Capítulo ocho

Luca arrojó otra palada de carbón al fuego. Su habitación, situada bajo los raquíticos aleros de una casa alta y sombría enclavada a una calle del río, era húmeda y siempre estaba fría, incluso en pleno verano. Estábamos en enero y una capa de escarcha cuyo espesor superaba el dedo de un hombre cubría los adoquines de la calle. Cogí su abrigo de la cama y me arrebujé en él.

—No entiendo por qué no intentas encontrar un sitio mejor —me quejé—. Aquí hace tanto frío como para congelarle el culo a un pato.

Lucca arrugó la nariz y arrojó otro trozo —muy pequeño esta vez— de carbón a la chimenea. Un instante después se volvió a mirarme. Yo estaba sentada lo más cerca posible del fuego, de espaldas a la cama.

—Te has vuelto ordinaria desde que te has hecho famosa. —Se echó la larga melena oscura hacia atrás para que yo pudiera ver la mitad de su rostro cubierto de cicatrices a la luz del fuego y entrecerró los ojos—. Hasta ahora nunca te había importado el frío que hacía aquí, Kitty. Aunque claro, eso era antes de que te vistieras como una…

Se calló y arrugó los labios, pero siguió mirándome fijamente al tiempo que los dedos de su mano derecha frotaban la piel fundida y rugosa de debajo de su ojo ciego, como si intentara retirarla para poder verme más claramente.

—¿Vestida como una qué? —Estaba indignada—. La Señora me dio dinero para que me comprara ropa mejor que la que tenía, y eso hice. ¿Qué tienes que decir a eso? Y Fitzy dice que tengo que estar siempre estupenda… como una dama. Puede que esté ahí arriba medio desnuda en esa jaula, pero no quiero dar a los hombres una impresión equivocada, ¿no te parece?

Alisé la falda de mi nuevo vestido de satén azul. Era un diseño de última moda, con un ajustado corpiño y las mangas ceñidas que se ahuecaban en una nube de encaje en los codos. Me encogí de hombros a fin de hacer subir un poco el encaje que quedaba sujeto alrededor del escote y me arrebujé aún más en el abrigo. Las palabras de Lucca me habían avergonzado y, peor aún, sabía que tenía razón.

—Me vestiré como me dé la gana —repliqué—. Y cuidaré mi lenguaje si tú cuidas tus modales. No soy de tu propiedad, Lucca Fratelli. —Me levanté, me quité su abrigo y lo arrojé sobre la cama antes de encasquetarme un nuevo sombrero de plumas sobre los rizos y volverme hacia la puerta.

—Será mejor que vaya a helarme de frío a mi habitación en casa de la señora Maxwell.

Lucca se levantó de un brinco y me agarró la mano.

—Perdona, Fannella. De verdad. No te vayas, por favor. He sido un desconsiderado. —Esbozó una sonrisa de disculpa y me apretó la mano—. Echaré más carbón al fuego. Parece que haga una eternidad que no hablamos tranquilamente, como antes.

Se arrodilló nuevamente delante de la chimenea y removió las brasas encendidas con la pala. La mitad cubierta de cicatrices de su rostro había quedado oculta en sombras mientras conseguía hacer crepitar en la chimenea un fuego pequeño y vivo.

No era la primera vez que me sorprendía pensando en lo guapo que habría sido Lucca de no haber tenido el accidente. No, más que eso: habría sido hermoso. Su perfil era perfecto, como el de las estatuas que poblaban sus libros de arte que tanto disfrutaba mostrándome. Lucca tenía una auténtica biblioteca amontonada debajo de la cama. La mayoría de los ejemplares estaban en italiano, aunque las imágenes eran preciosas.

Allí de pie, me fijé en cómo se le curvaban las pestañas y también en sus labios, muy firmes y distinguidos, y de pronto me pregunté qué se sentiría al besarlos. Lucca alzó la vista y volví a ver la mitad fundida de su rostro. ¿Importaría?, me pregunté. Sentí un sofoco que me subió desde el cuello hasta las mejillas.

—Así está mejor, Kitty. Ahora pareces haber entrado en calor… accogliente. —Lucca sonrió y dio una palmadita a la deshilachada alfombra delante de la chimenea. Me senté entre el frufrú del vestido, cruzando las piernas bajo la rígida falda de satén que se abullonó a mi alrededor como una pequeña tienda de campaña azul. Mantuve la mirada fija en el fuego, pues no quería darle la impresión de que había estado pensando en nada salvo en ponerme cómoda.

