carne llena de bultos entre la nariz y el labio.

—Tú decides.

Bueno, no tenía ninguna intención de rechazar una oferta como esa.

Al lugar al que voy a llevarte no tienen permitido el acceso las mujeres.

«Eso ya lo veremos», pensé.

Lucca salió de la habitación mientras yo me cambiaba y me ponía la ropa que tenía encima de la cama. Era ropa elegante: pantalones, camisa, chaqueta… todo un poco grande para mí, pero elegante para un hombre.

Me metí los faldones de la camisa por la cinturilla del pantalón y me abroché los botones de la bragueta y del cuello. Me sentía muy rara, como aprisionada. En una ocasión había leído sobre esas chaquetas llenas de correajes y de solapas que les ponen a las pobres criaturas del manicomio de Bedlam de Southwark y me pregunté si era así como se sentían.

Por fin, me recogí el pelo tan tirante como me fue posible y me lo sujeté en la coronilla. La verdad sea dicha, no sirvió de mucho. En cuanto un díscolo rizo rubio se soltó y cayó sobre mis cejas entendí que cualquiera se habría dado cuenta de que era una chica.

Llamé a Lucca para que volviera a entrar.

—¿Qué te parece? —Me volví a mirarle con las manos en la cintura.

Madonna mia. —Las palabras surgieron como un susurro. Se detuvo durante un instante en la puerta y dio un paso atrás.

Debo admitir que su reacción me decepcionó.

—No funcionará, ¿verdad? Sigo pareciendo una chica, ¿es eso?

Lucca negó con la cabeza.

—No, no es eso. Es… Kitty, mírate.

Fui hasta el pie de la cama, donde Lucca tenía apoyado contra la pared un trozo de espejo roto que había sacado del Gaudy. Recoloqué la inclinación del cristal para poder verme mejor y di un paso atrás.

Me quedé muy sorprendida. De no haber sido por el pelo y por cierta redondez en una zona crucial debajo de la camisa, podría haber pasado por un muchacho —y muy apuesto, por cierto—, si no te fijabas demasiado.

—No está tan mal. Si el problema es el pelo, ¿podría llevar sombrero?

Maldijo entre dientes y se acercó hasta situarse a mi lado.

—Vuelve a mirar. ¿Qué ves?

Volví a mirar y cuando entendí a qué se refería contuve el aliento.

—¡Demonios! Soy Joey, ¿verdad?

Era cierto. El muchacho que me miraba desde el espejo era una versión suavizada y más baja de mi hermano.

Lucca se agachó para remangarme el dobladillo de los pantalones.

—Tenemos también que sujetarte con alfileres esos puños y podemos ocultarte el pelo con un sombrero, como bien dices.

A juzgar por su forma de hablar, parecía muy ocupado a mi alrededor, tirando de la tela de la camisa, ajustando los hombros y volviendo a meter los rizos escapados en su sitio.

—Tienes que mantenerte muy erguida y acordarte en todo momento de echar los hombros hacia atrás. Así. —Se colocó detrás de mí y me cuadró los hombros antes de volver a ocuparse de los detalles. Me di cuenta de que no volvió a mirarme en el espejo, pero yo sí lo hice y la verdad es que me resultó muy peculiar ver a Joey mirándome desde el otro lado—. Y ahora los últimos retoques.

Lucca tenía una cajita de madera en las manos. Abrió con un movimiento rápido la tapa y vi que era una caja de maquillaje. Se agachó delante de mí y empezó a hundir los dedos en las tabletas de color. Luego me miró, entrecerrando los ojos como si fuera a crear una obra maestra y empezó a retocarme la barbilla, el labio partido y la piel alrededor de los ojos.

—¡Para! —grité—. No pienso dejar que me embadurnes la cara con esa porquería. Sé muy bien lo que contiene, ¿recuerdas? Tú mismo me lo contaste: arsénico y antinosequé.

Le aparté de un empujón, pero él se limitó a sonreír.

—Te refieres al antimonio, ¿verdad? Pero esto es maquillaje de teatro, como el que usa la señora Conway. Tienes que tener la sombra en el mentón como un hombre y tus ojos son demasiado, demasiado… femeninos. ¡Ahora!

Dio un paso atrás y me estudió con atención. Un instante después asintió.

—Ahora, pruébate este gabán. —Se fue hasta la puerta, de cuyo gancho colgaba un amasijo de prendas. Rebuscó en el revoltillo y seleccionó un gabán de color gris oscuro—. Puede que sea algo largo, pero no creo que importe.

Lo sostuvo abierto y yo introduje los brazos en las mangas. El gabán era de tela cara y olía a colonia de buena calidad.

—Lucca, ¿de dónde has sacado este trapo? —La pregunta apareció de pronto en mi cabeza. Tan entusiasmada había estado hasta entonces con el teatrillo que no me había parado a pensar en lo raro que resultaba que mi amigo dispusiera de un vestuario propio de un ricachón guardado en su choza. No respondió. En vez de eso, sacó un baúl de debajo de la cama y se dispuso a extender sobre la colcha otra camisa de buen corte.

