Capítulo nueve

—La Señora no está contenta, ¿verdad?

Fitzy alisó la hoja de papel que tenía sobre el escritorio delante de él y estudió entrecerrando los ojos la inclinada letra negra con los anteojos de montura metálica que normalmente ocultaba en el bolsillo de la chaqueta. La letra era anticuada, muy pulcra, muy elegante, con florituras y elaborados requiebros. A pesar de que estaba al revés, desde donde yo estaba sentada no me costó distinguir que se trataba de una letra de alguien culto. La letra de una mujer, pensé. Continué mirándole mientras él seguía la página con un dedo rechoncho hasta que encontró el fragmento que estaba buscando y empezó a leer en voz alta:

Recuérdale a la señorita Peck cuáles son sus obligaciones. Han pasado ya casi dos semanas y no nos ha proporcionado nada que pueda sernos de utilidad. Además, al parecer la madre de la muchacha de Lidgate ha acudido a la policía. No es necesario que haga hincapié, Fitzpatrick, en las consecuencias de una investigación en mis negocios. Afortunadamente, he abordado este asunto como he tenido que hacerlo con muchas otras cosas, pero es sin duda para mí una fuente de decepción el hecho de que, a pesar de haber facilitado a nuestro pájaro cantor un acceso sin igual a mis salas —y con el gran gasto que eso supone, debo añadir—, ella se ha limitado a ofrecernos un cúmulo de chismes anodinos y completamente desprovistos del menor interés.

Tendí la mano sobre el escritorio e intenté coger la carta de Lady Ginger, pero Fitzy estampó su mano sobre la mía con tanta fuerza que solté un grito. Retiró entonces mi mano del papel como si fuera algo sucio y siguió leyendo:

No puedo evitar pensar que me has fallado en este cometido. ¿Será quizá que no has comunicado la severidad de la situación a la joven dama? ¿O se da quizá el caso de que la fama ha anestesiado su sentido de lealtad familiar? Si no recibo pronto información, enviaré a mis hombres a visitar a Joseph Peck y deberé optar por infligir el corte. Asegúrate de que la muchacha así lo entienda y puedes estar seguro de que también tú tendrás noticias mías. Creo llegado el momento de aclarar de una vez por todas la verdadera naturaleza de su cometido. Confío en que sabrás hacerlo en mi nombre y confío en que la chica así lo entenderá.

Fitzy se reclinó en su asiento, se quitó los anteojos y se mordió el labio inferior. Volvió a golpear con la mano la carta.

—Me culpa a mí, claro como el agua. Esta carta es una amenaza a ambos, Kitty. Como no le des a la Señora lo que quiere, tu precioso hermano no es el único que va a perder los huevos.

Naturalmente, tenía razón. Para la mayoría, la carta podría haber parecido seca como el serrín que cubre el suelo de una carpintería, pero para Fitzy y para mí, esa carpintería estaba llena de ataúdes. No había más que recordar la voz de la vieja vaca pronunciando esas palabras en voz alta para sentir que se te cerraba el estómago. Aun así, debo admitir que una diminuta parte de mí pensó para sus adentros: «Enviaré a mis hombres a visitar a Joseph Peck… ¿estaba entonces decididamente vivo en algún sitio?». Fitzy chasqueó sus dedos amarillos delante de mi rostro. Tanto me los acercó que llegué a percibir el olor a cigarro rancio que desprendían.

—¿Qué dices a eso? —Di un respingo. ¿Qué podía decir?

—Yo… hago lo que puedo. Llevo allí arriba once noches con tan solo humo rancio y aliento de ginebra entre el suelo y yo. Le cuento todo lo que veo y les he ahorrado a usted y a la Señora un buen paquete, bien que lo sé. Más aún: nunca había habido tanto movimiento en los music halls como hasta ahora. El señor Jesmond del Carnival calcula que sus ingresos se han multiplicado por cuatro.

—Pero eso no es suficiente, Kitty. Ambos sabemos que lo que está aquí en juego es la reputación de la Señora. Alguien le está meando su territorio, y eso es algo que ella no puede permitirse pasar por alto. Piénsalo. Su nombre es lo que me mantiene a salvo. Es lo que mantiene todo esto en marcha. —Señaló con un gesto de la mano la oficina abigarrada, con su refinado diván, sus cojines de flores y los platos de porcelana—. Ahí fuera hay un montón de barones que tienen al Paraíso entre ceja y ceja. Lo único que les impide ganar músculo y hacernos la vida muy… incómoda es la propia Señora, o la idea de lo que ella pueda hacerles.

Sacó del bolsillo un pañuelo de seda de cuadros y se secó con él el rostro salpicado de marcas de viruela. Fitzy tenía la frente cubierta de perlas de sudor y su ojo izquierdo volvía a pestañear. Abrió un cajón y sacó una petaca de cuero. Le quitó el tapón y le dio varios tragos antes de volver a enroscar el tapón plateado. Vi entonces que le temblaban las manos. Se secó la boca con la seda y golpeó la carta con los dedos.