Lo mío con Lucca era curioso. Aparte de Joey, él era la persona a la que más quería en el mundo. Al principio, cuando llegué a trabajar al Gaudy, justo después de su accidente, ninguna de las chicas le hablaba. Les daba miedo su rostro, que en aquel entonces tenía mucho peor aspecto, de eso doy fe, con todos esos trozos de piel descascarillada y los rojos surcos de carne quemada que le bajaban hasta el cuello.

Pero una noche yo estaba limpiando el gallinero, cantando como siempre, y cuando terminé oí que alguien aplaudía en el escenario. Era Lucca, que se había quedado trabajando hasta tarde porque tenía que pintar un tramo de decorado. Esa fue la primera vez que me llamó Fannella.

Creo que acababa de cumplir quince años en aquel tiempo y Lucca tenía… bueno, la verdad es que no sabría decirlo con seguridad. Apostaría a que ahora no tiene más de veinte, así que por aquel entonces debía de tener unos diecisiete. Y esa es otra cosa: Lucca nunca habla de su pasado, ni de su accidente, ni tampoco de cómo llegó a Limehouse.

Habla, eso sí, del pueblo donde nació, y también de Nápoles, donde aprendió su oficio, y a veces también de su familia —sus hermanos, sus hermanas y todo eso—. Pero si le preguntara dónde estuvo antes de llegar al Gaudy y qué le trajo a Londres, se cerraría en sí mismo más que un buccino, y yo soy experta —más que muchos, diría— en no insistir demasiado en un punto. Ya pasé lo que pasé con Joey, así que me muerdo la lengua, aunque de todos modos…

Trabajar en el music hall te da una idea muy clara de lo peligrosas que pueden llegar a ser las candilejas. Todos somos muy precavidos al respecto. Algunos operarios tienen quemaduras en los brazos, por encima de los codos. Es una luz malévola, pero confiamos en ella todas las noches para que dé vida a la magia. Lucca debía de haber tenido una terrible experiencia con ella y no me sorprendió que no quisiera que se la recordaran, sobre todo teniendo en cuenta que se le había llevado la mitad de la cara cuando más importaba. Supongo, aunque quién sabe, que corrió a refugiarse y a esconderse en The Gaudy, y supongo que también huía de alguien… de alguien que era incapaz de amar a una ruina.

Lucca se reclinó y apoyó la pala contra el lateral de la chimenea. Por algún motivo, en ese momento tuve plena consciencia de su cuerpo enjuto sentado en la alfombra a mi lado. Me moví y el satén susurró al adquirir una nueva forma.

—Y bien, ¿qué has descubierto, Fannella? ¿Qué has visto desde tu jaula dorada?

Agradecí la pregunta.

—Nada. Bueno, nada que pueda ayudar a esas pobres chicas. ¿Te has enterado de que ahora es Maggie Halpern la que ha desaparecido?

Lucca asintió.

—Era muy joven. ¿Qué edad tenía? ¿Quince años?

—Catorce. —Me estremecí—. Desapareció durante mi quinta noche en The Gaudy. Y además la vi: servía las mesas en la sala. La vi intentando manejarse con la bandeja. Ya sabes lo poca cosa que era. Temí que se le cayera. Me fijé especialmente en ella porque me recordaba a Alice. Durante un segundo miré abajo y las confundí.

Lucca se mordisqueó un padrastro. Como siempre, tenía los dedos manchados de pintura.

—No tiene sentido. Maggie era muy discreta, una muchacha decente. Algunas de las demás eran ya mujeres hechas y derechas, y quizá ellas.

—¿Quizá ellas qué? —pregunté bruscamente—. Tú las conocías. Todas eran chicas decentes: Clary y Sally podían ser un poco alocadas, es cierto, pero no iban por ahí camelándose a los clientes. Jenny, bueno… admito que era un poco ligera de cascos. —Lucca se estremeció y yo proseguí—, pero las demás… no, ni hablar. Y luego está Alice.

Fijé la mirada en el fuego de la chimenea y pensé en esa falda a medio coser que tenía encima de la cama y en la aguja y el hilo que aguardaban en el lavatorio del cuartucho minúsculo que ocupaba justo debajo del mío. ¿Qué habría sido de ella?

—No era más que una niña, Lucca, y una buena niña. Alice nunca dio un solo problema. A decir verdad, a menudo lamenté que no mostrara un poco más de carácter, pero era tierna como un corderito, bien que lo sabes.

—¿Qué dice Peggy?

Negué con la cabeza.

—Se niega a hablar de Alice, y no porque sea supersticiosa como las demás. Peggy se niega a hablar de ella porque le duele demasiado. Ella y yo éramos lo único que tenía, y a ti los domingos.

Lucca se santiguó. Iba con regularidad a la iglesia de San Pedro, la que está junto a Hatton Garden, donde decían la misa en latín.