—¿Me has oído? ¿De dónde has sacado todo esto?

Lucca siguió alisando la camisa y cepillándole restos de pelusa. Luego masculló entre dientes que se las había prestado un viejo amigo. No me miró.

Bueno, ya he dicho alguna vez que Lucca tenía sus secretos. ¿Acaso no los teníamos todos? Así que decidí no insistir.

Fingí estar muy interesada en un viejo periódico cuando él empezó a ponerse su disfraz, pero no negaré que eché una fugaz mirada al espejo. Dejando a un lado la cara, Lucca era maravilloso: tenía una piel oscura y dorada, y me pareció muy exótica, comparada con la del resto de hombres que conocía y que básicamente parecían sacados del mercado de pescado de Billingsgate.

—¿Lo has encontrado ya, Kitty?

Se ajustó el cuello de la camisa blanca y se acercó a sentarse a mi lado sobre la cama.

—¿A qué te refieres?

—Al lugar donde voy a llevarte esta tarde. Ven, deja que te lo enseñe. —Cogió el periódico (una vez más era The London Pictorial News) y lo desplegó en el suelo delante de los dos. Luego empezó a pasar las páginas hasta encontrar la que buscaba.

—Aquí está, Fannella. Léelo en voz alta. Se te da mejor que a mí.

Debo decir que estaba muy orgullosa de mi forma de leer. Joey me había enseñado a hacerlo y yo lo había pillado muy rápido. Solo de vez en cuando me trababa con alguna palabra que no conocía, pero siempre las almacenaba en mi cabeza para usarlas en el futuro.

Así que empecé a leer, siguiendo las líneas con el dedo:

UN GENIO DESCONOCIDO ENCANDILA LONDRES

Este periódico exige conocer la identidad del maestro cuya mano ha dado vida de un modo tan perfecto, tan… pulcro y lastimoso a Las muchachas del bermellón en la galería The Artisans de Mayfair.

Nuestro crítico declara que un cuadro de tamaña importancia no se ha mostrado en Londres desde que Su Graciosa Majestad permitió que el público viera una pequeña selección de sus propios cuadros del Renacimiento en la National Gallery.

Inmenso tanto en escala como en ambición, Las muchachas del bermellón es un triunfo de la tradición. En un mundo en el que el gusto se venera cada vez más en el altar de la mera impresión y la sensación, esta gloriosa obra recuerda a quien la contempla la Edad de Oro del arte. No es exagerado escribir que por su fuerza y por su vigorosa fisicidad, Las muchachas del bermellón recuerda a otros maestros de la carne: Rafael, Miguel Ángel y Tiziano.

Sin duda, la indiscutible honradez y valerosa sinceridad mostradas en cada pincelada que unge el lienzo ha convencido a los miembros del consejo de administración de la galería The Artisans para que adopten una decisión difícil aunque —debemos aquí añadir— comprensible en lo que concierne a la admisión.

Solo los caballeros de edad superior a los dieciocho años tendrán permitido el acceso a una obra que garantiza la turbación y el entusiasmo en igual medida.

El editor de The London Pictorial News lamenta profundamente la ausencia de una imagen con la que acompañar este artículo, pero dado que la mayoría de nuestros lectores son féminas, no podemos exponer sus más delicadas sensibilidades a una escena que solo el alma masculina podría comprender racional y completamente.

—Demonios, Lucca, ¡vas a llevarme a un espectáculo de estriptís!

Lucca pareció incómodo y puso el ojo en blanco.

—No, te llevo a ver la obra de un maestro desconocido. Mira, aquí… —Clavó el dedo en el artículo—. ¡El articulista compara al pintor con Tiziano, con Rafael y Miguel Ángel!

Yo sabía lo que provocaban en Lucca todos los pintores italianos, sobre todo el viejo Mickey, así que me mordí la lengua.

—Bueno, ¿entonces para qué necesitas que te acompañe?

—Pues porque quizá aprendas algo, Fannella, y porque necesitas alejarte de ese teatro, de esa jaula y de ti misma, aunque sea por un rato. Vamos.

Me dio un sombrero de copa y me ayudó a ocultar debajo los últimos rizos sueltos. Luego cogió otro gabán del gancho de la puerta y se lo puso, se enrolló una gruesa bufanda sobre la parte inferior de la cara y cogió su propio sombrero.

Me tomó la mano y me condujo hasta el agrietado espejo situado al pie de la cama.

—¿Y bien?

Me reí, perpleja. Parecíamos un par de jóvenes caballeros vestidos con sus mejores trapos a punto de salir de fiesta.

Lucca sonrió y me soltó la mano.

—Recuerda: cuando salgamos a la calle debes caminar como un hombre. Mira a los hombres de alrededor y copia sus gestos: nada de pasitos refinados. También es una cuestión de mentalidad, Fannella —añadió, dándose un golpecito en el sombrero—. Cuando salgamos de esta habitación, debes pensar como un hombre.