—Esto no son amenazas gratuitas. Si quieres volver a ver vivo a tu hermano, es decir, en la medida de lo posible, vas a tener que empezar a darnos algo, muchacha.

Sentí que se me multiplicaban por dos los latidos del corazón bajo mi nuevo corpiño. Sin duda Fitzy era un hombre amedrentado, y de pronto entendí, con diáfana contundencia, que había mucho más en juego de lo que creía. Si alguien como Fitzy estaba preocupado, ¿cómo debíamos sentirnos el resto?

—¿Y bien? —Me miraba fijamente, expectante. Sus ojos, inyectados en sangre, prácticamente se perdían bajo el bosque de cejas rojizas que cubría el puente de su ancha nariz. No sabría decir por qué, pero de repente me acordé de la vez que mamá nos había contado a Joey y a mí algún episodio de la Biblia sobre los Jardines Colgantes de Babilonia. En aquel entonces me había parecido muy exótico, aunque el recuerdo en ese momento y la visión de las cejas de Fitzy empezaron a dibujar en mis labios una sonrisa. Quizá parezca extraño, pero cuando las cosas se ponen feas, a menudo me entran ganas de reírme en alto.

El golpe —duro, cruel y más rápido de lo que cabría esperar de un hombre que parecía una morsa— me dio de lleno en la parte izquierda de la cabeza. Caí hacia delante y noté que los dientes se me clavaban en la piel y que se estampaban contra la madera al impactar contra el escritorio.

—No tiene ninguna gracia, muchacha. —Fitzy tenía la cara teñida de púrpura. Respiraba entrecortadamente y tosió cuando se inclinó hacia delante y me agarró del pelo, levantándome la cara en el aire para que pudiera ver la saliva que tenía prendida en las puntas del bigote mientras rugía. Su aliento me llegó más fétido que el aire de un retrete de patio—. No eres más que la propiedad de otro, Kitty Peck, no lo olvides. Puede que allí arriba seas una hermosa pieza, una noche tras otra, pero este es un asunto feo. Lo que aquí está en juego no es solo la vida de tu hermanito, somos todos. El Paraíso entero depende de la protección de la Señora. Tú le perteneces, muchacha. Dale lo que quiere.

Logré soltarme, dejando un puñado de pelo entre sus dedos. Noté el sabor a hierro en la boca y cuando me llevé la mano al labio dolorido lo encontré mojado. Sentí bullir la rabia dentro de mí y antes de poder contenerme, las palabras salieron acompañadas de un salpicón de sangre:

—No puedo inventarme lo que no hay, ¿no? Desconozco tanto como ella lo que ocurre con las chicas. Para ella es muy cómodo, pero no es ella la que tiene que jugarse el desayuno colgada boca abajo todas las noches sobre medio Limehouse. ¿No cree que si yo supiera lo que ocurre se lo diría? Ni siquiera sé qué demonios se supone que debo buscar. —Me quedé allí de pie, delante de él, con las manos en la cintura. Sentí que la sangre me goteaba por la barbilla, pero no iba a llorar. Sabía por Peggy lo mucho que disfrutaba Fitzy con eso. A Fitzy le brillaban los ojos y volvió a instalarse en su silla de piel. La oí soltar un suspiro cuando su cuerpo enorme se hizo un hueco en su acolchado abrazo. Luego, esa sonrisa malévola volvió a asomar a su rostro.

—Tú lo has dicho. No eres tú exactamente a quien necesitamos para que se haga cargo de la vigilancia. —Su dedo rechoncho volvió a seguir una vez más las líneas de la carta de Lady Ginger hasta detenerse casi al final—. Aquí está: «Creo llegado el momento de aclarar de una vez por todas la verdadera naturaleza de su cometido». —Alzó la mirada desde debajo de sus pobladas cejas mientras el músculo no dejaba de contraerse en la esquina de su ojo izquierdo—. Dime: ¿qué supones que quiere decir eso?

Negué con la cabeza. Me pitaban los oídos y la habitación había empezado a girar a mi alrededor a causa del golpe.

—¿Recuerdas la pequeña conversación que tuvimos sobre que no debías marcharte del teatro tan pronto después de las funciones? —De repente tuve la sensación de que había dos Fitzys sentados delante de mí y que ambos me hablaban a la vez—. A partir de ahora, Kitty, te quedarás en la sala y admitirás la visita de espectadores a tu camerino. Quiero que seas un poco más amigable con tus admiradores. El viernes empiezas en The Comet y quiero que entretengas a los caballeros, ¿entendido? —Sus labios desparecieron como un par de babosas bajo los despeinados pelos rojizos de su bigote cuando la sonrisa se expandió aún más—. La Señora quiere resultados, Kitty. Sabe Dios por qué eres tan devota de ese hermano tuyo —escupió a un lado del escritorio—, pero si quieres que siga con vida y el resto de nosotros a salvo, todo parece indicar que vas a tener que exponerte, por así decirlo. —La habitación giró de nuevo. La simple idea de permitir que cualquiera de los clientes se acercara lo suficiente a mí como para echarme su aliento encima, tocarme o. Fitzy prosiguió—: Deja que pasen a verte, que se relajen contigo. Creo que sabes muy bien a qué me refiero, y deja que uno de ellos se delate. —Tamborileó con los dedos sobre la carta—. La Señora acaba de recordarme un hecho de suma importancia: tú no estás allí arriba para mirar. Eres nuestro señuelo.