—Cuando venía a misa conmigo, no entendía el latín, pero decía que le encantaba cómo sonaba.

—Su caso es el peor. Y en cierto modo me siento responsable.

Lucca guardó silencio durante un instante.

—¿Y qué es lo que pasa con ellas? ¿Dónde están? Si están muertas, ¿dónde están sus cuerpos? Y si viven…

Tirité a pesar del calor que en ese momento llegaba desde el pequeño fuego que ardía en la chimenea.

Alice Caxton, Clary Simmons, Esther Dixon, Sally Ford, Jenny Pierce, Martha Lidgate, Maggie Halpern.

Las siete chicas habían desaparecido de la faz de la tierra como había ocurrido con Joey. Yo llevaba en la jaula desde hacía casi dos semanas y no había visto nada que pudiera ayudarle a él ni a ellas. La voz de Lady Ginger crepitó en mi cabeza: «A menos que me satisfagas, no volverás a verle». ¿Cómo iba a «satisfacerla» si no sabía qué era lo que estaba buscando? Metí la mano en el cuello del vestido e hice rodar el medallón de san Cristóbal entre los dedos. Un momento después, dije:

—Lo único que sé es que si quiero volver a ver a mi hermano tengo que descubrir lo que ha sido de las chicas de Lady Ginger.

Lucca se inclinó hacia adelante y avivó el fuego, removiendo las brasas. Su pelo cayó hacia delante mientras mascullaba algo en italiano. «Ah, está pensando en ello», pensé. Como ya he dicho, Lucca es un hombre inteligente.

—Algo tiene que haber. Tienes que haber visto algo desde la jaula. Maggie, por ejemplo: ¿a quién atendió? ¿Con quién habló?

Perdí la mirada en el resplandor de las llamas y volví a recordar la sala del teatro. The Gaudy estaba a rebosar esa noche. Mi número llevaba al teatro a clientes de todos los rincones de la ciudad, de ahí que no me sorprendiera ver que varias de las mesas que atendía Maggie estuvieran ocupadas por ricachones. Normalmente esa clase de público nunca se dejaba ver en locales como The Gaudy que, aunque mejor que The Carnival (que era poco más que una taberna con una sala adjunta), no era en ningún caso tan elegante como The Comet. De todos modos, poco importaba: la gente estaba tan loca por ver al Pardillo de Limehouse —y por contarles a sus amigos la experiencia— que estaban dispuestos a aparcar las colas de sus fracs en los asientos baratos y compartir sala con las clases inferiores.

El humo y el intenso olor a cerveza y a ginebra impregnaban el aire del teatro esa noche. Recuerdo haber visto los escuálidos brazos de Maggie intentando cargar con el peso de la bandeja. La había visto abrirse paso entre las mesas y había visto también a los hombres que no se movían ni prácticamente se fijaban en ella cuando intentaba servirles. Maggie Halpern era una criatura desprovista por completo de color: su rostro, su pelo, su ropa, toda ella era de un desteñido tono de marrón. Nadie reparaba en ella salvo yo… ¿y salvo quizá alguien más? Negué con la cabeza.

—Nada. La noche transcurrió como de costumbre. Nadie habló con ella, nadie reparó tan siquiera en su presencia. Ya sabes cómo era.

Lucca se inclinó hacia delante y apoyó la frente en las manos. Esa era la postura que adoptaba cuando se paraba a pensar.

—¿Y Jenny? ¿Qué puedes decirme de ella? Vuelve a contarme lo que viste.

Volví a relatarle lo que había visto: a Jenny en el palco, su cabeza subiendo y bajando… el hombre detrás de la cortina… Lucca levantó la mano.

—¡Sí! El hombre que estaba con ella… ¿qué recuerdas de él?

—Nada. No pude verle bien, ¿te acuerdas? Y, de todos modos, ¿cómo iba yo a saber que esa sería la última vez que la vería? Después del numerito que habíamos tenido en el camerino, no puedo decir que sintiera un gran afecto por la maldita grulla. —Sonreí de oreja a oreja—. Perdona, olvidé contarte que el tipo ni siquiera necesitaba mirarla a la cara mientras ella estaba a lo suyo. Y que mientras tanto marcaba el compás con el Profesor Ruben y los chicos. Durante todo el rato, vi cómo el anillo que llevaba en el meñique que tenía apoyado en la barandilla del palco reflejaba la luz: arriba y abajo, arriba y abajo, como la cabeza amarilla de Jenny.

Lucca se me quedó mirando fijamente.

—¡Ahí lo tienes, Fannella! ¡Ahí tienes tu primera pista: lleva un anillo de sello!

Puse los ojos en blanco.

—Como la mitad de Londres. Hasta Joey llevaba un anillo.