Las lágrimas por fin aparecieron cuando llegué al taller. A Danny le bastó con una mirada para llamar a Lucca.

—¿Qué te ha ocurrido, encanto? —preguntó Danny, poniéndome un trozo de trapo empapado en trementina en la mano—. Tienes el labio inferior del tamaño de un huevo y lo tienes también partido.

Sentí la sangre seca pegada a la barbilla y hasta en el cuello. Cuando bajé la vista, vi manchas rojas sobre el par de montañas de carne aplastadas hacia arriba por el corpiño. No me pareció que fuera a resultar demasiado atractiva para los clientes del teatro.

—¡Lucca! —volvió a gritar Danny, y un instante después la cabeza de Lucca asomó por encima de la barandilla del altillo del taller. Le oí maldecir en italiano y un momento más tarde había bajado por la escalerilla y me apartaba el pelo de la cara.

—¿Quién te ha hecho esto? —Tenía la cara tensa de furia al tiempo que me cogía el trapo de la mano, escupía en él y empezaba a limpiarme las manchas de sangre. Me estremecí cuando me pasó el trapo por el labio y mis lágrimas gruesas y calientes cayeron sobre el dorso de su mano.

—F… Fitzpatrick. —Tragué saliva, no tanto por el dolor, sino por la humillación.

—¡Bastardo! —Danny escupió al suelo—. Pegar a una mujer. Alguien tiene que darle una lección a esa bolsa de estiércol.

Me alegré de que no supiera ni la mitad de la verdad.

Pezzo di merda —masculló Lucca, tocándome la mejilla con suavidad—. Tienes además una mora que está empezando a salirte aquí, Fannella. —Debí de mirarle con expresión de perplejidad, porque enseguida se corrigió—: un moratón. ¿Qué más te ha hecho? ¿Te ha…? ¿Estás…? —Lucca miró a Danny, que asintió, recogió algunos restos de decorados y fue hacia la puerta.

—Se lo diré a Peggy —gritó desde la puerta—. Va a tener que usar un montón de maquillaje para disimular ese desastre. Perdona, Kitty, no pretendía… quería decir que… bueno, ya me entiendes. —Se encogió de hombros, visiblemente incómodo, y desapareció por el patio.

Cuando nos quedamos solos, rompí a llorar en ruidosos y grandes sollozos y Lucca me rodeó con sus brazos hasta que por fin me calmé. Me dolía la cabeza a causa del llanto y del golpe que me había propinado Fitzy.

—¿Qué ha pasado? —Luca me miraba. Tenía la mandíbula contraída de rabia y las cicatrices que le cruzaban la cara estaban blancas y tensas. Nos sentamos sobre un montón de sacos y con mis manos en las suyas le conté lo de la carta. Cuando llegué a la parte de «tendré que cortar», noté que sus manos se cerraban.

—Y eso no es todo. Fitzy quiere que a partir de ahora sea más atenta con ellos. Que los entretenga… ya sabes. Pero yo jamás. —Me interrumpí y me miré las manos, que seguían entre las suyas—. Dice que es el modo de hacer salir a la luz al…, bueno, lo que quiera que esté ocurriendo. Tengo que ser el señuelo.

Lucca se levantó de un salto.

—Hay que poner fin a esta locura. No puedes seguir con esta… che farsa! Iré ahora mismo a verle.

—¡No! ¡Espera!

Lo último que quería era que Lucca se enfrentara a Fitzy. El viejo gorila podía estar medio borracho y doblarle la edad, pero le haría picadillo. Además, si lo que Fitzy había dicho sobre que había gente esperando a caerle encima a Lady Ginger era cierto, estábamos todos en peligro. Había mundos más allá del Paraíso y los barones eran tan implacables como la propia Señora. Y si se hacían con todo, sin duda desearían llevar a su gente con ellos.

Le cogí la mano e intenté sonreír, pero al curvar los labios, la piel se rompió y pude notar cómo la sangre empezaba a brotar de nuevo

—Lucca, ¿puedo ir a verte al Wharf mañana? Esta noche, después del número, van a llevarse la jaula al Comet, así que tendré el día libre mientras la instalan. Los jueves libras, ¿no? —Asintió mientras yo proseguía—. Consigue un poco de carbón y yo llevaré un pastel de carne y una botella, y podremos hablar. Lo volveremos a repasar. Como bien dices, debe de haber algo que se me escapa, algo que estoy viendo pero que no veo.

Lucca se pellizcaba la cicatriz de la cara. Tenía esa costumbre cuando pensaba. Luego sonrió. Había cierto brillo de malicia en su mirada cuando habló.

—En realidad, ya tengo una cita mañana por la tarde. Aunque creo que quizá te gustaría acompañarme. De hecho, sé que te gustará…